El Espejo Se Rajó De Parte A Parte (11 page)

BOOK: El Espejo Se Rajó De Parte A Parte
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—Verá usted. La señora Badcock soltó una larga perorata, como suele hacer la gente cuando habla con alguna celebridad. Primero hizo los consabidos comentarios sobre la alegría y la emoción que le producía aquel maravilloso encuentro, y luego enzarzóse en una larga historia sobre la magnífica ocasión que había tenido de conocerla años atrás y la excitación experimentada ante semejante oportunidad. Yo pensé para mí lo pesado que debe ser para estas pobres gentes famosas contestar adecuadamente a tales demostraciones de admiración. Pero entonces observé que Marina Gregg no decía nada. En vez de ello, miraba ante sí con la expresión más fija.

—¿A quién, a la señora Badcock?

—No, no. Daba la impresión de haber olvidado por completo a su interlocutora. Creo que ni siquiera oía lo que le estaba diciendo. Se limitaba a mirar fijamente, con lo que se me antojó la expresión de la Dama de Shalott, como si hubiera visto algo espantoso. Algo horripilante, increíble, cuya presencia no pudiera soportar.

—«¿La maldición ha caído sobre mí?» —sugirió Dermot Craddock.

—Exactamente. Por eso me acordé de la Dama de Shalott.

—Pero, ¿qué estaba mirando Marina Gregg, señora Bantry?

—No lo sé. Ojalá lo supiera.

—¿Dice usted que Marina se hallaba en lo alto de la escalera? —Miraba por encima de la cabeza de la señora Badcock, mejor dicho, por encima de su hombro.

—¿Hacia la parte media de la escalera?

—O quizá hacia un lado de la misma.

—¿Subía gente por la escalera?

—Por supuesto, unas cinco o seis personas.

—¿Miraba a alguna de ellas en particular?

—No puedo decirlo —repuso la señora Bantry—.Yo no estaba de cara a la escalera, sino de espaldas, mirándola a ella. Me dije que tal vez contemplaba uno de los cuadros.

—Pero, a buen seguro, debe de conocer todos los cuadros de la casa, puesto que vive en ella.

—Sí, claro, naturalmente. No, me figuro que debía de mirar a alguna persona, pero no sé a cuál.

—Tendremos que tratar de averiguarlo —murmuró Dermot Craddock—. ¿Recuerda usted quiénes eran aquellas personas?

—Lo intentaré. Una de ellas era el alcalde, con su mujer. Me parece recordar que otra de ellas era un periodista pelirrojo, al que fui presentada más tarde; pero no recuerdo su nombre. Nunca me entero de los nombres. Galbraith... o algo por el estilo. Había también un hombretón moreno, de aspecto muy forzudo. Le acompañaba una actriz rubia y afectada. Vi, asimismo, al viejo general Barnstaple, de Much Benham. Por cierto que el pobre está ya para el arrastre. No creo que pudiera constituir una maldición. ¡Ah! ¡Y los granjeros Grice!

—¿Son ésas todas las personas que recuerda?

—Es posible que hubiera otras, Pero la verdad es que no presté particular atención a nadie. Sé que el alcalde, el general Barnstaple y los americanos llegaron más o menos por entonces. Había gente tomando fotografías. Uno de los fotógrafos era un hombre del pueblo, otro una muchacha de Londres con aire de artista y una melena muy larga, armada con una gran cámara.

—¿Y usted cree que fue una de esas personas lo que impresionó a Marina Gregg?

—En realidad, no puedo decirlo —repuso la señora Bantry con absoluta franqueza—. Sólo me pregunté qué diablos podía conferirle aquella expresión y no pensé más en ello. Pero después recordé este detalle. Claro está —añadió la señora Bantry honradamente— que, a lo mejor, todo fueron imaginaciones mías. Al fin y al cabo, cabe la posibilidad de que le diera un súbito dolor de muelas o un cólico, o que notase que se clavaba un imperdible. En fin, uno de esos contratiempos inesperados que uno se esfuerza en disimular, pero se trasluce en el rostro.

—Me satisface comprobar que es usted una persona realista, señora Bantry — comentó Dermot Craddock, sonriéndose—. Como usted dice, es posible que fuera algo de ese tipo. Con todo, constituye un pequeño dato muy interesante, susceptible de proporcionarnos alguna pista.

Y estrechándole la mano, partió dispuesto a presentar sus credenciales en el cuartel de Much Benham.

Capitulo IX
1

—¿De modo que, por lo que respecta al pueblo, no ha encontrado usted ningún indicio revelador? —preguntó Craddock, ofreciendo su pitillera a Frank Cornish.

—En absoluto —respondió éste—. La muerta no tenía enemigos ni desavenencias con nadie, y estaba en buenas relaciones con su marido.

—¿No había ninguna otra mujer u hombre por medio?

—No, nada de eso. No existe el menor indicio de escándalo. Ella era una mujer muy moderada en este aspecto. Formaba parte de varias juntas y asociaciones y, naturalmente, existían algunas pequeñas rivalidades locales. Pero, aparte de eso, nada.

—¿No había alguna persona con quien deseara casarse el marido, por ejemplo, en la oficina donde éste trabajaba?

—Está empleado en Biddle & Russell, los corredores de fincas y tasadores de terrenos. Allí trabajaban Florrie West, aquejada de adenitis, y miss Grundle, que tiene al menos cincuenta años y un físico anodino. Poca cosa, pues, para excitar a un hombre. Con todo, no me sorprendería que volviera a casarse pronto.

Craddock mostróse interesado.

—Se trata de una vecina —explicó Cornish—, una viuda de buen ver. Cuando le acompañé a su casa, después de la encuesta, ella estaba dentro preparándole una taza de té y atendiendo a otros quehaceres. Él pareció sorprendido y agradecido. A decir verdad, creo que ella se ha propuesto casarse con él si bien el pobre no se ha dado cuenta todavía.

—¿Qué clase de mujer es?

—Guapetona —admitió el otro—. Madura pero agraciada y con aire agitanado. Tez bronceada. Ojos oscuros.

—¿Cómo se llama?

—Bain. Señora Bain. Mary Bain. Es viuda.

—¿A qué se dedicaba su marido?

—No tengo idea. Vive con un hijo que trabaja por aquí cerca. Parece una mujer pacífica y respetable. No obstante, tengo la sensación de haberla visto antes... Las doce menos diez —agregó, consultando su reloj—. He concertado una cita para usted en Gossington Hall a las doce en punto. Será mejor que salgamos para allá.

2

Los ojos de Dermot Craddock, cuya expresión habitual semejaba siempre un tanto distraída, escudriñaban al presente las características más palmarias de Gossington Hall, como para registrarlas mentalmente. El inspector Cornish le había acompañado y, tras confiarlo a un joven llamado Hailey Preston, habíase despedido discretamente. Desde entonces, Dermot Craddock asentía de vez en cuando en silencio a las profusas explicaciones del señor Preston. El policía coligió que su interlocutor era una especie de relaciones públicas, ayudante personal o secretario particular de Jason Rudd, o acaso las tres cosas a la vez. El joven hablaba por los codos con voz apenas modulada, logrando milagrosamente evitar las reiteraciones. Era un muchacho agradable, ansioso de que sus opiniones, reminiscencia de las del doctor Pangloss, según las cuales todo se ordenaba a lo mejor en el mejor de los muchos posibles, fueran compartidas por todo aquel que se hallaba en su compañía. Repitió varias veces, con frases distintas, cuan bochornoso había sido aquel suceso para todos, añadiendo que Marina estaba absolutamente postrada y el señor Rudd profundamente trastornado. ¿Cómo era posible que hubiese sucedido semejante cosa? A lo mejor, sugirió, la muerta era alérgica a alguna clase de sustancias contenidas en la bebida. Las alergias deparaban muchas sorpresas. Aseguró, además, que el inspector jefe Craddock podía contar con la incondicional colaboración de los Estudios Hellingforth y de todo su personal. Podía preguntarle todo lo que quisiera y ver lo que desease. Estaban dispuestos a ayudarle en lo posible. Todos sentían un gran respeto por la señora Badcock y apreciaban su profundo sentido social y su valiosa aportación a la Asociación caritativa de la Ambulancias de San Juan.

Después, empezó a hablar de nuevo, cambiando las palabras, si bien empleando los mismos motivos. Imposible encontrar a nadie más dispuesto a colaborar. Al propio tiempo, tenía empeño en recalcar cuan lejos estaba aquello del mundo artificioso de los estudios; el señor Jason Rudd y miss Marina Gregg, como asimismo todas las personas empleadas en la casa, harían lo posible por prestar su cooperación. Dicho esto, dio una larga serie de suaves cabezazos de asentimiento. Dermot Craddock aprovechó la pausa para decir:

—Muchísimas gracias.

Su voz era pausada, pero el tono tan categórico que el señor Hailey Preston dio un respingo.

—Bien, usted dirá —farfulló, con expresión inquisitiva.

—Ha dicho usted que estaba usted dispuesto a responder a mis preguntas.

—Naturalmente. No faltaba más. Adelante.

—¿Es aquí donde murió?

—¿Se refiere usted a la señora Badcock?

—A la misma. ¿Es este lugar?

—Sí, señor. Aquí mismo. Incluso puedo mostrarle la silla donde expiró.

Ambos se hallaban de pie en el salón del rellano. Hailey Preston recorrió unos pocos metros del pasillo y, señalando una estilizada silla de roble, declaró:

—Tomó asiento ahí, diciendo que no se encontraba bien. Alguien fue a buscar algo para aliviarla y, entretanto, la infortunada falleció.

—Comprendido.

—Ignoro si había ido al médico recientemente, si estaba advertida de que padecía del corazón...

—La señora Badcock no padecía del corazón —replicó Dermot Craddock—. Gozaba de excelente salud. Murió a consecuencia de la ingestión de una dosis seis veces superior a la máxima de una sustancia cuyo nombre oficial no intentaré pronunciar, pero que, según mis informes, se conoce por el nombre de Calmo.

—Ya sé —murmuró Hailey Preston—. A veces la tomo yo también.

—¿De veras? Eso es muy interesante. ¿Y opina usted que da buen resultado?

—Espléndido, maravilloso. A un tiempo anima y tranquiliza, ¿me comprende usted? Naturalmente —agregó—, hay que tomar la dosis indicada.

—¿Hay provisión de esta sustancia en la casa?

Dermot sabía la respuesta a esta pregunta, pero la formuló como si la ignorase. Hailey Preston demostró ser la franqueza personificada.

—Casi diría que a montones. Apuesto a que hay un frasco en cada botiquín de los diversos cuartos de baño.

—Lo cual facilita nuestra tarea.

—Cabe la posibilidad de que la señora Badcock también tomara ese preparado y, como he dicho antes, fuese alérgica al mismo.

Craddock no parecía convencido.

—¿Está usted seguro de lo de la dosis? —inquirió Hailey Preston, con un suspiro.

—Completamente. Era una dosis letal, aparte de que la señora Badcock no tomaba esa clase de medicamentos. Según nuestras averiguaciones, lo único que tomó en su vida fue bicarbonato de sosa o aspirina.

—En este caso —murmuró Hailey Preston, meneando la cabeza—, tendremos problemas.

—¿Dónde recibieron a sus invitados el señor Rudd y miss Gregg?

—Aquí —respondió Hailey Preston, dirigiéndose a lo alto de la escalera.

El inspector jefe Craddock apostóse junto a él. Su mirada se posó en la pared de enfrente. En el centro de ésta había una madonna italiana con un niño. Sin duda, tratábase de una buena reproducción de una pintura famosa. La madonna, vestida con una túnica azul, sostenía en alto al Niño Jesús, y madre e hijo aparecían risueños. Pequeños grupos de gente permanecían a ambos lados, con los ojos levantados al Niño. Dermot Craddock se dijo que aquella era, sin disputa, una de las madonnas más bellas que había visto en su vida. A la izquierda y derecha del cuadro había dos angostas ventanas. El efecto del conjunto era encantador, pero el policía pensó para sus adentros que no había en él nada susceptible de provocar en una mujer la expresión de la Dama de Shalott al sentirse bajo el peso de la maldición.

—Me figuro que subía gente por la escalera —masculló.

—En efecto. Llegaban en pequeños grupos, no demasiados a la vez. Yo acompañé a algunos y Ella Zielinsky, esto es, la secretaria del señor Rudd, se encargó de otros varios. Deseábamos que todo resultase agradable y familiar.

—¿Estaba aquí cuando subió la señora Badcock?

—Siento decirle, inspector jefe Craddock, que no lo recuerdo. Tenía una lista de nombres y todo mi interés se centraba en ir a buscar gente para traerla aquí. Tras proceder a las presentaciones de rigor y ofrecer bebidas a todos, volvía a por más. A la sazón, no conocía a la señora Badcock ni de vista, y su nombre no figuraba en la lista de los invitados a mi cargo.

—¿Qué me dice usted de una tal señora Bantry?

—¡Ah, sí! ¡La conozco! Es la antigua propietaria de esta casa, ¿no? Creo que ella y la señora Badcock y su marido subieron más o menos al mismo tiempo... Luego, vino el alcalde luciendo una gran cadena de oro, y su señora, rubia y ataviada con un vaporoso vestido azul noche. Los recuerdo perfectamente. No les serví las bebidas porque tenía que bajar en busca de otra tanda.

—¿Quién se las sirvió?

—No puedo decirlo con exactitud. Éramos tres o cuatro los encargados de atender a los invitados. Recuerdo que bajé la escalera en el preciso momento en que el alcalde la subía.

—¿Vio usted a alguna otra persona mientras bajaba?

—A Jim Galbraith, uno de los periodistas invitados para hacer una reseña de la fiesta, y otras tres o cuatro personas desconocidas. Había un par de fotógrafos, uno del pueblo (no recuerdo su nombre), y una muchacha de Londres, especialista en fotografiar ángulos originales. Dispuso su cámara en aquel rincón para dominar a miss Gregg recibiendo a sus invitados. ¡Un momento! ¡Déjeme pensar! Casi aseguraría que entonces llegó Ardwyck Fenn.

—¿Quién es?

—Un personaje, inspector jefe —contestó Hailey Preston, sorprendido de su ignorancia—. Un pez gordo del mundo del Cine y la Televisión. Ni siquiera sabíamos que estuviera en Inglaterra.

—¿Su aparición constituyó una sorpresa?

—Desde luego. Fue muy amable en acudir. Nadie esperaba que viniese.

—¿Es un viejo amigo de miss Gregg y del señor Rudd?

—Era muy amigo de Marina hace muchos años, cuando ella estaba casada con su segundo marido. Ignoro el grado de amistad que le une con Jason.

—Sea como fuere, ¿constituyó su llegada una agradable sorpresa?

—Agradabilísima. Todos estuvieron encantados.

Craddock asintió en silencio y pasó a otros temas. Formuló meticulosas preguntas sobre las bebidas y sus ingredientes, sobre cómo fueron servidas, quién las sirvió, qué criados y camareros eventuales se hallaban de servicio. Las respuestas inclinaban a suponer, según había insinuado ya el inspector Cornish, que aún cuando cualquiera de las treinta personas asistentes al acto podría haber envenenado a Heather Badcock con suma facilidad, al propio tiempo cualquiera de los treinta pudiera haber sido sorprendida en el acto. Era pues, reflexionó Craddock, una acción muy expuesta.

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