Un charco de sangre oscura ennegrecía su camiseta a la altura del estómago, empapándole el vientre y los brazos. Gharin le había colocado ambas manos sobre la herida y le había recomendado que apretase con fuerza. Pese a la potencia de Odín, sus músculos temblaban en espasmos sin control y no lograba presionar con toda la contundencia habitual. Con pulso débil, intentó despegar sus manos para contemplar la herida bajo las telas de su camiseta pero Gharin se lo impidió volviéndolas a su lugar y negando con la cabeza.
—Seguro que no te apetecerá ver lo que tienes ahí —dijo con una sonrisa—. Tus piernas son más atractivas.
—Voy a morir, ¿verdad? —articuló Odín lentamente—. Por eso bromeas—. Un espasmo de tos zarandeó al chico que casi no podía abrir los ojos. Aún no lo sabía, pero el troll le había destripado. La herida era muy grave, pero Gharin debía ayudar a Allwënn a matar al segundo de los Vagabundos. La curación de Odín no se resolvía con un hechizo rápido. Necesitaba un tiempo del que no podía disponer.
—¿De qué estás hablando? —replicó Gharin—. ¡No! Ahora que estabas empezando a caerme bien—. El comentario logró arrancarle una sonrisa al moribundo humano—. No, no morirás —anunció muy seguro aunque tal seguridad fuese fingida—. No pienso perder a nadie más ¿entiendes? Antes veré cómo te crece el cabello, créeme. Has actuado con decisión y valentía, muchacho. Yo estaría orgulloso de ello.
La contienda traía sus sonidos a través del bosque aunque no estuviese a la vista de la pareja.
—Allwënn me necesita. Aquí estarás a salvo. Aguanta un poco más—. Odín afirmó con la cabeza comprendiendo la urgencia del asunto. Gharin volvió entonces a extraer su poderoso arco de batalla. Era un arma magnífica vista al detalle. Ató el carcaj a su muslo desde donde le resultaba más cómodo y rápido prender las emplumadas astas de las flechas. Con una suavidad tímidamente mermada por su actual apariencia desapareció entre la maleza del bosque dejando al malherido humano solo y perdido en mitad de ninguna parte.
Solo entonces Odín fue consciente de su delicada situación.
Su cuerpo tiritaba a causa de la mortal herida y su respiración se acusaba por momentos. Sudaba pese a la baja temperatura. De su abdomen ascendía un calor hacia el pecho que se extendía luego por el resto del cuerpo como un gélido abrazo. La sangre fluía sin parar escurriéndose por entre las ropas hasta llegar a enrojecer la nieve bajo él. Con ella, a cada gota que se escapaba de su cuerpo, se marchaban sus fuerzas. Su energía... la vida. El joven comenzó a ser consciente de lo que jamás se quisiera tener certeza... estaba muriendo.
Pronto los párpados pesaron demasiado...
Resultaba cada vez más complicado mantenerlos abiertos. La cabeza suponía un lastre de plomo; comenzaba a balancearse peligrosamente hacia los lados. Todos sus músculos flaqueaban, cedían...
El poderoso Odín comenzaba a rendirse al sueño de la muerte.
En uno de esos turbios instantes oyó un ruido muy cerca, a su lado. Sonido de pasos que aplastan la nieve. Como pudo giró su cabeza hacia el eco y abrió sus ojos temblorosos. Había una figura desconocida junto a él. Quieta, inmóvil, en silencio...
Le miraba directamente a los ojos.
Tenía el cabello largo y suelto... como Allwënn... pero no era Allwënn.
Poseía un cuerpo elegante... como Gharin... pero no era Gharin.
Portaba un arma en su diestra, un acero brillante y afilado que apuntaba a la nieve. Su rostro desaparecía tras las telas de un embozo ocultando sus rasgos.
Las fuerzas de Odín eran casi un recuerdo. Apenas podía continuar respirando. Pesado y sangrante, su cuerpo acabó por desplomarse sobre la nieve a los pies de la desconocida figura.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez, Venerable? ¿Dieciséis, dieciocho años?
A los pies de una pared, como una herida abierta por una criatura feroz, la piedra se partía en dos con suficiente profundidad como para albergar un improvisado campamento donde resguardarse del frío viento de las cumbres. Más allá del agonizante cerco de luz de una primera hoguera se extendían las siluetas del bosque, revestidas por la capa impenetrable de una noche a punto de expirar. Las primeras luces del alba ya se predecían, insinuando su claridad en la lejana y oculta línea del horizonte. Pronto, el fulgor intenso de Yelm rompería el velo nocturno. Era precisamente el afilado y brillante perfil del astro lo que Ishmant contemplaba antes que los labios del semielfo formulasen aquella pregunta. El misterioso personaje apartó un instante los ojos del cielo nocturno y contempló al mestizo de humanos. Poco o nada había cambiado desde entonces. Su sangre le mantendría con la misma tersura de piel de la juventud durante varias generaciones.
—¿Qué son veinte años en la vida de un elfo? —Gharin tomaba asiento junto a él y acercó sus manos a las lenguas de fuego para entrar en calor. En estas primeras horas de la alborada solía refrescar y había que sobreponer al cuerpo de ello.
—Veinte años son veinte años, Ishmant —le contestó el elfo—. Puede que nuestro cuerpo no delate el paso del tiempo, pero el tiempo avanza sin tregua de la misma manera para hombres y elfos. La ausencia ha sido la misma para ti que para mí. Estos veinte años han pasado para nosotros también. Y podrás comprobarlo, quizá no en las arrugas de la cara o blancura en los cabellos; pero hay maneras de saber que un elfo ha envejecido—. Su mirada se perdió por un instante hacia atrás. Allí se encontraba Allwënn, cerca de la fogata principal, atendiendo a Claudia que había empeorado de sus fiebres.
—Hablas de él, ¿No es cierto? Me he percatado de ello. Veo algo anidando en su mirada que antes no percibía—. Gharin torció de nuevo sus ojos brillantes hacia el nuevo guerrero.
—Yo te diré lo que es: el odio, la ira. Allwënn ha terminado de encerrar al elfo en pequeñas trivialidades de forma. En su lugar sólo queda el Fäaruk Tuhsêk que un día fue su padre. Allwënn odia, y ese odio brutal, legado de Mostal, es el pilar que le hace desear un nuevo amanecer.
—Supe lo de Äriel en Baal. Los monjes Doré me proporcionaron una embarcación. Con ella crucé las aguas hasta la desembocadura del Torinm. Los frentes de batalla me atraparon millas arriba y hube de desviar mi rumbo hacia la Ciudad Imperio. Todo intento de llegar hasta la frontera con Armín hubiese sido una locura. Perdí toda referencia de vosotros y otros asuntos graves hicieron inexcusable mi presencia en Belhedor—. Ishmant también miró al enigmático ladrón, tras él—. No lo ha superado aún ¿Verdad?
—¿Superarlo?- exclamó Gharin, bajando la voz enseguida —¿Algún hombre lo supera? Sí, a su manera. Pero ha dejado atrás su humor, su alegría, su fuerza. El joven e impetuoso guerrero que conociste entonces es un combatiente despiadado ahora, capaz de sobrevivir haciendo lo impensable. Le he visto matar sin el menor signo de compasión.
—Siempre fue así... aún en su juventud.
—La Guerra, la pérdida de Äriel, le han endurecido de una forma salvaje y despiadada. Cada vez que mata un perro lacayo de Kallah obtiene un poco de venganza y su sed de odio se apaga. Si le hubieras visto hacer lo que yo le he visto hacer… —Gharin puso su palma sobre su boca y bajó la voz hasta el susurro—. Pasó años bajo la sangre. Se convirtió en un depredador. Desnudó a la bestia—. Gharin suspiró al recordar—. Hace tiempo que bebe néctar de Hebhra
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. Dice que le ayuda a mantenerse despierto, pero lo cierto es que lo consume por dentro. Me preocupa, Ishmant. Me preocupa mucho.
—Es un Tuhsêk. Su padre era un asiduo bebedor de Hebhra, como casi toda su estirpe. La Guerra nos ha bestializado a todos. Ha sacado a la luz nuestros más bajos instintos pero también nos ha puesto a prueba. Seguimos aquí cuando otros se han ido. Veo dureza en tus palabras, una contundencia de la que antes carecían. Compruebo aquí también el paso de los años y de las luchas en ti. También tú has cambiado, Gharin, hijo de Vâla, Arco del Sannshary. ¿Dónde está aquél bribonzuelo, de lengua afilada que sólo pensaba en el número de damas que se enredarían con él entre las sábanas? —Gharin sonrió llegando casi a ruborizarse. En los labios de Ishmant afloraba también la sonrisa.
—Por Alda ¿Cierto que en un tiempo fui así?
—Tan cierto como que respiras, muchacho.
Habían cambiado... y mucho. Unos con más evidencia, pero nadie se había salvado del arrasador paso del tiempo. Ishmant era humano. Un humano muy especial, sin duda, pero humano al fin y al cabo. Él también había cambiado, a su manera. Su habitual melena oscura brillaba ahora con un apagado tono cobre. Donde antes culminaba al roce de sus hombros, se extendía ahora cubriendo toda su espalda. El rizo enérgico que antaño encrespaba sus cabellos había desaparecido por completo. El caudal de su pelo era liso. Caía lánguido y brillante. Su rostro aparecía maquillado. Ishmant resultaba un varón atractivo sin necesidad de pinturas, pero sin duda tan radical cambio de aspecto se debía más a cuestiones de supervivencia. Ishmant, con toda probabilidad había aprovechado su esbelto cuerpo y su rostro agraciado para, con unos leves añadidos y retoques, parecer un elfo. Al menos a ojos de los esbirros de Kallah. Esa parecía ser, a primera vista, la única huella del tiempo a través del guerrero. Y era precisamente ese el motivo que llevó a Gharin a observarlo con detenimiento.
Hacía veinte años Ishmant era ya un guerrero veterano, un hombre maduro. Jamás había confesado su edad real y gozaba de una vitalidad y magnetismo poco usuales, pero su experiencia y habilidades sólo podían explicarse añadiéndole más años de los que su rostro decía. Aunque para un elfo veinte años no significasen nada, sí debían hacerse notar en el aspecto de un humano. Ishmant no poseía rasgos que delataran su larga madurez. La edad de Ishmant debía ser casi la de un anciano pero su rostro, salvo en el color de sus cejas, ahora tintadas, resultaba el mismo que la última vez que se encontraron, apenas alterado. Gharin guardó silencio durante un instante, respiró hondo antes de preguntar.
—¿Qué has hecho en estos años? ¿Por qué tierras han caminado tus pies? —Ishmant levantó su mano indicándole al elfo que no deseaba contestar, no al menos en esos momentos. El elfo miró hacia atrás de nuevo buscando con su mirada la figura de Allwënn. Lo halló como antes dedicado a sus quehaceres—. Encontramos tu señal. Allwënn tenía la certeza de encontrarte pronto pero me atrevería a asegurar que no esperaba hacerlo con tanta rapidez.
El rostro del guerrero se relajó en un amago de sonrisa y su mirada se tornó de nuevo a la espalda, a los consumidos restos de la fogata mayor que durante toda la noche calentó y alumbró el interior frío y oscuro del abrigo. Esta vez sus pupilas no buscaron al otro mestizo, que seguía velando el sueño intranquilo de la joven Claudia, sino que rastreó el interior tenebroso en busca de los propios humanos. Allí encontró al enorme Odín, recostando la espalda sobre la pared lisa y sus manos sujetando el herido abdomen. Parecía dormido o al menos no se movía. No podía asegurarlo con exactitud pues sus ojos no eran tan precisos en la oscuridad como los del elfo que pretendía aparentar. Aquella tarde podía dar gracias de seguir respirando. Junto a él un bulto tendido e informe le hacía deducir por eliminación que se trataba del joven de capa negra y cabellos cremosos que llamaban Alex. Cuando los ojos del guerrero regresaron al frente preguntó a Gharin acerca de ellos.
—Son humanos, ¿Verdad? Una extraña pieza en los tiempos que corren —afirmó entonces—. ¿Dónde los hallasteis?
—No fuimos nosotros. Fueron los orcos en su rapiña quienes los cazaron. Nosotros ya íbamos dentro de la jaula.
—¿Dónde ocurrió eso? —volvió a preguntar Ishmant marcando con énfasis el interés que le suscitaba aquello.
—Cruzábamos Los Páramos. Nunca pensé que encontraría humanos allí, menos aún en estos tiempos.
—¿De dónde dicen venir? Hablan la lengua común sin acento alguno—. Gharin se carcajeó de súbito como si las palabras de su amigo le hubiesen activado un resorte en su interior.
—Esa es la mejor parte de la historia —aseguró con cierto misterio acercándose al guerrero y bajando el tono de su voz hasta el susurro—. No lo vas a creer.
—No sabré a qué atenerme hasta que me cuentes lo que sabes.
Gharin comenzó a contarle la historia desde el principio y lo hizo con detalle, con minuciosidad, como suelen hacerlo los elfos. Ishmant, lejos de asombrarse, pareció muy interesado en los detalles de la narración.
—Le llaman Ishmant...
Odín tornó el cuello con dificultad. Alexis trataba de incorporarse de mala manera y aún tenía signos de no haber pasado una noche muy cómoda. Lo observó cambiar torpemente de postura mientras se preguntaba cómo podía haber sondeado con tanta precisión sus pensamientos.
—Te preguntabas eso ¿no es cierto? Hace un rato que no le quitas ojo de encima... ¿Qué hora es? —preguntó mientras su boca se abría en un tremendo bostezo— mi reloj lleva parado desde que aparecimos aquí.
—Amanecerá dentro de poco, creo... ¿Tú tampoco has podido dormir?
—Creo que jamás me acostumbraré a hacerlo sobre las piedras. Si hay algo que verdaderamente echo de menos es una ducha caliente y una cama blanda.
Tras esto hubo unos momentos de silencio. Odín pensaba que su compañero había vuelto a quedar dormido. Sin embargo, nuevos movimientos le advirtieron que no era cierto. Con todo, Odín no perdía detalle de la pareja que charlaba a la entrada del abrigo, justo ante sus ojos.
—¿Fue él quien me salvó?- preguntó el musculoso joven sin saber si obtendría respuesta
—¿Quién te curó? Sí, creo que fue él —contestó Alex medio adormilado. De nuevo se hizo el silencio. No era la primera vez que abría los ojos en aquella noche y tampoco la primera vez que conversaba con sus compañeros pero no había sacado el tema hasta entonces. El abdomen de Odín estaba fajado por las telas que configuraban un prieto vendaje. Un dolor frío le laceraba el vientre extendiéndose hasta las piernas como si guardase entre su cuerpo una afilada hoja de metal que le cortase a cada pequeño movimiento. Se encontraba débil, sin fuerzas. En parte era debido a su delicada salud pero, sin duda, de ese estado de adormilamiento también habría que buscar la culpa en los efectos secundarios de los caldos y brebajes que le habían obligado a tragar. Días más tarde el joven músico preguntaría acerca de su herida. A pesar de las leves secuelas y molestias que hubo de soportar durante un tiempo, no daría crédito a su pronta y milagrosa curación. Al final, la mortífera brecha quedaría reducida a una envidiable cicatriz que le cruzaba el abdomen. Odín no era médico. Pero tampoco es que hiciera falta mucho conocimiento para saber que para heridas como la suya no bastaba un paño mojado y un caldo caliente.