El Espejo Se Rajó De Parte A Parte (27 page)

BOOK: El Espejo Se Rajó De Parte A Parte
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—¿Qué?

—Un plato con budín de compota de frutas. Puedo verlo tan perfectamente como entonces, con la mermelada escurriéndose por un lado. No lloré, ni dije nada. Recuerdo que me quedé allí sentado como petrificado, mirando fijamente el budín. ¿Y sabe usted? Aún ahora, si en una tienda, restaurante o casa particular, veo un pedazo de budín de compota de frutas, me invade una oleada de horror, tristeza y desesperación. A veces, por un momento, no recuerdo el motivo. ¿Le parece a usted muy exagerado?

—No —repuso miss Marple—, y me parece perfectamente natural. Todo eso es muy interesante y me ha dado una especie de idea...

Abrióse la puerta y apareció miss Knight con la bandeja del té.

—¡Caramba, caramba! —exclamó la recién llegada—. ¿Conque tenemos un visitante, eh? ¡Qué agradable sorpresa! ¿Cómo está usted, inspector Craddock? Voy a buscar otra taza.

—No se moleste —le gritó Dermot—. Ya he tomado otra cosa.

Miss Knight asomó la cabeza por la puerta.

—Oiga, señor Craddock, ¿podría usted venir un momento?

Dermot reunióse con ella en el pasillo.

Miss Knight lo condujo al comedor y, cerrando la puerta, suplicó:

—¿Será usted muy prudente, verdad?

—¿Prudente? ¿En qué sentido, miss Knight?

—Con nuestra querida viejecita. Ella se interesa por todo, pero no le conviene excitarse con crímenes y cosas desagradables. No queremos que se preocupe ni tenga malos sueños. Es muy vieja y débil, y debe llevar una vida muy tranquila como ha hecho siempre. Estoy segura de que todas estas conversaciones de crímenes, «gangsters» y cosas de este estilo le sientan como un tiro.

Dermot Craddock la miró algo regocijado.

—No creo —repuso suavemente— que lo que podamos decir usted o yo sobre este punto, excite o sobresalte indebidamente a miss Marple. Le aseguro, querida miss Knight, que nuestra amiga puede enfrentarse con el crimen, la muerte repentina y delitos de todas clases con absoluta ecuanimidad.

Dicho esto, el policía volvió al salón. Miss Knight siguióle, indignada, cloqueando por lo bajo. Durante el té, la mujer habló animadamente de los comentarios políticos de los periódicos y de los temas más risueños que se le ocurrieron. Cuando, por fin, se llevó la bandeja y cerró la puerta, su patrona exclamó, con un profundo suspiro:

—¡Gracias a Dios que se ha ido! Pido al cielo que algún día no me den tentaciones de asesinar a esa mujer. Y ahora, atienda, Dermot, quisiera saber varias cosas.

—¿De veras? ¿Cuáles?

—Quisiera reconstruir exactamente lo sucedido el día de la fiesta. Veamos. Llegó la señora Bantry, y poco después el vicario. Luego se presentaron el señor y la señora Badcock. A la sazón, en la escalera estaban el alcalde y su señora, Ardwyck Fenn, Lola Brewster, un periodista del Herald & Argus, de Much Benham, y la fotógrafo Margot Bence. Dijo usted que esta última había instalado su cámara en un ángulo de la escalera y tomaba fotografías de la recepción. ¿Ha visto alguna de esas fotografías?

—De hecho, he traído una para mostrársela.

Dermot sacóse del bolsillo una copia fotográfica y miss Marple procedió a contemplarla detenidamente. En ella aparecía Marina Gregg, con Jason Rudd a un lado, un poco detrás de ella, Arthur Badcock hallábase algo rezagado, con la mano en la cara y la expresión ligeramente turbada, en tanto su mujer conservaba la mano de Marina Gregg en la suya y hablaba con ella, de espaldas a la cámara. Pero Marina no miraba a la señora Badcock, sino hacia la cámara, o mejor dicho, ligeramente a la izquierda de ésta.

—Muy interesante —comentó miss Marple—. Me habían descrito esta expresión, calificándola de petrificada. Sí, no está mal la descripción. En cambio, no estoy tan segura respecto a lo de la condenación. Más que condenación esa mirada expresa una especie de parálisis de la sensibilidad, ¿no le parece? No creo que fuese miedo, pese a que el miedo puede paralizar a una persona. Más bien creo que fuese sorpresa. Oiga, Dermot, querido muchacho, quiero que me diga si tiene usted notas de lo que dijo exactamente Heather Badcock a Marina Gregg en aquella ocasión. Más o menos lo más aproximadamente posible las palabras exactas. Supongo que oyó usted versiones de varias personas.

—Sí —asintió Dermot—. Déjeme recordar. Esas personas fueron su amiga, la señora Bantry, Jason Rudd y Arthur Badcock. Como usted dice, los tres variaron un poco las palabras, pero el contenido era el mismo.

—Ya sé. Lo que quiero son las variantes. Creo que podrían ayudarnos.

—No sé cómo —murmuró Dermot—, aunque tal vez usted tiene ya alguna idea. Su amiga, la señora Bantry, fue acaso la más terminante sobre el particular. Si mal no recuerdo... Pero, aguarde... Llevo encima parte de mis notas.

El inspector sacóse una pequeña libreta del bolsillo y, tras consultarla para refrescar la memoria, declaró:

—No tengo las palabras exactas aquí, pero más o menos, anoté el sentido de las mismas. Al parecer, la señora Badcock mostróse muy jovial, animada y satisfecha de sí misma. Dijo algo así como: «No puede usted figurarse lo maravilloso que resulta esto para mí. Es posible que no lo recuerde usted, pero hace unos años, en las Bermudas, me levanté de la cama con varicela para ir a verla. Usted me dio un autógrafo, y aquél fue uno de los días más memorables de mi vida. Jamás he podido olvidarlo.» —Según eso, mentó el sitio mas no la fecha, ¿no es eso?

—Sí.

—¿Y qué dijo Rudd?

—¿Jason Rudd? Pues que la señora Badcock había dicho a su esposa que se había levantado de la cama con gripe para ir a saludarla y que aún conservaba su autógrafo. Su relato fue más sucinto que el de su amiga, pero venía a decir lo mismo.

—¿Mencionó Rudd el lugar y el tiempo?

—No, creo que no. Se limitó a decir que la cosa había sucedido unos diez o doce años atrás.

—Entiendo. ¿Y el señor Badcock?

—El señor Badcock declaró que Heather estaba extremadamente excitada y deseosa de ver a miss Gregg, de la cual era una gran admiradora. Su mujer le había contado que una vez, siendo muchacha, se levantó de la cama para ir a ver a miss Gregg y pedirle un autógrafo. Con todo, el señor Badcock no entró en detalles, ya que, evidentemente, la cosa sucedió antes de casarse con su mujer. Tuve la impresión de que no daba gran importancia al incidente.

—Comprendo —masculló miss Marple—. Sí, comprendo...

—¿Qué es lo que comprende usted? —inquirió Craddock.

—No todo lo que desearía todavía —respondió miss Marple, honestamente—, pero tengo una especie de presentimiento que acaso se perfilaría si supiera por qué echó a perder su vestido nuevo...

—¿Quién, la señora Badcock?

—Sí. Me parece una cosa tan rara... tan inexplicable! A menos... naturalmente... ¡Cielos! ¡Me imagino que debo ser muy estúpida!

En aquel momento entró miss Knight en la habitación y dio la luz.

—Creo que necesitamos un poco de luz aquí —dijo alborozadamente.

—Sí —asintió miss Marple—, tiene usted razón, miss Knight. Eso es exactamente lo que necesitábamos. Un poco de luz. Creo, que, por fin, nos hemos podido hacer con ella.

La entrevista parecía terminada y, en consecuencia Craddock se puso en pie, diciendo:

—Sólo falta una cosa. Que me diga usted qué particular recuerdo de su pasado se agita en su mente en este momento.

—Todo el mundo me toma el pelo en ese sentido —suspiró miss Marple—, pero no tengo inconveniente en decirle que, por un momento, me he acordado de la doncella de los Lauriston.

—¿La doncella de los Lauriston? —repitió Craddock, con expresión completamente desconcertada.

—Como es de suponer —prosiguió miss Marple—, la chica tenía que tomar recados por teléfono, y no se daba mucha maña en ese cometido. Solía captar correctamente el sentido general del mensaje, pero lo escribía de forma que resultaba un verdadero galimatías. Me figuro que, en realidad, ello obedecía a que no estaba muy fuerte en gramática. De resultas de esta deficiencia, surgieron incidentes muy desafortunados. Recuerdo uno en particular. Un tal señor Borriught —así creo que se apellidaba— telefoneó diciendo que había ido a ver al señor Elvaston por el asunto de la valla rota, pero que había dicho que la reparación de dicha valla no le incumbía para nada. Dicha valla estaba al otro extremo de la finca y el hombre dijo que le gustaría cerciorarse sobre el caso antes de llevar las cosas adelante, pues todo dependía de que estuviera obligado o no y le interesaba saber exactamente a qué atenerse antes de dar instrucciones a los procuradores. Como usted ve, el mensaje no podía ser más vago y, naturalmente, se prestaba a confusiones.

—A juzgar por lo de la doncella —contestó miss Knight, con una risita—, eso debió suceder hace mucho tiempo. Llevo muchos años sin oír hablar de una doncella.

—Sí, hace una porción de años —asintió miss Marple—. No obstante, la naturaleza humana no ha cambiado desde entonces. Se cometían errores por las mismas razones que ahora. ¡Dios mío! —añadió— ¡Cuánto me alegro de que la chica esté a salvo en Bournemouth!

—¿La chica? —exclamó Dermot—. ¿Qué chica?

—Esa aficionada al corte que fue a ver a Giuseppe aquel día. ¿Cómo se llamaba? Gladys no sé cuántos.

—¿Gladys Dixon?

—Sí, eso es.

—¿Y dice usted que está en Bournemouth? ¿Cómo diablos lo sabe usted?

—Lo sé porque yo la envié allí —dijo miss Marple.

—¿Qué? —farfulló Dermot, mirándola, asombrado—. ¿Usted? ¿Por qué? —Fui a verla —explicó la anciana—, le di un poco de dinero y le dije que se tomara unas vacaciones y no escribiera a su casa.

—¿Por qué demonios hizo usted eso?

—Porque no me interesaba que la asesinasen —declaró miss Marple, parpadeando plácidamente.

Capitulo XXII

—He recibido una carta muy cariñosa de lady Conway —dijo miss Knight dos días más tarde, al tiempo que depositaba en la mesa la bandeja con el desayuno de miss Marple—. ¿Recuerda usted que le hablé de ella? Está un poco... —añadió, dándose unos golpecitos en la frente—, ¿sabe usted? A veces, divaga, y tiene muy mala memoria. A menudo no reconoce a sus parientes y les dice que se vayan.

—A lo mejor eso es un truco —comentó miss Marple—, un truco que no tiene nada que ver con la pérdida de la memoria.

—Vamos, vamos —reconvino miss Knight—, no seamos mal pensadas. Lady Conway está pasando el invierno en el Hotel Belgrave de Landudno. Es un hotel residencial precioso, con un espléndido jardín y una magnífica terraza cerrada con vidrieras. Está deseando que vaya a reunirme con ella —agregó, suspirando.

Miss Marple se incorporó en la cama.

—Por favor —apresuróse a replicar—, si la requiere esa señora, si la necesita a su lado y desea usted acudir...

—No, no —exclamó miss Knight—, ni hablar. No he querido decir eso. ¿Qué pensaría el señor Raymond West? Me explicó que posiblemente mi estancia aquí se convertiría en permanente. Nunca se me ocurriría faltar a mis obligaciones. Sólo he mencionado el hecho de pasada. De modo que no se preocupe, querida —añadió, dando unas palmaditas en el hombro de miss Marple—. ¡Nadie va a abandonarnos! ¡De ninguna manera! Al contrario, nos cuidarán y mimarán, procurando siempre nuestra conveniencia y comodidad.

Dicho esto, la mujer salió de la estancia. Miss Marple sentóse en la cama con aire resuelto. Luego, contempló la bandeja, sin decidirse a tocar nada. Por último, tomando el receptor telefónico, marcó un número con determinación.

—¿El doctor Haydock?

—Sí, al aparato.

—Soy Jane Marple.

—¿Qué le ocurre? ¿Necesita usted mis servicios profesionales?

—No —repuso la anciana—. Pero deseo verle cuanto antes.

A su llegada, el doctor Haydock encontró a miss Marple aún en cama, aguardándole.

—Parece usted la imagen de la salud —lamentóse el médico.

—Por eso precisamente deseaba verle —espetó miss Marple—. Para decirle que me encuentro perfectamente.

—Razón de más para que no llame al médico.

—Estoy muy fuerte, en perfectas condiciones de salud, y es absurdo que tenga que compartir mi techo con otra persona. Con tal que tenga una asistenta todos los días a hacer la limpieza y demás, no considero necesario tener a nadie en casa con carácter permanente.

—Usted no lo considera necesario, pero yo sí —replicó el doctor Haydock.

—Tengo la impresión de que se está usted convirtiendo en un viejo remilgado — soltó miss Marple, ásperamente.

—¡Eh, no me insulte! —protestó el doctor Haydock—. Es usted una mujer muy saludable, para su edad; sólo la fastidió un poco la bronquitis, que, dicho sea de paso, es muy mala para los viejos. Pero estar sola en una casa a su edad, es un peligro. Suponga que una noche se cae usted por la escalera, o bien se cae de la cama o resbala en el baño. Allí se quedaría y nadie se enteraría.

—Puedo imaginarme muchas cosas —replicó miss Marple—. Puestos a hacer suposiciones, podría suceder que miss Knight se cayera por la escalera y yo me cayera encima de ella al precipitarme a ver qué ocurría.

—Es inútil que se encocore —barbotó el doctor Haydock—. Es usted una anciana y debe ser cuidada adecuadamente. Si no le gusta esta mujer que tiene ahora, cámbiela por otra persona.

—Eso no siempre resulta tan fácil —repuso miss Marple.

—Búsquese alguna antigua sirvienta, alguien que le guste y haya convivido antes con usted. Sospecho que esa vieja gallina la exaspera, y no me sorprende. A mí también me exasperaría. Debe de haber alguna vieja sirvienta disponible. Su sobrino es uno de los escritores más cotizados del momento. No dudo que se prestaría a pagar los gastos si encontrara usted a la persona adecuada.

—Desde luego. Mi querido Raymond no tendría inconveniente en hacerlo. Es muy generoso. Pero no es fácil encontrar a esa persona. La gente joven tiene que vivir su vida y, desgraciadamente, muchas de mis fieles sirvientas de antaño han muerto ya.

—Pero usted vive todavía —insistió el doctor Haydock—, y, si se cuida como es debido, vivirá mucho tiempo más.

Luego, poniéndose en pie, suspiró:

—Bien. Aquí no tengo nada que hacer. Parece que vende usted salud. No pienso perder el tiempo tomándole la presión ni el pulso, o formulándole preguntas. Está usted progresando en todo ese jaleo local a pesar de no poder ir por ahí a meter las narices tanto como quisiera. Adiós, tengo que ir a hacer de médico de verdad. Tengo ocho o diez casos de sarampión, media docena de tos ferina y unas presuntas escarlatinas, además de mis enfermos habituales.

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