El enviado (84 page)

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Authors: Jesús B. Vilches

Tags: #Fantástica

BOOK: El enviado
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Odín desenterró el hacha como movido por una voluntad ajena, con la desesperación de alguien que ha perdido todo juicio. Impulsado por el aceite incombustible del odio. Un odio que acaso jamás había experimentado de aquella sangrienta manera. El muchacho no podía enfrentarse a la pérdida de su pequeña compañera. La mera suposición de que Claudia estuviese muerta le llevaba a la locura. Ella no lo merecía, ella era especial, era...

No había pensamientos en la cabeza del vikingo mientras el mortal filo se encajaba una y otra vez con violencia en el pecho descargando una lluvia espesa. La sangre en sus venas se volvió plomo incandescente y su corazón repartía el hirviente caldo hasta el último rincón de su cuerpo. Escanciaba con él el veneno mortal de la adrenalina. Sus ojos se tiñeron de blanco. Sus ropas de rojo. El hacha continuó desplomándose sobre el cuerpo sin vida del monstruo hasta que éste no fue más que un montón de carne palpitante. Entonces Odín se derrumbó como un amante exhausto sin poder creer qué había hecho.

Gracias a Dios y sin duda gracias a él, Claudia vivía.

Se había erguido hasta quedar sentada y le miraba con los ojos vacíos de quien no puede dar crédito a lo incuestionable. Se hallaba cubierta por un manto de sangre que afortunadamente no le pertenecía. Conmocionada, sí, pero entera y a salvo. Sin embargo, aquella mirada vacía y muerta persistió. Acababa de presenciar una brutal metamorfosis. Odín no le refirió nada. Ni entonces ni en ningún otro momento. Se apresuró a incorporarse y echando un rápido vistazo al interior la aferró de las manos y se dispuso a correr con ella escalinata abajo para salir de ese lugar infecto.

Pero no pudo ser...

Nada más encararse hacia la escalonada rampa los pies de Odín se frenaron en seco y lo que sus pupilas vieron, ya a la tibia luminosidad de la mañana, apenas si podía creerse.

—¡¡Dios mío!! —exclamó conmocionada ella. Odín dio marcha atrás. Algo terrible habría de ser para hacerle preferir volver sobre sus pasos e internarse de nuevo en aquella carnicería.

El nuevo escudo de Gharin probaba su valía ante las salvajes embestidas del ogro que le obligaban a retroceder. Realmente resultaba una pieza formidable y tanto su encantado hierro como las rodillas del elfo supieron aguantar los duros lances hasta que el enemigo cometió su primer error. Fatigado, iracundo y aún adormilado, apenas si supo por qué dirección le llegó la muerte. La tremenda agilidad del medioelfo lo puso fuera de su alcance con un sutil movimiento y tras un acertado lance, el hierro se manchó de sangre y la espada terminó alojada en la garganta de su adversario quebrando su cuello. Gharin le dejó caer y regresó apresurado al lugar donde todo comenzase a tiempo de encontrarse con Odín y Claudia que regresaban a la carrera del exterior. Aquello le desconcertó pero pronto comprendió sus motivos y se unió a la pareja en la huida. En el interior se escuchaba el clamor de la lucha pero sus ojos no pudieron irse hacia allí. Por el camino recogieron al moribundo Alex, recuperándose de su indisposición. Prendido casi a la carrera por la furiosa mano de Odín apenas si tuvo tiempo de preguntar por qué, entre otras muchas cosas, el cuerpo de su compañero rezumaba tanta sangre.

En la entrada, el hacha de Odín aún no había abatido a su adversario cuando Allwënn e Ishmant que emprendieron una carrera suicida hacia la misma boca del lobo, tomaron caminos distintos. Sabían que habían de contener cuanto pudiesen la horda que allí retozaba en favor de sus amigos. Ese es el coraje y a eso lleva en realidad el sentimiento de equipo. Unos se sacrifican para asegurar la huida de otros. Aunque siempre implícito, no era el sacrificio lo que pretendían realmente al tomar aquella arriesgada decisión. Buscaban el exprimir cuanto pudiesen el factor sorpresa para reducir en lo posible el número de enemigos que más tarde les hicieran frente con plenas facultades. Por fortuna, el grueso de aquella fauna se había repartido por distintos rincones lo que sería una ventaja añadida y evitaría que se reorganizasen con suficiente rapidez.

Cuando el primero de los ogros alzó la cabeza tan sólo alcanzó a ver una silueta borrosa que le caía encima, desde los cielos. Ishmant aterrizó como un felino sobre las losas polvorientas y frías al tiempo que la cabeza del infortunado se perdía entre el bosque de pilares. Gharin aún estaba resistiendo los embates furiosos de su adversario cuando Allwënn ya había matado al menos a cuatro de los ogros antes de que ninguno de ellos lograse saber qué ocurría. Su espada ocultaba ya los centelleantes brillos del metal recién afilado por una espesa vaina de sangre antes de que sus hermosas fauces fueran a morder al primer adversario listo para hacerle frente.

Algo similar ocurría a varios metros de allí con el otro combatiente, embozado y sigiloso. Ishmant había despachado, como era el propósito, algunos adversarios antes de que aquellos estuviesen en condiciones de presentarles batalla.

Los gritos y el tumulto pronto se extendieron.

Cada vez resultaba más complicado abatir a un ogro si se le combatía en igualdad de condiciones. Pronto la mayoría de ellos se habían incorporado y empuñaban sus armas estrechando un círculo incapaz de romper sin hacer sangrar de muerte.

Allwënn peleaba con una dureza inusitada, arrancando la exuberante Äriel de las entrañas de sus víctimas. Al tiempo, sus venas enrojecían por sus gritos de guerra y sus piernas danzaban con mortal precisión entre las dentelladas de los aceros enemigos. Ishmant resultaba más sutil. Sus movimientos precisos y letales se ejecutaban con un cálculo casi exacto, sin desperdiciar un ápice de esfuerzo extra. El singular humano tenía la frialdad de medir el momento, ángulo y fuerza oportuna para cada lance. Pronto observó con una pupila quizá aún más hábil que su mano que Allwënn comenzaba a ser rodeado por enemigos y supo cómo el robusto mestizo más le agradecería su ayuda.

El rabioso medioenano de sangre silvanna sintió como una mano tiraba de él hacia atrás con fuerza y le arrancaba del lugar donde combatía. Rodó por el suelo cubierto de huesos y polvo. Se levantó de un salto batiendo su poderosa espada, dispuesto a partir en dos al responsable. A nadie vio. No al menos tan cerca. Sus enemigos corrían hacia él entre gruñidos como una ola que en el mar tempestuoso se cierne sobre las velas de un navío. Supo que se trataba Ishmant, aunque no fuese capaz de divisarle. Una de sus espadas yacía en el suelo como una durmiente a sus pies, esperando ser despertada de un beso. Una sonrisa de sarcasmo invadió sus labios y recogiendo el acero del suelo esperó a sus enemigos haciendo bailar ambas espadas en torno a él. Muy altas eran aquellas destrezas y tan poderosa resultó su danza.

Ishmant se encontraba en otro lugar. No muy lejos de allí, quebrando adversarios con sus manos desnudas. Lanzando una lluvia de golpes de mortal ejecución. Aquellas piernas y brazos resultaban doblemente peligrosos cuando no sostenían aceros. Un ogro furioso que le doblaba en tamaño y corpulencia se le encaró a la carrera armado con una pesada bola de metal macizo cuajado de estacas. Al encapuchado monje no se le presentó ninguna dificultad esquivar la salvaje acometida de esa estrella mortal como si el golpe hubiese venido de un niño torpe y primerizo. Ambas manos golpearon en la coraza de metal y cueros del ogro dejando escapar un sofocado grito con ellas. El ogro elevó sus doscientos kilos una altura tres o cuatro veces la estatura de un hombre y a una velocidad de vértigo golpeó contra un pilar a una docena de metros de allí. Quienes lo vieron me contaron que si hubiese colisionado con un tren en marcha no hubiese salido despedido de aquella increíble forma.

En un breve remanso de paz, en un interludio entre tanta desaforada acción, Claudia divisó a ambos combatientes. La escena que contempló la llenó de asombro. La pelea se había desatado con toda la fiereza. Era una breve muestra de lo que habría por venir. Numerosos cuerpos de ogros invadían ya el suelo a la espera de formar parte del muestrario polvoriento, abatidos por la mano de Ishmant o el acero dentado de Allwënn. Los ojos de la joven admiraron por un momento la danza mortal de tan sangrienta justa. Los brazos del poderoso mestizo, armados con la espada aserrada y el filo de Ishmant se batían con una fiereza insólita contra los mástiles de las armas enemigas que le superaban en número y tamaño. Las obligaba a escupir chispas de fuego al besarse los aceros. El sudor le hacía brillar los músculos y su garganta se desgarraba en gemidos y gritos por el tremendo esfuerzo. Visto desde allí resultaba un bailarín letal, un guerrero irreal que como en un insolente cortejo nupcial ha de exhibir su gala aún incluso durante la batalla. Ya alguien le había advertido que se trataba de «
la mejor espada de todos los tiempos»
.

Casi unido a su espalda se encontraba Ishmant, para quien hallarse desarmado no parecía ofrecerle inconvenientes. Más aún, sus golpes resultaban más efectivos que los lances armados de su poderoso aliado. Aunque…

Pronto los adversarios comenzaron a estrechar el círculo...

—¡No hay tiempo para disfrutar del espectáculo! —alertó de una voz el rubio arquero al tiempo que de un tirón hizo volver a la joven junto al resto. Odín pronto se situó junto a ella y la apremió a seguir avanzando. Gharin volvía, como era habitual, a empuñar su arco. Se giró hacia atrás y tensó la cuerda en un movimiento seco y equilibrado.

—¡Han entrado! —chilló Alex cuando sus ojos retornaron al gran vano de la entrada con su brazo crispado señalando el acceso. Gharin ya les había visto. Ya les había escuchado. Soltó el cordel y la primera flecha atravesó una cabeza.

—¡Vienen más! ¡Por ahí! —anunció Odín divisando a otros—. ¡¡Están en todas partes!!

Gharin apremió a la carrera y montó otra flecha.

—¿Pero hacia adonde iremos?

Allwënn notaba la espalda de Ishmant sobre su espalda. Parecían acorralados. El cansancio hacía suficiente mella y las espadas pesaban como los pilares del mundo. Apenas si restaban en pie algo más de media docena de brutos, de entre los que se hallaban los dos capitanes. Los pulmones ardían por el tremendo esfuerzo como si el aire que respiraban estuviese plagado de ascuas ardientes. Tenían el cuerpo magullado y dolorido. Sangraban por algunas heridas abiertas por el filo enemigo. Aquellos, que les superaban en altura, fuerza, número y crueldad ya no se atrevían a avanzar y se limitaban a estrechar el círculo que habían creado en torno a ellos. Con todo, los ogros, mermados en número y valentía, continuaban siendo unos adversarios formidables.

—¡Espero que hallan escapado! —comentó forzadamente entre jadeos, el medioenano—. El asunto se ha torcido, amigo. Pero Allwënn aún presentará mucha batalla antes de caer.

—No habrían podido llegar muy lejos —dijo Ishmant sin mucho sentido, cambiando el orden lógico, sin que su amigo pudiera entender a qué se refería—. Gharin y el resto siguen aquí —continuó sin que su voz delatara el esfuerzo físico que el monje habría de haber derrochado—. ¿Oyes el murmullo?

Al principio Allwënn no entendió a qué se refería pero pronto la claridad regresó a su mente. Él ya había escuchado ese rumor antes. Cuando la piedra le hablara por la palma de su mano horas atrás.

Ahora el templo entero parecía vibrar desde las basas de los pilares hasta las cubiertas, como si un ejército encolerizado cruzase a la carga aquellos salones. Y quizá fuese precisamente ese el origen...

Los ojos de Allwënn atravesaron la muralla de cuerpos que se cernía sobre ellos y divisó lo que supuso un centenar de puntos rojos. Entonces supo que aquellos puntos eran pupilas encendidas y que ese rumor eran ecos de voces. El salón entero había sido invadido por un ejército.

—¡Las Ratas! —exclamó. Los ogros se volvieron hacia sus espaldas y las vieron también.

Ratas.

Docenas, quizá incluso un centenar.

Algunas entraban desde el exterior, desde la rampa escalonada del acceso principal. Aunque la mayoría parecía haber surgido desde las entrañas del templo. No se trataba de ratas comunes. Se trataba de guerreros. Clanes de rapiñadores, hombres rata.

Son guerreros y asesinos crueles. Extremadamente peligrosos en número que rinden culto a dioses menores de la pestilencia y las enfermedades. Probablemente encontraron el jardín de las delicias en esta ciudad tras su caída e instalaron bajo las raíces de este templo su guarida. Ahora habían salido. Tal vez todo el clan, quizá solo un pequeño grupo. Resulta tan difícil calcular cuantas de esas ratas podrían aún habitar en las entrañas de ese santuario.

Eran feroces guerreros del tamaño de un enano, entre los diez y los treinta centímetros sobre el metro. Tienen el cuerpo y pelaje de una rata, aunque caminan sobre dos piernas y poseen brazos acabados en garras con los que manipular toscas armas mal cortadas que maniataban a estacas de madera. Sus cabezas eran también de roedor; ojillos de pupilas rojas, alargados morros acabados en bigotes y fauces repletas de puntiagudos dientes. Vestían jirones de tela y piel de los que colgaban una multitud de huesos que servían de trofeos. Sus chillidos agudos se clavaban en el cerebro y lo torturaban hasta enloquecer.

Como una mano gigante aplasta un insecto así se lanzaron desde todos los ángulos sobre los ogros quienes comenzaron a descargar golpes mortales contra los desafortunados ignorando a la pareja. Golpes capaces de partir en dos a un hombre y que destrozaban a aquellas víctimas insignificantes.

Ishmant aprovechó la confusión para rodear con un brazo la cintura de su compañero. De súbito la visión del mestizo se hizo borrosa y tuvo la sensación de ser transportado a velocidades incalculables. Cuando creyó detenerse. Estaban fuera del círculo de ogros y más allá del alcance de aquella nueva contienda, pero se habían metido de lleno en las filas enemigas. Los Skavens les rodeaban pero pocos reaccionaron a tiempo para evitar que ambos curtidos guerreros se abriesen paso a golpes entre ellos sembrando su carrera de cuerpos sin vida.

—¿Hacia dónde? —dijo Allwënn—

—Sígueme.

Una nueva flecha agujereó un cráneo de rata que cayó fulminada. Los blancos se multiplicaban por momentos y cada vez resultaba más difícil montar una flecha, disparar, acertar en el blanco y retroceder con suficiente velocidad. Prácticamente acorralados a los pies de un enorme pilar Gharin no daba abasto mientras su carcaj disminuía progresivamente, enviando dardos mortales ya fuese hacia delante o hacia atrás, a un lado o a otro, a una velocidad inigualable y una certeza prodigiosa. Junto a él, Odín se mantenía a la espera, batiendo sobre su palma con ansiedad el mango grueso de su cuantiosa arma. Las flechas del semielfo hacían por el momento innecesaria su intervención. Las ratas se concentraban en asfixiar a los ogros.

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