El Espejo Se Rajó De Parte A Parte (25 page)

BOOK: El Espejo Se Rajó De Parte A Parte
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Cherry obedeció y acercóse a miss Marple, mirándola con expresión inquisitiva.

—Disponemos de poco tiempo —lamentóse miss Marple—. Esa vieja (me refiero a miss Knight) se presentará de un momento a otro con un batido de huevo.

—Eso le sentará a usted de maravilla —comentó Cherry en tono alentador.

—¿Se ha enterado usted de que el mayordomo de Gossington Hall fue muerto de un tiro anoche? —preguntó miss Marple.

—¿Quién, el italiano? —farfulló Cherry.

—Sí, creo que se llamaba Giuseppe.

—Pues, no —repuso Cherry—. No sabía eso. He oído decir que ayer la secretaria del señor Rudd tuvo un ataque al corazón. Aseguran que ha muerto, pero sospecho que es sólo un rumor. ¿Quién le ha dicho lo del mayordomo?

—Miss Knight, de regreso de la compra.

—Claro está que yo no he visto a nadie esta mañana antes de venir aquí —declaró Cherry—.Me figuro que la noticia se habrá divulgado hace poco. ¿Se trata de un asesinato?

—Eso dice la gente, aunque no sé si con razón o sin ella.

—En este pueblo se habla demasiado —refunfuñó Cherry—. Me pregunto si Gladys se decidió a ir a verlo al fin —agregó pensativa.

—¿Quién es Gladys?

—Una amiga mía. Vive cerca de casa y trabaja en la cantina de los estudios.

—¿Y le habló de Giuseppe?

—Verá usted, había algo que se le antojaba un poco raro y tenía intención de ir a preguntarle qué opinaba de ello. Pero, si quiere usted que le sea franca, creo que se trataba de una mera excusa para verle, pues andaba un poco enamoriscada de él. A decir verdad, es un hombre muy apuesto y los italianos tienen mucho ángel. Con todo, yo le aconsejé que tuviera cuidado con él. Ya sabe usted cómo son los italianos.

—Tengo entendido que ayer ese hombre fue a Londres y no regresó hasta la noche.

—A lo mejor Gladys se las arregló para verlo antes de su marcha.

—¿Por qué quería verlo su amiga, Cherry?

—Porque había algo que le parecía un poco raro —le respondió Cherry.

Miss Marple la miró con aire interrogante.

—Gladys fue una de las muchachas que ayudaron a servir el día de la fiesta — explicó Cherry—, esto es, el día que la señora Badcock la diñó.

—¿Ah, sí? —exclamó miss Marple, más alerta que un «fox-terrier» al acecho de una rata.

—Y, al parecer, vio algo que le llamó un poco la atención.

—¿Por qué no fue a decírselo a la policía?

—Porque no consideraba que mereciese la pena —contestó Cherry—. Antes quería comentarlo con el señor Giuseppe.

—¿Qué fue lo que vio aquel día?

—Francamente —masculló Cherry—, lo que me dijo se me antojó una tontería. Aunque he pensado que tal vez era otra cosa.

—¿Qué fue lo que le dijo? —inquirió miss Marple, haciendo alarde de su habitual paciencia y obstinación.

—Habló de la señora Badcock y el cóctel, y dijo que estaba muy cerca de ella en aquel momento —explicó Cherry, frunciendo el entrecejo—. Añadió que ella misma lo hizo.

—¿Hizo qué?

—Derramar el coctel sobre su vestido y echárselo a perder.

—¿Por torpeza?

—No, nada de torpeza. Gladys aseguró que lo hizo aposta, con toda intención. Pero la verdad es que, por más vueltas que le doy, no le veo el sentido.

—No —balbuceó miss Marple, meneando la cabeza con expresión perpleja—. Ni yo tampoco se lo veo.

—Además, era un vestido nuevo —prosiguió Cherry—. De eso vino la conversación. Gladys tenía intención de comprarlo. Dijo que habría que lavarlo, pero que no se atrevía a dirigirse personalmente al señor Badcock para adquirirlo. Gladys es muy mañosa para coser y aseguró que era un género precioso, de tafetán artificial azul noche, y que, como la falda tenía mucho vuelo, podría quitarle la parte manchada por el coctel y aprovechar el resto.

Miss Marple consideró un momento aquel problema de modistería.

Luego, dejándolo a un lado interrogó:

—¿Y usted cree que su amiga Gladys Dixon le ocultó algo?

—No he podido menos de pensarlo porque no comprendo qué es lo que tenía que preguntar al señor Giuseppe si lo que vio fue tan sólo a Heather Badcock derramándose deliberadamente el coctel sobre el vestido.

—Ni yo tampoco —convino miss Marple, suspirando—. Pero el hecho de no comprender resulta siempre interesante. Cuando uno no comprende una cosa es porque la enfoca mal o porque no esté debidamente informado sobre ella. Probablemente nos encontraremos en este último caso. En fin, es una lástima que esa chica no fuera directamente a la policía.

En aquel momento abrióse la puerta y apareció miss Knight con un vaso alto coronado por una deliciosa espuma amarillenta.

—Aquí tiene usted querida —dijo la recién llegada—. Verá qué rico está. ¡Con qué gusto lo saborearemos!

Y, tirando de una mesita, la dispuso delante de su patrona. Luego, volviéndose a mirar a Cherry, añadió fríamente.

—Ha dejado usted el aspirador atravesado en el pasillo. Por poco me caigo sobre él. Si no lo quita de allí, alguien se lastimará.

—En seguida voy —barbotó Cherry—. Con su permiso.

Y salió de la estancia.

—¡Caramba con la tal señora Baker! —gruñó miss Knight—. Constantemente tengo que estar llamándole la atención sobre algo. ¿A quién se le ocurre dejar el aspirador en medio del paso y entrar a charlar con usted sin tener en cuenta que lo que usted quiere es que la dejen tranquila?

—Conste que la he llamado yo —replicó miss Marple—. Deseaba hablar con ella.

—Supongo que le habrá echado en cara lo mal que hace las camas —refunfuñó miss Knight—. Anoche me quedé patitiesa al abrir la de usted. Tuve que volver a hacerla otra vez.

—Fue usted muy amable —agradeció miss Marple.

—Nunca me duele hacer un favor —declaró miss Knight—. Al fin y al cabo, para esto estoy aquí, para cuidar y atender en lo posible a cierta persona que todos conocemos. ¡Ah, caramba, caramba! —agregó—. ¿Y ha vuelto a deshacer su labor?

Miss Marple recostóse en su sillón.

—Voy a descansar un poco —dijo, cerrando los ojos—. Ponga el vaso aquí... Eso es, gracias. Y tenga la bondad de no entrar a molestarme al menos en tres cuartos de hora.

—Pierda usted cuidado, querida —dijo miss Knight—. No la molestaré. Y advertiré a la señora Baker que no meta ruido.

Dicho esto, se retiró directamente.

2

El apuesto joven americano miró a su alrededor con aire desconfiado.

Las ramificaciones de la urbanización le aturrullaban.

En vista de ello dirigióse cortésmente a una anciana de cabello blanco y mejillas sonrosadas que parecía ser el único ser humano visible en aquel lugar.

—Disculpe usted, señora. ¿Podría decirme dónde está la Blenheim Close?

La anciana lo examinó unos instantes. Mas he ahí que cuando el joven, tomándola por sorda, se disponía a repetir la pregunta en voz más alta, la desconocida contestó:

—Siga por aquí, a la derecha. Luego doble a la izquierda y, a la segunda travesía, doble otra vez a la derecha y siga recto. ¿Qué número busca usted?

—El 16 —respondió el joven, consultando un papel—. Gladys Dixon.

—Eso es —murmuró la anciana—. Pero creo que esa muchacha trabaja en la cantina de los Estudios Hellingforth. Probablemente la encontrará usted allí, si desea hablar con ella.

—Esta mañana no se ha presentado —explicó el joven—. Quería localizarla para decirle que venga a Gossington Hall. Andamos muy escasos de personal hoy.

—Ya me lo figuro —profirió la anciana—. Creo que anoche alguien disparó contra el mayordomo, ¿no?

La salida dejó al joven un poco sorprendido. Por último, éste acertó a contestar:

—Al parecer, las noticias vuelan en este pueblo.

—Efectivamente —asintió la anciana—. También tengo entendido que la secretaria del señor Rudd murió ayer a consecuencia de una especie de ataque... Es terrible —comentó meneando la cabeza—, realmente terrible. Si seguimos así, ¿adonde iremos a parar?

Capitulo XX
1

Un poco más avanzado el día, otro visitante encaminóse a Blenheim Close número 16. Era el sargento de detectives William (Tom) Tiddler. En respuesta a su enérgica llamada a la puerta, elegantemente pintada de amarillo, acudió a abrirle una muchacha de unos quince años, con una larga melena rubia, jersey de color naranja y ceñidos pantalones negros.

—¿Vive aquí la señorita Gladys Dixon?

—¿Desea usted verla? Lo siento, no está en casa.

—¿Dónde está? ¿Pasará la noche fuera?

—Se ha ausentado del pueblo para tomarse unas pequeñas vacaciones.

—¿A dónde ha ido?

—Eso es mucho preguntar —repuso la muchacha.

—¿Puedo entrar? —preguntó Tom Tiddler, sonriendo a la chica con la más expresiva de las sonrisas—. ¿Está en casa su madre?

—Mamá ha ido a trabajar y no regresará hasta las siete y media. Pero, de todos modos, tampoco podrá informarle. Gladys se ha ido de vacaciones.

—Comprendo. ¿Cuándo se marchó?

—Esta mañana. Ha sido todo de improviso. Nos ha dicho que tenía la oportunidad de viajar gratis.

—¿Le importaría darme sus señas?

—No las tengo —replicó la muchacha rubia con un ademán negativo—. Gladys ha prometido mandar sus señas en cuanto se instale. Pero dudo que lo haga —añadió—. El verano pasado fue a Newquay y ni siquiera nos mandó una postal. Es muy perezosa y además siempre dice que las madres se preocupan demasiado.

—¿Le ha pagado alguien esas vacaciones?

—Seguramente —contestó la chica—. Me consta que estos días anda muy mal de fondos. La semana pasada gastó mucho en las rebajas.

—¿Y no tiene usted idea de quién le ha regalado este viaje o dado dinero para que lo realizase?

Al oír esta pregunta, la muchacha rubia replicó, muy tiesa:

—Por favor, no piense usted cosas raras. Nuestra Gladys no es de esa calaña. En agosto le gusta pasar las vacaciones en el mismo sitio que su novio, pero eso no es ningún pecado. Ella se paga lo suyo. Conque no sea usted mal pensado, caballero.

Tiddler aseguró humildemente que distaba mucho de abrigar tales suposiciones, pero que le gustaría saber la dirección de Gladys Dixon si ésta enviaba una postal.

Luego volvió al cuartel con el resultado de sus diversas gestiones. En los estudios le habían informado de que Gladys Dixon había telefoneado aquella mañana diciendo que no podría ir a trabajar en una semana. Habíase enterado también de otros detalles.

—Parece que últimamente los ánimos están muy excitados allí —exclamó el sargento—. Marina Gregg hace una escena casi todos los días. Hace poco salió con que el café que le servían estaba envenenado porque tenía un sabor muy amargo. Se puso en un terrible estado de nervios. Su marido tomó la taza y echó el café por un fregadero, aconsejándola que no armase tanta bulla.

—¿Y qué más? —masculló Craddock, seguro de que la cosa no terminaba ahí.

—Pero, por lo visto, el señor Rudd no lo tiró todo, sino que guardó un poco y lo hizo analizar, con el resultado de que el café estaba, en efecto, envenenado.

—Todo esto se me antoja muy inverosímil —comentó Craddock—. Tendré que interpelar a Jason Rudd sobre el particular.

2

Jason Rudd estaba nervioso, irritable.

—Estimo, inspector Craddock, que tenía perfecto derecho a hacer lo que hice — gruñó.

—Si sospechaba usted de aquel café tenía algo malo, señor Rudd, ¿por qué no nos lo confiaba a nosotros para su análisis?

—Lo cierto es que no sospeché ni por un momento que estuviera envenenado.

—¿A pesar de que su esposa aseguraba que tenía un sabor raro?

—¡Bah! —exclamó Rudd, esbozando una triste sonrisa—. Desde el día de la fiesta, todo lo que come o bebe mi mujer tiene, según ella, un gusto raro. Entre eso y las notas amenazadoras que han llegado...

—¿Todavía más?

—Sí, otras dos. Una fue echada por esa ventana. Otra, por el buzón. Aquí están, si le interesa verlas.

Craddock las examinó. Estaban mecanografiadas, al igual que la primera. Una decía:

Ya falta poco. Prepárese usted.

La otra ostentaba un tosco dibujo con una calavera y dos huesos en aspa, bajo la cual figuraban las siguientes palabras: Ésa es la suerte que le espera, Marina.

—Muy pueril —comentó Craddock, arqueando las cejas.

—¿Quiere usted decir con esto que no las considera peligrosas?

—De ningún modo —repuso Craddock—. La mentalidad de un asesino suele ser pueril. ¿De veras no tiene usted idea, señor Rudd, de quién envió esas notas?

—En absoluto —aseguró Jason—. No puedo menos de pensar que, más que nada, se trata de una broma macabra. Tengo la impresión de que tal vez... El hombre titubeó.

—Siga usted, señor Rudd.

—De que tal vez es una persona del pueblo, excitada por el envenenamiento del día de la fiesta. Algún enemigo de la profesión de actor. En ciertos medios rurales el arte dramático es considerado un arma diabólica y desde luego intolerable.

—¿Quiere usted significar con eso que no se cree que miss Gregg esté amenazada? ¿Cómo explica entonces lo del café?

—No comprendo cómo ha llegado eso a sus oídos —masculló Rudd, algo enojado.

—Todo se comenta —murmuró Craddock—. Tarde o temprano se entera todo el mundo. Pero debiera usted haber acudido a nosotros. Ni siquiera nos avisó cuando supo el resultado del análisis.

—No, no lo hice —farfulló Jason—. Tenía otras cosas en qué pensar. Por un lado, la muerte de la pobre Ella. Y luego el caso de Giuseppe. Inspector Craddock, ¿cuándo podré llevarme a mi esposa de aquí? Está frenética, irresistible.

—Me hago cargo. Pero no puede ser. La investigación debe proseguir.

—¿Se da usted cuenta de que su vida continúa en peligro?

—Confío en que no será así. Tomaremos toda clase de precauciones...

3

—¡Bah! ¡Precauciones! ¿Para qué sirven las precauciones? Debo llevármela de aquí. Craddock, debo llevármela cuanto antes.

Marina estaba echada en el diván de su dormitorio, con los ojos cerrados. Su tez aparecía muy pálida, debido a la tensión y a la fatiga.

Su marido permaneció unos instantes de pie ante ella, observándola.

—¿Era Craddock? —inquirió Marina, abriendo los ojos.

—Sí.

—¿Por qué ha venido, por lo de Ella?

—Por lo de Ella... y por lo de Giuseppe.

—¿Giuseppe? —repitió Marina, frunciendo el ceño— ¿Han averiguado quién disparó contra él?

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