El enviado (75 page)

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Authors: Jesús B. Vilches

Tags: #Fantástica

BOOK: El enviado
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—¡Sea!  —sentenció con un aplomo que casi helaba la sangre mientras su fornido brazo alzaba terrible la colosal espada que portaba.

—¡¡No, detente!! —chilló Gharin.

En ese brevísimo instante, en esas décimas de tiempo en que los ojos se mezclaron con los de su víctima, creyó por un instante invadir el cuerpo de aquel infortunado y mirarse a sí mismo como un extraño, mientras una lanza, su propia lanza, se abría paso por entre sus entrañas. Un atisbo de felicidad surcó vagamente las pupilas del marchito guerrero que dejó caer hacia atrás la cabeza mostrando sin pudor su cuello. Y cerró los ojos con calma esperando la muerte...

El corte fue limpísimo. La hierba acabó acunando la cansada cabeza de aquél guerrero elfo. Alex sintió cómo algo en su estómago rugía y ascendía sin control por su garganta. Odín sintió un golpe amortiguado tras él y al volver la vista descubrió que su amiga se había desplomado de la silla y yacía inconsciente en el suelo.

—¡¡Maldito bastardo demente!! —gritó Gharin enfurecido, agarrando y empujando a quien hasta entonces llamaba amigo, haciéndole retroceder hasta el tronco del árbol—. ¿Qué placer insano encuentras al matar, carnicero? Enano del Infierno ¿Todo has de zanjarlo con la espada? ¡¡Maldito seas tú y tu rabia, que viene de estirpe!! Podíamos haberle salvado.

Allwënn le apartó de un empujón pues su fuerza superaba con creces la potencia de los elfos y de los hombres. Aunque rabioso, Gharin sabía que poco podía él hacer contra la musculatura de su compañero. Sin reparo alguno, el corpulento mestizo apuntó la poderosa y dentada hoja de su espada al cuerpo de Gharin. La Äriel podía hacer temblar al más valiente si te miraba a los ojos bañada aún en sangre fresca, pero sin duda resultaba más espeluznante si tras ella se encontraba la mano feroz de Allwënn.

—Él no quería tu maldita salvación, Gharin, pedía la muerte, ¡la muerte! ¿Entiendes? Ni tú, ni yo somos nadie para negársela porque ni elfo, enano u hombre la llama a voces si no la desea más que la vida.

—Eres cruel, Allwënn. Te has convertido en un ser sin entrañas. Tampoco tú eres quien para cercenarle la garganta, para hacer de juez divino y terminar con una vida. Aún respiraba, ¡Por la lanza de Misal! Respiraba aún empalado a una estaca. Ahora podría contarnos lo sucedido. Quienes eran, qué pasó, por qué lo hicieron. Como de costumbre, has acabado con todo... de un solo tajo.

—¿Eso es lo que pretendías? ¿Prolongar una agonía por maldita información? ¿Ese es el valor de una vida para ti? ¿Condenar a un hombre a una vida plagada de pesadillas, amarga para siempre, por un simple capricho? No, muy amable, gracias. Ya cometisteis ese error una vez conmigo.

—¡Basta! —sentenció Ishmant con autoridad. Sin embargo, para asegurarse de ser atendido deslizó en un movimiento fugaz la hoja de su sable largo bajo el cuello del mestizo—. Envaina la espada Allwënn. Ya la has usado suficiente contra una vida inocente hoy.

De repente, como bañado por un jarro de agua fría Allwënn recapacitó sintiéndose miserable por amenazar a su amigo con la visión inquietante de su espada. pero Gharin había quedado perdido en la última sentencia del mestizo y ya no prestaba atención a la afilada silueta que le apuntaba la garganta.

—Eran mercenarios —continuó Ishmant severamente, retirando el afilado acero del cuello de Allwënn una vez el semielfo limpió y envainó su poderosa arma—. A las órdenes de los Kallihvännes. Quizá si no se hubiesen cruzado con los ogros hubiésemos sido nosotros sus verdugos.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Gharin algo balbuceante aún, apenas salido de sus pensamientos.

—He encontrado el contrato y sus órdenes entre las piezas de metal del suelo. Para nuestra fortuna, a los ogros poco le interesa el papel emborronado —reveló el guerrero mostrando un arrugado trozo de pergamino—. Está sellado con el ‘Säaràkhally’.

—¿Qué... órdenes tenían?- preguntó Allwënn mucho más sereno.

—El Culto pagaría cien Ares de plata a cada miembro más avituallamiento por rastrear el curso del S’uam e informar a su vuelta.

—¿El curso del S’uam? ¿De dónde partieron?-

—Según este papel parece que de una ciudad llamada Artha, pero la humedad ha corrido la tinta y no puedo distinguir la fecha —añadió el guerrero volviendo de todas las formas posibles aquel arrugado trozo escrito.

—Iban un tanto descaminados —ironizó el mestizo enano—. ¿Qué pretendían encontrar? —Ishmant alzó su brazo con el dedo extendido y señaló misteriosamente hacia las monturas.

—Humanos.

Aquél fue un día de bruscos contrastes... se pasaba de la tensión a la calma, de la indecisión a la terquedad o del alboroto al silencio con una facilidad asombrosa.

Mis asustados compañeros reaccionaron en silencio después de toda aquella cruel descarga de emociones. En unas pocas horas habían visto más muerte y desolación de lo que muchos esperan presenciar en toda una vida. Aquel amargo residuo quedó ya para siempre en sus miradas y durante largo tiempo anidando en sus sueños.

Las nubes de tormenta arreciaban una vez más, pero no en el cielo, sino en los corazones. Mal presagio. Muy malo en verdad era ese de saber que el Culto de la Señora buscaba humanos contratando espadas a sueldo. ¿Quizá solo una coincidencia? Probablemente Gharin hubiese tenido razón y de vivir ahora el malogrado semielfo pudiera haber aclarado algunas incógnitas, pues demasiadas se abrían a raíz de ese asunto.

—No tenemos seguridad de que se trate de ellos —argumentaba Gharin—. Los encontramos muy lejos del curso del S’uam. Es probable que no tengan nada que ver, Ishmant. El Culto suele hacer campañas de búsqueda a pesar de haber decretado el final del Exterminio. Eso mantiene ocupados a los mercenarios y lanzan el mensaje de que no bajan la guardia.

—Lo mejor será no arriesgarse —determinó Ishmant—. Hay demasiado movimiento. Es cuanto menos sospechoso.

—¿Entonces?

—Tomaremos medidas de urgencia. Aún nos queda un largo camino.

Lo más apremiante resultaba esconder cuanto se pudiese la verdadera naturaleza de los muchachos. Para eso, y después de un intenso debatir, se acordó ataviarlos con los restos de las armas y armaduras de los mercenarios muertos. La idea no fue recibida con entusiasmo. Ni siquiera entre quienes la habían formulado. Vestir los atavíos de los muertos resultaba no solo algo insalubre y de mal gusto para los músicos, también suponía rapiñar como buitres entre la carnicería y apropiarse de los vestigios de aquellos infortunados. Resultaba como profanar tumbas. Era algo impuro. En esta ocasión, aunque con el mismo recelo de antaño, nadie consiguió nada con sus protestas. Muy en su fondo sabían que las razones que les obligaban a ello resultaban de peso, más aún si no querían acabar meciéndose de los propios cabellos en las ramas de un árbol.

Así, luego de descolgar y desclavar a los cadáveres, se les despojó de todas aquellas piezas aún útiles. El problema de la estatura hubo de ser compensado y aunque la mayoría de los fragmentos les resultaban algo grandes, al final tanto Claudia como Alexis, seleccionando de aquí y de allá, alcanzaron a embutirse cada uno en una armadura más o menos élfica, pues esa resultaba en última instancia la finalidad del grotesco disfraz.

La chica acabó portando un peto de cuero endurecido reforzado con metal al que hubo que ajustar al la menor estatura de la chica. Aunque un tanto largo, rellenaba bastante bien. Las mujeres elfas, a pesar de extendidos tópicos literarios, no suelen ser hembras de generosas curvas y ese no resultaba exactamente el caso de nuestra singular compañera. Claudia, aunque en apariencia discreta y pequeña estatura tenía era de sugerentes caderas, bellos muslos torneados y, aunque no excesivo, sí redondeado busto. Aquello acabó compensando las diferencias. Luego, un faldellín lanceado muy maleable, confeccionado a base de la unión de pequeñas plaquetas de metal rectangulares -llamadas lanceas- acabó por obligarla a ocultar bajo él su corta falda casi por debajo de sus rodilla, cuando debería haber haberse detenido a medio muslo. El conjunto no quedó del todo mal, en cualquier caso. Sus botas también desaparecieron, muy a su disgusto, forzada por la idea de la seguridad. A pesar de ser mucho más alta, la anterior propietaria poseía unos pies pequeños -como resulta norma entre las elfas- y si bien no se ajustaban a su número exactamente, la diferencia tampoco resultaba importante. Su nuevo calzado era mucho más recio y alto, protegiendo hasta la base de sus rodillas. Además, se le habían aplicado unas grebas de metal que cubrían la articulación, realmente útiles para evitar las asperezas del terreno. Aún con todo, resultaba difícil hacer creer que aquella pequeña muchacha era una lancera elfa. Esperaban que de alguna manera ser encontrada en un grupo más numeroso, este detalle se confundiese.

Alex tuvo más suerte en este sentido que su amiga, a pesar de que tanto la malla metálica que le cubría el torso y parte de los muslos, el calzado, como el majestuoso yelmo Ulvar
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con el que cubriría sus rasgos, no acabaran de ajustarse a su cuerpo, faltándole o sobrándole talla. Tanto su estatura como su lampiño aspecto le hacían parecer más élfico a ojos inquisidores y bastaron menos ajustes que en sus compañeros. Él continuaba conservando sus recios pantalones a los que les pudo añadir unas perneras metálicas que le protegerían los muslos. Gracias a la ligereza de su armadura también logró mantener su «guardapolvos» sobre sus hombros. Ambos completaron su atuendo con abrazaderas, joyas y galas de los caídos. Claudia a pesar de no encontrase cómoda portando las pertenencias de un muerto pronto comenzó a sentirse muy atractiva -lo estaba- con su nueva apariencia. Mucho tuvieron que ver los hermosos colgantes, pendientes y la sencilla diadema que colocó en su frente. Así, ataviada o disfrazada -como al principio se consideraban- de aquella guisa, se vinculaba a los sugestivos elfos, se sentía más cercana a ellos y a aquel mundo, menos extraña, quizá. Días más tarde se hubiera vendido al mismo demonio por volver a disfrutar de la suave comodidad de su habitual vestuario.

También llevarían nuevas armas. En aquella ocasión ya no hubo protestas. Ella, una espada larga en el cinto, que a pesar de ser la más ligera apenas podía asirla con ambas manos. Una rodela, pequeña, anudado al antebrazo, cuyo ornamento floral del exterior le gustaba mucho. También fue obligada a portar una lanza, casi una pica, de
hoja de espada
, decían; con una punta ancha y dentada en el extremo que enmanga al astil. Muy característica de los elfos.

El chico, además, hubiera cargado un soberbio escudo heraldo, algo mayor y más solemne de lo que viene a ser habitual, reforzado en hierro dorado y esmaltado en azul, cuyo extremo inferior acabado en punta se prolongaba añadiendo centímetros que lo acercaban al suelo. En su centro se talló en relieve lo que asemejaba un sol o una estrella de oro. El ejemplar resultaba sin duda la pieza más valiosa del arsenal y con seguridad el mejor escudo del grupo. Asimismo, poseía una extraña ligereza a pesar de su cuantioso volumen lo que llevó muy rápido a pensar que sobre él se hubiera aplicado algún tipo de conjuro irreversible. No resultó extraño pues, que Gharin, maravillado con tal hallazgo decidiese cambiarlo por el suyo, con toda la sutileza con la que un elfo sabe engañar. Arguyendo alguna elegante treta acabó encasquetando su viejo y pesado clípeo al inocente muchacho.

Alex no portaba lanza y la espada era de traza similar a la de su compañera aunque sus bíceps tenían algo menos de dificultad al blandirla. Así pudieron al fin deshacerse de aquellos aceros terribles y desproporcionados que arrebataran a los orcos.

Tanto Claudia como él podían pasar, no sin cierto apuro y siempre que ocultaran sus orejas, por hijos de Alda. Ambos eran jóvenes y a los torpes ojos de orcos, tan bellos como un elfo. Es cierto que pequeños de estatura pero las vestimentas que ahora cubrían y confundidos entre un grupo cada vez más numeroso habría de compensar aquellos defectos. No obstante, quien no pasaría por elfo ni a ojos de un ciego era sin discusión el gigante Odín.

Después de mucho hablar se llegó a la decisión salomónica de hacerlo pasar por un colosal y grotesco mestizo ogro, utilizando las desmesuradas armaduras que aquellos carniceros cargaban. No es que resultara la opción más agradable, sobre todo para el pobre Odín que habría de soportar los insalubres vapores que despedían; pero sin duda era la más razonable. Así la exquisita definición muscular de su torso lució a la intemperie, tan sólo roto por la visión de dos hombreras de metal tachonado de exagerado calibre. La diestra acabó acorazada por un brazal metálico igualmente cuajado de inquietantes puntas. Para protegerlo del frío adaptaron unas de las mantas de piel de oso para que le sirviese de capa y abrigo. Su cabeza, por desgracia no lo suficientemente horrible como para ser la de un ogro, se ocultó de ojos indiscretos por un rudo casco de grueso metal. Luego se rezaría por no tener jamás que explicar a nadie qué hacía un supuesto y despiadado ogro en un grupo de aparentes y afectados elfos.

De tal guisa ataviados se solucionaba o enmascaraba uno de los problemas principales, pero no el único. La travesía empezaba a no ser tan segura por aquellos caminos abiertos, más aún después de los últimos hechos y las noticias recientes. Resultaba demasiado aventurado continuar en una dirección por la que acaba de partir un nutrido grupo de vándalos ogros. Más aún, nadie podía discutir que resultaba doblemente temerario continuar en una dirección por la que había aparecido un grupo de jinetes mercenarios buscando precisamente rastro de extintos humanos.

De nuevo, tras una larga deliberación acordaron desviarse hasta los Valles Hundidos del Nahûl y atravesar el extenso páramo de marismas y cenagales que confluían entre los ríos. Aunque algo más largo, el trayecto era poco atractivo y no debería resultar tan transitado como el seguido hasta ahora.

Los vencidos tablones y maderos volvieron a crujir y crepitar bajo el poderoso abrazo del fuego a los pies del nudoso tronco, una vez los soles se hubieron perdido en las insondables distancias del horizonte. El grupo levantó el campamento a los intrincados pies del coloso de madera, en el mismo escenario de la masacre, del drama y de las deliberaciones. Kallah surgió entre las nubes como un ojo maldito y brillante avistándolo todo desde su altísimo trono. Las estrellas poblaron el oscuro firmamento como un tapiz de perlas.

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