El Espejo Se Rajó De Parte A Parte (9 page)

BOOK: El Espejo Se Rajó De Parte A Parte
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—Tenía una expresión petrificada —repitió miss Marple, pensativa—, y miraba la pared de enfrente por encima del hombro de la señora Badcock. ¿Qué había en aquella pared?

—Pues un cuadro, si no recuerdo mal —contestó la señora Bantry—. Un cuadro italiano. Creo que era una reproducción de una Madonna de Bellini, pero no estoy segura. Un cuadro de la Virgen sosteniendo un risueño Niño en brazos.

—No concibo que un cuadro pudiera provocar semejante expresión en su rostro — comentó miss Marple, frunciendo el ceño.

—Sobre todo teniendo en cuenta que lo ve todos los días —convino la señora Bantry.

—Supongo que, a la sazón, aún había gente subiendo por la escalera.

—Desde luego.

—¿Recuerda usted quiénes eran?

—¿Insinúa usted la posibilidad de que Marina pudiera estar mirando a una de las personas que subían por la escalera? —Pues, sí, es posible, ¿no le parece? —sugirió miss Marple.

—Sí, naturalmente... Veamos. Había el alcalde, de veinticinco alfileres, con cadenas y demás, y su mujer. Había también un hombre con el pelo largo y una de esas barbas raras que se estilan hoy día. Era un chico muy joven. Por último, la muchacha con la cámara. Ésta habíase situado en un lugar estratégico de la escalera para tomar fotografías de la gente que subía y estrechaba la mano a Marina. ¡Ah! Y además había otras dos personas desconocidas, probablemente de los estudios, y los Grice de Lower Farm. Es posible que hubiera más gente, pero, de momento, no recuerdo a nadie más.

—En fin, la cosa no parece muy prometedora —gruñó miss Marple—. ¿Qué pasó después?

—Creo que Jason Rudd tocó con el codo a su mujer, Marina sonrió a la señora Badcock y empezó a prodigar de nuevo las frases amables, mostrando su habitual afabilidad, naturalidad y cortesía.

—¿Y luego?

—Jason Rudd les ofreció unas bebidas.

—¿Qué clase de bebidas?

—Creo que daiquiris. Dijo que era el cóctel favorito de su esposa. Les dio uno a cada una.

—Eso es muy interesante —musitó miss Marple—. Extraordinariamente interesante. ¿Y qué sucedió después?

—Lo ignoro, porque llevé a un grupo de mujeres a ver los cuartos de baño, y ya no supe nada más hasta que se presentó la secretaria con mucha precipitación, diciendo que alguien acababa de sufrir un síncope.

Capitulo VII

La encuesta fue breve y desalentadora. La prueba de identificación fue aportada por el marido. Las demás pruebas eran exclusivamente médicas. Heather Badcock había muerto a consecuencia de la ingestión de veinticuatro gramos de Bi-tildexil-barboquinde-loriteato, o algo parecido. No había pruebas relativas a la forma de administrar la droga.

La encuesta demoróse quince días.

Una vez concluida, el inspector de detectives Frank Cornish, reunióse con Arthur Badcock.

—¿Podría charlar un rato con usted?

—Naturalmente.

Arthur Badcock parecía más abatido que nunca.

—No lo comprendo —murmuró—. No puedo comprenderlo.

—Tengo un coche ahí —propuso Cornish—. Iremos a su casa, ¿le parece bien? Allí estaremos más cómodos e independientes.

—Gracias, señor. Sí, sí, creo que eso será mucho mejor.

Ambos se detuvieron ante el limpio portillo pintado de azul de la calle Arlington, número 3. Arthur Badcock abrió la marcha, seguido del inspector. Al llegar ante la puerta, Badcock sacó un llavín, más cuando se disponía a introducirlo en la cerradura, la puerta abrióse desde dentro. La mujer que apareció en su marco retrocedió algo turbada.

—¡Mary! —exclamó Arthur Badcock, sobresaltado, —He venido únicamente a prepararle un poco de té, Arthur. He pensado que lo necesitaría de regreso de la encuesta. —Es usted muy amable —agradeció Arthur Badcock.

Y tras una vacilación, agregó:

—Le... le presento al inspector Cornish, señora Bain... La señora es una vecina mía.

—Comprendo —murmuró el inspector Cornish.

—Voy a por otra taza —disculpóse la señora Bain.

Ésta desapareció. Entonces, Arthur Badcock, con un dudoso ademán, hizo pasar al inspector a una salita cubierta de vistosa cretona, situada a la derecha del vestíbulo.

—La señora Bain es muy amable —comentó Arthur Badcock—. Muy amable.

—¿La conoce usted hace mucho tiempo?

—No. Sólo desde que vinimos a vivir aquí.

—Tengo entendido que lleva usted dos años aquí. ¿Dos o tres?

—Unos tres años —precisó Arthur—. La señora Bain sólo hace seis meses que vive en este barrio. Su hijo trabaja cerca de aquí. Por eso tras el fallecimiento de su marido, la señora se vino a vivir aquí con él.

En aquel momento, apareció la aludida con una bandeja. Era una mujer morena y vehemente de unos cuarenta años de edad. Su agitanada tez convenía perfectamente con sus oscuros ojos y sus negros cabellos. Había algo raro en sus ojos, acaso su expresión vigilante. Al tiempo que la mujer depositaba la bandeja sobre la mesa, el inspector Cornish dijo algo agradable e intrascendente. Su instinto profesional le indujo a ponerse en guardia. La vigilante expresión de la mujer, el ligero sobresalto de ésta al proceder Arthur a la presentación, no habían pasado inadvertidos al inspector, acostumbrado a la leve inquietud que en ciertas personas motiva la presencia de la policía. Había dos clases de malestar. Uno era el natural recelo y sobresalto experimentados por las personas susceptibles de haber faltado inconscientemente a la ley. Pero había otra clase de desasosiego, precisamente el que, al presente, parecía producirse allí. Sin duda, pensó el inspector, la señora Bain había tenido alguna vez algo que ver con la policía. Algo que habíala dejado inquieta y recelosa. Por todo ello, el inspector prometióse mentalmente averiguar algo más con relación a Mary Bain. En cuanto a ésta, tras depositar la bandeja con el té y negarse a compartirlo con ellos, pretextando que debía volver a su casa, se despidió.

—Parece una buena mujer —comentó el inspector Cornish.

—Sí, en efecto —confirmó Arthur Badcock—. Es una vecina muy amable, considerada y servicial.

—¿Era muy amiga de su esposa?

—No, yo no diría tanto. Se llevaban bien como vecinas y estaban en buenas relaciones. Pero eso es todo.

—Comprendo. Bien, señor Badcock. Queremos que nos facilite la máxima información posible. Me figuro que el desenlace de la indagación ha constituido una sorpresa para usted.

—Desde luego, inspector. Me he percatado de que usted no ve la cosa clara. En cierto modo, a mí me ocurre otro tanto, pues Heather siempre gozó de excelente salud. Prácticamente no la vi nunca enferma. Por eso me dije: «Debe de haber sucedido algo anormal». De todos modos parece increíble, inspector. Realmente increíble. ¿Qué clase de droga es ese Bi-til-ex...?

El hombre se interrumpió.

—Tiene otro nombre más fácil —declaró el inspector—. Se vende bajo un nombre registrado: Calmo. ¿Lo conoce usted?

Arthur Badcock meneó la cabeza, perplejo.

—Se gasta más en América que aquí —observó el inspector—. Según mis informes, allí lo recetan sin restricción.

—¿Para qué sirve?

—Al parecer, produce un estado de ánimo feliz y tranquilo —explicó Cornish—. Se receta a personas sujetas a estados de ansiedad, depresión, melancolía, insomnio y otras muchas afecciones. La dosis corriente no es peligrosa, pero su esposa tomó aproximadamente una dosis seis veces superior a lo normal.

—Heather no había tomado ese medicamento en su vida —replicó—. Puedo asegurarlo. No le gustaba tomar medicinas. Nunca estaba deprimida ni preocupada. Era una de las mujeres más alegres y decididas que pueda usted imaginar.

—Comprendo —murmuró el inspector, con un ademán de asentimiento—. ¿Y ningún médico le recetó nada parecido? —No, en absoluto. Puedo asegurárselo.

—¿Quién era su médico?

—Figuraba en el seguro del doctor Soms, pero no creo que fuese a visitarle ni una vez desde que vinimos aquí.

—De modo que su esposa no era una persona susceptible de haber necesitado o tomado semejante medicamento? —infirió el inspector Cornish, pensativo.

—No, inspector. Estoy seguro de ello. Sin duda, lo tomó por error.

—En todo caso, sería un error muy difícil de imaginar —repuso el inspector Cornish—. ¿Qué comió o bebió aquella tarde?

—Vamos a ver. Déjeme recordar. Para almorzar...

—No hace falta que se remonte usted al almuerzo —le atajó Cornish—. Suministrada en tal cantidad la droga actúa rápida e instantáneamente. Aténgase a la merienda.

—Bien, entramos en la tienda de campaña instalada en los jardines de Gossington Hall. El gentío allí concentrado andaba a la rebatiña, pero, al fin, logramos hacernos con sendos bollos y tazas de té. Como hacía mucho calor en la tienda, procuramos acabar cuanto antes y salir de nuevo al jardín.

—¿Y eso es todo lo que tomó, un bollo y una taza de té, verdad?

—Sí, señor.

—Y después entraron ustedes en la casa, ¿no es eso?

—En efecto. Una señorita se acercó a decirnos que miss Marina Gregg tendría mucho gusto en saludar a mi esposa si tenía la bondad de entrar en la casa. Naturalmente, mi mujer aceptó, encantada. Llevaba días hablando de Marina Gregg. Todo el mundo estaba excitado. En fin, inspector, ya sabe usted lo que ocurre en estos casos.

—Desde luego —asintió Cornish—. Mi mujer también estaba excitada. Toda la gente de los alrededores pagó un chelín para visitar Gossington Hall y ver las reformas allí efectuadas, con la esperanza de vislumbrar a Marina Gregg.

—La señorita nos condujo al interior de la casa —prosiguió Arthur Badcock—. Una vez allí, nos invitó a subir al piso. La fiesta se celebraba en el rellano de la escalera. Pero, por lo visto, aquel lugar de la casa estaba muy cambiado. Parecía más bien una sala, muy espaciosa, con sillas y mesas provistas de bebidas. Allí reunidas había unas diez o doce personas.

—¿Quién les recibió a ustedes?

—La propia Marina Gregg. Su marido estaba a su lado. En este momento no recuerdo su nombre.

—Jason Rudd —masculló el inspector Cornish.

—¡Ah, sí! A decir verdad, al principio no reparé en su presencia. Bien, sea como fuere, miss Gregg saludó a Heather muy amablemente, dando muestras de sentirse muy complacida de verla. Heather se puso a explicar la historia de su encuentro con miss Gregg en las Antillas, años atrás, y todo parecía discurrir normalmente.

—Todo parecía discurrir normalmente —repitió el inspector—. ¿Qué más?

—Luego, miss Gregg preguntó qué nos gustaría tomar. Y su marido, el señor Rudd, ofreció a Heather una especie de cóctel. Un daiquiri o algo por el estilo.

—Un daiquiri.

—Eso es, señor. Trajo dos. Uno para ella y otra para miss Gregg.

—Y usted, ¿qué tomó?

—Un jerez.

—Ajá. ¿Permanecieron ustedes los tres juntos tomando sus respectivas bebidas?

—Pues no, no fue exactamente así. Seguía subiendo gente por la escalera, como por ejemplo, el alcalde y otros invitados (un señor y una señora americanos, según creo), y, en vista de ello, nos apartamos a un lado.

—¿Y entonces su esposa bebió el daiquiri?

—No, en aquel momento, no.

Arthur Badcock frunció el ceño en un esfuerzo por recordar.

—Pues si no lo bebió entonces, ¿cuándo lo bebió?

—Creo que dejó el vaso sobre una de las mesas. Vio a unos amigos, al parecer relacionados con la Ambulancia de San Juan, procedentes de Much Benham. Y se puso a hablar con ellos.

—¿Y cuándo tomó la bebida?

Arthur Badcock frunció de nuevo el ceño.

—Un poco después —declaró—. A la sazón, la concurrencia era bastante más nutrida. Recuerdo que alguien empujó el codo de Heather, y el vaso se derramó.

—¿Cómo? —exclamó el inspector Cornish, levantando vivamente la vista—. ¿Dice usted que se le derramó el vaso?

—Sí, eso es... Antes, Heather había tomado un sorbito de la bebida y hecho una mueca de desagrado. En realidad, no le gustaban los cócteles, pero, por lo visto, pensó que la cosa no tendría consecuencias por una vez. El caso es que, mientras estaba allí, alguien le dio en el codo y el vaso se le derramó por encima del vestido, alcanzando también al de miss Gregg. Con su amabilidad, ésta quitó importancia al hecho, asegurando que no quedaba mancha en el género y, tras dar su pañuelo a Heather para que se limpiara el vestido, ofrecióle el vaso que tenía en la mano diciendo: «Tome éste. Aún no lo he tocado.» —Así, pues, ¿le cedió su bebida? —interrogó el inspector—. ¿Está usted seguro de eso?

Arthur Badcock reflexionó unos instantes en silencio. Por último confirmó:

—Sí, completamente seguro.

—¿Y su esposa aceptó la bebida?

—Al principio se resistió a hacerlo, señor. Recuerdo que exclamó: «¡Oh, de ningún modo! ¡No puedo hacer eso!» A lo cual miss Gregg riendo, explicó: «Acéptelo. Yo ya he bebido demasiado.» —¿Qué hizo su mujer con aquel vaso?

—Se apartó un poco de la aglomeración y se lo bebió muy deprisa. Luego, paseamos un poco por el pasillo contemplando los cuadros y las cortinas. Éstas eran de un género muy bonito, nuevo para nosotros. Entonces encontré a un amigo mío, el concejal Allcock, y apenas cambié un saludo con él, eché una mirada circular y vi a Heather sentada en una silla con un aspecto un poco extraño, tanto, que, acercándome a ella, le pregunté: «¿Qué te pasa?» A lo cual ella respondió que se encontraba un poco rara.

—¿En qué sentido?

—Lo ignoro, señor. No tuve tiempo de preguntárselo. Tenía la voz tomada y cavernosa, y la cabeza algo oscilante. De pronto dio una fuerte boqueada e inclinó la cabeza hacía delante. Estaba muerta, señor.

Capitulo VIII
1

—¿Dice usted que en Saint Mary Mead? —preguntó el inspector jefe Craddock vivamente. —Sí —respondió el subcomisario, un poco sorprendido. ¿Por qué?

—Por nada, en realidad —repuso Dermot Craddock.

—Tengo entendido que es un pueblo muy pequeño —prosiguió el otro, si bien en plan de construir una gran urbanización, que, al parecer, se extiende desde Saint Mary Mead hasta Much Benham. Los Estudios Hellingforth —añadió— están al otro lado de Saint Mary Mead, hacia la Ronda del Mercado.

Al tiempo que hablaban, el subcomisario parecía aún un poco inquisitivo, dado lo cual Dermot Craddock juzgó oportuno explicarse.

—Conozco a una persona residente allí —manifestó—. En Saint Mary Mead, claro está. Se trata de una anciana. Al presente, ya debe ser muy vieja. A lo mejor, ya está muerta. Pero, en caso contrario...

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