Read El Espejo Se Rajó De Parte A Parte Online
Authors: Agatha Christie
—Ya sé —replicó Craddock, algo impaciente—. Ya estoy enterado de todo eso.
—Pero no está enterado de la frase clave, porque nadie la juzgó importante — prosiguió miss Marple—. Heather Badcock estaba enferma en cama... con el sarampión.
—¿Con el sarampión? ¿Qué diablos tiene que ver el sarampión con este asunto?
—En realidad, el sarampión benigno es una enfermedad muy leve —explicó miss Marple—. Apenas produce trastornos en el enfermo. Sólo un sarpullido en la piel, que es fácil de disimular con una capa de polvos, y un poco de fiebre, pero muy baja. El paciente se siente con ánimos de salir a la calle y alternar con la gente, si lo desea. Y, por ende, al repetir la conversación de las dos mujeres, los testigos no dieron particular importancia al hecho de que la enfermedad sufrida por Heather fuera el sarampión. La señora Bantry, por ejemplo, limitóse a decir que Heather había estado enferma en cama, y mencionó la varicela y la urticaria. El señor Rudd, aquí presente, dijo que era gripe, aunque, naturalmente, lo hizo adrede. Pero, personalmente, creo que lo que Heather Badcock dijo a Marina Gregg fue que había tenido el sarampión y que, no obstante, se levantó de la cama para ir a verla. Y esto explica, de hecho, todo lo sucedido, por que el sarampión es extremadamente contagioso. La gente lo coge con extraordinaria facilidad. Además, esa enfermedad posee una particularidad digna de tenerse en cuenta. Si una mujer lo contrae durante los cuatro primeros meses de... de... embarazo —titubeó miss Marple, pronunciando la palabra con un leve recato victoriano—, puede tener funestas consecuencias. Puede condicionar que el niño nazca ciego o afectado de alguna dolencia mental.
Luego, volviéndose a Jason Rudd, la anciana continuó:
—Creo, señor Rudd, que su esposa tuvo un niño nacido en esas condiciones, desgracia de la que Marina jamás se recobró. Siempre había deseado un hijo y, cuando éste vino al fin, ocurrió esta tragedia, una tragedia que ella nunca logró olvidar, ni se permitió olvidar, pasando a constituir en ella una especie de profunda y dolorosa espina, una obsesión.
—Esa es la pura verdad —corroboró Jason Rudd—, Marina contrajo el sarampión en los primeros meses de su embarazo y el médico le dijo que la afección mental de su hijo obedecía a esa causa. No era en modo alguno un caso de locura heredada ni nada por el estilo. Con eso el doctor intentó consolarla, mas no creo que sus palabras contribuyeran mucho a animarla. Lo cierto es que Marina nunca supo cómo, dónde ni cuándo había contraído aquella enfermedad.
—Efectivamente —convino miss Marple—, nunca lo supo hasta que una tarde una mujer desconocida subió por esa escalera y le contó lo sucedido; y lo que es más; ¡lo hizo con profunda complacencia, con aire de sentirse orgullosa de su hazaña! Considerábase decidida, valiente y animosa por haberse levantado de la cama y maquillado la cara para ir a saludar a su estrella preferida y pedirle un autógrafo. Habíase jactado de ello toda la vida. Heather Badcock no tenía mala intención, ni nunca la tuvo. Pero no cabe duda que las personas como ella (y como mi vieja amiga Alison Wilde), son capaces de hacer mucho daño porque carecen, no ya de amabilidad, que, de hecho, poseen, sino de consideración hacia las demás personas, en lo concerniente a la posible reacción de éstas ante sus actos. Heather pensaba siempre en lo que sus acciones representaban para ella, sin detenerse a reflexionar cómo las tomarían las demás.
Miss Marple asintió suavemente con la cabeza antes de proseguir:
—En resumidas cuentas, que murió por un simple suceso de su pasado. Es de suponer lo que significó aquel momento para Marina Gregg. Apuesto a que el señor Rudd lo comprende perfectamente. Me figuro que durante todos aquellos años subsiguientes al nacimiento de su hijo alimentó un profundo odio contra la persona desconocida causante de su tragedia. Y de ahí que, de pronto, encontróse cara a cara con aquella persona, una persona jovial, alegre y satisfecha de sí misma. Fue demasiado para ella. Si hubiera tenido tiempo de reflexionar, de apaciguarse, de calmar sus nervios, probablemente no habría ido tan lejos. Pero no se tomó tiempo. Allí estaba aquella mujer, la mujer que había destruido su felicidad y la salud mental de su hijo. Y decidió castigarla, decidió matarla. Desgraciadamente, tenía a mano el medio para poner en práctica su decisión, pues llevaba consigo el conocido específico «Calmo», un medicamento algo peligroso por requerir muchas precauciones en su dosificación. Fue todo facilísimo. Echó la droga en su propio vaso, diciéndose que, si por casualidad alguien la veía, no daría importancia al hecho, pues quien más quien menos estaba acostumbrado a verla tomar potingues para animarse o para calmarse. Es posible que alguien la viera, pero lo dudo. Creo que miss Zielinsky se limitó a adivinarlo. Marina Gregg depositó el vaso sobre la mesa y, luego, empujó a Heather Badcock, debido a lo cual la bebida de ésta derramóse sobre su vestido nuevo. Y aquí es donde el elemento «confusión» se inmiscuyó en el asunto, por la sencilla razón de que la gente no siempre acierta completamente a emplear los pronombres en forma correcta.
—¡Todo esto me recuerda tanto a aquella doncella de que le hablé! —agregó, dirigiéndose a Dermot—. Sólo contaba con el relato de lo que Gladys Dixon había dicho a Cherry, el cual se reducía a la preocupación de Gladys por el derramamiento del combinado sobre el vestido de Heather Badcock y el consiguiente deterioro de éste. Lo que le parecía raro a la muchacha era que lo hubiera hecho adrede. Pero la «persona» a que se refería Gladys no era Heather Badcock, sino Marina Gregg. Como dijo Gladys: «¡Lo hizo aposta! Empujó a Heather, mas no sin querer, sino con toda la intención.» Sabemos que se hallaba muy cerca de Heather porque nos han contado que secó el vestido de ésta y el suyo propio antes de instarla a aceptar su combinado. En realidad —murmuró miss Marple, pensativa—, fue un crimen perfecto, porque se cometió de improviso, sin previa reflexión. Marina quería que Heather Badcock muriese y, en efecto, a los pocos minutos Heather Badcock estaba muerta. Probablemente, Marina no se dio cuenta de la gravedad de su acción ni del peligro que entrañaba hasta después de consumarla. Pero entonces se percató. Tuvo miedo, un miedo espantoso. Miedo de que alguien la hubiese visto echar la droga en su vaso o empujar deliberadamente a Heather, miedo de que alguien la acusara de haber envenenado a su invitada. Sólo entrevió una salida. Insistir en que el asesinato iba dirigido contra ella, esto es que ella era la presunta víctima. Primero, probó esta idea con su médico. Negóse a que el doctor se lo dijera a su marido acaso por considerar que éste no se dejaría engañar. Hizo cosas fantásticas. Se escribió notas a sí misma y arreglóselas para encontrarlas en los sitios más peregrinos y en los momentos más insospechados. Un día, en los estudios, adulteró su propio café. Hizo cosas susceptibles de comprometerla fácilmente caso que alguien hubiese estado en antecedentes. Pero sólo las comprendía una persona —concluyó, mirando a Jason Rudd.
—Eso es una simple teoría suya exclusivamente —replicó éste. —Llámelo así, si quiere —profirió miss Marple—; pero sabe usted perfectamente que estoy diciendo la verdad. Le consta que así es, porque lo sabía todo desde el principio. Lo sabía porque oyó usted aquella alusión al sarampión. Lo sabía y le entró un verdadero frenesí por protegerla. Mas no se percató de hasta qué punto tendría que protegerla. No se percató de que no sólo sería cuestión de silenciar una muerte, la muerte de una mujer que, al fin y al cabo, habíase buscado su triste fin. Hubo además otras muertes, la muerte de Giuseppe, un chantajista, es cierto, pero, al cabo, un ser humano. Y la muerte de Ella Zielinsky, a la que supongo apreciaba usted bastante. Estaba frenético por proteger a Marina y, al propio tiempo, por evitar que hiciera más daño. Todo cuanto deseaba era llevársela lejos, a un lugar seguro. E intentó vigilarla constantemente, para asegurarse absolutamente de que no sucediera nada más.
La anciana hizo una pausa. Luego, acercándose más a Jason Rudd, posó la mano en su brazo, con un suave ademán, al tiempo que murmuraba:
—Lo compadezco mucho, de todo corazón. Me hago cargo de la angustia que habrá usted experimentado. La quería mucho, ¿verdad?
—Eso —musitó Jason Rudd, volviéndose ligeramente—, lo sabe todo el mundo.
—¡Era una criatura tan hermosa! —exclamó miss Marple, dulcemente—. Tenía un don maravilloso. Poseía una gran capacidad de amar y de odiar, pero le faltaba estabilidad. Es lo más triste que puede sucederle a una persona: haber nacido sin estabilidad. No podía olvidar el pasado ni ver el futuro tal cual era en realidad, sino tan sólo como ella se lo imaginaba. Era una gran actriz y una mujer hermosa y muy desdichada. ¡Qué maravillosa «María» reina de Escocia, encarnó! Jamás la olvidaré.
El sargento Tiddler apareció de pronto en el rellano de la escalera.
—¿Puedo hablar un momento con usted, señor? —preguntó a su jefe.
Craddock volvióse a Jason Rudd.
—Volveré en seguida —dijo el policía, dirigiéndose a la escalera.
—Recuerde usted —le gritó miss Marple— que el pobre Arthur Badcock no tenía nada que ver con esto. Fue a la fiesta con el único fin de vislumbrar a la muchacha con quién se había casado tiempo atrás. Aseguraría que ella ni siquiera lo reconoció, ¿verdad? —preguntó a Jason Rudd.
—No lo creo —masculló éste, meneando la cabeza—. Marina no me dijo nada sobre el particular. No creo que lo reconociese —agregó, pensativo.
—Probablemente, no —convino miss Marple—. Sea como fuere, él es inocente, no lo olvide usted —insistió dirigiéndose de nuevo a Dermot Craddock, que en aquel momento procedía ya a bajar la escalera.
—Puedo asegurarle —tranquilizóla Craddock— que no ha estado en peligro ni un solo instante. Pero, naturalmente, cuando averiguamos que había sido el primer marido de Marina Gregg, nos vimos obligados a interrogarle sobre la cuestión. No se preocupe por él, tía Jane —le dijo en voz baja.
Luego, en silencio, apresuróse a reanudar el descenso de la escalera.
Miss Marple volvióse a Jason Rudd. Éste permanecía en pie con aspecto profundamente abatido y la mirada ausente.
—¿Me permite usted verla? —inquirió con interés miss Marple.
El hombre reflexionó unos instantes. Por fin, esbozando un ademán de asentimiento, murmuró:
—Sí, miss Marple, puede verla. Parece usted... comprenderla muy bien.
Y echó a andar, seguido de miss Marple. A poco, precedióla en un espacioso dormitorio y descorrió ligeramente las cortinas.
Marina Gregg yacía sobre el gran lecho blanco, con los ojos cerrados y las manos enlazadas.
Tal, se dijo miss Marple, pudiera haber yacido la Dama de Shalott en la barca que la llevó a Camelot. Y allí de pie, meditabundo, hallábase un hombre de rostro rugoso y mal parecido, que hubiera podido pasar por un Lancelot de los tiempos modernos.
—Dentro de todo, fue una suerte que... tomase una dosis excesiva. En realidad la muerte era la única forma de evasión que le restaba. Sí... fue una suerte que tomase esa dosis... o... ¿alguien se la administró?
Los ojos del hombre cruzáronse con los de la anciana, pero sus labios no pronunciaron una palabra. Finalmente, Jason Rudd murmuró con voz entrecortada:
—¡Era tan... hermosa... y había sufrido tanto!
Miss Marple posó de nuevo la mirada en la inmóvil figura. Y, muy quedamente, recitó los últimos versos del poema:
Él dijo: Tiene una hermosa faz; Dios, en Su misericordia, se apiade de la Dama de Shalott.