El Espejo Se Rajó De Parte A Parte (6 page)

BOOK: El Espejo Se Rajó De Parte A Parte
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Ella miró en dirección a la ventana.

—Una hermosa escena rural inglesa al estilo antiguo —comentó Marina—. Hay que reconocer que esta casa tiene ambiente.

—Si no fuera por los árboles, no parecería tan rural —observó Ella Zielinsky—. Esa urbanización crece por momentos.

—Todo eso es nuevo —masculló la señora Bantry.

—Así, pues, ¿sólo había el pueblo cuando usted vivía aquí?

La señora Bantry hizo un ademán de asentimiento.

—Debía de resultar muy difícil hacer la compra.

—No opino lo mismo —repuso la señora Bantry—. Considero que era facilísimo.

—Comprendo el gusto de tener un jardín —murmuró Ella Zielinsky—; pero, por lo visto, ustedes cultivan también hortalizas. ¿No resultaría mucho más fácil comprarlas en el supermercado?

—Probablemente la cosa acabará así —suspiró la señora Bantry—. Pero la verdura del supermercado no sabe igual.

—No estropee usted el ambiente, Ella —reconvino Marina.

En aquel momento, Jason asomó la cabeza por la puerta.

—Siento molestarte, querida —dijo a Marina—. Pero, por lo visto, quieren saber tu opinión sobre este punto.

Marina se levantó con un suspiro y dirigióse a la puerta, lánguidamente.

—Siempre hay algún problema —murmuró—. Lo siento en el alma, señora Bantry. De todos modos, no creo que me entretengan mucho.

—Ambiente —susurró Ella Zielinsky, en tanto Marina salía y cerraba la puerta—. ¿Cree que esta casa tiene ambiente?

—No sé —replicó la señora Bantry—. Nunca la he considerado así. Me parecía una casa con sus ventajas y sus inconvenientes, incómoda en algunos aspectos y muy confortable en otros.

—Eso me parece a mí —convino Ella Zielinsky.

Luego, lanzando una rápida ojeada a la visitante, agregó; —Hablando de ambiente, ¿cuándo se cometió el crimen aquí?

—Aquí nunca se ha cometido ningún crimen —repuso la señora Bantry.

—Por favor, no disimule. He oído muchas historias sobre el caso. Siempre se sabe todo. Creo que fue sobre la alfombrilla del hogar, ¿no? ¿Allí, verdad? —insistió miss Zielinsky, señalando la chimenea con un ademán.

—Sí —asintió la señora Bantry—. Ese fue el lugar.

—Según esto, ¿hubo crimen?

—El asesinato no fue cometido aquí —replicó la señora Bantry, meneando la cabeza—. La muchacha asesinada fue traída aquí y abandonada en esta habitación, pero no tenía nada que ver con nosotros.

Miss Zielinsky parecía interesada.

—A buen seguro debían pasar ustedes muchos apuros para convencer a la gente de que así era —contestó.

—Y que lo diga.

—¿Cuándo lo descubrieron?

—La criada entró en nuestra habitación por la mañana con él té del desayuno — explicó la señora Bantry—. Entonces teníamos criadas, ¿sabe usted?

—Sí —asintió miss Zielinsky—, con susurrantes vestidos estampados.

—No estoy segura de esto —repuso la señora Bantry—. Es posible que por entonces ya llevasen pantalones para hacer la limpieza. Sea como fuere, el caso es que irrumpió en la estancia diciendo que había un cadáver en la biblioteca. Yo repuse: «¡Bah, tonterías!», pero desperté a mi marido y bajamos los dos a verlo.

—Y allí estaba —coligió miss Zielinsky—. ¡Caramba! ¡Qué cosas pasan! —exclamó, volviendo vivamente la cabeza hacia la puerta.

Luego, mirando de nuevo a su interlocutora, rogó dulcemente:

—Si no le importa, no hable de esto a miss Gregg. No le conviene saberlo.

—No se preocupe, no diré una palabra —prometió la señora Bantry—. De hecho, nunca hablo de ello. Todo sucedió hace muchos años. ¿Pero no se enterará miss Gregg por otro conducto?

—No suele ponerse en contacto con la realidad —explicó Ella Zielinsky—. Las estrellas de cine llevan una vida muy aislada. A decir verdad, con frecuencia hay que procurar que así sea. Las cosas las trastornan. Ha estado gravemente enferma por espacio de uno o dos años. Sólo hace un año que reanudó parcialmente sus actividades.

—Parece ser que le gusta la casa y que cree que va a ser feliz aquí —comentó la señora Bantry.

—Espero que esa ilusión se prolongue uno o dos años —suspiró Ella Zielinsky.

—¿Sólo?

—Dudo que sea más. Marina es una de esas personas que siempre creen haber hallado lo que anhela su corazón. Pero la vida no es tan fácil, ¿no le parece?

—En efecto, no lo es —convino la señora Bantry, con convicción.

—Sería una gran cosa para él que Marina se sintiera dichosa aquí —masculló miss Zielinsky, comiéndose otros dos bocadillos con la precipitación propia de una persona que tiene que tomar su tren—. Es un genio, ¿sabe usted? ¿Ha visto usted alguna película dirigida por él?

La señora Bantry sintióse algo confusa. Era una de esas mujeres que sólo van al cine por la película en sí. Las largas listas de repartos, directores, productores, fotógrafos y demás pasábanle por alto. A menudo, ni siquiera se fijaba en los nombres de las estrellas. Con todo, no le interesaba pregonar aquel defecto suyo a los cuatro vientos.

—¡Me confundo tanto con los nombres! —lamentóse.

—Naturalmente, ha tenido que luchar mucho —prosiguió Ella Zielinsky—. Se ha ganado a pulso a Marina, como todo lo demás, y Marina no es una persona fácil. Hay que mantenerla feliz y, a mi modo de ver, no resulta fácil mantener feliz a la gente. A menos que... que... sean...

Ella titubeó.

—A menos que sean fáciles de contentar —sugirió la señora Bantry. Algunas personas —agregó, pensativa— gozan siendo desdichadas.

—No, Marina no es de ésas —repuso Ella Zielinsky, meneando la cabeza—. Lo que ocurre es que tiene altibajos muy violentos. A veces, se siente demasiado feliz, demasiado contenta y satisfecha de todo. Pero, de pronto, cualquier pequeñez la hace pasar al otro extremo.

—Me figuro que eso es temperamento —comentó la señora Bantry, vagamente.

—En efecto —convino Ella Zielinsky—. Temperamento. Todo el mundo lo tiene, más o menos, pero Marina Gregg lo posee en grado superlativo. ¡Si lo sabremos nosotros! ¡Qué de cosas podría contarle!

Y tras comerse el último bocadillo, añadió:

—A Dios gracias, sólo soy la secretaria.

Capitulo V

La apertura de los jardines de Gossington Hall a beneficio de la Asociación de Ambulancias de San Juan atrajo a una ingente cantidad de público. Las entradas de a chelín despachábanse con éxito inusitado. Además, hacía buen tiempo y el día estaba claro y soleado. Pero la máxima atracción constituía indudablemente lo que aquellos «cineastas» habían hecho con Gossington Hall. La gente aventuraba toda suerte de extravagantes suposiciones. La mayoría de la gente se imagina siempre a las estrellas de Hollywood tomando el sol junto a una piscina en un marco exótico y en igualmente exóticas compañías. El hecho de que el clima de Hollywood fuese más apropiado para construir piscinas que el de Saint Mary Mead no fue tomado en consideración. Al fin y al cabo, en Inglaterra siempre hacía una hermosa semana de calor en verano y una vez al año los periódicos dominicales publicaban artículos sobre cómo estar fresco, cómo preparar cenas frías y cómo preparar refrescos. La piscina correspondía casi exactamente la idea que de ella se había formado todo el mundo. Era grande, con las aguas azuladas y un exótico pabellón para cambiarse, y hallábase rodeada de una plantación de setos y arbustos en extremo artificial. La reacción de la multitud fue la que cabía esperar y suscitó infinidad de comentarios.

—¡Oh! ¡Qué bonita!

—¡Se puede pagar dinero por bañarse aquí!

—Me recuerda aquel camping a donde fui a pasar las vacaciones.

—Lo considero un derroche de lujo. No debiera estar permitido.

—Fijaos en este mármol de fantasía. ¡Debe de haber costado una fortuna!

—No sé a santo de qué esa gente se cree con derecho a venir aquí a gastarse el dinero a espuertas.

—A lo mejor, esto sale en la televisión alguna vez. Será divertido.

Hasta el señor Simpson, el hombre más viejo de Saint Mary Mead, que alardeaba orgullosamente de tener noventa y seis años, aun cuando sus parientes aseguraban que sólo contaba ochenta y ocho, había acudido, tambaleándose sobre sus reumáticas piernas, con ayuda de un bastón, a ver la animación. Excuso decir que dedicó la más alta alabanza al lugar.

—¡Qué indecencia! —exclamó, chasqueando los labios—. Tengo la convicción de que esto será una pocilga. Hombres y mujeres desnudos bebiendo y fumando eso que en los periódicos llaman marihuana. Apostaría cualquier cosa a que será así. ¡Sí, señor! —agregó el señor Simpson con fruición—. ¡Una verdadera indecencia!

La aprobación general culminó por la tarde. Mediante el pago de otro chelín, el público pudo entrar en la casa y admirar la nueva sala de música, el salón, el desconocido comedor, al presente decorado a base de roble oscuro y cordobán español, y otras novedades.

—Nadie diría que esto es Gossington Hall —comentó la nuera del señor Simpson.

La señora Bantry dejóse caer a última hora y observó complacida que el dinero entraba a raudales y que la asistencia era fenomenal.

La gran tienda de campaña donde se servía el té estaba abarrotada de público. La señora Bantry esperaba que los bollos circularan debidamente entre el público. Afortunadamente, las mujeres encargadas de servir parecían muy competentes. Después, la ex propietaria de la casa dirigióse al arriate de plantas de floración perenne y lo contempló ávidamente, advirtiendo con alegría que no se habían escatimado gastos para su embellecimiento. Era un verdadero arriate perenne, bien trazado y provisto de costosas variedades. Estaba convencida de que no era obra de un esfuerzo personal, sino de alguna buena firma de jardinería, que, gracias a la benignidad del tiempo y a la libertad de acción, había conseguido un excelente resultado.

Mirando a su alrededor, la mujer tuvo la sensación de que la escena evocaba vagamente una fiesta celebrada en los jardines de Buckingham Palace. Todo el mundo procuraba ver las más cosas posibles y, de vez en cuando, unas pocas personas escogidas eran conducidas a un lugar más recóndito de la casa. La propia señora Bantry fue abordada por un joven alto de largo cabello ondulado.

—¿Es usted la señora Bantry? —preguntó el desconocido.

—Sí, la misma.

—Yo soy Hailey Preston —presentóse el joven, estrechándole la mano—. Trabajo para el señor Rudd. ¿Quiere usted subir al piso? El señor y la señora Rudd han invitado a unos pocos amigos allí.

Muy honrada, la señora Bantry lo siguió. Ambos entraron en la casa por lo que antaño ella y su marido llamaban puerta del jardín. Un cordón encarnado acordonaba el pie de la escalera principal. Hailey Preston lo desenganchó para dar paso a su acompañante. Ésta observó que delante de ellos subían el concejal y la señora Allcock. Esta última, muy gruesa y robusta, resollaba sonoramente.

—Es maravilloso lo que han hecho, ¿verdad, señora Bantry? —jadeó la señora Allcock—. Me gustaría echar un vistazo a los cuartos de baño, pero temo no tener la oportunidad de hacerlo —añadió con voz anhelante.

En lo alto de la escalera, Marina Gregg y Jason Rudd procedían a recibir a aquella selección de sus invitados. Lo que en otro tiempo había sido dormitorio destinado a los huéspedes formaba parte del rellano, a la manera de espaciosa antesala. Giuseppe, el mayordomo, servía bebidas y refrescos.

Un corpulento hombretón de librea anunciaba a los invitados.

—El señor concejal y la señora Allcock —profirió, con voz sonora.

Marina Gregg mostrábase, según la señora Bantry había descrito a miss Marple, perfectamente natural y encantadora. Sin duda, más tarde la señora Allcock comentaría:

—Parece mentira que una persona tan famosa sea tan equilibrada.

Marina dio la bienvenida a la señora Allcock y al concejal y, tras agradecerles su presencia, les deseó una buena tarde.

—Por favor, Jason, atiende a la señora Allcock.

El concejal y la señora Allcock fueron confiados a Jason y obsequiados con sendas bebidas.

—¡Oh, señora Bantry! ¡Le agradezco mucho su asistencia!

—No me hubiera perdido esta fiesta por nada del mundo —declaró la señora Bantry, dirigiéndose a los «martinis» con determinación.

El joven llamado Hailey Preston le sirvió con suma delicadeza y, tras consultar una pequeña lista que tenía en la mano, fue en busca de más escogidos. Todo estaba muy bien organizado, pensó la señora Bantry, volviéndose con el «martini» en la mano, a mirar a los que iban llegando. El vicario, un hombre enjuto de aspecto ascético, parecía confuso y un poco aturdido.

—Le agradezco mucho su atención —dijo a Marina Gregg, con gravedad—. Siento decirle que no tengo televisión; pero naturalmente... mis... mis jóvenes feligreses me tienen al corriente.

Nadie comprendió a qué se refería. Miss Zielinsky, que hacía también los honores, le sirvió una limonada con una amable sonrisa. A continuación, llegaron a lo alto de la escalera el señor y la señora Badcock. Heather Badcock, sofocada y triunfante, habíase adelantado un poco a su marido.

—El señor y la señora Badcock —anunció el criado de librea.

—La señora Badcock, la infatigable secretaria de la Asociación —presentó el vicario, volviéndose con la limonada en la mano—. Es uno de nuestros mejores puntales. De hecho, no sé en absoluto qué haría sin ella la Asociación de San Juan. —Estoy segura de que es usted admirable —encomió Marina Gregg.

—¿No me recuerda usted? —preguntó Heather, picarescamente—. Sería un milagro con la infinidad de gente que conoce. Además, fue hace muchos años. Nada menos que en las Bermudas. Yo estaba allí con una de nuestras unidades de ambulancias. Naturalmente, ha transcurrido mucho tiempo.

—Ya me lo figuro —murmuró Marina, prodigando de nuevo las sonrisas.

—No obstante, lo recuerdo perfectamente —prosiguió la señora Badcock—. Estaba emocionada, lo que se dice emocionada. Entonces, yo era una adolescente. La idea de ver a Marina Gregg al natural me entusiasmaba. Siempre he sido una gran admiradora suya.

—Es usted muy amable, realmente amable —musitó Marina, dulcemente, posando ya la mirada allende el hombro de Heather, para atisbar a los que iban llegando.

—No intento retenerla —insistió Heather—, pero debo...

—Pobre Marina Gregg —pensó la señora Bantry—. ¡Me figuro que estas cosas le suceden cada dos por tres! ¡Qué paciencia necesitan las estrellas!

Heather proseguía su historia con determinación.

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