Read El Espejo Se Rajó De Parte A Parte Online
Authors: Agatha Christie
Dermot la escuchaba atentamente, pendiente del burlón tono de su voz.
—¿Qué ha querido usted insinuar al decir que no era ésa su pregunta? —inquirió Margot, reanudando de pronto el hilo de la conversación.
—Le he preguntado si intentó usted matarla. Y usted me ha respondido que usted no la mató. Eso es cierto, no cabe duda, pero alguien murió, alguien fue asesinado.
—¿Sugiere usted que intenté matar a Marina y en su lugar maté a la señora no sé cuántos? Pues si quiere que le diga la verdad, ni intenté envenenar a Marina, ni envenené a la señora Badcock.
—¿Pero sabe usted, acaso, quién lo hizo?
—No sé nada, inspector, se lo aseguro.
—¿No tiene usted alguna idea?
—¡Bah! —exclamó la joven sonriendo con expresión burlona—. Ideas nunca faltan. Entre tantas personas pudiera haber sido aquella especie de robot de pelo negro que tienen por secretaria, el elegante Hailey Preston, los criados, las doncellas, una masajista, la peluquera, un empleado de los estudios, infinidad de gente Cualquiera de esas personas podría haber fingido lo que no era.
Luego, al ver que su interlocutor daba inconscientemente un paso hacia ella, la muchacha meneó la cabeza con vehemencia, agregando:
—Tranquilícese, inspector. Todo esto es hablar por hablar. No cabe duda que hay alguien deseoso de acabar con Marina, pero no tengo la menor idea de quién puede ser esa persona.
En el número 16 de la calle Aubrey Close, la joven señora Baker hablaba con su marido, Jim Baker, un apuesto gigantón rubio entregado a la tarea de acoplar las piezas de un juego de construcciones.
—¡Bah, vecinos! —exclamó Cherry, meneando su rizada cabeza—. ¡Vecinos! —repitió con rencor.
Luego, levantando cuidadosamente la sartén del hornillo, vertió con destreza su contenido en dos platos y colocó el más lleno ante su marido.
—Guisado de carne —anunció.
—Eso parece —murmuró Jim Baker, olfateando el plato con fruición—. ¿Qué día es hoy? ¿Mi cumpleaños?
—Tienes que alimentarte —replicó Cherry.
La joven aparecía muy bonita con volantitos. Jim Baker apartó a un lado las piezas componentes de un crucero para hacer sitio a su comida.
—¿Quién ha dicho eso? —preguntó a su mujer, con una sonrisa.
—¡Miss Marple! —declaró Cherry—. Claro está —añadió sentándose frente a Jim y atrayendo su plato hacia sí—, que, pensándolo bien, podría dar el ejemplo empezando por alimentarse mejor ella. Esa vieja gata maula que la cuida sólo le da hidratos de carbono. ¡No se le ocurre nada más! Un «buen flan», un «rico budín de pan y mantequilla», «un sabroso plato de macarrones a la italiana». Total, cosas sin consistencia con salsa rosada. Y cháchara todo el día. Hay que ver lo que charla ésa mujer durante todo el día.
—¡Bien! —exclamó Jim, vagamente—. Me figuro que la somete a una dieta de inválida.
—¿Inválida? —resopló Cherry—. Miss Marple no es ninguna inválida. Es vieja, eso es todo. Además, siempre se mete en lo que no le importa.
—¿Quién, miss Marple?
—No. Miss Knight. ¡Decirme a mí cómo se hacen las cosas! ¡Incluso pretende enseñarme a guisar! ¡Pero si sé mucho más de cocina que ella!
—Eres un as guisando, Cherry —reconoció Jim.
—La cocina tiene un secreto —murmuró Cherry—. Y no todo el mundo puede hincarle el diente a ese secreto.
—En cambio, yo se lo estoy hincando a esta carne con verdadero gusto —rióse Jim—. ¿Por qué dice miss Marple que necesito alimentarme? ¿Me encontró desmejorado el otro día cuando fui a colocar aquel estante del cuarto de baño?
—¿Quieres saber lo que me dijo? —exclamó Cherry, ríen do a su vez—. Me dijo: «Tiene usted un marido muy apuesto, querida». Un marido muy apuesto. Parece una frase de esos seriales que leen por televisión.
—Supongo que le diste la razón —sonrió Jim.
—Dije que no estabas mal.
—Eso revela muy poco entusiasmo.
—Y luego miss Marple añadió: «Debe usted cuidar mucho a su marido, querida. Procure alimentarle debidamente. Los hombres necesitan buenos platos de carne bien guisada.» —¡Aprende, aprende!
—Y me aconsejó que te diera alimentos frescos y no comprase pasteles de carne ni ninguna de esas zarandajas preparadas que se meten en el horno a calentar. Conste que no abuso de ese sistema —añadió Cherry con dignidad.
—Y yo te lo agradezco —masculló Jim—. No saben igual.
—¡Bah! Reconoce que a veces, ni siquiera te fijas en lo que comes, enfrascado en tus cruceros y construcciones. Y no me salgas con que compraste ese juego para regalárselo a tu sobrino Michael por Navidad. Lo compraste para entretenerte tú.
—Michael todavía no tiene edad de utilizarlo —profirió Jim con aire de disculpa.
—Y me figuro que vas a pasar toda la noche manipulándolo. ¿Por qué no pones un poco de música? ¿Has comprado aquel nuevo disco de que me hablaste?
—Sí. «1812», de Tchaikowski.
—¿Ese tan ruidoso que representa una batalla? —identificó Cherry, con una mueca—. A la señora Hartwell no le gustará. ¡Dichosos vecinos! Estoy harta de vecinos. Siempre quejándose y refunfuñando. No sé cuál es peor, si los Hartwell o los Barnaby. A veces los Hartwell empiezan a dar golpes a la pared a las once menos veinte de la noche. ¡Qué exageración! Al fin y al cabo, tanto la «tele» como la B. B. C, acaban sus programas más tarde. ¿Por qué no podemos oír un poco de música si queremos? ¡Para colmo, siempre nos dicen que rebajemos!
—Lo cual es imposible —comentó Jim, con autoridad—. Esas cosas hay que oírlas con volumen. Eso lo sabe todo el mundo. Incluso lo reconocen en los círculos musicales. ¿Y su gato? ¡Pensar que a todas horas viene a nuestro jardín a escarbar los macizos que tanto nos han costado!
—¿Sabes una cosa, Jim? Estoy harta de este lugar.
—En cambio, en Huddersfield no te importaban los vecinos —observó Jim.
—Allí era diferente —replicó Cherry—. Allí tenía uno independencia. Si alguien pasaba un apuro, los vecinos le ayudaban y viceversa. Pero nadie se metía en nada. En cambio, en una urbanización como ésta hay algo que induce a la gente a mirarse de reojo, acaso porque son todos nuevos en el barrio. Es aterradora la cantidad de chismes, murmuraciones, criticas y quejas por escrito al ayuntamiento que hay aquí. La gente que vive en ciudades como Dios manda, no puede perder el tiempo en esas jerigonzas.
—Es posible que tengas razón, muchacha.
—¿Te gusta este sitio, Jim?
—Tengo un buen empleo y al fin y al cabo, vivimos en una casa nueva y recién construida. Lástima que no sea un poco más grande. Sería maravilloso tener un taller.
—Al principio, me gustó mucho —confesó Cherry—, pero ahora no estoy tan segura. La casa está bien y me encanta el cuarto de baño y la pintura azul de las paredes, pero no me gusta la gente ni el ambiente de este barrio, aunque reconozco que hay alguna que otra persona agradable. ¿Te dije que Lily Price y su novio Harry habían terminado? Por lo visto, ocurrió algo raro el día que fueron a ver aquella casa. Al parecer, ella estuvo a punto de caerse por una ventana y más tarde dijo que Harry ni siquiera había hecho ademán de sujetarla.
—Me alegro de que haya roto con él —suspiró Jim—. Es uno de los tipos más atravesados que conozco.
—No es aconsejable casarse con un hombre por el mero hecho de que haya un bebé en camino —opinó Cherry—. Por lo visto, él no quería casarse con ella. Es un individuo poco recomendable. Al menos, así dijo miss Marple —agregó pensativa—. Advirtió a Lily que no se casara con él, Lily la tomó por loca.
—¿A quién, a miss Marple? No sabía que miss Marple conociese a Harry.
—Pues, sí. Miss Marple estuvo paseando por aquí el día que se cayó y fue atendida por la señora Badcock. ¿Tú crees que Arthur y la señora Bain acabarán casándose?
Jim tomó una pieza del crucero y, frunciendo el entrecejo, consultó el diagrama con las instrucciones.
—Me fastidia que no atiendas cuando hablo —protestó Cherry.
—¿Qué decías?
—Hablaba de Arthur Badcock y Mary Bain.
—¡Por amor de Dios, Cherry! ¡Su mujer acaba de morir! ¡Cómo sois las mujeres! Me han dicho que el pobre aún está en un estado de nervios tremendo. ¡Con decirte que se sobresalta si alguien le dirige la palabra!
—No me explico por qué... Nunca sospeché que se lo tomara de ese modo, ¿y tú?
—¿Podrías desembarazar un poco este extremo de la mesa? —instó Jim, sin mostrar el menor interés por los asuntos de sus vecinos—. Así tendré más espacio para disponer estas piezas.
Cherry lanzó un suspiro de exasperación.
—¡No hay manera! —exclamó, amargamente—. ¡Como no me convierta en un «superjet» o en uno de esos chismes de propulsión a chorro no espero conseguir que me prestes atención! ¡A paseo tú y tus construcciones!
Dicho esto, llenó la bandeja con las sobras de la cena y la llevó al fregadero. Pero en vez de lavar la vajilla, necesidad de la vida diaria que Cherry siempre posponía en lo posible, la joven apiló todos los cacharros en el fregadero, sin orden ni concierto, y poniéndose una chaqueta de pana, se dispuso a salir de la casa, no sin antes volverse a decir a su marido:
—Voy a llegarme a ver a Gladys Dixon. Quiero pedirle que me preste un patrón del Vogue.
—Está bien, muchacha —murmuró Jim, inclinándose sobre el modelo.
Cherry salió a la calle. Al pasar ante la casa vecina, echó una mala mirada a la puerta anterior. Luego, dobló la esquina para internarse en Blenheim Close y, por último, se detuvo en el número 16. Al ver la puerta abierta, Cherry llamó con los nudillos y entró en el vestíbulo, gritando:
—¿Está Gladys?
—¿Es usted, Cherry? —preguntó la señora Dixon, asomándose por la puerta de la cocina—. Gladys está arriba, cortándose un vestido en su habitación.
—Gracias. ¿Puedo subir?
Cherry subió a un pequeño aposento, en el cual Gladys, una muchacha rolliza, de rostro vulgar, procedía a prender un patrón de papel sobre un género, arrodillada en el suelo, con las mejillas arreboladas y varios alfileres en la boca.
—Hola, Cherry. Mira qué trozo más bonito que he comprado en las rebajas de casa «Harper», de Much Benham. Voy a hacerme otra vez aquel modelo que me hice en «terylene».
—Quedará precioso —ensalzó Cherry.
Gladys se puso en pie, algo jadeante.
—Creo que me he indigestado —balbució.
—No deberías agacharte así después de cenar —amonestó Cherry.
—Lo que me conviene es adelgazar un poco —suspiró Gladys, sentándose en la cama.
—¿Alguna novedad en los estudios? —inquirió Cherry, siempre ávida de saber noticias del mundo cinematográfico.
—Poca cosa. Siguen haciéndose muchos comentarios. Marina Gregg reapareció ayer en el «set» y armó una zaragata espantosa.
—¿Por qué?
—No le gustó el sabor de su café. Verás. A media mañana, todos suelen tomar una taza de café. Ella bebió un sorbo y salió con que tenía un gusto raro, lo cual, naturalmente, era una majadería, pues el café se sirve directamente de un jarro procedente de la cantina. Claro está que yo siempre vierto el suyo en una taza especial de porcelana, muy elegante y diferente de los demás, pero el café es el mismo. De modo que era imposible que tuviera mal sabor, ¿no te parece?
—¡Bah! —exclamó Cherry—. ¡Nervios! ¿Y qué sucedió?
—Nada de particular. El señor Rudd tranquilizó a todo el mundo con su habitual acierto y tomando el café de su esposa, lo echó por el fregadero.
—Eso me parece una estupidez —comentó Cherry, pausadamente.
—¿Por qué?
—Porque sí, en efecto, el café tenía algo malo, ahora nadie podrá comprobarlo.
—¿Tú crees que pudiera haber contenido algo sospechoso? —inquirió Gladys, alarmada.
—Bien —masculló Cherry, encogiéndose de hombros—. Puesto que había algo en su combinado el día de la fiesta, no sería raro que lo hubiera habido también en el café. Puesto que falló el primer intento, lo lógico es que el asesino pruebe otra vez.
—No me gusta este asunto, Cherry —barbotó Gladys, estremeciéndose—. No cabe duda que alguien se las tiene juradas. Ha recibido más cartas, amenazándola. Para colmo, el otro día pasó lo del busto.
—¿Qué busto?
—Un busto de mármol instalado en el «set», en un rincón del aposento de no sé qué palacio austríaco, llamado Shotbrown o un nombre raro por el estilo. En él abundan los cuadros, la porcelana y los bustos de mármol. Aquel en cuestión estaba sobre una repisa, sin duda mal colocado porque, al pasar un camión de gran tonelaje por la carretera, el chisme se vino abajo, trepidando, y se desplomó precisamente sobre la silla donde se sienta Marina para su gran escena con el conde no sé cuántos. ¡La hizo astillas! Por fortuna, no estaban rodando en aquel momento. El señor Rudd dio orden de no decir una palabra a Marina de lo ocurrido, y puso otra silla en sustitución de la rota. Y ayer, cuando Marina se presentó y preguntó por qué le habían cambiado la silla, él dijo que habían mandado cambiarla porque resultaba un poco anacrónica y no quedaba tan bien encajada como la segunda. Pero puedo asegurarte que a él tampoco le gustó ni pizca el incidente. Las dos muchachas cambiaron una mirada.
—En cierto modo, es emocionante —murmuró Cherry—. Sin embargo...
—Creo que voy a dejar de trabajar en la cantina de los estudios —declaró Gladys.
—¿Por qué? ¡Nadie quiere envenenarte ni echarte bustos de mármol por la cabeza!
—No. Pero no siempre sale perjudicada la persona contra quien atenta el agresor. A veces, se la carga el que menos culpa tiene. Como Heather Badcock aquel día.
—Tienes razón —convino Cherry.
—¿Sabes? —farfulló Gladys—. He estado pensando. El día de la fiesta yo estaba en Gossington Hall, ayudando a servir. Me hallaba muy cerca de ellas en aquel momento.
—¿Cuándo murió Heather?
—No, cuando derramó el combinado sobre su vestido. Por cierto que era un vestido precioso, de tafetán de nilón azul noche. Lo estrenaba aquel día, con ocasión de la fiesta. Y fue muy raro.
—¿Qué es lo que fue raro?
—Entonces no se me ocurrió pensarlo. Pero después, al reflexionar sobre ello, se me antoja raro.
Cherry la miró con expectación.
—¡Por amor de Dios! —apremió—. ¿Qué fue lo raro?
—Estoy casi segura de que lo hizo adrede.
—¿El qué? ¿Derramar el combinado?
—Sí. Y me parece raro, ¿no crees?