Los sudores brotaron como en una fuente. Gharin miraba aquellos ojos pequeños y oscuros que le atravesaban como si tan solo contemplasen la pared desnuda tras él. Allwënn había desenfundado su largo cuchillo y lo apuntaba ya hacia el cuello rechoncho y mullido de la bestia que se elevaba muy por encima de su estatura. El resto rezaba.
Nada ocurrió.
Ni el uno se movió, ni los otros. Un gruñido de aviso desvió la atención del centinela, que volvió la vista hacia atrás. Allwënn estuvo a punto de lanzar entonces su ataque, justo como Gharin hubiese hecho. Igualmente, ambos se refrenaron. Una voz en el interior de sus cabezas, la de Ishmant hubieran jurado, les aconsejó no hacerlo. Al tiempo supieron que los ogros habían hallado los restos consumidos y aún calientes del campamento. Al menos así aseguraron los humanos quienes, entre gruñidos, comenzaban a ser capaces de entresacar palabras y frases, asunto que parecía pasar desapercibido para el resto de los allí presentes. Momentos después, el ogro estaba de vuelta con sus compañeros y ellos volvieron a respirar tranquilos.
El numeroso grupo de vándalos comenzó más tarde la orgía. Pronto devoraron los cuerpos desmembrados de los caballos sin preparación ni guiso, sin el menor pudor o recelo. Como una manada de bestias ávidas tras una cacería. Tampoco bebieron nada, salvo la sangre abundante que empapaba la carne, pero eso pareció bastar. Al cabo de unas horas, los gruñidos y risas, las broncas y golpes fueron sustituidos por una sinfonía desacompasada y caótica de estruendosos ronquidos, potenciados y multiplicados por los ecos del lugar.
Al fin. Dormían.
—Ha llegado el momento —anunció Gharin a los jóvenes quienes, salvo Odín, habían preferido recostarse y tratar de adormilar sus penas. El escenario exterior les pareció mudo a pesar de la turba de ronquidos que inundaba la extensa sala.
—¿Se... se han dormido? —preguntó con miedo Alex.
—Se han metido en la panza tres de nuestras monturas —ironizó el mestizo—. No se despertarán aunque el cielo se les venga encima.
—Los dioses te escuchen. Aunque me conformaría con que este templo se viniese abajo si desplomarse el cielo es un deseo demasiado improbable —le dijo Gharin.
—En marcha —Apremió Ishmant. Con un gesto puso en movimiento a la comitiva.
Los pilares que soportaban semejante estructura eran tan grandes que probablemente cinco hombres no hubiesen bastado para rodearlos con los brazos. Así servían de inmejorables parapetos para ocultarse. Avanzaban entre una oscuridad a la que ya se habían acostumbrado bajo la cual ahora nada desaparecía por completo. Sus pasos apenas si rozaban el polvoriento suelo pese a golpear o arrastrar casi inevitablemente de vez en cuando algunas de las muchas inmundicias que allí se apilaban. Ese asunto obligó en más de una ocasión al Allwënnn a volverse y amonestarles con su mirada fulminante. Se aplastaron sobre la piedra de uno de los pilares más cercanos a la salida y allí observaron a sus inoportunos visitantes.
—No puedo creer que hallan llegado hasta aquí en tan poco tiempo —decía Allwënn rabioso, mirando desde los sinuosos perfiles del vástago de piedra hacia las profundidades.
—Nadie dice que sean ellos —le contestaba Gharin, que miraba junto a él.
—¿Dos escuadras de ogros saqueando tan próximas? Si tienes razón, el mundo ha cambiado demasiado en los últimos tiempos.
El grupo más numeroso se había internado algo más. Yacían diseminados por doquier retozando con sus panzas rellenas a unos cuarenta y cinco o cincuenta metros de la entrada. Tres o quizá cuatro se amontonaban en el mismo umbral del templo donde, hartos de comida y cansancio se habían quedado dormidos en su puesto de guardia. Aparentemente nadie conservaba la lucidez. Nadie, parece ser, quedaba despierto. Pero eso no tranquilizaba en absoluto a los jóvenes.
Allwënn se volvió entonces al grupo. Allí se encontraban los chicos, a cuál más nervioso e Ishmant, serio, con las piernas separadas y sus brazos cruzados sobre el pecho en actitud casi desafiante. El velo del embozo cubría sus facciones pero sus ojos parecían ausentes... en otro lugar y diríase que en otros problemas lejos de cuantos ahora surgieran.
—Gharin llevará a los humanos a la puerta —comentó entonces el mestizo obligando al guerrero a prestarle la atención—. Tú y yo nos quedaremos atrás para cubrir su huída en caso de problemas. Su voz parecía más estar ordenando que sugiriendo una propuesta pero esperó a ver en la expresión de Ishmant una corroboración. Gharin, acostumbrado a que el mestizo dispusiese por él no dijo palabra pero Alex se opuso con tanta contundencia que hubieron de mandarle callar.
—¡¿Cubrir la retaguardia?! —Exclamó—. ¡Por Dios, sois dos! ¿Qué pretendéis hacer cuando veinte de esos se os echen encima? ¿Habéis visto bien a esas cosas? porque yo aún me pregunto cómo pueden sostenerse en pie. O nos vamos todos o no creo que de aquí pueda irse nadie.
Gharin miró lánguidamente a su compañero y comentó no sin cierto sarcasmo que las palabras del joven tenían lógica.
—Gracias por tu preocupación pero podemos pasar sin ella —fue la respuesta del elfo—. Vosotros caminad —añadió apuntando con su brazo extendido hacia los portones de salida—. No habrá ningún problema si no lo ocasionáis.
Alex no quedaba en absoluto convencido, pero en la batalla de miradas sólo existía un vencedor y es que muy contados adversarios podrían derrotar a aquellas pupilas cuando iniciaban una guerra. Nadie añadió una palabra a lo dicho. Alex bajó la cabeza sintiéndose impotente ante el guerrero y no hubo más opción que obedecer. Gharin colgó su arco a la espalda, embutió la diestra en el escudo y desenvainó la espada.
—Adelante. Marchad —apremió susurrante pero firme la voz de Ishmant. El rubio medioelfo indicó con un movimiento que le siguiesen. Los jóvenes, con miedo, siguieron sus pasos a través de las sombras y el silencio. A Odín le sudaban las manos. Sus grandes manazas apenas si podían sostener con firmeza el mango de su arma. Aquel hacha parecía haber duplicado en minutos su peso.
Pronto alcanzaron el último pilar antes de la salida, el último refugio. El último respiro antes de mostrase a la luz. Luego, con decisión el elfo llegó hasta la pared que cerraba los pies del santuario y desde allí animó a los humanos que le siguieran en sigilo. Ahora las espaldas tocaban el frío mármol de las paredes y los ronquidos desagradables de las criaturas advertían que tan sólo les separaban algunos metros. Los corazones volvieron a latir intrépidos.
A sólo unos pasos del dintel que enmarcaba la puerta Gharin volvió a distanciarse, dejando atrás al grupo de jóvenes que le seguía temblando. El elfo, visión que no resultaba habitual, portaba con orgullo y elegancia su espada, magnífica con todo, y el escudo mágico, donativo post-mortem del grupo de mercenarios. Odín, que marchaba cerrando la retaguardia sostenía con una firmeza casi artificial aquella descomunal herramienta de un solo filo con ambas manos. Sus bíceps hinchadísimos, como piedras o bolas de metal, relucían desnudos y sudorosos pese al frío. Alex movido ya no sé si por la inercia o por un verdadero sentimiento de protección también se abrochó por el camino el escudo que antes fuese de Gharin y que le parecía pesar como una rueda de carromato al cuello. Acabó empuñando la espada. Así Claudia, temblando como un flan sobre el Vesubio, no encontró más opción que desenvainar también su espada larga y sostenerla con torpeza como pudo entre ambas manos al tiempo que sus rodillas se agitaban con el mismo ímpetu que parecía poner su corazón en el pecho.
Gharin parecía flotar a un palmo del polvoriento suelo. Llegó hasta la altura de los cuerpos que dormían y roncaban a pierna suelta y los observó durante un instante. Cuatro ogros se retorcían en sueños en plena guardia. Algunos aún empuñaban sus armas, quizá la única señal que advertía que estaban allí para vigilar en lugar de dormir. Los ojos del semielfo observaron breve pero profundamente. No encontraron signo alguno de que fuesen a despertar a pesar de sus incómodas posiciones. Volvió la vista a los humanos y con un movimiento de cabeza les hizo entender que podían acercarse. El momento había llegado.
Odín fue el primero en decidirse. Llegó junto al elfo y el hedor rancio de los ogros le golpeó en la nariz. Temblaba como un primerizo pero trató de disimularlo y hacerse fuerte. Gharin le susurró al oído que caminase con pasos firmes y tranquilos por entre los huecos que dejaban los cuerpos. Parecía sencillo. Inundó su voluminoso tórax de aire, retuvo el aliento y avanzó sin dilación. A cada paso su suela se fijaba al piso como si fuese magnético. Dos metros, quizá tres que le resultaron interminables, pero alcanzó la meta.
Fuera era noche profunda. Quizá de haberse fijado hubiese visto los primeros indicios del albor allá, perfilándose en el horizonte pero no hubo tiempo. Ya no llovía. La humedad y el viento aún persistían como heridos en un campo de batalla. Volvió la vista atrás de nuevo al elfo que le sonreía complacido por su destreza.
La siguiente en disponerse fue la chica. Durante la tensa espera de su turno acaso le dio tiempo de encomendarse a todo el santoral y rezar cuanto a su memoria vino. Alex tuvo un mal presagio. Ella empuñaba la espada como una cruz bendecida contra el demonio y no la envainó ni aún cuando el propio Gharin le advirtiese del peligro.
Ella miró los cuerpos que yacían a sus pies y casi se marea del horror. Sus rostros eran aún más horribles vistos desde tan cerca y su cabeza no podía evitar recordarle que ellos eran los responsables de aquella brutal carnicería que tanto impactó en su ánimo. Aquellas mismas caras grotescas habían sido las últimas que las infortunadas elfas contemplaran antes de ser desangradas y colgadas de sus propios cabellos. Ahora ella tendría que pasar junto a ellos y quiso morirse allí mismo para así ahorrarles el trabajo.
Recibió las mismas instrucciones que su amigo y casi realizó los mismos preparativos. Sólo que ella caminaba con mucha menos firmeza. Palpitaba como si se estuviese congelando de frío. Odín la esperaba al otro lado y su pensamiento gritaba los ánimos que su garganta no podía enviar.
—Vamos, pequeña. Eso es. Así, así. Casi lo has conseguido.
Entonces un ogro se movió. Estiró una de sus largas y robustas piernas con tan mala fortuna que impactó en el caminar frágil y tembloroso de la joven. Aquella dejó escapar un grito de sobresalto y la espada de sus manos, al ver que perdía el equilibrio. Sin embargo, esta última logró medio asirla antes de desplomarse como un castillo de naipes sobre los cuerpos mullidos y durmientes de los ogros. Entonces, un aullido agónico. Un estertor de muerte prorrumpió inundando la sala como un torrente de agua salvaje. Odín palideció hasta el tono cadavérico al contemplar la escena. Gharin quedó petrificado a la espera de que un sudor frío le recorriese la espalda. Alex no vio nada pero imaginó lo peor. Sólo Ishmant y Allwënn ganaron metros nada más escuchar el alarido. El caos pronto se desataría libremente y se cobraría la sangre del más lento.
La hoja larga de la espada aún vibraba enterrada en la montaña de carne. Desde allí, como la cruz que señala una tumba, desafiaba al viento y lucía orgullosa, manchada por el espeso caldo rojo de la muerte. Claudia, tumbada sobre las carnes y aún algo turbada volvió la vista descubriendo aquel accidental estandarte que su mano había clavado sin proponérselo.
Había matado al primero.
Había prendido la mecha que desatara la guerra. Los ojos del caído parecían salirse de sus cuencas, ferozmente abiertos y desencajados. De su mandíbula se escurría un caudal negruzco y espeso. Claudia gritó horrorizada y su voz retumbó afilada como una flecha por todo el vasto salón hasta perderse.
—¡Levántate Claudia! —clamó una voz que acaso no alcanzó a reconocer. Miró hacia atrás para descubrir cómo uno de los ogros se despertaba e intentaba componerse. Sin embargo, Gharin no le permitió vivir lo suficiente y le cercenó la cabeza de un golpe certero. Su sangre se desparramó como por una manguera a presión. Aquel manantial bañó con su tacto caliente y espeso el rostro de la joven. El inmenso cuerpo mutilado se desplomó como si fuese un árbol viejo. Claudia estaba en estado de shock. Alex, que había contemplado la escena sintió unas incontenibles náuseas que no consiguió reprimir.
—¡Vamos, Claudia! —pero cuando aquella intentó ponerse en marcha un puño pesado le batió el rostro dejándola dolorida junto a la bestia que acababa de matar.
El afilado acero del elfo partió la cara de un segundo ogro como si fuese un melón maduro pero no pudo abatir al tercero que se le vino encima batiendo su maza. El elfo era ágil pero la bestia que le amenazaba podría sin dificultad desjarretar a un toro con las manos desnudas y Gharin no quiso cometer ningún error.
Una manaza descomunal agarró a Claudia por los cabellos y la izó dolorosamente con la misma facilidad e indolencia con la que se levanta un trasto inservible. La bestia aún tenía clavado el acero de la joven en su vientre. La muchacha aulló de dolor, un dolor que quemaba como si sus cabellos ardieran con fuego de azufre. El tremendo golpe en la cabeza la había atontado y ahora sus miembros caían doloridos y pesados como si fuesen de plomo.
—¡Suelta a mi amiga, montaña de mierda! —Parecía la voz de Odín.
El ogro miró hacia su lado, tornando en esa dirección aquel cuello apenas existente. Allí encontró a Odín tratando de disimular su terror mientras aferraba con manos temblorosas el peso del hacha que portaba. Se trataba de un adversario fuerte, sin duda. Sin embargo, el ogro supo pronto que no sería rival. En lugar de soltar a la chica la zarandeó con fuerza arrancándole gritos de dolor y la estrelló contra las jambas de piedra. La colisión fue brutal y el cuerpo de la joven se desplomó exánime tras ultimar de sus labios un quejido sordo y apagado. Por fortuna ya no estaba consciente para ver la sombra invasora de la bestia alzando sin el menor atisbo de misericordia la terrible maza cuajada de espinas.
Un alarido quebró entonces aquel fragor incipiente. Una garganta se abrasó prorrumpiendo en un desgarrado aliento. Luego vino el golpe terrible. La sangre volvió a ser protagonista dramática de la escena. La joven abrió sus ojos de súbito. El corazón le dio un vuelco. Las imágenes que se sucedían y aquellas que estaban a punto de presenciar la horrorizarían para siempre.
El ogro era inmenso, más alto que aquel coloso rubio de sangre vikinga. Sus espaldas doblaban a las del músico. Había espacio suficiente para alojar la tremenda hoja de un hacha y que aquella montaña de carne todavía se sostuviese por sus piernas, aún con otro acero atravesando sus carnes. Se volvió con los ojos desorbitados mezcla del terrible dolor y una no menos honda sorpresa. Odín bañado en sudor y con los músculos tensos en un esfuerzo fuera de medidas se hallaba a sólo unos centímetros de él. Aspiraba la terrible pestilencia que emanaba su cuerpo y el hedor descompuesto que surgía de su aliento. Estaba allí, hombro con hombro, ojo frente a ojo, sujetando sin titubear el mango del hacha que aún se perdía en las grasas abundantes del deforme enemigo. Por unos momentos fugaces podía sentir su dolor, el latir aún poderoso del corazón golpeando el afilado acero incrustado en su simiente y la cañada incontrolable de sangre manando a través de la herida abierta. Aquél le miró, con la mirada perdida, con las pupilas de alguien que jamás hubiese considerado aquella opción. Sus pulmones expulsaron un escalofriante alarido de dolor; más agónico y sobrecogedor que cualquier descripción.