Read El Espejo Se Rajó De Parte A Parte Online
Authors: Agatha Christie
Jason Rudd aprovechó la pausa para lanzar un exasperado suspiro.
—Comprendo —murmuró Dermot—. Prosiga usted, por favor.
—A buen seguro, ha oído usted ya referir lo que sigue.
—Da lo mismo. Me gustaría oírlo de nuevo de sus labios.
—Bien. Retrocedí hacia el rellano de la escalera. Mi esposa había vuelto junto a la mesa, y en aquel momento procedía a tomar su vaso. La señora Badcock lanzó una pequeña exclamación. Alguien acababa de empujarla provocando la caída del vaso que sostenía en las manos, el cual fue a romperse contra el suelo. Entonces, Marina hizo lo que hubiera hecho cualquier otra anfitriona. Aun cuando las salpicaduras del líquido alcanzaron la falda de su vestido, quitó importancia al hecho, secó la falda de la señora Badcock con su propio pañuelo e insistió en ofrecerle su bebida. Si no recuerdo mal, dijo: «Ya he bebido demasiado». Tal fue el proceso del hecho. Pero puedo asegurarle lo siguiente. La dosis fatal no pudo ser introducida en el vaso después de esta escena, porque la señora Badcock empezó a beber su contenido en cuanto lo recibió de manos de mi esposa. Como usted sabe cuatro o cinco minutos más tarde, estaba muerta. Me pregunto qué sensación debía experimentar el envenenador al percatarse de que había fracasado su plan...
—Todo esto, ¿lo pensó usted entonces?
—No, naturalmente. Como es de suponer, a la sazón, llegué a la conclusión de que aquella mujer había sufrido algún ataque. Algo de corazón, una trombosis coronaria o un colapso de cualquier especie. No se me ocurrió pensar que se trataba de un envenenamiento. ¿Lo hubiera pensado usted? ¿Lo hubiera pensado alguien?
—Probablemente, no —convino Dermot—. En fin, su versión es bastante clara y, al parecer, está usted seguro de lo que dice. Lo único que no puedo aceptar es su declaración conforme no sospecha de persona determinada.
—Le aseguro que es la pura verdad.
—Vamos a ver, enfoquémoslo desde otro ángulo. ¿Quién cree usted que pudiera querer mal a su esposa? Expuesto de esta suerte, todo cobra un tono melodramático; pero dígame, ¿qué enemigos tiene su mujer?
—¿Enemigos? —exclamó Jason Rudd, con un expresivo gesto—. ¿Enemigos? Es difícil de definir el concepto de enemigo. En el mundo en que nos desenvolvemos mi esposa y yo hay mucha envidia y rivalidad. Abundan las personas que aventuran comentarios maliciosos e inician campañas de murmuración. Naturalmente, si surge la oportunidad, esas tales no vacilan en jugar una mala pasada a la persona objeto de su envidia. Pero eso no significa que tales envidiosos sean asesinos o asesinos en potencia. ¿No opina usted lo mismo?
—Desde luego. Sin duda, se trata de algo más fuerte que simples envidias o antipatías. ¿Hay alguien que pudiera sentirse ofendido por algún antiguo agravio?
Jason Rudd no respondió en seguida a esta pregunta. En vez de ello, frunció el ceño pensativo. Por fin dijo:
—Francamente, no lo creo, Y conste que he reflexionado mucho sobre ese punto.
—¿Algo, por ejemplo, relacionado con un amorío o aventura con algún hombre?
—No cabe duda que ha habido asuntos de esa clase. No niego que, en alguna ocasión, Marina haya tratado mal a algún hombre. Pero me consta que no ha hecho nada susceptible de provocar una malquerencia perdurable. De eso estoy seguro.
—¿Y en lo tocante a mujeres? ¿Sabe usted de alguna mujer que tenga inquina a miss Gregg?
—Bien —murmuró Jason Rudd—, en cuestión de mujeres resulta aún más difícil precisar. Lo cierto es que así, de sopetón, no se me ocurre ninguna en particular.
—Desde el punto de vista económico, ¿quién se beneficiaría con la muerte de su esposa?
—Su testamento beneficiaría a varias personas, mas no en gran proporción. Supongo que las personas que más se beneficiarían, como usted dice, económicamente, sería yo, como su marido y, desde otro ángulo, la estrella que la sustituyera en la película en rodaje. Aunque, por supuesto, cabe la posibilidad de que dicha película no se continuase. Estas cosas son muy inciertas.
—En fin, no es preciso que ahondemos más en este asunto por ahora —suspiró Dermot.
—¿Cuento con su promesa de que Marina no sabrá que se halla en posible peligro?
—¿Ve usted? —masculló Dermot—. Respecto a este punto, cabe la discusión. Quiero convencerle de que en esto se arriesga usted demasiado. Con todo, la cuestión se pospondrá unos días en atención a que su esposa está todavía en tratamiento médico. Y ahora, le agradecería que me hiciera usted un favor. Me gustaría que me facilitase una lista lo más aproximada posible de todas las personas que se hallaban en la sala de lo alto de la escalera o que vio usted subir por ésta al producirse el crimen.
—Haré lo que pueda, pero tengo mis dudas respecto al particular. Le aconsejo que consulte a mi secretaria, Ella Zielinsky. Posee una excelente memoria y tiene listas de las personas del pueblo que asistieron a la recepción. Si desea usted verla ahora...
—Me encantaría hablar con miss Ella Zielinsky —aceptó Dermot Craddock.
Ella Zielinsky contempló a Dermot Craddock con aire indiferente a través de sus grandes gafas de concha. Con queda presteza, sacó del interior de un cajón una hoja mecanografiada y tendiósela al policía. ¿Era posible tanta suerte?, se dijo éste.
—Puedo asegurarle que no hay ninguna omisión —declaró la secretaria—. No obstante, es posible que yo incluyera en la lista uno o dos nombres (de personas locales, naturalmente) que no estuvieran presentes en la recepción. Esto es, que se hubieran marchado ya o que, por no haber sido halladas en el jardín, no figurasen entre los invitados. De hecho, estoy segura de que la lista es correcta.
—Y muy bien hecha, por cierto —ensalzó Dermot.
—Gracias.
—Supongo, y conste que soy muy ignorante en estas cosas, que se le exige a usted mucha eficiencia en su trabajo.
—Sí, hay que hacer las cosas con mucha pulcritud.
—¿En qué consiste exactamente su trabajo? ¿Es usted una especie de enlace, por así decirlo, entre los estudios y Gossington Hall?
—No. No tengo nada que ver con los estudios, aunque naturalmente tomo recados de ellos por teléfono o los envío a mi vez. Mi tarea consiste en atender a la vida social de miss Gregg, o sea a sus compromisos públicos y privados, y en llevar, hasta cierto punto, la casa. —¿Le gusta su trabajo?
—Está magníficamente retribuido y a mí me parece bastante interesante. Sin embargo, no contaba con lo del asesinato —agregó secamente.
—¿Se le antojó algo increíble?
—Tanto que voy a preguntarle si cree usted realmente que fue un asesinato.
—Una dosis de Bi-etil-mexina, etcétera, etcétera, seis veces superior a lo normal no invita a creer otra cosa.
—Podría haber sido un accidente.
—¿Y cómo sugiere usted que pudiera haber sucedido semejante accidente?
—Más fácilmente de lo que usted imagina, puesto que no conoce el escenario donde sucedió. Esta casa está atestada de drogas de todas clases. Conste que no me refiero a drogas en sí sino a medicamentos recetados por los médicos. Pero, según tengo entendido, la dosis letal de la mayor parte de estos productos no se diferencia mucho de la dosis terapéutica.
Dermot asintió en silencio.
—Esta gente de teatro y de cine sufren curiosísimos lapsos de inteligencia. A veces, pienso que cuanto más talento artístico tiene una persona, tanto menos sentido común posee en la vida cotidiana.
—Es muy posible.
—Con toda esa serie de frascos, comprimidos, polvos, cápsulas y cajitas que llevan consigo, y su manía de tomar a todas horas tranquilizantes, tónicos y píldoras estimulantes, ¿no cree usted en las posibilidades de una confusión?
—No acierto a imaginármela en este caso concreto.
—En cambio, yo lo considero perfectamente posible. Alguien, cualquiera de los invitados, pudiera haber necesitado un sedante, o un estimulante, y echado mano del tubo o frasquito que tales personas suelen llevar encima. Entonces, sea porque estuviese distraído conversando con alguien o porque no se acordase de la dosis por no haber tomado el medicamento en algún tiempo, cabe la posibilidad de que echara en el vaso demasiada cantidad. Luego, se distrajo y fue a charlar con alguien, y entretanto, esa señora Fulana de Tal, pensando que era su vaso, lo tomó y bebió su contenido. ¿No cree usted que eso es lo más probable y verosímil?
—Supongo que no se figura usted que hemos pasado por alto todas esas posibilidades, ¿verdad?
—No, desde luego. Pero insisto en que había una porción de gente y una porción de vasos alrededor llenos de diversas bebidas. En tales casos, sucede a menudo que alguien se equivoca y bebe el de otra persona.
—Según creo, ¿usted no cree que Heather Badcock fuese envenenada deliberadamente? ¿Se figura que bebió el vaso de otra persona?
—No se me ocurre otra cosa. En mi opinión, es lo más verosímil.
—En este caso —murmuró Dermot, recalcando las palabras—, debió ser el vaso de Marina Gregg. ¿Se da usted cuenta? Marina le ofreció el suyo.
—O el que se figuraba que era el suyo —corrigióle Ella Zielinsky—. Usted no ha hablado todavía con Marina, ¿verdad? Es extremadamente vaga y distraída, capaz de tomar cualquier vaso parecido al suyo y bebérselo como si nada. Se lo he visto hacer muchas veces.
—¿Toma «Calmo»?
—Desde luego. Todos lo tomamos.
—¿Usted también, miss Zielinsky?
—A veces siento el impulso de hacerlo —declaró Ella Zielinsky—. Estas cosas se contagian, ¿sabe usted?
—Tengo verdaderos deseos de poder hablar con miss Gregg. Al parecer, está postrada y lo estará aún muchos días.
—Todo eso son nervios —profirió Ella Zielinsky—. Suele dramatizar por cualquier cosa, tanto más si se trata de un asesinato. Es incapaz de tomárselo con calma.
—En cambio, usted parece haber logrado encajar el golpe, miss Zielinsky.
—Cuando todas las personas que nos rodean se hallan en constante estado de agitación —repuso Ella, secamente—, experimentamos el deseo de adoptar la actitud contraria.
—¿Y aprendemos a enorgullecemos de no descomponernos cuando sobreviene alguna gran tragedia inesperada?
Ella Zielinsky reflexionó unos instantes.
—En realidad, no es una actitud agradable —dijo, al fin—, Pero opino que si no nos esforzásemos en adoptarla, probablemente acabaríamos amilanándonos.
—¿Era, mejor dicho, es miss Gregg una persona difícil para una empleada como usted?
La pregunta era de carácter algo personal, pero Dermot Craddock considerábala una especie de prueba. Si Ella Zielinsky arqueaba las cejas y preguntaba tácitamente qué tenía que ver aquello con el asesinato de la señora Badcock, veríase obligado a reconocer que, en efecto, no tenía nada que ver con él. Pero, por otra parte, decíase que, a lo mejor, Ella Zielinsky se prestaría a explicarle qué pensaba de Marina Gregg.
—Es una gran artista —declaró la secretaria—. Posee un atractivo personal que se refleja en la pantalla de un modo maravilloso. Debido a eso, uno considera un privilegio trabajar a su lado. Ahora bien, desde el punto de vista meramente personal, es insoportable.
—¿Ah, sí? —exclamó Dermot.
—Carece de toda moderación. Tan pronto está alegre como triste, es terriblemente exagerada en todo y cambia de opinión a cada paso. Además, hay que evitar a toda costa mentarle o aludir a una porción de cosas, a fin de no trastornarla.
—¿Cómo, por ejemplo?
—Pues enfermedades mentales, sanatorios o casa de salud. En cierto modo, considero natural que sea sensible a eso. Y a todo lo relacionado con los niños.
—¿Con los niños? ¿En qué sentido?
—La trastorna ver niños o saber que otras personas son felices con ellos. Si se entera de que alguien espera un bebé o acaba de dar a la luz a un hijo, inmediatamente se pone desolada. Ella nunca podría tener otro hijo, ¿sabe usted?, y el único que tuvo es anormal. ¿Lo sabía usted?
—Sí, he oído hablar de ello. Es un caso muy triste y lamentable. Pero después de tantos años, cabía esperar que lo hubiese olvidado un poco.
—Pues no lo ha olvidado. Es una obsesión. Constantemente piensa en ello.
—¿Cómo se lo toma el señor Rudd?
—El niño no era hijo suyo. Era del último marido de Marina, Isidore Wright.
—¡Ah, sí! Su último marido. ¿Dónde para éste ahora?
—Se casó otra vez y vive en Florida —apresuróse a contestar Ella Zielinsky.
—¿Cree usted que Marina Gregg se ha atraído muchos enemigos en su vida?
—Pues, no. Lo mismo que la mayoría de los artistas. Siempre surgen cuestiones sobre otros hombres o mujeres, o sobre los contratos y demás.
—Que usted sepa, ¿no temía a nadie en particular?
—¿Quién, Marina? No creo, ¿Por qué? ¿Por qué había de temer a nadie?
—Lo ignoro —masculló Dermot.
Y tomando la lista con los nombres, añadió:
—Muchísimas gracias, miss Zielinsky. Si surge alguna otra cuestión de interés, volveré a interrogarla. ¿Tiene usted inconveniente?
—Ninguno. Mi deseo, nuestro deseo, es colaborar en lo posible con ustedes.
—Bien, Tom, ¿tiene usted algo para mí?
El sargento Tiddler sonrió, complacido, su nombre no era Tom, sino William, pero la combinación de Tom Tiddler había atraído siempre a sus colegas.
—¿Cuánto oro y plata ha recogido usted para mí? —insistió Dermot Craddock, Ambos se hallaban en «El Verraco Azul», y Tiddler acababa de regresar de una jornada en los estudios.
—La proporción de oro es muy pequeña —repuso Tiddler—. Nada de murmuraciones, ni rumores alarmantes. Sólo una o dos sugestiones de suicidio.
—¿Por qué suicidio?
—Suponen que tal vez se peleó con su marido y quiso que éste se arrepintiera, pero que, en realidad, ella no intentara ir tan lejos.
—No creo que eso nos reporte ninguna ayuda —murmuró Dermot.
—No, desde luego. Nadie sabe nada sobre el caso. Sólo se preocupan del trabajo que tienen entre manos. Allí domina la técnica y hay un ambiente de «el espectáculo debe continuar», o mejor dicho, la película o el rodaje deben continuar. Ignoro el término adecuado para el caso. Todo cuanto les preocupa es cuándo se reintegrará Marina Gregg a los estudios. Por lo visto, no es la primera vez que echa a perder una película a causa de una depresión nerviosa.
—¿Simpatizan con ella, en conjunto?
—Aseguraría que la consideran un verdadero engorro, no obstante lo cual no pueden menos de sentirse fascinados por ella cuando está de buenas. A propósito, su marido está chiflado por ella.