Alex sujetaba su espada y su escudo con manos temblorosas temiendo que llegase la hora de utilizarlo, rezando por que las flechas de Gharin no se acabasen nunca.
—¡¡Gharin aquí!! —atronó la voz hueca de Odín a sus espaldas. El elfo se giró ya con el arco tenso y la mortal punta esperando iniciar su vuelo de muerte. Una rata armada de espada -si así habría de llamarse a aquél tosco hierro enmangado- corría enfurecida hacia los humanos.
—¡Yelm!- pensó el semielfo—. Ésta se ha acercado demasiado.
Con un crujido sordo la flecha se empotró en el pecho peludo de la criatura que cayó hacia atrás entre estertores y espasmos mortales. Por instinto, su mano volvió al carcaj y prendió otra asta emplumada. Cada vez era más difícil hallar una. Estaba empezando a quedarse sin flechas. El cordón se tensó con la varilla apoyada en la curva del arco. Se volvió hacia donde sus oídos finísimos de elfo le indicaban pasos y disparó sin apuntar llevado por la inercia. Otra rata se desplomó con nueve centímetros de acero en la garganta.
—¡Gharin! —escuchó de nuevo al gigante. El arquero se giró listo para disparar y encontró una sorpresa como blancos.
—¡Ishmant, Allwënn! —exclamó distendiendo el cordel al ver aparecer a sus amigos de las tinieblas. Pero pronto levantó de nuevo su formidable brazo y disparó como si no reconociese a quienes acababan de aparecer. El proyectil pasó entre ambas cabezas a una velocidad imparable, atravesando el hueco ínfimo que las separaba para empotrarse en el pecho abultado de un ogro, apenas difuminado entre las sombras.
—¡¡Junto al pilar, aprisa!! —Apremió el humano embozado. Y aquello iba por el arquero puesto que los humanos no habían despegado sus espaldas de la piedra espiral desde que llegasen a ella. Gharin y Allwënn alcanzaron el lugar pero no así el guerrero humano que se volvió para encararse con los adversarios que les pisaban los talones. A ellos pareció lanzar una mirada penetrante de desafío antes de abrir un arco con sus manos que separó dilatándose como las hondas de una charca al lanzarse una piedra. Una poderosa oleada de energía se extendió ante él golpeando todo cuanto se encontró a su paso. Hasta perderse en la inmensidad. Sus manos volvieron a crisparse, esta vez hacia arriba y una muralla de llamas se levantó rodeando el fuste de aquella gruesa pata de piedra a unos cinco o seis metros de distancia. Un súbito resplandor inundó el interior del anillo de fuego y el calor sofocante de las llamas pronto trajo consigo el sofocante ahogo y el brotar de sudores.
—¡Pequeña! —exclamó Allwënn al apreciar el rostro amoratado de Claudia. Sus dedos acariciaron con dulzura la mejilla violácea de la joven que a pesar de su delicado roce emitió un leve quejido arrugando su faz—. ¡Perros!
En las pupilas de Allwënn brilló un odio visceral y retiró su mirada del rostro con gesto de desprecio. Había cosas capaz de enfurecerlo más allá de toda lógica. Los dedos de la chica se posaron sobre el lugar que la mano del veterano elfo ocupaba y su pecho contuvo un suspiro.
Ishmant volvió junto al grupo.
—La cuerda, Allwënn —solicitó con la parquedad que le caracterizaba. Nadie parecía haberse percatado hasta entonces pero el mestizo traía un rollo de cuerda sobre su hombro recogido con probabilidad durante la huída de los despojos de la silla de montar de alguno de los infortunados caballos o tal vez de las pertenencias de los ogros.
Ishmant la prendió y la anudó a su cintura.
—¿Qué pretende hacer? —preguntó Alex pero la respuesta no llegó mediante las palabras. Ishmant tornó su mirada hacia las invisibles techumbres. El cielo cada vez más claro de la mañana comenzaba a revelar las grietas y huecos en las cubiertas y los primeros rayos de luz penetraban desde las alturas. Alex siguió con los ojos la tremenda ascensión—. ¿No pretenderá...
Ishmant se afianzó a los pliegues helicoides que labraban el soporte, aprestó los pies sobre las rugosas formas y comenzó a trepar como si poseyese la habilidad de pegarse a las paredes. Antes de que pudieran preguntarse cómo lo hacía, el humano, que aquella desafortunada noche no dejaba de abrir la caja de las sorpresas, había salvado a pulso más de la mitad del tremendo fuste dejando tras él la guía de cuerda. Pronto culminó el ascenso y después de afianzar la soga lanzó la orden de que otros le siguieran.
—Alex. Eres el siguiente —ordenó Allwënn a pesar de que su mirada escrutaba la pantalla ígnea. Alex se puso lívido y pensó que iba a desmayarse.
—Yo... yo... yo —tartamudeó—. No puedo subir allí ¿Estás loco? Voy a matarme.
—¡Morirás de todas formas si no lo intentas! —le gritó el mestizo—. Si caes tendrás una muerte sin dolor. Créeme que lamentarás no haberte despeñado cuando estés en las manos de los ogros o las ratas. ¡¡Así que deja de llorar y sube por esa cuerda, maldito crio!!-
—Tiene razón, no lo conseguirá, Allwënn —aseguró el arquero de rizos dorados bajando por un instante la guardia de su arco—. Sus brazos no son fuertes y hay casi veinte metros de ascensión.
—Entonces hazlo tú —apremió el de la cascada de ébano.
—¿Yo? Necesitas mi arco.
—Sube aprisa. Entre Ishmant y tú izaréis a los humanos. Luego lanzad de nuevo la soga y yo subiré.
—Es arriesgado.
—Es lo que tenemos —apremió Allwënn—. Será más rápido que esperar que lleguen por sus propios medios—.
Era cierto.
Gharin echó su arco a la espalda después de desearle suerte a su compañero, prendió la soga y tras comprobar su firmeza inició duramente la larga escalada. Sus brazos salvaban metros con tremenda facilidad pero el ascenso se hizo más largo que el de Ishmant. Apenas había ascendido dos metros el arquero, una rata penetró a través de la cortina de fuego envuelta en llamas. El sobresalto sorprendió a todos y el espectáculo de su consumición horrorizó a cuantos lo presenciaron. Allwënn la devolvió al otro lado de las llamas de una tremenda patada y un hedor a pelo quemado invadió la escena. El mestizo suspiró. Comenzaban a envalentonarse demasiado rápido. Aún podía ver a su compañero luchando contra la gravedad y ya echaba de menos su arco.
Minutos después la cuerda se agitó, señal de que también Gharin había logrado conquistar las cumbres.
—Vuestro turno —dijo Allwënn—. Alex, Claudia. Ataos al extremo, os izarán—. Los jóvenes, conscientes de que esa opción era sensiblemente más alentadora que la primera, obedecieron con resignación—. Odín, ve tú también.
—Y un cuerno —replicó aquél tan tajante que incluso sorprendió al mestizo. El gigante rubio se aproximó a él con decisión empuñando con firmeza su potente hacha. Su soberbia estatura ensombrecía al medioelfo. Quedó junto a él hinchando su pecho.
—No podrán con todos nosotros. Además, sin Gharin soy el único que puede ayudarte—. Allwënn se volvió para mirarle. Su arrojo le había impresionado.
—¿Quién te ha dicho que necesite tu ayuda?
—Lo digo yo —afirmó con arrogancia—. Has mirado seis veces hacia arriba en los últimos cinco minutos. Le echas de menos—. Allwënn comprendió lo que el chico le quería decir le sonrió complacido.
—Tú y tu
delicada
acompañante sois bienvenidos siempre y cuando no dudes en utilizarla.
—No te preocupes. Ya he roto el hielo ¿Has visto lo que le han hecho a mi amiga? Reventaré al primero que decida atravesar el círculo de fuego. Poco me importa a estas alturas que me lleve por delante—. Y Allwënn rompió a reír complacido y le hizo un sitio a su lado.
—No mires hacia abajo, Claudia, no mires —aconsejaba Alexis mientras eran izados con rítmicos golpes. Pero Claudia, como siempre sucede apenas se pronuncia esa frase tornó sus pupilas a los pies y al abismo que crecía bajo ellos. El corazón le dio un vuelco, pero no ante el vértigo de la altura sino al comprobar la cantidad de enemigos que se cernían más allá del círculo de fuego.
La espera no resultaba en absoluto aburrida para la pareja que aguardaba abajo. Mientras los dos humanos eran ascendidos. Allwënn y el musculoso Odín ya habían acabado con varias intentonas de cruzar el muro de fuego. La mayoría de las ratas se habían sentenciado a muerte antes de pisar en otro lado de la muralla pero lo cierto es que cada vez afluían en mayor número o tardaban menos en intentarlo de nuevo. El conjuro de Ishmant comenzaba a dar muestras de agotamiento. Todo se limitaba a una cuestión de tiempo.
De pronto, otro guerrero roedor traspasó la ígnea frontera convertido en una bola en llamas. Como los otros acabó consumiéndose a la espera de que el filo del hacha de Odín o los feroces dientes de la soberbia espada de Allwënn le procuraran una muerte más rápida y menos dolorosa.
Fue el mestizo quien avanzó hasta donde la criatura pataleaba en el suelo. Teniendo a sus pies aquella tea aullante, levantó la espada con la intención de hundirla en el incendiado pelaje. A Allwënn le repudiaba rematar a esas bestias aunque su gesto de impasible frialdad pareciese esconderlo. Como todo guerrero enano, no sólo prefería hundir el acero en batalla sino también con adversarios de mayor categoría que aquellas ratas. Endurecido o no por los años, aquel guerrero aún poseía un corazón capaz de conmocionarse ante un espectáculo tan miserable como aquél y la clase de muerte que brindaba a aquellas criaturas. Se movía por piedad más que por el odio que le inspiraban.
Pero...
Aquella desventurada rata jamás fue ejecutada por el brazo brioso del elfo ni su espada de reyes penetró en la carne tostada... de hecho la horrible criatura había sido muerta por otra mano aún más despiadada. El mestizo creyó distinguir un resplandor muy próximo, justo por el flanco en el que se levantaba la cada vez más debilitada muralla ígnea. Torció su mirada de súbito, casi respondiendo a un acto reflejo fuera del control. Tuvo la impresión que, como si de un muro de piedras se tratase, aquella pared llameante se le venía encima y se desplomaba sobre su cabeza. De pronto vio como de ella surgían unos brazos enormes y gruesos a los que seguía un torso corpulento. Robusto, a pesar de su ancho volumen. Así, entre las lenguas de fuego, atravesándolas como una carga de caballería, un rostro embrutecido se abría paso con una mueca horrible en su desproporcionado aspecto. La bestia atravesó las llamas como si hubiera sabido de antemano lo que iba a encontrar tras ellas. Un grito poderoso no sé si de dolor o como la mecha que haría explotar la adrenalina rugía desde sus fauces. Allwënn sólo pudo interponer su arma y evitar un daño mucho más grave. Los aceros entrechocaron y el mestizo tuvo la impresión de haber parado con la espada una manada de caballos desbocados.
Allwënn rodó sin control por el polvoriento piso antes de poder retornar al equilibrio y alzarse de un ágil movimiento. Una montaña de grasa chamuscada y humeante se erguía ante él aventajándole la reacción. Uno de los colosales caudillos ogro había atravesado el fuego mágico con mucha más suerte que aquellos guerreros rata. Una de sus manos cargaba un hacha de mano de proporciones extraordinarias y mellada hoja que no se detuvo a charlar. No aguardó ni un solo instante. De hecho, la prodigiosa agilidad que su sangre de elfo dotaba a sus movimientos salvaron a Allwënn de ser despedazado en el suelo. Los metales chispearon al encontrarse una y otra vez. Se besaban en ardientes destellos. Pero la batalla anterior había debilitado en exceso al guerrero que ahora encontraba dificultades para penetrar en la defensa de la colosal criatura a la que se enfrentaba. Los lances de Allwënn, en otras circunstancias mucho más rápidos, se limitaban ahora a evitar los mandobles brutales del ogro y una pugna de fuerza se libró en unos segundos. En un momento ambos hambrientos aceros quedaron trabados. Allwënn disponía de una fuerza prodigiosa gracias a la estirpe de su padre. En otras condiciones hubiese soportado el pulso de ogro, pero la tremenda superioridad de corpulencia y estatura de su adversario le facilitó la victoria. Allwënn fue separado de un brusco empujón y catapultado hacia el suelo.
El otro brazo del ogro no iba armado. Al menos no sostenía arma alguna. Su antebrazo iba recubierto de cuero, forrado de metal tachonado coronando el puño con una inmensa bola de hierro de la que surgían infinidad de picas afiladas. Esta vez, el siniestro adversario logró ser más rápido y cuando Allwënn aún se estaba incorporando asestó un golpe fatal con aquel brazo acorazado de estacas. La maza astada impactó de lleno en el pecho del mestizo sorprendido con la guardia demasiado baja y sin capacidad de reacción. La caja torácica del guerrero saltó en pedazos hecha añicos y su cuerpo destrozado se catapultó por los aires hasta colisionar contra el durísimo y frío fuste del pilar.
Allí quedó con un hálito de vida.
Odín sintió como un terrible escalofrío le partía en dos la espalda y el cuantioso peso del hacha se le escurría de unas manos temblorosas bañadas en sudor. El ogro se volvió hacia él mientras recuperaba un aliento perdido en el combate mediante un respirar pesado y sonoro. El rostro de aquella cosa le pareció aún más deforme y malvado de lo que jamás hubiese imaginado. El miedo le corroía las entrañas y casi refirió no pensar qué podría hacer esa bestia con él después de derribar a un guerrero tan formidable como el que ahora agonizaba a los pies del gigantesco soporte. Trató de no imaginar aquella hacha incrustada en su cuerpo. Por un momento los amargos recuerdos de su herida contra el troll volvieron a su mente.
No obstante, el ogro no le permitió ahondar demasiado tiempo en su recuerdo y con una pesada carrera movió su corpulento tonelaje dispuesto a acabar con el asustado muchacho. El hacha mellada sesgó el aire a una velocidad incontrolada a pocos centímetros del vikingo. Odín no supo predecir por dónde llegaría el golpe e interpuso tímidamente su arma para evitar el lance. Pero nada detuvo el hacha que hubiese partido en dos al fornido batería de no ser porque se echó hacia atrás. Aún así, la maltrecha hoja se abrió paso en el muslo, cortando la carne con violencia y la misma facilidad con la que un cuchillo afilado corta en ruedas un fiambre durante una cena. La sangre se despeñó al instante y Odín se quebró por el dolor eléctrico. Su garganta no pudo reprimir un grito desgarrado y su pierna se doblegó hasta postrarse de rodillas. El otro brazo del capitán de los ogros, también en carrera, descargó otro salvaje puñetazo alcanzando por fortuna el hombro musculoso, a medias protegido por las duras ropas que le vestían. Pero ni ellas resultaron lo bastante recias como para frenar toda la acometida y las gruesas estacas penetraron los vestidos. Mordieron la carne atravesándola hasta el hueso. El dolor resultó inaguantable. Tan intenso que otro menos corpulento hubiese perdido sin remedio la conciencia. Los ojos le lloraban, inundados por una marea de lágrimas y la visión se le nublaba por momentos. Postrado, sin fuerzas, Odín esperó piadoso una muerte sangrienta e inmerecida. El ogro alzó su hacha sobre el muchacho como un verdugo impávido. Entonces la mano de Odín que aún aferraba el arma, movida Dios sabe si por un impulso desesperado o por los hilos invisibles del destino, enterró con una furia desgarrada la afilada punta en el pecho abultado del horrible enemigo. De un tirón desenterró el hierro y la profunda herida vomitó una cañada de sangre caliente que bañó al músico provocándole nauseas.