El enviado (48 page)

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Authors: Jesús B. Vilches

Tags: #Fantástica

BOOK: El enviado
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Las horas pasaban con lentitud y las hábiles manos de Gharin horadaban la madera con sus pequeñas herramientas incidiendo aquí y allá, sacando las minúsculas virutas para conseguir rescatar la forma encerrada en su interior. Tal vez era la única manera de pasar el tedio de la noche sin caer en la aplastante desidia que trae el aburrimiento... o en la locura de la sugestión. Pronto sus oídos captaron un sonido que se aproximaba lentamente por uno de sus flancos. Su cabeza giró rápida y alargó su mano con la que alcanzar el arco y las flechas que había dejado reparados para la ocasión, aunque no hizo falta. Una voz familiar le tranquilizó.

—No te alarmes. Soy yo —afirmó la voz antes de que la figura de su enigmático compañero apareciese entre las sombras. Gharin volvió a su relajada posición sin hacerle ninguna pregunta. Él conocía perfectamente lo que su amigo había estado haciendo pero le sorprendió que esa noche se retrasara tanto.

—¿Un poco de caldo? —preguntó justo cuando su compañero pasaba a pocos centímetros de él ofreciéndole su cuenco medio vacío.

—Si, gracias —Allwënn aceptó el caldo caliente del que bebió los primeros sorbos aún en pie. Los efectos calmantes de aquella insulsa sopa no tardaron en aparecer y el mestizo acabó por sentarse junto al fuego, frente a su compañero. Los ojos de Allwënn ya no escondían secretos para aquel semielfo con el que llevaba una vida por los caminos. Había tal complicidad que tratar de ocultarlo solo retrasaba y entorpecía lo inevitable.

Cuando ambos elfos se miraron, Allwënn supo que acabaría respondiendo a preguntas que aún no habían sido formuladas, pero que Gharin no podría reprimir.

—¿Ocurre algo, amigo?

—Deberías acostarte, el día ha sido muy duro—. El consejo trataba de evitar una respuesta—. Descansa un poco. Yo continuaré la guardia.

—¿Qué pasa, Allwënn? —era más rápido confesar que dejarse torturar por aquel elfo insistente.

—No estamos solos en este lugar—. Gharin reaccionó llevando su mano instintivamente hacia el arco y delatando su nerviosismo al mirar hacia todos los rincones en penumbra. La mano de su amigo se posó sobre la suya y aquel gesto pareció calmarle—. Si hubiese querido atacar ha tenido su oportunidad cuando estaba solo. Pero me inquieta. Mañana entraré en los subterráneos de la ciudad. He seguido a una sombra hasta allí.

—¿Estás loco, Allwënn? Abandonemos este lugar en cuanto nos sea posible.

—Eso haremos. Pero quisiera estar seguro de que todo está en orden—. El mestizo desvió sus ojos hacia el grupo de humanos—. Parece que han conseguido dormir después de todo—. Gharin sonrió con cierto sarcasmo.

—Han bebido Ländhal para tumbar a un buey.

Mirándolos en el duro lecho en el que dormían y sintiendo tan de cerca nuestras ausencias el arquero aguardó al siguiente sorbo de caldo de su compañero para preguntarle por nuestra suerte.

—¿Qué vamos a hacer con ellos, Allwënn? —Aquél bebió largo. Levantó la mirada y la volvió a hundir en su cuenco sin contestar—. Tenemos que pensar en algo. ¿Dónde los vamos a llevar? ¿Hasta cuándo mantendremos esta situación, amigo?

—Yo quise deshacerme de ellos a la primera oportunidad —le contestó el medioenano apartando la madera curvada de su boca.

—Pero no lo hiciste —le recordó aquel muy serio—. Y no creas que no sé por qué no pudiste negarte. Vienen con nosotros… pero ¿A dónde?

—No lo sé—. Gharin regresó su mirada al grupo de durmientes por un instante antes de proseguir.

—Ya hemos sufrido las primeras bajas. Están destrozados. ¿Vamos a esperar a que vayan cayendo uno a uno? Debemos decidir algo.

—Les di mi palabra, Gharin. Les dije que les ayudaría. Sucederá algo… estoy seguro. Mi padre solía decir: Cuando el viento trae un problema, el viento se lo lleva.

Yelm ya se alzaba sobre las copas de los árboles cuando Claudia despertó. El pequeño y rojo Minos aún no había conseguido desembarazarse del todo del abrazo del horizonte. No había nadie allí. Los restos de la fogata, las pieles y varios utensilios del campamento advertían que no podrían haberse marchado sin ella, pero el lugar se encontraba desierto. Se asomó al lienzo abierto que daba al interior de la ciudad. El calor de los soles hendía las verdosas ruinas como si fuese una mañana estival, caldeando la piedra. La luminosidad resultaba tanta que la chica tuvo que entrecerrar los ojos cuando la luz incidió directamente en su rostro.

Aquel interior ruinoso y verde con terrazas a distintas alturas, aún aguantaba con dignidad el peso del tiempo y hacía sentir a quien caminaba por sus corredores, salas y patios la embrujadora presencia del silencio y del olvido. Un lugar para perderse, pero también un lugar que invitaba a salir a todos aquellos recuerdos tristes del alma para fundirse con la terrible soledad de aquel escenario despojado de su historia.

Nada se movía en ese paraje verde inundado por los agradables rayos de los soles, tan bien recibidos tras la tormenta del día pasado. Claudia decidió caminar un poco para despejarse del terrible zumbido en su cabeza. Había dormido de un tirón y se encontraba descansada. Todo resultaría perfecto si no fuese porque su cabeza embotada le pesaba como si fuese hecha en plomo.

Abandonó el abrigo del pórtico y comenzó a avanzar por las desérticas calles de aquella ciudad tan especial, confiaba en encontrar a alguien. A pesar del enturbiamiento de sus sentidos no lograba quitarse de su cabeza aquella última mirada de Falo. Su última conversación, aquellos últimos momentos que sucedieron tan rápido que su cabeza aún no había querido admitirlos. Entonces regresaban a su mente sus últimos instantes. Aquella espada innoble asestando el cruel golpe y aquel cuerpo derrotado cayendo sobre las tablas del puente para no volver a levantarse. Le había visto morir. Delante de sus ojos. Aún no podía creerlo.

El incidente del puente les había hecho comenzar a entender que poco o nada tenía que ver todo aquello con la ficción. Les hizo regresar a una realidad dura y cruel, tan cercana como la que habíamos vivido en nuestras propias vidas, aparentemente tan alejados de armas, peligros y muerte.

Entonces, como hace el jarro de agua fría con el sueño, todo aquel difuso estado narcótico que hacía creer que se habitaba como en un escenario teatral, se desvaneció. Y los mismos paisajes y sus misterios que antes podían llegar a fascinar, se ceñían ahora sobre ellos como un lastre poderoso que ahogaba sus fuerzas. Aquella primera amarga sensación de indefensión del primer día, engañosamente diluida en aquella travesía con los elfos, regresó con todo su poder. Sentían que aquel mundo no les pertenecía. Y volvió con fuerza la necesidad salir de allí lo más rápidamente posible.

Enfrentarse a la muerte tiene la virtud de tornar pragmático y realista al más romántico. Y ellos habían perdido a dos compañeros en un solo día. El siguiente en quedarse en el camino podía ser uno de ellos. Claudia recordó aquellas palabras de Allwënn: «
aquí, sobrevivir es ver la luz del nuevo día»
. Había comprobado la razón de aquella sentencia. Y de la peor manera posible.

Aquel mundo sanguinario y hostil no era ningún sueño, pero cada noche cerraba los ojos deseando con todas sus fuerzas que al abrirlos nada de aquello hubiese ocurrido y su vida regresase a la monótona rutina que tanto echaba de menos.

Allwënn seguía pensando que había algo extraño en aquellas lindes y no quería cesar en su búsqueda. Pensaba que esas reliquias del pasado legendario guardaban un secreto que no querían desvelar o que sus aguzados sentidos se mostraban incapaces de descubrir. Eso ponía nervioso al elfo de Mostal.

Desde su quietud, la piedra parecía dirigirse a él y hablarle. Susurrarle entre vibraciones y silencios que algo anidaba en su simiente. Algo misterioso e invisible que no acertaba a asegurar cuánto más podría permanecer en letargo mientras profanasen ese lugar maldito. Gharin se detuvo ante la boca abierta al complejo de cámaras interiores que las antiguas ciudades elfas disponían bajo sus dominios. La exclusividad del mundo subterráneo no siempre fue propiedad de los enanos como cuenta la tradición. También las antiguas civilizaciones elfas utilizaron el celo y la protección del interior de la tierra. Aunque, bien es cierto, que con un desarrollo y enfoque radicalmente distintos al de los vástagos de Mostal.

Había dormido poco los dos últimos días. La última noche la había pasado intentando dar forma a aquél pendiente para Allwënn en el que engastaría alguna de las piedras que aún guardaba de su última fechoría. Al fin, logró darle el acabado perfecto. Justo la pequeña obra de arte que su compañero había estado esperando desde hacía tiempo. El hecho es que, al fin, Gharin decidió, sin saber realmente el motivo, no entregarle por el momento la recién acabada joya a su amigo. Con suerte, la turbulenta cabeza de Allwënn pronto olvidaría el encargo.

—¿Te encuentras bien, amigo? —preguntó Allwënn echando su brazo por la espalda al comprobar que Gharin se frotaba los ojos con inconfundibles signos de cansancio. El elfo cabeceó una poco convincente afirmación y desplegó de nuevo los párpados.

—Yo bajaré —suspiró el mestizo de enanos tras una breve pausa.

Quizá en otro momento Gharin le hubiese protestado pero confiaba en las habilidades de su compañero así que permaneció fuera. Allwënn se desenvolvía mucho más cómodo que su compañero en túneles y subterráneos. Sus ojos podían ver con claridad entre las profundas oscuridades y sus sentidos se encontraban más en consonancia con las vibraciones y cambios del interior de la tierra que los de su amigo.

Gharin solía ser por naturaleza mucho más reacio a internarse por pasillos estrechos y oscuros a más de un palmo bajo el nivel del suelo. Se encontraba más hermanado con el bosque. Quizá por eso se sentía también mucho más incomodo que Allwënn entre aquella arboleda muerta que tan terribles recuerdos traía a los que son la mitad de su sangre.

Allwënn pisó firme el primer escalón que bajaba a las entrañas profundas de la ciudad. Una diminuta nube de polvo se elevó desde la piedra disipándose con rapidez. Quizá fuera el polvo lo único aparentemente vivo allí dentro. Entonces comenzó el descenso al interior. El mestizo estaba seguro que era la primera criatura que pisaba esos escalones en varios milenios de historia. Sus ojos iban a contemplar una escena vetada desde hacía siglos al mundo. Aquello no le divertía en absoluto. No quiso portar ninguna luz. Sus pupilas podrían valerse sin ella y a Allwënn le atraía más la idea de empuñar su espada con ambas manos que desperdiciar su diestra sosteniendo un farol.

Poco a poco, escalón a escalón, el guerrero se alejó del exterior. La luz de los soles que penetraba desde la abertura se redujo a cada paso, debilitándose, hasta convertirse en un mero recuerdo. Abajo, el techo rondaba los dos metros y medio sobre su cabeza y el ancho permitía la presencia de al menos cuatro personas ocupando el túnel. Ante él, un enorme y grueso arco de entrelazada clave floral daba la bienvenida al elfo a corta distancia de donde el tramo de escaleras moría. El interior estaba húmedo. Se respiraba el letargo de los años concentrado en aquellos corredores en forma de olor rancio y denso. La piedra seguía siendo idéntica a la que en el exterior levantaba edificios y murallas. Se diría, que eran las raíces serpenteantes y poderosas de la misma ciudad las que allí abajo se extendían en una red de múltiples brazos.

Recorriendo todo el paramento de los muros, el relieve de una arcada ciega de arbóreas formas se deslizaba decorando la pared con sus esbeltas y singulares formas. Descansaba rítmicamente en columnas adosadas, muy similares a las que podían verse en el exterior y que componían un sutil juego arbóreo y vegetal. En ellas, aún quedaban los armazones metálicos que un día sirvieron para sostener entre sus brazos las antorchas, simulando brotes de árbol, raíces u otros elementos que consiguiesen el mismo y escénico efecto. Las techumbres, abovedadas y altas se encontraban tupidas de la misma falsa vegetación. Allí, todavía aguantaban el paso de los siglos algunas de las lámparas y candiles que tiempo atrás iluminaron aquellos sombríos y yermos rincones. Hoy, nada se escuchaba salvo el silencio y, sin embargo, parecía retumbar aún el son metálico de las armaduras por las estancias subterráneas de aquella ciudad fantasma.

Prodigiosa fue siempre la mano de los elfos, capaces de cargar de teatralidad y riqueza incluso muros enterrados en la tierra que acaso pisaban cuando no había otro remedio. Qué hábil conciencia la suya. Qué admirable dedicación a la belleza la de este pueblo.

Pese a todo, el guerrero torció el gesto mientras sus ojos paseaban por las filigranas de los muros. Durante ese instante en el que sus sentidos se saturaron con la elegancia de los elfos, se sintió irritado, hastiado de esa mitad de su sangre hermanada con la inspiración de esas paredes.

Demasiado derroche banal sobre la piedra inerte, pensaba, para un pueblo tan apegado a la belleza que destierra y deja morir de hambre a sus desfigurados de guerra. No podía perdonar a los elfos ser capaces de sublimar el arte mientras despojaban sin el menor escrúpulo a sus mestizos, apenas hombres, de toda identidad y de todo su pasado.

Allwënn decidió comenzar a explorar los corredores y estancias más próximas al túnel principal y proseguir luego con las más lejanas ignorando los accesos que llevaran a niveles inferiores. Con esa idea inició su examen. Las salas y pasillos primeros se reducían a estancias desnudas. Tan sólo conservaban la soberbia decoración de las paredes y techos ornaban las cámaras, sin nada que revelase la utilidad a la que habían servido. Sin embargo, conforme se despegaba de la entrada y se internaba más en la profunda construcción, comenzaron a surgir algunos objetos que habían permanecido allí durante milenios. Cerámicas, metales. Piezas acaso irreconocibles tras el desgaste del tiempo. Miles de almas debían deambular eternamente por esos pasillos purgando su error o como recuerdo de la horrible tragedia que aquí se vivió. Ahora él penetraba en aquella tumba olvidada. Rompía la paz y la quietud, imperturbada durante milenios. Aquello resultaba suficiente para hacerle dudar.

Se encontraba en una sala que debió haber servido como algún tipo de almacén aunque el revestimiento de sus muros continuase tan rico ya como resultaba costumbre. Varios recipientes de refinado vidrio, hoy vacíos, se sostenían aún en pie sobre los huecos y estantes polvorientos que cubrían una de las paredes. Un enorme mosaico decoraba el suelo formando los símbolos de Voria; diosa de los licores y las fiestas. El Káethros y el Ammbra; prueba indiscutible de que aquello hubo de ser en otro tiempo una bodega.

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