—No parecen elfos —afirmaba el guerrero con su voz templada—. No visten como ningún elfo que haya conocido. Aunque es muy difícil estar seguro de esto. Y no son orcos, de eso no hay duda—. Entonces volvía a aspirar encendiendo la hierba en brasas del interior de su pipa, inundando la fría mañana de ese olor denso y mareante del buen tabaco—. Quizá pudieran ser clérigos de Kallah, aunque no me ha parecido ver el ‘Säaràkhally’ en esos extraños hábitos. Aún así, es raro que cabalguen sin escolta por estos caminos. ¿Qué dices tú, Ishmant? ¿Te has tropezado alguna vez con uno de estos? ¿Ishmant?
Ishmant estaba presente. De hecho recostaba su espalda en el rugoso tronco de un árbol a dos brazadas escasas de ellos. No obstante, ambos supieron de pronto que muy posiblemente se encontrara muy lejos de aquél lugar. Muy, muy distante de las palabras de Allwënn. Le vieron con la faz tensa y algunas gotas de sudor comenzaban a humedecer su frente. Tenía los ojos ocultos por unos párpados apretados y palpitantes. Tal vez aquel misterioso guerrero hubiere iniciado las averiguaciones por su cuenta. Ignoraban a qué respondía su estado pero no les sorprendía en absoluto tratándose de quien era. Lo mejor sería dejarle hacer. Nadie le turbó más entonces, ni se le dirigió otra vez la palabra. Se miraron entre ellos y guardaron silencio durante la espera.
Los sentidos de Ishmant galopaban a contraviento en dirección a los jinetes, como una cuadriga desbocada que se precipita contra la multitud. Poco a poco crecía la intensidad de los sonidos que llegaban hasta él. El azotar de los cascos sobre tierra y el resoplar de aquellas monturas que se acercaban a salvaje galope se hicieron audibles como si acaso él fuera quien gobernase esas bridas. Sin embargo, no parecía el bufar cansado de un potro joven al punto máximo de esfuerzo. Era un resollar agónico y chirriante que le heló la sangre, un gemido casi fantasmal. Al poco que la visión comenzaba a ganar en tamaño y detalles, los amplificados sentidos del guerrero perfilaban mejor las siluetas envueltas en púrpuras de quienes se acercaban al galope. Entonces vio sus manos huesudas y venosas de carne azulada aferrando las riendas. Y sus embozos de tela rancia y raída ocultando rasgos que no parecían vivos. Pero trató de avanzar más. Y alcanzó a descubrir la decrépita naturaleza de los corceles, acaso bestias alzadas de nuevo a la vida a medio festín de lobos y buitres. Incluso pudo oler el apestoso vapor que desprendían sus cuerpos. Fue en aquellos momentos cuando acertó a contemplar las inenarrables facciones de quienes los montaban. Algo le punzó un pellizco doloroso y ardiente en el corazón. Y aunque no podía tener duda, suplicó, por una vez haber errado en sus conclusiones.
De repente, como asaltado por un impulso incontrolable Alexis comenzó a gesticular
—¡Oh, Dios, oh, Dios! ¡Los he visto! ¡¡Yo los he visto!! —comezó a repetir sin cesar. El resto perdió por un instante cuenta de cualquier otra cosa y centró su atención en el inesperado comportamiento del joven.
—¿Qué dices? ¿De qué estás hablando? —dijo Odín sorprendido como a quien habla en sueños—. ¿A quiénes has visto?
—A ellos —continuó explicando el joven guitarrista, siendo consciente no sólo de que todos le miraban con sorpresa, si no de que no acertaba a expresarse con claridad—. ¿No lo recuerdas Gharin? La otra noche... Tú. me tranquilizaste. Me dijiste que durmiera, que todo estaba bien. Pero aquellos ojos. Todo era tan real. Esos ojos... Yo... estaba seguro de que ellos podían verme, que me reconocían. Yo les atraía hacia mí.
Gharin miró a Allwënn con extrañeza y éste le devolvió una mirada llena de significado. Algo similar ocurría entre sus propios compañeros que no se explicaban el extraño comportamiento del chico y se miraban incrédulos como si acaso quien acabara de hablar fuera un desconocido. Claudia se dirigió hacia él, cuyas pupilas brillaban con el destello acuoso de un perturbado.
—¿Y quiénes eran, Alex? Dime. ¿Qué viste? ¿Qué eran? —le preguntó aferrándole fuerte de los hombros y acercando su rostro al del chico mientras le zarandeaba como si tratase de despertarle. Alex quedó turbado, con las pupilas fijas en algún distante punto no visible sin acertar a responder, como si la imagen de su recuerdo no fuese capaz de salir a la luz convertida en palabras o acaso le costase trabajo admitir que aquello alojado en su mente fuese real.
—Son... son... ¡Muertos!
Al oír aquello Allwënn se arrancó la pipa de los labios y se puso de pie para comprobar cómo Gharin había sido más rápido y ya le miraba con una sombra incierta oscureciendo sus brillantes anillos celestes.
—¡Ya está bien! —dijo el semielfo de enanos—. No tengo idea de quiénes sois, ni de qué húmedo agujero habéis salido pero mis problemas se han multiplicado desde que os conozco. ¿Quiere alguien explicarme de qué maldito asunto habla?
Una voz contestó aquella retórica cuestión.
Partía de labios humanos pero no llegó por boca de Odín o Claudia y sobre todo la respuesta no fue la que el fornido mestizo esperaba encontrar.
—Me temo que el joven Alexis tenga razón, Allwënn—. Ishmant regresaba de su trance y se encontraba allí, en pie en el mismo lugar donde antes se sentara sin que nadie supiese con exactitud cuanto tiempo llevaba escuchando la conversación. Todo el mundo se giró para contemplarle. Allwënn quedó mudo un instante.
—De acuerdo. Tiene razón. ¿En qué? —Apremió su amigo puesto que Allwënn había quedado un tanto perplejo.
—En todo —sentenció gravemente el místico guerrero—. Los ha visto, tal como asegura y probablemente ellos también a él.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —le replicó el mestizo de enanos, entonces. Ishmant retuvo las palabras en su boca unos momentos.
—Yo también tuve ese sueño. El sueño del que habla.
Una sombra pareció cruzar las caras de los jóvenes mestizos que por unos instantes quedaron como congelados ante tal revelación. No sabían exactamente qué podía significar aquello pero cualquier cosa corroborada por Ishmant cobraba muchas más posibilidades de ser cierta. Claudia observaba la escena con asombro mientras sujetaba las manos temblorosas de Alex. Odín, como ausente, y siendo su rostro como una labra en piedra, no quitaba los ojos de las dos figuras que cada vez se encontraban más cerca. Gharin tragó saliva antes de formular su pregunta pues temía la respuesta que podía llegar tras ella.
—Tú sabes quienes son, ¿verdad Ishmant? —Aquél respondió con un leve gesto afirmativo de la cabeza.
—Jamás había visto a ninguno, pero lamento que la certeza sea absoluta. He oído hablar de ellos—. Hizo una pausa suave. Tiempo para tragar saliva y respirar hondo, como si lo que fuese a revelar acaso precisara de una especial serenidad—. Quienes se hallan ahí abajo a menos de una milla son Levatannis de Neffando, Uno de los Innombrables, Señores de las Doce Torres. Quien me visitó ya me puso sobre aviso. Son jinetes no-muertos, caballeros de la destrucción. No son de este mundo y no pertenecen a él.
—¿Lava...tannis? —Balbució súbitamente Alexis como saliendo de un trance.
—¿Y sirven... a los clérigos negros? —continuó el semielfo de penetrantes ojos azules.
—Sirven a los Innombrables de Mardoroth, El Primer Corrupto, quien recibió el regalo de la Esencia Oscura, Kaos el Desterrado. Maldoroth, el Príncipe Desollado a quienes los Caballeros Jerivha persiguieron y encerraron y lleva dormido desde los tiempos de los Cuatro Reinos. Son hijos de Neffando, el Preferido de Maldoroth, el Primero de sus Innombrables. Son sus criaturas, sus lacayos, su cohorte. Neffando y el resto de los Innombrables se sirven a sí mismos aunque no es extraño que mantengan ahora relaciones con los propósitos del Culto de Kallah.
—¿Qué buscan?
—Ojalá lo supiera —respondió Ishmant temeroso—. Quizá nuestro encuentro sólo sea fortuito, así lo espero, os lo juro. Me inquieta el sueño de las noches pasadas y temo que Alexis esté en lo cierto. Aunque él no los atrajo, sino yo. Los Levatannis guardan parte de los poderes ocultos que poseen los Doce y no sé si se encaminan aquí alertados por la información que pudieran haber extraído de esas mismas visiones que nos asaltaron en sueños.
—Podemos destruirles —propuso el mestizo apretando la mandíbula—. Están desarmados y fuera de sus dominios tal vez se muestren débiles a nuestras armas.
—No será tan fácil, amigo mío. Son Jinetes de la Muerte, Señores poderosos que ya están muertos. Hace falta coraje y fe. Sus poderes se encuentran en el dominio de la Sangre, la Muerte y la Maldición. Pero sin duda se les puede destruir—. Allwënn lanzó su diestra al labrado mango de mujer—. Sin embargo, dañar a un jinete podría alertar a sus señores. A uno de los Doce. Para ellos no existe metal, por bien forjado que se encuentre en filo o flecha, que pueda dañarles. Además, para mayor desgracia aún, enfrentarse a uno sólo de los Innombrables, es enfrentarse a todos.
—¿Hay... hay muchos? —preguntó Odín volviendo el rostro, interesándose de súbito en la conversación.
—Doce —contestó el guerrero torciendo su mirada también hacia él aunque pronto la regresara de nuevo al resto del grupo—. Tal y como dejaran constancia los últimos libros de batalla de la extinta orden de los Caballeros Jerivha quienes durante muchos años les persiguieron y cazaron cuando su señor cayó: Kaabad, el proscrito. Artul, que trae la peste. Neffando, profanador de tumbas, que es el padre de los Laäv-Aattani. Mistra, Ministro del Oscuro. Xebaa, el depravado. Infecto, el de huesos ardientes. Naakaaro, espíritu de la discordia. Jüel, quien fue ángel. Arasando, Príncipe de las agonías. Vladamir, el que roe huesos. Herióm, el de los fuegos eternos y Arazzel, el primer jinete. Tocar a uno es llamar a toda la compañía.
—Son los mismísimos jinetes del Apocalipsis —suspiró la chica, pero salvo para Alex, su comentario desapareció en el tiempo y el espacio.
Una ráfaga de viento arreció los cabellos. Una punzada fría tocó el rostro severo del batería pero apenas si gesticuló. Ishmant había percibido algo similar, como un roce helado. Tampoco dijo nada. La suave piel de la chica se estremeció ante el gélido beso que acarició su rostro, abrió los ojos de repente.
—Maldita sea —exclamó Allwënn con rabia—. Justo lo que necesitábamos: Lluvia.
Allá a lo lejos, donde las nubes grises formaban una cúpula negruzca y amenazadora, un látigo luminoso descargó su golpe desde los cielos hasta la desnuda e indefensa corteza terrestre. Luego, lento y pesado como los pasos de un animal enorme, el bronco bramido de cólera irrumpió en los oídos y los caballos comenzaron a inquietarse. Pronto los ojos fueron testigos de la espectacular visión de una tormenta eléctrica que se acercaba como una marea negra, con sus escalas y columnas de luz quebrando en dos el firmamento.
—No creo que la tormenta sea nuestra mayor preocupación—. Nos sorprendió la voz de Gharin que extendía su brazo apuntando al Alwebränn—. Más jinetes se aproximan desde el norte
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—Han llegado —advirtió Gharin entre susurros como si acaso temiese ser oído.
—¿Y qué hacen?
—Parece que hablan —respondió.
Una vez todos los jinetes se hubieron reunido en las faldas de las montañas, permanecieron sobre las inquietas monturas durante algunos momentos. Probablemente parlamentando entre ellos. Un temor frío anidaba en los corazones. Incluso en los curtidos ánimos de los guerreros que en esta ocasión tomaron algunas precauciones más a la hora de espiarles. Los músicos no se atrevían a mirar la escena siguiera. Permanecían agachados sobre el humedecido suelo esperando no ser delatados por los distantes e inquisidores ojos de aquellas criaturas. Después de las nuevas conocidas y de las angustiosas revelaciones, por primera vez experimentaron la
persecución
en sus propias carnes y se sintieron como piezas de una cruel cacería. Y también, la terrible amenaza de creer que eran a ellos a quienes esos misteriosos jinetes buscaban.
La presencia de aquellos seres intranquilizaba a los animales. Al principio se pensaba que su miedo era debido a los cercanos truenos pero los elfos conocían demasiado bien a sus monturas y aquel temor no lo irradiaban algunos relámpagos dispersos en el cielo. Realmente aquellas criaturas emanaban un aura desconcertante y maligna que afectaba no sólo a los caballos. Alex estaba inusualmente nervioso, temblando como un niño al que acaban de contar una historia de terror. Lo cierto es que conocer el origen de la turbadora naturaleza de aquellos seres bien podía haber influido en el subconsciente de los humanos, pero hasta entonces jamás habían visto tan preocupados a los elfos.
Varios de los jinetes se pusieron pronto en marcha dirigiéndose al sur, hacia la misma dirección de la que venía nuestro fugitivo grupo atravesando el Belgarar. Otros emprendieron marcha por distintas direcciones. Sólo uno permaneció algunos minutos observando el impresionante espectáculo que ofrecía la muralla de montes que se erguía ante él. Mientras, su montura se agitaba inquieta de un lado para otro trazando círculos sin moverse del lugar. Eso obligaba al jinete a cambiar constantemente de posición sobre la silla para mantener fija su mirada.
Entonces, con una orden brusca, detuvo aquella carcasa palpitante que gobernaba y fijó sus orbes malignos en la distancia, justo sobre el lugar donde el grupo le espiaba en secreto y se afanaba por huir de su hiriente y peligrosa mirada. Durante unos segundos se detuvieron los pulsos en los cuerpos y hasta el aliento en los pulmones se quebró. Pero el jinete azuzó de nuevo al caballo y ambos acabaron perdiéndose en la distancia. Aparentemente no ocurrió nada y la saliva pudo pasar de nuevo a través de las gargantas. Sin embargo, Alexis no dejaba de repetir que aquella aparición fantasmal le había visto. Ishmant se mantuvo sombrío y serio durante mucho tiempo.
—Maldita sea —refunfuñaba Claudia dirigiéndose a sus amigos—. Ya estoy cansada de esto. Hablan de nosotros como si fuésemos mercancía barata. Quizá no seamos como ellos, ni conozcamos este lugar; pero creo que también tenemos algo que decir ¿no? —Odín posó su manaza sobre el hombro frágil y delgado de la joven tratando de refrenar los impulsos que comenzaban a fraguarse en el interior de la cabeza de la chica.
—Te entiendo, amiga pero no debemos empeorar las cosas. Al menos aún no han decidido deshacerse de la
mercancía
.
—Odín tiene razón, Claudia —apostilló Alexis—. Nuestros problemas no habrán hecho nada más que empezar si deciden marcharse sin nosotros. ¿Te imaginas en mitad de todo esto completamente sola?