El Espejo Se Rajó De Parte A Parte (24 page)

BOOK: El Espejo Se Rajó De Parte A Parte
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—Era feliz —repitió—. Confiaba en ser feliz y era feliz. Así dijo aquel día, el día que la señora no sé cuántos...

—¿Bantry?

—Eso es. El día que la señora Bantry vino a tomar el té. Dijo que éste era un lugar muy «tranquilo» y que, por fin, había encontrado un sitio donde podría sentirse segura y feliz. ¡Segura! ¡Cielos! ¡Si eso es seguridad!

—¿Feliz por siempre jamás? —murmuró Ella, con un dejo de ironía—. Sí, dicho así, parece un cuento de hadas.

—Sea como fuere, ella lo creía.

—Pero usted, no —replicó Ella—. Usted nunca se hizo ilusiones.

—No —asintió Jason Rudd, con una sonrisa—. No llegué a ese extremo. Pero pensé que, por espacio de una temporada, unos dos años, gozaríamos de paz y tranquilidad. Es posible que Marina se hubiese convertido en otra mujer, una mujer con confianza en sí misma. Marina puede ser feliz, ¿sabe usted? Cuando es feliz, parece una niña, una chiquilla. ¿Por qué ha tenido que sucederle esto?

—A todos nos suceden cosas —soltó Ella, meneándose inquietamente—. Así es la vida. Y hay que tomarla como es. Unos lo consiguen y otros no. Marina es de estos últimos.

Dicho esto, la joven estornudó, —¿Otra vez su romadizo?

—Sí. A propósito, Giuseppe ha ido a Londres.

—¿A Londres? —exclamó Jason, algo sorprendido—. ¿Para qué?

—Al parecer, está pasando una tribulación familiar. Tiene parientes en Soho, y uno de ellos está gravemente enfermo. Ha expuesto el caso a Marina y, en vista de que ésta ha dado su consentimiento, le he dejado salir. Regresará esta noche. Supongo que no le importa, ¿verdad?

—No —respondió Jason—, en absoluto...

Luego, poniéndose en pie, murmuró, al tiempo que procedía a pasearse de un lado a otro de la estancia:

—¡Si pudiera llevármela lejos... ahora mismo!

—¿E interrumpir la película? Tenga usted en cuenta que...

—Lo único que me interesa es Marina —atajó él levantando la voz—. ¿No lo comprende usted? Está en peligro, y eso es todo cuanto me preocupa.

La joven abrió la boca, impulsivamente, mas volvió a cerrarla, sin decir nada. Luego, ahogando otro estornudo, se puso en pie, dispuesta a retirarse.

—Será mejor que vaya a darme una pulverización —declaró.

Y dirigióse a su habitación con una palabra resonando en su pensamiento.

Marina... Marina... Marina... Siempre Marina —Una oleada de cólera invadió todo su ser. Pugnando por dominarla. Ella Zielinsky entró en su dormitorio y tomó el pulverizador reservado para las curas de su catarro nasal.

Luego, tras introducir el pitón del recipiente en una ventana de su nariz, oprimió el pequeño fuelle de goma.

La advertencia llegó un segundo demasiado tarde... Su cerebro reconoció el insólito olor a almendras amargas... mas no a tiempo de paralizar la presión de sus dedos...

Capitulo XVIII
1

Frank Cornish colgó el receptor. —Miss Brewster ha salido a pasar el día fuera de Londres —murmuró.

—¿No ha vuelto todavía? —inquirió Craddock.

—¿Cree usted que...?

—No sé. Tal vez, no, pero no estoy seguro. ¿Y Ardwyck Fenn?

—También ha salido. He dejado recado de que le telefonee a usted a su regreso. En cuanto a Margot Bence, la fotógrafo, está cumpliendo un encargo relacionado con su profesión en algún punto de la provincia. El lechuguino de su socio no sabe dónde... o no ha querido decirlo. Y el mayordomo se ha largado a Londres.

—Me pregunto si este último no habrá tomado definitivamente las de Villadiego — masculló Craddock, pensativo—. Siempre he sospechado de los parientes moribundos ¿Por qué le ha dado por ir a Londres hoy, con estas prisas? —A lo mejor, metió el cianuro en el pulverizador antes de marcharse.

—Cualquiera podría haber hecho otro tanto.

—Pero opino que él tenía más ocasión que nadie. Dudo que pudiera hacerlo una persona ajena a la casa.

—Pues es perfectamente posible. Bastábale con elegir el momento oportuno, dejar el coche en una de las calzadas laterales, aguardar a que todo el mundo estuviese en el comedor, deslizarse por una ventana y subir al piso. Los arbustos llegan hasta la casa.

—Se me antoja muy arriesgado.

—Este criminal no vacila en arriesgarse. Tenemos buena prueba de ello desde el principio.

—Pero apostamos un hombre en el jardín.

—Ya sé. Con todo, un hombre no bastaba. La cuestión de los anónimos no me preocupaba mayormente. Marina Gregg estaba bien guardada. Pero nunca se me ocurrió pensar que hubiese otra persona en peligro. Lo cierto es que...

Sonó el teléfono, Cornish atendió inmediatamente a la llamada.

—Es del Dorchester. El señor Ardwyck Fenn está al aparato —añadió el policía, pasando el receptor a su compañero.

—¿El señor Fenn? —preguntó éste—. Aquí, Craddock.

—¡Ah, sí! Me han dicho que había usted llamado. He estado fuera todo el día.

—Siento comunicarle, señor Fenn, que miss Zielinsky ha muerto esta mañana... Envenenada con cianuro.

—¿De veras? Me sorprende la noticia. ¿Ha sido un accidente o algo provocado?

—No, no ha sido accidente. Alguien introdujo ácido prúsico en un pulverizador que solía usar la víctima.

—¡Ah! Ya comprendo...

Y tras una breve pausa. Ardwyck Fenn preguntó:

—¿Y se puede saber por qué me telefonea usted dándome cuenta de este doloroso suceso?

—Usted conocía a miss Zielinsky, señor Fenn.

—En efecto. La conocí hace años. Pero nuestra amistad era muy superficial.

—Hemos supuesto que acaso podría usted ayudarnos.

—¿En qué sentido?

—Tal vez pudiera sugerirnos algún posible motivo de su muerte. Era extranjera en este país. Sabemos muy poco de sus amigos y relaciones, como asimismo de las circunstancias de su vida.

—Estimo que Jason Rudd es la persona más indicada para informarles.

—Naturalmente. Y ya le hemos interpelado. Pero podría dar la casualidad de que usted supiera algo acerca de ella que él ignorase.

—Temo que no sea así. No sé casi nada de Ella Zielinsky, excepto que era una joven muy competente en su profesión, una secretaria de primera categoría. De su vida privada, no sé una palabra.

—¿Así, pues, no tiene usted nada que sugerir?

Craddock estaba ya preparado a oír la negativa decisiva, pero, para su sorpresa, dicha negativa no llegó a sus oídos. En su lugar, sobrevino una pausa, durante la cual percibió el fuerte resuello de Ardwyck Fenn al otro lado del hilo.

—¿Sigue usted al aparato, inspector?

—Sí, señor Fenn. Aquí estoy.

—He decidido decirle algo que tal vez resulte de alguna utilidad, Cuando sepa usted de qué se trata, comprenderá que tengo sobrados motivos para silenciarlo. Pero opino que, a la larga, mi silencio podría resultar imprudente. Los hechos son los siguientes. Hace un par de días, recibí una llamada telefónica. Una voz cuchicheó textualmente estas palabras: Le vi a usted, le vi echar las tabletas en el vaso..., ignoraba usted que hubiese habido testigos, ¿verdad? Eso es todo, por ahora... Muy pronto recibirá usted instrucciones de lo que debe hacer.

Craddock lanzó una exclamación de asombro.

—Sorprendente, ¿verdad, señor Craddock? Le doy mi palabra de que la acusación era completamente infundada Yo no eché tabletas en el vaso de nadie. Desafío a quien sea a demostrar que lo hice La sugestión es totalmente absurda. Pero, al parecer, la cosa indica que miss Zielinsky se proponía practicar el chantaje.

—¿Reconoció usted su voz?

—Es imposible reconocer un murmullo, pero no cabe duda que era Ella Zielinsky.

—¿Cómo lo sabe usted?

—La persona en cuestión estornudó sonoramente antes de colgar. Y me consta que miss Zielinsky padecía de catarro nasal crónico.

—¿Y qué opina usted de todo esto?

—Opino que miss Zielinsky no acertó con la persona en cuestión a la primera tentativa. Pero considero muy posible que fuese más afortunada después. Y el chantaje es un juego peligroso. —Le agradezco muchísimo su declaración, señor Fenn —profirió Craddock, reaccionando, al fin, de su sorpresa—. De todos modos, por pura fórmula, me veré obligado a comprobar sus movimientos en el día de hoy.

—Naturalmente. Mi chófer podrá informarle sobre el particular.

Tras colgar el receptor, Craddock repitió todo cuanto acababa de decirle su comunicante.

—Una de dos —comentó Cornish emitiendo un fuerte silbido—. O ese hombre no tiene realmente nada que ver con este asunto o bien...

—o bien se trata de una magnífica baladronada. En realidad, pudiera serlo. Fenn es de los que no se paran en barras. Contando con que Ella Zielinsky hubiese dejado algún indicio de sus sospechas, esta forma de echar la capa al toro constituiría una estupenda baladronada.

—¿Y su coartada?

—No sería la primera vez que tropezamos con una falsa coartada excelentemente preparada —suspiró Craddock—. Y Ardwyck Fenn dispone de recursos suficientes para pagar una elevada suma por una de ellas.

2

Giuseppe regresó a Gossington Hall poco después de medianoche. De hecho, tuvo que tomar un taxi en Much Benham, pues había salido ya el último tren de la línea que empalmaba con Saint Mary Mead.

El mayordomo estaba de muy buen humor. Despidió el taxi ante la puerta del jardín y tomó un atajo entre los arbustos. Abrió la puerta trasera con su llave. La casa estaba oscura y silenciosa. Giuseppe cerró la puerta y echó el pestillo. Al volverse hacia la escalera que conducía a su confortable apartamento compuesto de habitación y cuarto de baño, notó una corriente de aire. Sin duda, había alguna ventana abierta. Con todo, el italiano decidió no molestarse en comprobarlo. Subió arriba, sonriente, e introdujo una llave en la cerradura de su puerta. Tenía la costumbre de dejar siempre su habitación cerrada con llave. Pero, al tiempo que abría y empujaba la puerta, notó en la espalda la presión de una especie de anillo duro y redondo. Una voz susurró:

—Levante las manos y no grite.

Giuseppe apresuróse a obedecer. No quería arriesgarse. Aunque, de hecho, de nada le valió la precaución.

El gatillo fue oprimido una, dos veces.

Giuseppe cayó boca abajo...

Blanca levantó la cabeza de la almohada.

¿Qué era aquello, un tiro...? Estaba casi segura de haber oído un tiro... Aguardó unos instantes. Luego, convencida de que había sufrido un error, tendióse otra vez.

Capitulo XIX
1

—Es espantoso —farfulló miss Knight, tomando aliento, al tiempo que depositaba sus paquetes en la mesa.

—¿Qué ha sucedido? —inquirió miss Marple.

—No quisiera decírselo, querida. Temo que se impresione usted.

—Si no me lo dice, lo hará otra persona —le advirtió miss Marple.

—¡Caramba, pues es verdad! —dijo miss Knight—. ¡Qué pena! No cabe duda de que la gente habla demasiado. Yo nunca repito nada. Soy muy prudente en este aspecto.

—¿Decía usted que ha sucedido algo grave? —insistió miss Marple.

—Tanto, que me ha trastornado —miss Knight le aseguró—. ¿Está usted segura de que no le molesta la corriente de aire que viene de esa ventana, querida?

—Me gusta respirar un poco de aire fresco —repuso miss Marple.

—Sí. pero no debemos enfriarnos, ¿oye? —le advirtió miss Knight, con expresión picaresca—. Le diré lo que pienso hacer. Voy a prepararle una yema batida. Apuesto a que nos apetecerá mucho.

—Ignoro si a usted le apetece tomarla —gruñó miss Marple—. Pero si así es, me encantaría que lo hiciera.

—Vamos, vamos —sonrió miss Knight, agitando el índice—, no sea usted bromista.

—De acuerdo, pero, antes de marcharse, dígame qué ha pasado.

—Bien —accedió miss Knight—, pero con la condición de que no debe usted preocuparse ni ponerse nerviosa por ello, ya que estoy segura de que no nos atañe para nada. Claro está que, acostumbrados a oír hablar de todos esos «gangsters» americanos y demás facinerosos, ya no nos sorprende nada.

—¿Ha habido otro asesinato, no es eso? —coligió miss Marple.

—¡Caramba! ¡Qué perspicaz es usted, querida! ¡No me explico cómo lo ha adivinado!

—A decir verdad —murmuró miss Marple, pensativa—, me lo esperaba.

—¿Es posible? —exclamó miss Knight.

—En estos casos —explicó miss Marple—, siempre hay alguien que ve algo, sólo que a veces la gente necesita tiempo para percatarse de lo que ha visto. ¿Quién es el muerto?

—El mayordomo italiano. Alguien lo mató de un tiro anoche.

—¡Ah, caramba! —profirió miss Marple, sin cesar de reflexionar—. Sí, es muy verosímil, pero me sorprende que ese hombre no se diera cuenta antes de la importancia de lo que vio.

—¡Habla usted como si estuviese enterada de todo lo sucedido! ¿Por qué habían de matarle?

—Porque supongo que intentó hacer chantaje a alguien.

—Dicen que ayer fue a Londres.

—¿De veras? —exclamó miss Marple—. Eso es muy interesante, y hasta me atrevería a decir que sugestivo.

Miss Knight se fue a la cocina con ánimo de preparar sus anunciadas bebidas nutritivas. Miss Marple permaneció sentada en su sillón, sumida en sus pensamientos, hasta que le distrajo de ellos el sonoro y agresivo zumbido del aspirador, acompañado de la voz de Cherry cantando la última canción de moda favorita de los públicos, titulada: «Yo te dije y tú me dijiste».

—Por favor, Cherry —instó miss Knight, asomando la cabeza por la puerta de la cocina—, no haga tanto ruido, ¿no ve que molesta a nuestra querida miss Marple? Procure ser considerada.

Y, dicho esto, miss Knight cerró de nuevo la puerta de la cocina, en tanto Cherry gruñía:

—¿Quién le ha dado permiso de llamarme Cherry a esa vieja gelatinosa?

Luego, cantando en voz más baja, volvió a conectar el aspirador. Miss Marple llamó con su clara voz:

—¡Cherry! Venga acá un momento.

Cherry apagó el aspirador y, abriendo la puerta del salón, disculpóse:

—No quisiera haberla molestado con mis cantos, miss Marple.

—Sus cantos resultan mucho más agradables que el ruido del aspirador —sonrió miss Marple—. Pero, en fin, hay que amoldarse a los tiempos. Sería inútil pedirles a ustedes, la gente joven, que volviesen al uso del cepillo y la pala de antaño.

—¿Cómo? —exclamó Cherry, alarmada y sorprendida—. ¿Yo arrodillarme con una pala y un cepillo?

—Comprendo que le parezca a usted inaudito —suspiró miss Marple—. Entre y cierre la puerta. La he llamado porque quiero hablar con usted.

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