—No, no lo eres. Desde luego que no —le confesó—. Pero dime, Allwënn... Después de tantos años cabalgando solos ¿no hay dentro de ti ni un poco de curiosidad? ¿No se mueve nada en tu interior por saber qué ha hecho que Ishmant y Rexor regresen y se crucen de nuevo en nuestras vidas? ¿No deseas saber qué tienen esos chicos que tanto parecen importarles?
—La curiosidad mató al elfo, decía mi padre —respondió aquél con cierta desgana—. Supongo debe de estar hilado en el Tapiz que yo muera por culpa de tu curiosidad, amigo.
Gharin contuvo una sonrisa. Sabía, estaba seguro que Allwënn no le confesaba toda la verdad. Quedó sin saberlo. Algo evitó que continuasen aquella conversación...
—¡Mira, Alex! —gritó la joven Claudia entusiasmada, girándose en su silla para poder contemplar a su amigo, más atrasado en la marcha. Con su brazo recto, apuntaba el índice hacia el cielo el cual parecía querer abrirse con timidez a través de las nubes—. Mira. Águilas.
No solo Alex dirigió sus ojos hacia el distante punto en el cielo encapotado que señalaba su brazo. Allí un nutrido grupo de rapaces volaba en círculos con sus espectaculares alas desplegadas como si fuesen los reyes del firmamento. El joven dejó escapar una exclamación de júbilo al contemplar la escena.
—Sí, es impresionante —confesó.
—No son águilas —dijo Allwënn cuando divisó el círculo de rapaces.
—Son buitres —confirmó Ishmant a la cabeza del grupo.
Claudia se tornó hacia él borrando de un soplo el gesto amable de su rostro. Allwënn miró intrigado al semielfo y éste le respondió una vez más con la mirada. El siguiente en entablar un diálogo con las pupilas fue Ishmant.
Donde hay buitres hay carroña.
La pradera, salvo aisladas lomas suaves volvía a tender al llano y la vegetación apenas si se reducía al pastizal circundante. El aguzado olfato de los elfos ya lo había advertido. Tras salvar una de esas ondulaciones del terreno todos pudieron avistar cómo una delgada columna de humo denso y negro ascendía hasta los cielos desde la base de un robusto y despoblado árbol seco, muerto tiempo atrás, que aún desafiaba con orgullo las leyes de la gravedad. Coincidentemente, los buitres se encontraban justo sobre sus desnudos restos y algunos alcanzaban ya las ramas más altas.
—Aquello que atrae a los buitres se encuentra sin duda junto a ese viejo árbol —anunció solemne el veterano guerrero conforme avanzábamos al paso lento de los corceles—. Guardemos cuidado.
—Tomar precauciones no ha matado nunca a un elfo —añadió Gharin.
Las formas que empezaban a perfilarse no presagiaban una visión agradable y muchos no quisieron dar crédito a lo que se dibujaba ante sus ojos hasta que resultó incuestionable.
—¡Sa... Santo... Cielo!
Las palabras se ahogaron en unas gargantas que de pronto se habían quedado secas. Las pupilas se clavaron en la increíble escena como presas de algún tipo de hipnosis poderosa. Por desgracia, los había también en ese grupo algo más acostumbrados a visiones como aquella.
El solitario lugar había sido escenario de una carnicería salvaje y del arrebato de crueldad de los vencedores. Algunos cuerpos obesos y deformes yacían en el suelo entre amplias manchas de sangre que cubrían sus carnes fláccidas. Armas desmesuradas les acompañaban aún a sus pies. Luego, varios elfos habían sido muertos y mutilados allí, como dantesco muestrario de una victoria desproporcionada, como el salón de trofeos de un cazador que exhibe sin reserva la colección de cabezas arrancadas a sus víctimas. Dos cuerpos de mujeres se balanceaban al viento de la tarde colgados por sus propios cabellos de las gruesas ramas de aquel moribundo árbol. Sus restos, aún a medias revestidos por los metales de sus armaduras escurrían las últimas gotas de sangre que brotaban de unas heridas mortales de necesidad. A los pies, rodeando en un impreciso círculo el nudoso y agrietado tronco del árbol habían sido empalados, tal vez en las mismas lanzas con las que dieron muerte a sus adversarios, al menos cinco hombres. Todos eran elfos. Pocos hubieran dudado de eso a pesar de encontrarles en aquellas terribles circunstancias. Eran elfos, tampoco podía haber muchas más opciones.
Se escuchaba un silencio atroz en aquel lugar, roto por la estruendosa algarabía de graznidos de los hambrientos buitres. Como si la propia naturaleza, sobrecogida de horror mandara callar al viento, al resto de animales y guardase un momento de duelo por las víctimas. Un silencio incómodo y molesto que sobrecogía el alma. Tan distinto al estruendo y los alaridos de la batalla...
Ahora sólo el silencio de los muertos roto por el graznido desagradable de los cuervos y buitres que no habían aguardado para iniciar el copioso festín. El olor era denso y almizclado; el aroma que desprende la sangre al mezclarse con la tierra mojada. El olor acre de la matanza que sigue a la derrota.
—Aguardad aquí —aseveró Allwënn despertando la acerada mandíbula de su impresionante espada de un firme desenvainar, descendiendo al tiempo de su blanquísima montura. La advertencia casi quedó en el aire. Los humanos no podían despegar sus atónitas miradas del cruento escenario. Apenas si creían que aquella cruel matanza hubiera ocurrido en realidad. Que hubiera quienes son capaces de tanto ensañamiento.
Ishmant y Gharin desmontaron también con sus armas dispuestas y los sentidos alerta. Las botas pisaron la tierra blanda humedecida por las lluvias que se hundió bajo las suelas y que acaso parecía saturarse de la sangre de los caídos. Allwënn fue el primero en llegar al más próximo de los despojos. Resultaba una montaña de carne fofa ensangrentada, fulminado por una flecha que le atravesaba la base del cráneo.
—Ogros —sentenció el híbrido de enanos alzando por los cabellos la cabeza hundida en el fangoso suelo, liberándola del viscoso abrazo. Eran criaturas muy grandes y robustas a pesar de la obesidad que se acumulaba en sus miembros rechonchos y abultados vientres carnosos. Sus rostros eran horribles y bofos con desmesuradas mandíbulas.
—Hay huellas de ellos por todas partes —dedujo Ishmant mirando a su alrededor—. Quizá una veintena. Atacaron por sorpresa. Quizá durante la noche.
—Han sido víctimas de la puntería elfa —dijo Gharin—, pero les cayeron encima demasiado pronto. Estaban al acecho. ¡Perros!
Ishmant se había detenido junto al mestizo. Se arrodilló a su lado para contemplar con mayor detalle el cadáver del ogro.
—Es un clan del sur —le dijo—. No tienen nada que ver con el ejército. El fin de la guerra ha propiciado mucho la rapiña de estos clanes salvajes. Son como la peste. Aniquilarán cuanto se cruce ante ellos hasta que sean exterminados o se maten entre si.
Gharin caminaba a paso lento entre los cuerpos atravesados por estacas. Había visto demasiadas víctimas en los últimos años pero aún le sobrecogía escenas como aquella. Envidiaba cómo Ishmant o Allwënn, al menos en apariencia, conseguían inmunizarse. Aún así, su semblante era serio y apenas demostraba la amargura que navegaba en sus venas. En esta ocasión se mostró aún más conmovida. No sabía si por azar o por ser hermanos de su raza quienes habían sido empalados tan cruelmente allí. Pasaba con su espada bien empuñada y el escudo presto, casi ocultándose tras él.
No era en realidad porque temiese que alguno de los infortunados arremetiese contra él, sino porque su subconsciente le obligaba a parapetarse, a crear una barrera real ante todo aquel horror. Los cuerpos no llevaban mucho tiempo privados de aliento, la sangre aún se escurría por las amplias heridas de hacha abiertas a tajo en las carnes.
A todos les faltaban las orejas, también a las mujeres. Palpitantes y ennegrecidos huecos ocupaban ahora el lugar donde antes se alzaba el perfilado contorno de tan distintivos apéndices elfos. Su delicada forma, su extrema elegancia, las convierten sin discusión en la enseña de identidad de tan admirada raza por lo que no resulta extraño que muchos de sus enemigos las consideren auténticos trofeos, como las cuernas de un gamo. No obstante, la avaricia de sus verdugos no se había conformado con eso y a muchos les habían arrancado las manos o los ojos, confundiéndose quizá con otras gravísimas heridas acaecidas durante la dura contienda.
Las armas y buena parte de las armaduras de los desafortunados yacían a los pies, dispersas, como trastos inservibles diseminados por el tiempo. El rubio mestizo quedó observando a uno de ellos.
Resultaba un varón alto e indudablemente hermoso aunque poco quedaba ya de su delicado rostro entre la sangre y las heridas que mutilaban la faz. Una lanza le abría el pecho y hacía salir a través de él la ancha punta de metal como el mástil de un galeón, suspendiéndole del suelo. Había quedado con los brazos extendidos formando una cruz y la mirada se perdía vidriosa en el vacío. Mientras le miraba sobrecogido, andaba pensando que quizá se tratase de un grupo de mercenarios, probablemente semielfos, cuando el cuello de la víctima, vencido por el peso de la cabeza se torció y los ojos dilatados y abiertos del cadáver quedaron mirándole directamente a los suyos. Aún podían verse los surcos dejados por sus lágrimas de color azulado en sus iris acuosos. Gharin se estremeció. No podía soportar aquella mirada muerta y suplicante por más tiempo así que extendió suave su mano para cubrirle los párpados.
Entonces…
El brazo en cruz del cadáver se movió aferrando con fuerza la muñeca del arquero mientras su rostro cobraba un aterrador movimiento y sus labios, de cuyas comisuras se despeñaba un río de sangre, trataban vanamente de articular una palabra. Lo que hasta entonces había permanecido exánime, inerte, congelado en el momento, como una estatua de piedra, se agitaba ahora en una grotesca danza, agónica y espeluznante; clavado a una estaca.
La voz del hermoso elfo pareció retumbar en todo el valle...
—¡¡Está vivo!! Elio poderoso ¡¡Venid. Ishmant, Allwënn!! Todavía está vivo.
Ambos corrieron con desesperación al escuchar las llamadas de Gharin con el desesperado y trágico anuncio que venía con ellas. Apenas tardaron en encontrarse ante la espantosa escena de aquel mutilado cuerpo que gemía agarrando el brazo de su amigo. Gharin se encontraba conmocionado, como pocas veces se le había visto. Siempre solía perder un poco los nervios cuando era la raza élfica la que andaba de por medio.
—¡Yelm! —se escapó casi incrédula la exclamación de los labios de Ishmant. Podría haberse acostumbrado a todo el horror del mundo pero pocos pueden evitar estremecerse ante escenas como aquella. De no ser así, se deja de ser humano para convertirse en una vulgar losa de piedra.
—¡Podemos salvarle. Podemos salvarle! —repetía el angustiado arquero a Ishmant frente a él, que miraba al moribundo con seriedad, tratando de organizar las ideas que se agolpaban en su cabeza.
—Está demasiado grave —aseguraba con cierta rabia el humano apretando los dientes sin atreverse a tocarlo siquiera—. Un mal movimiento y podría morir.
—Morirá seguro si no lo intentamos. Debemos desclavarle —apuraba el elfo—. Échanos una mano, Allwënn.
—Mueve los labios. Trata de decirnos algo —reconoció el elfo de cabellos oscuros.
—Si actuamos deprisa aún puede contarnos mucho más.
—¡¡Yelm, está agonizando!!
—¡Cada segundo es vital, Allwënn! —le imprecó su compañero—. ¡¡Necesitamos tus brazos no tus consejos!!
—Apenas puede respirar —anunció amargamente Ishmant.
—Quiere decirnos algo —recordó el mestizo por segunda vez.
—¡¡Cállate, Allwënn y desclávalo!! —vociferó Gharin colmada la paciencia.
Apenas como un ahogado suspiro, la voz del moribundo se abrió paso entre la discusión haciendo el silencio en la polémica pero acaso resultaba incomprensible.
—Quiere algo, Gharin, no hay duda. Trata de hablar —dijo Ishmant convencido.
—Aguanta amigo —le susurró firmemente apretando ahora fuertemente la temblorosa mano que antes le apresara—. Éste no será tu último atardecer, te doy mi palabra—. Pero los labios del maltrecho elfo continuaban exhalando amagos de palabras, tratando de hacerse entender.
Ishmant apartó de repente las manos del doliente cuerpo como si su tacto quemase y se volvió con un rictus en sus labios. Había entendido el angustioso mensaje.
—Quiere... morir, Gharin —manifestó, guardando siempre una compostura fría y carente de emoción. Para ojos extremadamente hábiles tal vez no pasase desapercibido un profundo nudo en su garganta—. Quiere que le matemos.
El elfo quedó mirando al lacónico guerrero unos instantes y sus miradas se cruzaron en un vaivén de probabilidades e interrogantes. La duda ensombreció el alma durante unas décimas de segundo y hasta el tiempo pareció detenerse entonces.
—Intentémoslo. Podemos salvarle —reiteró el semielfo inflando su pecho al tomar la decisión.
—No sobrevivirá.
—No sobrevivirá si continuamos discutiendo —afirmó exasperado el arquero—. ¿Puedes hacerlo?
Desde las monturas los humanos no perdían detalle. Por desgracia o fortuna el cuerpo resultaba el más cercano a ellos y podían participar ampliamente de toda la angustia y dramatismo de la escena. Tenían los cinco sentidos clavados en ella. Habían enmudecido. Casi se les había olvidado respirar.
Allwënn quedó inusualmente en un segundo plano. Descubrió por azar cómo el agonizante elfo desistía una vez reanudada la discusión. Con un amago de resignación en sus amputadas facciones tornaba su cabeza hacia el cielo. Entonces apreció sin duda cómo de sus ojos vidriosos se escanciaba el licor amargo de una lágrima. Sin saber por qué Allwënn tuvo el impulso de mirar hacia donde apuntaban las pupilas cansadas del expirante elfo. Lo que ellas encontraron resultó la triste imagen de una de aquellas elfas, compañera sin duda del doliente, balanceándose suspendida de las ramas del árbol como un abalorio barato en el cuello de alguna fulana. Entonces supo que las lágrimas eran por ella, pues algo hubo de unirles en vida además de la profesión y el trágico destino. Algún sentimiento poderoso y sagrado... que ahora, a las puertas de su muerte contemplaba humillado y ultrajado sin que por desgracia nada hubiese podido hacer por evitarlo. Fue entonces cuando también Allwënn tomó una decisión.
—¡¡Atraaaás!! —bramó empujando a cuantos allí se encontraban en una furiosa acometida. El mutilado elfo, tal vez al volver a sentir bullicio tornó con lentitud su cuello hacia el mestizo. Al verle enrojecido y lleno de rabia una nueva chispa se encendió en sus apagadas pupilas y trató de nuevo de hacerse entender... pero obtuvo muy pronto respuesta de Allwënn.