Miré al imponente ser que se sentaba frente a mí al calor de las brasas que aún se consumían con entereza en la hoguera. Iluminada por las incandescentes chispas de intenso color y sesgado su rostro por el velo blanquecino de la espectral luna, aquella testa de león que coronaba sus hombros parecía elegida del más noble de su estirpe. Quizá, al igual que a mí me ocurriera una vez, la imaginación forma una idea vaga en la mente con la que asimilar la extraña fusión entre el hombre y la bestia. Algo probablemente mucho más cercano a un aberrante experimento de la naturaleza, como si ella, en un intento de emular nuestro retorcimiento, contaminada y corrompida por nuestra crueldad jugase a la vivisección, cortando y pegando a su antojo, sin equilibrio o juicio, ambos seres.
Un hombre con cabeza de león. ¡Qué irónica broma de la naturaleza!
Tan lejos de la majestuosa gallardía que transpiraba aquel prodigioso ser. Un hombre con cabeza de león, qué injusta expresión para nombrarlo, pues, viéndole de cerca, cara a cara, a los mismos rasgados ojos con los que él miraba, resultaba muy evidente comprender que el conjunto no hacía sino sobrestimar al hombre o degenerar al león.
Me observaba sin decir una palabra. Sus pupilas, como hojas de espada, se clavaban en mi interior como si pudiera traspasar la carcasa de carne y hueso para leer directamente en mi alma. Es extraño, hubiese esperado de tan soberbia combinación, una actitud mucho más agresiva. Sin embargo, había tanta hondura en aquellas pupilas rasgadas, tanta templanza y serenidad que casi inquietaba y desorientaba a un mismo tiempo. Diría, atentaba contra su descomunal estatura, su torso compacto y abultado o sus inconfundibles facciones de depredador.
—Sé quién eres —repitió modulando con exquisita belleza su grave voz de rey—. Pero no puedo imaginar qué hacías en aquella aldea.
—Andaba perdido —suspiré cuando logré reunir el ánimo suficiente para sobreponerme a su presencia. La sentencia del extraño golpeó mucho más hondo, quizá, de lo pretendido. Mi respuesta surgió como un profundo arrebato de melancolía. Por primera vez en mucho tiempo regresó a mi conciencia la eterna pregunta. Aquella que durante muchos días laceró mi espíritu y el de mis desafortunados compañeros de viaje, ahora perdidos. «¿Qué hago yo aquí?» Y la chispa en mi alma acabó consumiéndose, apagando mi aliento y ensombreciendo mi semblante.
—El mundo mismo camina perdido. Siendo así, nada puedo objetar de tu respuesta, pequeño amigo humano —respondió serenamente. No preguntó nada más.
Al igual que la melena del monarca animal, su cabellera poseía la misma textura áspera y voluminosa. Sus espesas hebras se tintaban con esa tonalidad anaranjada, aunque entre sus cabellos se mezclaban hebras oscuras como la noche y otras tan rojizas como las ascuas que nos calentaban. Alcanzaba y cubría sus hombros desplazándose alrededor de su cuello como una sierpe de innumerable belleza, para confundirse luego con la espesa mata que le cubría el pecho. Apenas si habíamos hablado durante la comida. La conversación, escueta y tímida, apenas si se centró en mi estado de salud, que afortunadamente era bueno y en el tiempo que había permanecido inconsciente, que tampoco resultó excesivo. Quizá no conseguí retenerla por más tiempo y mi lengua se disparó como un resorte.
—¿Y... quién eres tú? ¿Qué... qué eres? —Él quedó un segundo en silencio observándome con tanto detenimiento que por un instante temí haberle insultado con mi descaro. Luego prorrumpió en un torrente de carcajadas. Aquello me alivió y me hizo sonreír de nuevo.
—Temí que no lo preguntaras nunca, muchacho —me confesó entre descomunales risas—. Es la primera vez que alguien se retrasa tanto. Pero no te apures, jovencito, estoy acostumbrado a toda suerte de reacciones. Los de mi raza no somos muy conocidos por estos u otros confines. Mi pueblo es un pueblo escaso y reservado. No gusta de prodigarse fuera de sus fronteras. Somos desconocidos para muchos y lo desconocido provoca recelo. La gente suele temer lo que no conoce. Soy un Lex —confesó al fin—. Un Félido del Yabbarkka, de la estirpe de los Leónidas, como creo que resulta evidente.
—¿Lex es su nombre? —le inquirí con curiosidad.
—No, no lo es —me contestó el félido sin prisas—. Pero puedes llamarme así. El nombre es un tesoro demasiado preciado en estos tiempos como para confesarlo al primero que se cruza en tu camino. Tú tampoco deberías ir pregonándolo a los cuatro vientos. Lo que me incluye a mí—. Tal vez debió de apreciar el sustancial cambio que se produjo en mi rostro, extrañado por semejante respuesta. Enseguida añadió... —Debes disculpar mi brusquedad, joven humano, pero el celo de la identidad es vital si deseas procurarte los mínimos males. Como tú, yo también tengo quien me busca y no deseo ser encontrado. Para ello es capital que tu nombre jamás resuene en los labios de ningún forastero ¿comprendes?
—¿También le buscan? ¿Es usted un ladrón? —le pregunté interesado. Él calló un instante y dirigió una mirada lánguida al bosque sumido en la quietud y las sombras. Luego tornó la llama de sus pupilas hacia mí.
—En estos tiempos que corren amargamente no necesitas robar para ser buscado. La mitad del mundo persigue a la otra mitad, quizá sin ningún motivo, pero esa es la realidad. Una realidad que a ti y a mí, mi joven amigo, nos ha tocado en desgracia sufrir.
—Son palabras profundas —no pude reprimir confesarle.
—Es la vida quien proporciona la sabiduría. Yo hace ya mucho tiempo que piso este mundo. Quizá demasiado. He visto muchas cosas, tristes y alegres. He tenido tiempo para aprender.
—¿Tan viejo es?
—Los Félidos somos un pueblo longevo, más que enanos o elfos. Probablemente yo ya habría dejado de ser un joven cuando tu abuelo aún anidaba el fértil vientre de su madre. Y si los Dioses no tienen misericordia conmigo, aún debería de aguardarme tiempo suficiente para ver morir a los hijos de tus hijos. En tan dilatada vida se recogen demasiadas experiencias. Resulta muy difícil no acumular aunque sea un amago de sabiduría.
Quedé sobrecogido.
—¿Cómo se gana la vida? —le pregunté más tarde. Él volvió a regalarme un instante de silencio antes de ofrecerme una respuesta.
—Son tiempos difíciles —aseguró con aire melancólico—. Resulta mucho más sencillo perder la vida que ganarla. Soy un viajero. Deambulo. Trato de frecuentar poco la civilización. De esa manera evito preguntas indiscretas y situaciones comprometidas. Hago trabajos esporádicos a quien pueda pagarlos. Aunque últimamente he trabajado poco para otros y mucho para mí mismo. Prefiero no hacer negocios con el Culto. Pagan bien, pero nunca revelan sus verdaderas intenciones. Sigo el curso del S’uam, me dirijo hasta la comarca de los medianos. Allí he de encontrarme, los Dioses así lo dispongan, con un viejo amigo a quien no veía desde hace años y con quien quisiera hablar de las muchas cosas que han cambiado en este mundo desde la última vez. ¿Te gustaría acompañarme?
Mi semblante dibujó una espontánea sonrisa de alivio y agradecimiento, tras la cual llegó una afirmación rotunda y exagerada que evidenciaba mi desesperada situación. Sabía que no debía confesarle la existencia de aquella aldea en los árboles de la que provenía, así que había vuelto a quedarme sin hogar y sin nadie a quien considerar amigo. Sin la ayuda que aquel extraño personaje me brindaba estaba condenado en breve a servir de comida a los buitres. Tanta vehemencia por mi parte debió parecerle cómica y por segunda vez en aquella noche logré arrancarle carcajadas a tan solemne garganta.
Tardé aquella noche en conciliar el sueño.
Soy una persona que precisa de un dilatado proceso de adaptación. Suelo tardar en aceptar los cambios, me cuesta mucho trabajo y esfuerzo aclimatarme a algo nuevo. Aquel fantástico hombre león y su espectacular mascota resultaban la tercera compañía distinta y desconocida desde que me perdiese en aquel caótico mundo.
Antes de que ocupase el improvisado lecho donde pernoctaría, Lex se acercó a mí tratando de resultar lo más discreto posible para preguntarme algo que me haría revivir algunos recuerdos.
—No quisiera parecer indiscreto —susurró—. Pero no consigo imaginar como has aprendido a hablar en ‘A’a’rhd—. Me quedé algo extrañado, él prosiguió—. Es el dialecto de mi tribu. Serías el primer humano que conozco capaz de pronunciarlo.
—Nunca he aprendido a hablar esa lengua que dice, señor —le respondí con total humildad—. De hecho yo me preguntaba por qué todo el mundo en este lugar habla mi idioma. Supongo que tiene que ver con una pareja de elfos y cierto hechizo del que supongo fui víctima.
—¿Pareja de elfos? ¿Un hechizo? —arrugó la frente—. ¿De qué estás hablando, jovencito?
Así que no tuve más remedio que hablarle de Gharin y de Allwënn. Y él me escuchó muy atento durante toda mi disertación.
El bosque hablaba en susurros...
La silbante lengua de la brisa nocturna acariciaba las delgadas ramas de los árboles avivando a su paso el letargo silencioso de las hojas. Él no dormía, había simulado hacerlo para tranquilizarme. El bosque le hablaba en susurros, le revelaba suspiros lejanos y mudos gritos. A sus oídos de fineza exquisita llegaban cantos apenas audibles, respiraciones y voces, veladas en la noche. Revelaban un abanico de preciada información. Sus pupilas rasgadas gozaban de la misma precisión en la oscuridad que su afilado oído en aquella tranquila madrugada. El bosque en su malsana nocturnidad pocos secretos podía esconderle. Aún así, no los veía. Sus formas no se habían delatado aún pero sí sus presencias. Había algo, quizá ajeno a su dotada naturaleza. Quizá mucho más afín a lo sabido y asimilado en tan dilatada experiencia que le exhortaba a gritos, alarmándole. El silencio de la noche le avisaba de compañía.
Dudaba si amigos o enemigos. Eso le daba cierto margen de respiro. Pero eran más de uno... y buscaban al joven que dormía a su lado. Me buscaban a mí.
Sus iris verdes traspasaron la ventana rompiendo la monótona oscuridad exterior. Los gruesos vidrios, cuarteados por finos maderos, no pudieron disimular aquel repentino fulgor a través de su turbia mirada. La acuciante suciedad que se extendía por ellos como una enfermedad contagiosa no impidió a las hábiles pupilas del elfo volverse y descubrir cómo aquella imprecisa luz se apagaba en las ventanas del primer piso de la robusta vivienda. Desde el interior de las cuadras, Allwënn parpadeó para aclarar su vista y se volvió hacia la pequeña figura que rellenaba con resuelta habilidad los pesebres de cebada.
—¿Hay algún otro huésped en la casa? —le preguntó cortésmente, no sin cierta sequedad envolviendo las palabras. Fabba se volvió sonriente. No debía medir más de un metro. Entre las vagas penumbras del interior del pequeño establo apenas si se le podía distinguir por entre los fajos de cebada que transportaba. Tenía el pelo claro, en una mata suave, atado en una resuelta cola de caballo desde donde se le escapaban algunos mechones rebeldes. La piel blanca como la de un niño, contrastaba con la aspereza de sus ropas que envolvían su cuerpo frágil y el grueso calzado que ataviaba sus diminutos pies.
El desagradable vapor de excrementos velaba el oscuro y descuidado interior como un pesado cortinaje, aunque aquello casi desaparecía a los sentidos del guerrero. Se trataba de olores frecuentemente ligados a lugares como aquél, que residen y habitan en una unión indisoluble y que a nadie resultaban extraños en aquel mundo palpitante.
Fabba se acercó a la luz proyectada por la lámpara de aceite que habían colgado en una de las vigas de madera momentos antes, al entrar. El semielfo probablemente no necesitara del anillo de luz despedido por la lámpara para ver aquellas facciones dulces y extrañas pero ella sin duda la hallaría indispensable para encontrarle a él entre las temibles alas de la noche.
—No, señor. La posada está vacía —respondió ella y le hizo comprender con un gesto que su tarea con los caballos había concluido. Allwënn volvió la mirada despacio de nuevo al exterior. La ventana antes luminosa continuaba oscurecida y sin hálito de vida, como queriendo advertirle al guerrero que así había permanecido desde el principio de los tiempos. Que aquel fulgor habría de ser, sin duda, las percepciones imaginarias e imprecisas de una mente agotada por una larga jornada. Pero Allwënn sabía perfectamente lo que había visto.
Odín cayó de bruces en la cama como Goliat herido de muerte. Un blando movimiento le acunó como lo harían los brazos de alguna complaciente dama con su enorme cuerpo, dolorido hasta el extremo por el agotador camino y las molestas secuelas de sus heridas. Casi de inmediato, un acogedor remanso de paz invadió su ánimo al contacto con el suave y fresco lecho. Inevitablemente un sopor incontenible apareció en sus ojos y tuvo la sensación de poder abandonarse a los brazos de Morfeo en ese mismo instante y hacerlo durante toda una vida, si fuese necesario.
—Son habitaciones excelentes —escuchó a medias en sueños decir a una voz que le sugirió ser la del esbelto Gharin, quien le había dejado en aquella acogedora cama hacía tan sólo unos breves instantes.
—Me alegro que les gusten, nobles viajeros —respondió otra voz mucho más aguda y que no sabía si relacionarla con ese singular jovencito que les había abierto la puerta y acompañado hasta las habitaciones. Tornó su cuello pesadamente hacia la dirección de la puerta y entreabrió los ojos como pudo. Al hacerlo descubrió cómo el rubio semielfo y el joven conversaban en el pasillo, justo ante su puerta. Hablaban sobre las habitaciones, el baño y la comida.
—La cocina está cerrada pero enseguida prepararemos una rica cena. No se preocupen de nada, se la subiremos a las habitaciones —decía el muchacho.
Odín cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos no había rastro de Gharin ni del niño. No se escuchaba sonido alguno y había perdido toda conciencia del tiempo transcurrido.
Ishmant había desaparecido pronto, casi al mismo tiempo que Allwënn, aunque la diferencia es que todo el mundo conocía el destino del semielfo no así el del misterioso humano. Se le había visto conversando con el joven en el recibidor, poco antes, pero no acompañó al resto del grupo hasta las habitaciones que se encontraban en el piso alto. Murmuraron bajo durante un largo rato, como evitando ser oídos. Eso no pasó desapercibido a ojos avispados. Más tarde, Alex y la joven Claudia conversarían precisamente acerca de aquellos detalles.
—Se comporta de manera un poco rara para ser un niño tan joven —confesaba Alex, haciendo referencia a quien les había dado la bienvenida. Claudia aprobaba con un cabeceo afirmativo y un gesto de extrañeza en el rostro aquellas palabras—. ¿Qué puede tener? ¿Diez doce años a lo sumo?