El Espejo Se Rajó De Parte A Parte (2 page)

BOOK: El Espejo Se Rajó De Parte A Parte
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El Ensanche.

¿Y por qué no?, preguntóse miss Marple, severamente. Tales cosas eran inevitables. Faltaban casas en el pueblo y, por otra parte, aquéllas estaban muy bien construidas en un espacio «urbanizado». Lo único que no le cabía en la cabeza era por qué todo recibía la denominación de Close, como por ejemplo, Aubrey Close, Lonwood Close, Grandison Close y así sucesivamente. En realidad, no había por qué llamarlo así. Miss Marple sabía perfectamente lo que era un Close. Su tío había sido canónigo de la catedral de Chichester y, siendo niña, había ido a pasar una temporada con él al Close.

Sucedía lo que con Cherry Baker, que siempre llamaba «salita» al atestado y anticuado salón de miss Marple.

—Es el salón, Cherry —solía corregirla ésta, suavemente.

Y como Cherry era joven y de buena laya, esforzábase en reconocerlo, aunque saltaba a la vista que la palabra «salón» se le antojaba una palabra algo pomposa y en cambio «salita» fluía de sus labios con suma naturalidad. No obstante, de un tiempo a aquella parte, había adoptado «sala de estar» a guisa de término medio entre una y otra categoría. Miss Marple simpatizaba mucho con Cherry. Ésta se apellidaba señora Baker y procedía del Ensanche. Formaba parte del destacamento de jóvenes amas de casa que efectuaban sus compras en el supermercado y empujaban cochecillos por las recoletas calles de Saint Mary Mead. Iban todas arregladas y bien vestidas, con el cabello rizado y a la moda, y reían, charlaban y se llamaban unas a otras. Parecían alegres bandas de pájaros. Debido a las insidiosas añagazas del sistema de comprar casa y pisos mediante el pago del alquiler, andaban siempre escasas de efectivo, aun cuando sus maridos ganaban buenos sueldos, motivo por el cual algunas se dedicaban a guisar o hacer faenas por las casas. Cherry era una rápida y eficiente cocinera, y una chica inteligente y capaz de tomar correctamente los recados telefónicos y de descubrir sin tardanza los errores en las cuentas de los tenderos. En cambio, no era muy aficionada a dar la vuelta a los colchones, y, en cuanto a fregar platos se refería, tenía el sistema de poner todos los cacharros juntos en el fregadero y desencadenar una nevada de detergente sobre ellos, con gran disgusto de miss Marple que, mientras duraba la operación, solía pasar ante la puerta de la despensa con la cabeza vuelta para no verlo. De resultas de ello, miss Marple había retirado discretamente de la circulación diaria su viejo juego de té de porcelana de Worcester y dispuesto sus piezas en la vitrina del rincón, de donde sólo emergía en ocasiones especiales. En su lugar había comprado un servicio moderno decorado con un sencillo motivo gris pálido sobre fondo blanco y exento de dorados susceptibles de desaparecer en el fregadero.

¡Qué diferente había sido todo el pasado...! La fiel Florencia, por ejemplo, aquella disciplinada doncella; y Amy Clara y Alicia, aquellas «encantadoras criaditas» procedentes del Orfanato de Santa Fe para ser «adiestradas» y buscar luego empleos mejor remunerados en otra casa. Algunas de ellas eran de pocos alcances, con frecuencia escrupulosas, y, a veces, como en al caso de Amy, visiblemente afectadas de cierto atraso mental. Habían charlado y chismorreado con las demás criadas del pueblo, y salido de paseo con el dependiente de la pescadería, con el ayudante del jardinero del Ayuntamiento, o con uno de los numerosos dependientes del señor Barners, el abacero. Miss Marple las evocó cariñosamente, recordando todas las chaquetillas de lana que había tejido para sus subsiguientes retoños. Ninguna se había distinguido en atender el teléfono, y menos aún en la aritmética. En cambio, todas sabían lavar los platos a la perfección y hacer una cama como es debido. Más que educación, tenían habilidad. Por el contrario, al presente dábase la curiosa circunstancia de que las que se dedicaban a las tareas domésticas eran muchachas instruidas, tales como estudiantes extranjeras, jóvenes au pair, estudiantes universitarias de vacaciones, recién casadas como Cherry Baker, residentes en los falsos Closes de las nuevas urbanizaciones.

Había aún, naturalmente, personas como miss Knight. Este último pensamiento asaltóla de improviso al observar que los pasos de miss Knight en el piso de arriba hacían tintinear los candelabros de cristal de la repisa de la chimenea. Sin duda, miss Knight se disponía a salir a dar un paseo después de echar una pequeña siesta. A los pocos instantes, acudiría a preguntar a miss Marple si quería que le trajera algo del centro del pueblo. El recuerdo de miss Knight produjo en ella la habitual reacción. Desde luego era muy generoso por parte de su querido Raymond (su sobrino) confiarla al cuidado de miss Knight, amable como la que más. Reconocía que aquel ataque de bronquitis habíala dejado muy débil y, que, de resultas de ello, el doctor Haydock había insistido con firmeza en que no debía continuar durmiendo sola en casa, sin más ayuda que la de una asistenta durante el día, pero... al llegar a este punto, miss Marple interrumpió el curso de sus pensamientos. Era inútil completar aquella frase. Invariablemente, ésta concluía así: «¡Si al menos hubiera sido otra persona en vez de miss Knight!» Desgraciadamente, al presente las damas maduras no podían escoger. Las sirvientas adictas habían pasado de moda. Cuando enfermaba una de veras, podía contratar a una competente enfermera, no sin muchas dificultades y grandes desembolsos, o bien ir al hospital. Pero tras esa frase crítica de la enfermedad, no había más remedio que recurrir a las señoritas Knight.

El caso, reflexionó miss Marple, era que no cabía achacar a aquellas señoritas Knight más defecto que el ser terriblemente irritantes. Verdaderos dechados de amabilidad, mostraban sincero afecto por las personas a su cargo, dispuestas en todo momento a complacerlas, a animarlas con su jovialidad y, en general, a tratarlas como niños ligeramente perturbados.

—Pero yo, aunque vieja —dijo miss Marple—, no soy un niño perturbado.

En aquel preciso momento, respirando con fuerza, según su costumbre, miss Knight irrumpió vivamente en la habitación. Era una mujer de unos cincuenta y seis años, alta, gruesa y algo fláccida, con el amarillento pelo gris primorosamente peinado, los ojos provistos de gafas, la nariz larga y delgada y, bajo ésta, una boca afable y un débil mentón.

—¡Aquí estamos! —exclamó la recién llegada con una especie de alegre turbulencia ordenada a alentar y a confortar el triste crepúsculo de los ancianos—. ¡Supongo que hemos echado una siestecita!

—He estado haciendo media —repuso miss Marple, recalcando el verbo en primera persona—, y se me ha escapado un punto —agregó, confesando su distracción con disgusto y rubor.

—¡Vaya por Dios! —suspiró miss Knight—. En fin, pronto lo remediaremos, ¿verdad?

—En todo caso, usted —espetó miss Marple—. Yo, por desgracia soy incapaz de hacerlo.

La leve aspereza de su voz pasó completamente inadvertida. Como siempre, miss Knight ardía en deseos de ayudarla.

—Ya está —murmuró miss Knight tras unos instantes—. Aquí tiene usted, querida. Todo arreglado.

Aunque miss Marple no tenía el menor inconveniente en que la mujer de la verdulería o la chica de la papelería la llamasen «querida» (e incluso «prenda»), molestábala profundamente que miss Knight hiciera otro tanto. Aquélla era otra de las cosas que las viejas debían soportar. En fin, paciencia. Era de rigor dar las gracias a miss Knight, cortésmente.

—Y ahora voy a salir a estirar un poco las piernas —declaró miss Knight jocosamente—. No tardaré.

—Por favor, no sueñe en volver pronto —replicó miss Marple, con auténtica sinceridad.

—No me gusta dejarla mucho rato sola, querida. Temo que la soledad le produzca abatimiento.

—Le aseguro que me siento muy optimista —insistió miss Marple—. Probablemente — añadió, cerrando los ojos—, descabezaré un sueñecito.

—Buena idea —dijo miss Knight—. ¿Desea usted algo del pueblo?

Miss Marple abrió los ojos y reflexionó unos instantes.

—Podría usted ir a casa Longdon a preguntar si ya están listas las cortinas. Tampoco estaría de más que comprase otra madeja de lana azul a la señora Wisle. Y una caja de pastillas de grosella negra en la farmacia. Después, cambie este libro en la biblioteca, pero no se deje dar nada que no figure en mi lista. Este último es horrible. No he podido leerlo —gruñó, tendiendo un ejemplar de El despertar de la primavera.

—¡Qué vida! ¿Es posible? ¿No le ha gustado? Pensé que le encantaría. Es una historia preciosa.

—Y si no le parece demasiado lejos, quizás no le importaría llegarse a casa de Hallets a ver si tienen uno de esos batidores de huevos que no necesitan vueltas de manivela. (Sabía perfectamente que no tenían nada semejante, pero Hallets era la tienda más distante del pueblo.) —Si no es pedir mucho... —murmuró.

Pero miss Knight replicó con evidente sinceridad:

—De ningún modo. Lo haré con mucho gusto A miss Knight le encantaba ir de compras. Semejante actividad le infundía vida. Se encontraba conocidos con quienes charlar, se chismorreaba un poco con los dependientes en varias tiendas. Además, podía pasar una todo el tiempo necesario entregada a esa agradable ocupación sin experimentar ningún sentimiento de culpabilidad por entretenerse demasiado.

Así pues miss Knight se puso en marcha, alborozada, tras una postrera ojeada a la frágil anciana que descansaba apaciblemente junto a la ventana.

Tras aguardar unos minutos por si acaso miss Knight volvía a por su bolsa, un portamonedas o un pañuelo (era muy desmemoriada y solía retroceder a buscar algo), y también para recobrarse un poco de la leve fatiga mental causada por tener que imaginar tantas cosas innecesarias para encargárselas a miss Knight, miss Marple se puso rápidamente en pie y atravesó resueltamente la estancia en dirección al vestíbulo. Una vez allí tomó un sombrero de verano de la percha y un bastón del paragüero, y tras cambiarse las zapatillas por unos cómodos y recios zapatos, salió de la casa por la puerta lateral.

—Todo eso le llevará por lo menos una hora y media —calculó miss Marple, para sí—. O acaso más, puesto que a estas horas suele salir de compras toda la gente del Ensanche.

Al propio tiempo, se imaginó a miss Knight haciendo infructuosas preguntas sobre la cortina en casa Longdon. Sus conjeturas respondían plenamente a la realidad, pues en aquel momento miss Knight exclamaba:

—Tenía la absoluta convicción de que no estarían listas todavía, pero, naturalmente, me brindé a pasar a preguntarlo cuando habló de ello la señora. ¡Esos pobres viejos tienen tan pocas ilusiones! Hay que procurar complacerles. Además, miss Marple es una viejecita encantadora, aun ahora, y naturalmente, ya empieza a declinar. Pierde las facultades, por momentos... ¡Oh! ¡Qué género más bonito tiene usted! ¿Lo tiene en otros colores?

Transcurrieron veinte agradables minutos. Por fin, cuando miss Knight salió del establecimiento, la encargada comentó con un resoplido:

—¿Conque ya empieza a declinar, eh? No creeré semejante cosa hasta que la vea con mis propios ojos. La vieja miss Marple ha sido siempre más viva que una ardilla, y aseguraría que sigue siéndolo todavía.

Después, la dependienta atendió a una joven vestida con unos ajustados pantalones y una chaqueta de lona que deseaba género de plástico con un motivo a base de cangrejos para las cortinas del cuarto de baño.

—Knight me recuerda a Emily —decíase miss Marple, con la satisfacción que siempre le producía comparar a una persona con otra conocida en el pasado—. El mismo cerebro de mosquito. Vamos a ver, ¿qué le pasó a Emily?

Pocas cosas, concluyó. En cierta ocasión, Emily había estado a punto de prometerse a un pastor protestante, pero tras varios años de amistad, la cosa se malogró. Por último, miss Marple, apartando de sus pensamientos a su enfermera, prestó atención al marco que la rodeaba. Había atravesado el jardín a buen paso, observando tan sólo, con el rabillo del ojo, que Laycock había desmochado los anticuados rosales como si fueran arbustos de té híbridos. Con todo, no permitió que el detalle la trastornara ni distrajera del maravilloso placer de haberse escapado para dar un paseo absolutamente sola. Sentíase presa de una deliciosa sensación de aventura. Dobló a la derecha, franqueó el portillo de la vicaría, recorrió el sendero que discurría por el jardín de ésta y salió al camino comunal. En el lugar donde antaño se hallaba el portillo con escalones, alzábase ahora una puerta basculante de hierro con acceso a una senda de asfalto alquitranado. Ésta conducía a un lindo puentecillo sobre el riachuelo y, al otro lado de éste, en el lugar donde en otro tiempo se extendían los prados con las vacas, hallábase el Ensanche.

Capitulo II

Con la misma sensación experimentada por Colón al hacerse a la mar para descubrir el Nuevo Mundo, miss Marple atravesó el puente, continuó avanzando por el sendero y, a los cuatro minutos, llegó a Aubrey Close.

Naturalmente, miss Marple había visto el Ensanche desde la Ronda del Mercado; es decir, desde un lugar muy distante de sus calles e hileras de bonitas y bien construidas casas con sus antenas de televisión y sus puertas y ventanas pintadas de azul, rosa, amarillo y verde. Pero hasta entonces aquel lugar se le antojaba un simple mapa, pues nunca había estado en él. En cambio, ahora, encontrábase allí, observando el intrépido mundo nuevo que se ofrecía a su vista, un mundo ajeno, en todos los aspectos, a cuanto había conocido. Era como un lindo modelo construido con un juego de arquitectura infantil, y aparecía casi irreal a los ojos de miss Marple.

También la gente semejaba imaginaria. Muchachas con pantalones, mozalbetes y chavales de expresión algo siniestra, y jovencitas de quince años con bustos exuberantes pululaban por doquier. Y miss Marple no pudo menos de pensar que todo aquello presentaba un aspecto horriblemente depravado. Nadie se fijaba mucho en ella a su paso por las calles. En un momento dado dejó atrás Aubrey Close para internarse en Darlington Close. Caminaba despacio, escuchando ávidamente retazos de las conversaciones sostenidas entre las madres con cochecillos, las muchachas y los jóvenes, y los siniestros golfillos (porque suponía que eran golfillos) que departían sombríamente en el lugar.

Algunas madres salían al umbral a llamar a sus hijos, que, como de costumbre, se dedicaban a hacer todas las diabluras que tenían prohibidas. Los niños nunca cambian, pensó miss Marple con alivio. Y, a poco, esbozó una sonrisa, registrando mentalmente su habitual serie de identificaciones.

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