La hoja aún vibraba embutida en el tronco del árbol. Con un par de tirones las fauces de acero se desembarazaron del abrazo de madera dejando en sus milenarios anillos una profunda herida abierta. Allwënn se agachó junto a Falo, tanto, que se diría iba a besarle en los labios. Le aferró de los cabellos clavando su cabeza a la madera. La temblorosa faz del joven rozaba en algunas zonas la curtida piel del elfo, pero todo su campo de visión se reducía a aquellos iris de sinople. La cadenciosa y sonora voz del mestizo inundó toda su existencia.
—He matado a hombres por mucho menos —afirmó lentamente—. No habrá próxima vez. En su lugar, alguien tendrá que ir a buscar tu cabeza ¿lo entiendes? Aléjate de mi espada o ella te enviará a encontrarte con tus ancestros.
Entonces se volvió hacia nosotros. Con el gesto desafiante avanzó unos metros y su rostro se endureció aún más mientras nos ensartaba con sus pupilas. Alzó su espada y clavó su afilada punta en el húmedo suelo del bosque frente a todos. Apuntándonos con su brazo extendido y su dedo crispado nos lanzó una advertencia que pocos nos atrevimos a cuestionar.
—Al próximo —amenazó—, humano o elfo, hombre o mujer que ose tocar mi espada sin mi permiso, lo abriré en dos y pondré sus entrañas a secar.
El eco de sus palabras quedó suspendido en la atmósfera y aún resonaba en nuestra cabeza mientras él nos estudiaba con dureza. Gharin no dijo palabra. Estaba congelado y serio observando a su amigo. Tras un largo y detenido examen, Allwënn se dirigió hasta él y le hizo entrega de una bolsa de cuero llena de oro y gemas que no tardó en reconocer. Ambos se cruzaron una mirada y parecieron sus pupilas trabar un largo diálogo que ninguno de los presentes llegamos a entender.
—Qué alguien cure a ese desgraciado —dijo en un velado mensaje a su amigo, encaminándose ya fuera del lugar—. ¡Ensillad los caballos! —añadió dándonos la espalda—. ¡¡Nos vamos!!
Mis ojos se fueron por inercia a la formidable espada que había quedado clavada en la tierra como un estandarte de guerra ondeando al viento, levantándose ufano y glorioso sobre el campo de batalla. Al contemplar sus formas, la belleza y misterio que seguía emanando desde el desnudo acero; algo compungía el alma cuando por encima de ellas se miraba de nuevo a los ojos tristes de aquella dama que dormía en su puño. Miré alejarse al fornido y bravo guerrero...
No tuve duda...
¡Qué magnifico guardián para velar su sueño!
«En la fatalidad se testa el auténtico guerrero
En la adversidad se prueba.
Sólo frente las sombras, se descubre la verdadera luz».
Ignos Arhanthyr, Duque de Kellar.
Martillo Jerivha.
La lluvia azotaba con furia inhumana las espaldas, como martirio de reo...
—¡¡Agarra esas bridas. No las sueltes!!
—¡¡Las tengo, las tengo!! —Odín hacía lo que podía. Su torso resistente y sus robustos brazos tiraban con todas su fuerzas de las cinchas de cuero que sujetaban al animal por las quijadas. Así impedía a duras penas que se alzara sobre sus cuartos traseros. A pesar de todo, el brioso corcel arrastraba al corpulento joven con menos dificultades que las que él encontraba para mantenerlo anclado en el suelo.
—¡Agárralo bien, chico!
Un relámpago hizo quebrar el cielo gris en un resplandor intenso y su chispa se escuchó como el restallar de un gigantesco látigo por todo el bosque. Como una cortina, el agua se despeñaba en riada hiriendo aquella cadavérica arboleda con verdadera crueldad. Los caballos se asustaban de los aullidos del trueno y de las fogosas ráfagas de luz de los relámpagos. Volvían difícil y peligrosa la travesía, forzosamente a pie, en aquellas adversas circunstancias. El barro se extendía ahora por todo aquello que antes era tierra y suelo.
—¡Cuidado! —Al impresionante retumbar, dos de los caballos se alzaron sobre sus cuartos traseros, aterrados. Los bíceps de Odín no pudieron entonces mantenerlos sujetos. Sin soltar las bridas, fue zarandeado con violencia y golpeó contra Alexis al que envió sin remedio al embarrado suelo del bosque, cayendo de bruces sobre un charco de lodo. Gharin dejó su espada y corrió a prestar ayuda al corpulento humano. También Allwënn, se apresuró en llegar. De un salto y un enérgico tirón apresó las riendas de uno de los corceles mientras el rubio Gharin y Odín hacían lo propio para reducir a los otros.
Las voces de los hombres se mezclaban entre ellas y éstas con los bufidos y relinchos de los animales. Después de varios forcejeos, algunos instantes de lucha y muchas mandíbulas apretadas, se impuso la veteranía de los elfos a la fuerza de los brutos que terminaron por ceder y doblegarse.
—Bien hecho, muchacho —le reconocería Allwënn a Odín mientras dejaba que el muchacho tomara algo de aire. También se ganó el cumplido de Gharin que acabó golpeando animosamente la fornida espalda del batería.
—Ya nos encargamos nosotros.
La dentada hoja de la Äriel se incrustó en el suelo a poca distancia de donde Claudia ayudaba a Alex a incorporarse. El mestizo utilizó su espléndido enmangue como apoyo y quedó mirando a ambos jóvenes mientras un reguero de agua se escurría por su rostro y por entre los negros filamentos de su larga cabellera. Destrozados por la dura caminata bajo el agua, ambos cuerpos, cuyas ropas caían sucias en grandes pliegues por el peso de la lluvia, casi no podían sostenerse en pie. Parecían suplicar piedad a gritos con la mirada. Para su desgracia, Allwënn no consideró necesario un descanso, ni siquiera una ayuda. Se limitó a decir que ya habíamos perdido demasiado tiempo hoy y que debíamos continuar. Aquello sonó, como era habitual en él, a una terrible falta de delicadeza, muy propia del mestizo. Pero resultó especialmente hiriente en las circunstancias que acababan de vivir.
Sólo con el tiempo comprenderían que esa aparente y manifiesta insensibilidad era el arma con la que Allwënn se mantenía indemne frente al mundo.
—No sé si voy a aguantar todo esto —confesó Alex con cierta indignación aún agarrado al cuerpo cansado de su delicada compañera.
La marcha se reanudaba. Allwënn volvía a encabezar la comitiva por el frondoso y desierto bosque. Gharin y Odín habían conseguido amarrar a los corceles y le seguían, más atentos a los animales que al propio camino. Para Alex y Claudia el mundo parecía haberse olvidado de ellos. Todo parecía seguir su rumbo sin detenerse. Bajo aquel cielo gris plomizo y su trepidante lluvia, ambos se sintieron abandonados por un instante. Profundamente abandonados y solos.
Alex regresó de sus recuerdos...
La lluvia seguía destrozando los bosques pero al menos habían encontrado techo donde guarecerse. La situación no había mejorado para ellos. De hecho, no podía ser peor. La tarde se encontraba en toda su plenitud y sin embargo, la violencia desatada por aquel vendaval hacía que pareciese plena noche. La luz moribunda del día no bastaba para iluminar aquella estancia en la que habían acabado sentando los huesos.
Alex miró desorientado a su alrededor. Allwënn estaba en pie, en silencio, como una estatua sobre su pedestal. Miraba al exterior. Su mente se perdía en el vacío. Gharin se afanaba por conseguir encender una pequeña hoguera con la que poder entrar en calor. Odín arropaba los hombros de Claudia con una de las pocas mantas que no habían acabado empapadas por el agua. Ella se sentaba abrazando sus piernas. Tiritaba de frío y sus labios se habían vuelto cárdenos.
En su mirada había ausencias. Tristeza... dolor... pero sobre todo, ausencias.
Allwënn no se había movido de aquella posición durante el tiempo que Gharin invirtió en encender una pequeña fogata. Seguía allí, con sus ojos clavados en aquel insólito lugar al que su apresurado cambio de rumbo les había llevado. Su cabeza se paseaba inquieta por los rincones de su memoria tratando de asumir lo que aquello significaba: Habían encontrado la ciudad de los elfos... o lo que quedaba de ella.
La imagen de aquella enorme construcción les había dado la bienvenida alzándose al cielo en todo lo que la vista abarcaba. A pesar del castigo feroz de la lluvia, pocos fueron los que no se quedaron clavados en el sitio ante la contemplación de aquella colosal arquitectura que se levantaba ensombreciendo a los propios árboles. Eran ruinas, pero tan bien conservadas que había que agudizar la mirada para descubrirlo en una primera vista. Sólo aquella ártica soledad, de tumba, preñada de olvido que tienen las ruinas la delataba. Estaba concebida como una superposición de terrazas. Un gigantesco tramo de escaleras ascendía a la primera de ellas extendiéndose por todo el perímetro de la construcción. Después, todo eran pequeñas escalinatas que se mezclaban entre las terrazas, altas torres cilíndricas de perfiles suaves y ligeros contornos, arcos de múltiples líneas...
Grandes, casi monumentales eran sus portadas. Abrían el paso con verdadera solemnidad a los viajeros hacia espacios cupulados, pórticos, pasillos y estancias... Todo ello aderezado con la alternancia de columnas arbóreas, labrados pilares y otros extraños elementos de sustentación nunca antes vistos. Sobrecogía su silencio. El hecho de encontrarla tan desierta y muda, carente de la civilización que la alzó la hacía parecer aún más majestuosa y digna. A pesar de la diversidad de sus formas y el deterioro, un elemento unía y solidificaba cada una de las piezas que componían aquella magnífica arquitectura. Se trataba de la piedra. La piedra con la que había sido levantado el vasto lugar. Una piedra de un color verde intenso de aspecto vidriado y agrisadas vetas. Daba forma y a la vez uniformaba el cuantioso conjunto, de tal suerte que parecía haber sido esculpido en una sola pieza.
Viendo cómo la vegetación había ganado terreno a los muros y espacios, resultaba más verosímil imaginar que, en su origen, aquel elegante coloso había surgido del propio verde del bosque a golpes de algún cincel.
Gharin, con el cabello pegado, empapado por la lluvia miró a su compañero con gesto alterado. En sus ojos azules anidaba el miedo. Un miedo acrecentado por la experiencia que acababan de vivir. Por la evidencia de la certeza. Por saber que habían llegado al corazón mismo de la leyenda... a la misma boca del lobo. Allwënn le miraba con gesto preocupado. En el fondo tampoco le gustaba aquella situación. Sabía por dónde estaban andando ahora mismo los pensamientos de su rubio compañero. Entonces volvió a fijar las pupilas en los impresionantes restos que se levantaban ante ellos. Aquel lugar poseía un magnetismo que impresionaba. Al igual que un tesoro del pasado, emanaba esa atmósfera cautivadora que fluye de las ruinas, un tanto nostálgica y un tanto hostil...
Quizá demasiado hostil.
—¿Qué... qué lugar es éste? —Preguntó a voces Alex, superando la fuerza de la lluvia.
—Supongo que son los restos del palacio —advirtió Allwënn sin desviar su mirada de aquella mole verde de exquisito acabado—. Hemos llegado al corazón de la vieja ciudad. El hogar de esas Custodias.
Habían encontrado la ciudad de la que hablaban las historias de Allwënn. Ahora sólo ruinas. Aquella milenaria ciudad que aguantaba estoicamente el paso del tiempo. Tiempo que perecía haberse detenido entre sus muros. Casi le faltaba gritar que había nacido del capricho de los elfos. Antigua, de eso nadie dudaba. Los elfos dejaron de vivir en la piedra desde aquellos lejanos días de infortunio. Sólo los clanes del Ülstäa-Aêrimhál, el sagrado jardín del Sändriel, guardan aún esas viejas tradiciones y costumbres. Y ellos quedan muy, muy lejos de allí.
La ciudad existía...
Un frío amargo recorrió a aquel grupo y un batallón de emociones crueles se instaló en sus corazones. Si de algo había servido aquella lluvia infernal era para mitigar el dolor del recuerdo. La cabeza había estado demasiado ocupada, preocupada en encontrar un paso firme por el que caminar o un lugar donde guarecerse de la batalla del cielo que en los verdaderos problemas.
Aquella frase los había traído de regreso...
Los problemas habían empezado a media tarde...
Las nubes que se condensaban sobre sus cabezas hacían presagiar la inminente tormenta. Sin embargo, habían encontrado algo que en aquel momento les preocupaba que el aspecto cada vez más amenazador del cielo.
Ante la mirada absorta de Claudia se alzaba una estatua. Se trataba de la pétrea figura de un impresionante y hermoso arquero cubierto por una pátina de musgo. Miraba con los ojos vacíos, sin pupilas, en aquella máscara impávida que era su rostro eternamente joven y gélido, como la mano de la muerte. Un rostro sereno, de expresión indolente. Inalterada e inalterable. No pudo asegurar si fueron sus orbes sin iris o aquella inquietante sensación que emanaba de su gesto altivo lo que más le impresionaba. El hecho es que parecía tan muerto como la misma piedra que le daba forma y a la vez tan vivo que a nadie extrañaría que se hubiese bajado de su pedestal y atravesado al grupo de jóvenes con sus flechas de piedra.
Allwënn se adelantó hacia la escultura, despacio y con los ojos muy abiertos. Sus dedos pasaron por la superficie lisa de la talla.
—¿Sabes de qué se trata? —aventuró a preguntar Alexis, hechizado como todos ante el inusual descubrimiento. Sin embargo, Allwënn parecía muy concentrado en su examen y no le contestó.
La piedra verdosa tallada con esmero representaba sin duda a un elfo dos veces más alto del tamaño real. Se cubría con la armadura de guerra de los Shaärikk
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, muy elaborada, de donde pendían unas insignias que lo delataban del último periodo Ült’karith
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. También lo delataba el penacho del yelmo y la forma de hacha doble del escudo, a sus pies. Era un arquero, con su arco de batalla preparado y la flecha montada. Lista, a punto para ser tensada. Se le había representado en aparente reposo. El maestro le había concebido en el instante en el que el arquero observa a su enemigo en la distancia, aún con la guardia baja. Momento inmediato a la crispación de los músculos, la tensión del cordel y el ataque.
Allwënn continuaba deslizando sus dedos por la superficie de la pieza. Muda, inerte. Solemne... como todo lo élfico.
—¿Quién es? —preguntó Claudia. Allwënn se volvió hacia ella. Tardó un instante en responder, como si no estuviese seguro de acertar. Miró hacia uno de los lados. Estaba claro que en algún momento aquella estatua había tenido una compañera. A unos metros de la primera sólo se conservaba en pie el pedestal y los arranques de unas botas en aquella misma labrada piedra verde que daba forma a la primera efigie. La mayor estilización en sus trazos, quizá, indicase que se trataba de la representación femenina de aquel arquero, ahora perdida.