Read El Espejo Se Rajó De Parte A Parte Online
Authors: Agatha Christie
—Ésa parece ser la opinión más comúnmente aceptada —convino Craddock.
—Pasemos, pues, a la famosa Marina Gregg. Estoy seguro de que existen infinidad de estupendos motivos para asesinar a Marina. Envidia, intrigas amorosas... en fin, todos los requisitos esenciales que engendran un drama. ¿Pero quién lo hizo? Supongo que algún chiflado con algún tornillo suelto. ¡Ea! ¡Ya tiene usted mi valiosa opinión! ¿Eso es lo que quería saber?
—No, falta algo más. Según mis informes llegó usted a la recepción al mismo tiempo que el vicario y el alcalde.
—Efectivamente. Pero no era mi primera aparición en la fiesta. Había estado allí antes.
—Ignoraba este detalle.
—Sí. Mi cometido era ir de acá para allá. Me acompañaba un fotógrafo. Bajé a tomar unas instantáneas de la llegada del alcalde y demás zarandajas. Luego, volví a subir, no ya en plan profesional, sino para tomarme un par de copas. Las bebidas eran estupendas.
—Comprendo. Vamos a ver, ¿recuerda usted quién más había en la escalera cuando usted subió?
—Margot Bence, de Londres, con su cámara.
—¿La conoce usted a fondo?
—Coincido con ella a menudo. Es una chica muy lista, muy ducha en su profesión. Se dedica a fotografiar reuniones mundanas, puestas de largo, funciones de gala, etc. y se ha especializado en fotografías tomadas desde ángulos raros. ¡Fotografía artística! Estaba en un rincón del rellano, muy bien situada para retratar a los que subían por la escalera y captar la escena de los subsiguientes saludos en lo alto. Lola Brewster me precedía en la escalera. Al principio, no la reconocí. Ha cambiado de peinado. Ahora lo lleva al estilo de una isleña de Fijí, teñido en un tono cobrizo. La última vez que la vi, lucía una cascada de ondas en un bello tono castaño rojizo. En esta ocasión le acompañaba un americano moreno y corpulento. No sé quién era, pero parecía un hombre importante.
—¿Miró usted a Marina Gregg mientras subía?
—Naturalmente. —¿No tuvo usted la impresión de que estaba trastornada, sorprendida o asustada?
—Es curioso que pregunte usted eso. Lo cierto es que, por un momento creí que Marina iba a desmayarse.
—Entendido —murmuró Craddock, pensativo—. Gracias. ¿Recuerda usted algún otro detalle?
McNeil lo miró con aire inocente.
—¿Qué quiere que recuerde?
—No me fío de usted —masculló Craddock.
—No obstante, parece usted convencido de que no fui yo el culpable. ¡Qué desilusión! Suponga que resulto ser su primer marido. Nadie sabe nada de él, salvo que era un tipo insignificante que hasta su nombre ha caído en el olvido.
—En este caso, cabe suponer que se casó usted siendo alumno de la escuela elemental, con pantaloncitos cortos —bromeó Dermot, sonriendo—. En fin. Debo darme prisa, Tengo que coger un tren.
Sobre el escritorio de Craddock en el nuevo Scotland Yard había un montón de papeles primorosamente dispuestos. Tras leerlos por encima, el inspector volvió la cabeza para preguntar:
—¿Dónde se hospeda Lola Brewster?
—En el Hotel Savoy, señor. Habitación 180. Le está esperando.
—¿Y Ardwyck Fenn?
—En el Dorchester. Primer piso, 190.
—De acuerdo.
Dermot tomó unos cablegramas y leyólos por segunda vez antes de metérselos en el bolsillo. Al llegar al último, sonrió para sí, murmurando:
—No dirá usted que no cumplo con mi obligación, tía Jane.
Y salió en dirección al Savoy.
En el juego de habitaciones correspondientes al número 180, Lola Brewster dispensóle una efusiva acogida. Con el informe que acababa de leer en el pensamiento, el inspector observóla atentamente. Lola era aún una belleza de aspecto algo voluptuoso, acaso un poquillo ajada, pero todavía de buen ver. Resultaba, desde luego, un tipo completamente opuesto a Marina Gregg. Cambiadas las amables frases de rigor, Lola echó hacia atrás su cabello a lo isleña de Fijí, frunció sus pintados labios con un provocativo mohín y, agitando sus azules párpados sobre sus grandes ojos castaños, preguntó:
—¿Ha venido usted a formularme otra tanda de preguntas desagradables como aquel inspector local?
—Confío en que no resulten demasiado desagradables, miss Brewster.
—Estoy segura de lo que serán, como asimismo de que todo este asunto ha sido un lamentable error.
—¿De veras lo cree usted así?
—Sí. Me parece una tontería. ¿Es posible que opinen ustedes que alguien intentó envenenar a Marina? ¿Por qué diablos había de hacerlo? Marina es encantadora. Todo el mundo la quiere.
—¿Incluso usted?
—Siempre he sido muy adicta a Marina.
—¡Vamos, miss Brewster! ¡Sea usted sincera! ¿No hubo ciertas pequeñas diferencias entre ustedes hace once o doce años?
—¡Ah, aquello! —exclamó Lola, con un ademán despectivo—. Yo estaba terriblemente nerviosa y desquiciada. Rob y yo habíamos tenido unas peloteras tremendas. Ninguno de los dos estábamos cabales por entonces. Marina se enamoró perdidamente de él y lo trastornó al pobrecillo.
—¿Y usted lo sintió mucho?
—Pues verá usted, inspector. Entonces creí sentirlo, pero ahora me doy cuenta de que fue una de las mejores cosas que podían sucederme y que, de hecho, me han sucedido en la vida. Estaba preocupadísima con los niños, ¿sabe usted? Aquello equivalía a destruir nuestro hogar. Pero temo que, a la sazón, yo ya estaba convencida de que Rob y yo éramos incompatibles. Supongo que está usted enterado de que me casé con Eddie Groves en cuanto obtuve el divorcio. Creo que en realidad estaba enamorada de Eddie hacía tiempo, pero naturalmente no quería deshacer mi matrimonio a causa de los niños. ¡Es tan importante!
—No obstante, la gente dice que usted se lo tomó muy a mal.
—¡Bah! —exclamó Lola vagamente—. ¡La gente siempre habla por hablar!
—Pero usted dijo muchas cosas, ¿no es eso, miss Brewster? Fue por ahí amenazando con pegar un tiro a Marina Gregg, o, al menos, eso tengo entendido.
—Ya le he dicho que, a veces, uno habla por hablar. Es de cajón que, en tales circunstancias, se profieran amenazas. Pero, naturalmente, no abrigaba la intención de disparar contra nadie.
—No obstante, disparó usted a quemarropa contra Eddie Groves unos años más tarde.
—Eso fue porque habíamos tenido una discusión —replicó Lola—. Perdí los estribos.
—Sé de buena tinta, miss Brewster, que usted dijo y éstas fueron sus palabras textuales, según mis informes —agregó, disponiéndose a leer unas notas escritas en su agenda—: «Esa pájara no se saldrá con la suya. Si no la mato ahora, aguardaré a darle su merecido en otra ocasión. No me importa esperar años si es preciso, pero, un día u otro, me las pagará.» —¡Bah! —exclamó Lola, riéndose—. Estoy segura de no haber dicho nunca semejante cosa.
—En cambio, miss Brewster, yo estoy seguro de lo contrario.
—La gente es muy exagerada —declaró Lola, esbozando una encantadora sonrisa—. En aquellos momentos yo estaba furiosa —murmuró, en tono confidencial—. Y cuando una se halla en ese estado, dice toda clase de tonterías. Supongo que no se figura usted que he aguardado catorce años para venir a Inglaterra, a buscar a Marina y echarle una fuerte dosis de veneno en su vaso de cóctel a los tres minutos de verla.
En efecto, Dermot Craddock no creía esa historia. Es más, se le antojaba inverosímil.
—Me limito a indicarle, miss Brewster —suspiró el inspector—, que hubo amenaza en el pasado y que aquel día Marina Gregg mostróse visiblemente sobrecogida y alarmada al ver subir a cierta persona por la escalera. Así, uno se inclina a creer que esa persona era usted.
—¡Pero si Marina estuvo encantada de verme! Recuerdo que me besó y expresó su contento por la sorpresa que le deparaba mi visita. Perdone que le diga, inspector, que su actitud resulta disparatada.
—¿Así, que De hecho, formaban ustedes una gran familia bien avenida?
—Esto se acerca más a la verdad que todas las cosas que ha estado usted pensando.
—¿Y no se le ocurre a usted nada que pudiera ayudarnos en algo? ¿No tiene ni la menor idea de quién quería matarla?
—Le repito que nadie deseaba matar a Marina. Es una mujer muy boba y caprichosa, siempre en plan de dramatizar con su salud y de cambiar de parecer a cada instante, desechando todas las cosas apetecidas apenas obtenidas. No comprendo por qué la gente la contempla tanto. Jason ha estado siempre loco por ella. ¡Hay que ver lo que tiene que aguantar ese hombre! Pero así es. Todo el mundo soporta a Marina y se sacrifica por ella. Después, ella les da las gracias con una dulce y triste sonrisa. Y, al parecer, con eso la gente se da por satisfecha y considera justificado el sacrificio. La verdad es que no sé cómo se las arregla esa mujer. Pero, créame, inspector. Lo mejor que puede hacer es desechar la idea de que alguien intentaba asesinarla.
—Me gustaría poder hacerlo —masculló Dermot Craddock—. Desgraciadamente, no puedo desecharla porque la cosa ha sucedido.
—¿Qué es lo que ha sucedido? Hasta ahora, nadie ha matado a Marina.
—No. Pero hubo una tentativa.
—¡No lo creo ni por un momento! Opino que, quienquiera que fuese el criminal, su intención fue siempre matar a otra mujer, es decir, a la que, de hecho, fue asesinada. Probablemente alguien deseaba beneficiarse económicamente con su muerte.
—La muerta no tenía dinero, miss Brewster.
—En ese caso, hubo otro motivo. Sea como fuere, en su lugar no me preocuparía por Marina, inspector. Marina está siempre tranquila y bien servida.
—¿De veras? No tiene aspecto de ser muy feliz.
—¡Bah! Eso es porque de todo hace una tragedia. Amores desgraciados. Imposibilidad de ser madre.
—¿Adoptó varios niños, no? —inquirió Dermot, impulsado por el vivido recuerdo de la apremiante voz de miss Marple.
—Creo que sí. Pero tengo entendido que la cosa fracasó. Marina se deja llevar por los impulsos y luego se arrepiente de sus actos.
—¿Qué fue de los niños adoptados?
—No tengo idea. Al poco tiempo desaparecieron. Supongo que Marina se cansó de ellos como de todo lo demás. —Comprendo —murmuró Dermot Craddock.
La próxima visita fue al Dochester, habitación 190.
—Bien, inspector jefe... —balbució Ardwyck Fenn, mirando la tarjeta que acababan de entregarle.
—Craddock —completó el policía.
—¿En qué puedo servirle?
—Supongo que no le molestará contestar a unas preguntas.
—En absoluto. ¿Se trata de ese asunto de Much Benham? Mejor dicho, ¿cómo se llama ese pueblo? ¿Saint Mary Mead?
—Eso es, en efecto, Gossington Hall.
—No comprendo por qué Jason Rudd adquirió una casa como ésa. En Inglaterra abundan magníficas villas georgianas e incluso Reina Ana. En cambio, Gossington Hall es una casa victoriana. ¿Qué atractivo tiene este estilo?
—Verá usted, ciertas personas consideran atractiva la estabilidad victoriana.
—¿Estabilidad? Sí, es posible que haya algo de eso. Marina ansiaba estabilidad. Es algo que la pobrecilla no ha tenido nunca y me figuro que ésta es la razón que la mueve a anhelarla. Tal vez esa casa la satisfará una temporada algo larga.
—¿La conoce usted a fondo?
Ardwyck Fenn encogióse de hombros.
—¿A fondo? Pues, no sé, creo que no diría tanto. La conozco hace muchos años, pero no la he tratado con continuidad.
Craddock lo observó con mirada inquisitiva. Era un hombre moreno, corpulento, de ojos sagaces, provistos de gruesas gafas y recio mentón.
—Por lo que he leído en los periódicos —prosiguió Ardwyck Fenn— colijo que esa señora Fulana de Tal fue envenenada por error ya que la dosis iba destinada a Marina, ¿no es eso?
—En efecto. La dosis se hallaba en el cóctel de Marina Gregg. La señora Badcock derramó el suyo y Marina le ofreció su bebida.
—Bien. Eso parece concluyente. Sin embargo, no acierto a imaginarme quién podría tener interés en envenenar a Marina, mayormente dándose la circunstancia de que Lynette Brown no se hallaba allí.
—¿Lynette Brown? —repitió el inspector Craddock, algo perplejo.
—Si Marina rompiese ese contrato, renunciando a su papel —explicó Ardwyck Fenn, sonriendo—, Lynette lo ocuparía; con todo, no creo que enviase un emisario con el veneno. La idea me parece excesivamente melodramática.
—Sí, un poco descabellada —convino Dermot, secamente.
—No obstante, le sorprendería a usted saber de qué son capaces las mujeres por ambición —suspiró Ardwyck Fenn—. Tenga en cuenta que es posible que el objetivo principal no fuese la muerte. Tal vez, el único propósito era darle un susto... sin ánimo de matarla.
—No era una dosis media —repuso Craddock, meneando la cabeza, negativamente.
—La gente suele cometer grandes errores en lo tocante o dosis.
—¿De veras es ésta su teoría? —No, de ningún modo. Se trata de una simple sugerencia. No tengo teorías. Yo sólo fui un inocente espectador.
—¿Se sorprendió mucho Marina Gregg al verle?
—Sí, muchísimo —asintió el otro, riéndose, regocijado—. Se quedó viendo visiones cuando me presenté. Por cierto que me hizo objeto de un cariñoso recibimiento.
—¿Llevaba usted mucho tiempo sin verla?
—Unos cuatro o cinco años, si no recuerdo mal.
—Y unos años antes de eso hubo una época en que fueron ustedes grandes amigos, ¿no es eso?
—¿Insinúa usted algo en particular con esta observación, inspector Craddock?
El tono de su voz era casi idéntico, mas, con todo, había experimentado un ligero cambio, revistiéndose de un dejillo duro, amenazador. Dermot comprendió de pronto que aquel hombre podía ser, llegado el caso, un adversario extremadamente despiadado.
—Considero que no estaría de más —insistió Ardwyck Fenn— que dijera usted exactamente lo que quiere significar.
—No tengo inconveniente en hacerlo, señor Fenn. Tengo que indagar las antiguas relaciones existentes entre Marina Gregg y todas las personas que se hallaban presentes en su casa aquel día. Al parecer, es del dominio público que en la época en que acabo de referirme usted estaba locamente enamorado de Marina.
Ardwyck Fenn encogióse de hombros.
—A veces, a las personas nos dan estos arrebatos, inspector. Afortunadamente, luego pasan.
—Se dice que ella lo alentó y luego lo rechazó, provocando en usted el natural resentimiento.
—¡Se dice... se dice! Supongo que ha leído usted todo esto en la revista Confidencial, ¿no?