El Espejo Se Rajó De Parte A Parte (5 page)

BOOK: El Espejo Se Rajó De Parte A Parte
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—Me ha recomendado «interesarme por algún crimen».

—¿Leer una buena novela de detectives?

—No —repuso miss Marple—. Algo tomado de la realidad.

—¡Cielos! —exclamó miss Knight—. El problema es que no es probable que haya un asesinato en este apacible lugar.

—Un asesinato puede ocurrir en cualquier parte —objetó miss Marple—. Y ocurre.

—¿En el Ensanche, por ejemplo...? —miss Knight sugirió—. Muchos de esos jovenzuelos con aire de gamberros llevan cuchillos.

Mas cuando sobrevino el asesinato en cuestión no fue en el Ensanche.

Capitulo IV

La señora Bantry retrocedió uno o dos pasos, contemplándose en el espejo, se ajustó un poco el sombrero (no estaba acostumbrada a llevarlo), se puso unos guantes de piel de excelente calidad y salió de la antigua casita del guarda, cerrando cuidadosamente la puerta tras de sí. Sentíase gratamente complacida por la perspectiva que le aguardaba aquella tarde. Habían transcurrido unas tres semanas desde su conversación con miss Marple. Marina Gregg y su marido habían llegado a Gossington Hall y, al presente, hallábanse ya más o menos instalados allí.

Aquella tarde debía celebrarse en su nueva residencia una reunión de las primeras personas encargadas de organizar la fiesta a beneficio de la Ambulancia de San Juan. La señora Bantry no figuraba entre los miembros de la comisión, pero había recibido una nota de Marina Gregg invitándola a tomar el té antes de la citada reunión. La nota aludía a su encuentro en California e iba firmada con las siguientes palabras: «Cordialmente, Marina Gregg.» No estaba escrito a máquina, sino a mano. Excuso decir que la señora Bantry sentíase a un tiempo satisfecha y halagada. Al fin y al cabo, una primera estrella del cine es una primera estrella del cine, y las damas ancianas, pese a su posible relieve en la localidad de su residencia, son conscientes de su absoluta insignificancia en el mundo de las celebridades. No es de extrañar, pues, que la señora Bantry experimentase la misma sensación que un niño que va a ser objeto de un agasajo especial.

Mientras ascendía por la calzada para coches, la visitante escudriñó los alrededores con avidez, registrando mentalmente sus impresiones. El lugar había sido embellecido desde los días de su venta y sucesivos cambios de dueño.

—No han escatimado gastos —se dijo la señora Bantry con un cabeceo de satisfacción.

La calzada no deparaba vista alguna al jardín, detalle que mereció también la aprobación de su antigua propietaria. Aquel jardín, con su arriate especial de plantas perennes, había hecho sus delicias en los lejanos tiempos en que habitaba en Gossington Hall. Con pesar y nostalgia, dedicó un recuerdo a sus lirios, diciéndose con vehemente orgullo que, sin duda, habían constituido el mejor macizo de lirios del condado.

Al llegar ante la nueva puerta inferior, resplandeciente bajo la recién dada capa de pintura, la mujer oprimió el timbre. Un mayordomo con inconfundible aspecto de italiano acudió a abrir la puerta con aliviadora prontitud. Él mismo la condujo a la estancia que antiguamente había sido la biblioteca del coronel Bantry, la cual, tal como le hablan dicho, formaba al presente una sola pieza con el despacho contiguo. El conjunto de ambas estancias resultaba imponente. Las paredes aparecían revestidas de paneles y el suelo cubierto de mosaico de madera. En un extremo alzábase un magnífico piano y hacia la mitad de la pared veíase un soberbio tocadiscos. En el otro extremo de la habitación había una especie de pequeña isla formada por un juego de alfombras persas, una mesa de té y varias sillas. Junto a la mesa hallábase sentada Marina Gregg, y, apoyado en la repisa de la chimenea, erguíase un individuo que a la señora Bantry se le antojó el hombre más feo que había visto en su vida.

Unos momentos antes, justamente cuando la mano de la señora Bantry se tendía para oprimir el timbre, Marina Gregg había dicho a su marido con voz suave y entusiástica:

—Este lugar me encanta, Jinks. Es justamente lo que siempre había deseado. Tranquilo. Con la tranquilidad propia de la campiña inglesa. Ya me veo viviendo siempre aquí, toda la vida si es preciso. Adoptaremos las costumbres inglesas. Tomaremos el té todas las tardes, con té chino servido en mi precioso juego de té georgiano. Y contemplaremos desde la ventana esos hermosos prados de césped y ese arriate de flores al estilo inglés. Tengo la impresión de haber encontrado, al fin, un hogar, y de que aquí podré vivir tranquila y feliz. Creo, en definitiva, que esta casa va a ser mi hogar. Ésa es la palabra. Mi hogar.

Y Jason Rudd (Jinks para su esposa) habíala sonreído con una sonrisa condescendiente e indulgente, si bien con un asomo de reserva, ya que, al fin y al cabo, habíala oído aquel comentario muchas veces con anterioridad. Tal vez en aquella ocasión resultaría verdad. Tal vez aquél era el lugar en que Marina Gregg sentiríase a sus anchas. No obstante, al hombre le constaba que su mujer se entusiasmaba con facilidad. ¡Estaba siempre tan segura de que, al fin, había encontrado lo que deseaba!

—Me parece muy bien, cariño —murmuró con voz profunda—. Me parece estupendo. Me alegro de que te guste.

—¿Gustarme? ¡Adoro este lugar! ¿No lo adoras tú también?

—Desde luego —asintió Jason Rudd—. Me gusta muchísimo.

No estaba del todo mal, pensó para sí. Era una casa sólidamente construida en un feo estilo victoriano, aunque forzoso era reconocer que daba sensación de solidez y seguridad. Ya despojada de sus tremendas incomodidades iniciales, sin duda resultaría bastante confortable para vivir. No estaba mal para pasar alguna que otra temporada. Con un poco de suerte, se dijo Jason Rudd, Marina no empezaría a aburrirlo hasta dentro de dos años o dos años y medio. Dependía.

—Me parece maravilloso encontrarme bien otra vez —prosiguió Marina con un quedo suspiro—. Sana y fuerte, capaz de enfrentarme con todo.

—Desde luego, cariño, desde luego —repitió su marido.

En aquel preciso momento abrióse la puerta y el mayordomo italiano introdujo en la estancia a la señora Bantry.

El recibimiento de Marina Gregg fue realmente encantador. Salió al encuentro de su visitante con las manos tendidas y expresó su satisfacción de volver a verla. Luego, comentó la coincidencia de haberse conocido en San Francisco aquella vez y de encontrarse de nuevo a los dos años a raíz de la compra que ella y Jinks habían efectuado de la antigua finca de la señora Bantry. Agregó que confiaba de veras en que no la contrariarían en exceso los cambios introducidos en la casa, y en que no los considerara unos intrusos por su presencia en ella.

—Su venida a vivir aquí ha constituido uno de los acontecimientos más excitantes que ha habido en este lugar —declaró la señora Bantry, campechanamente, mirando hacia la chimenea.

Casi simultáneamente, Marina Gregg profirió:

—No conoce usted a mi marido, ¿verdad? Jason, te presento a la señora Bantry.

Ésta observó a Jason Rudd con cierto interés. Su primera impresión de que el actual marido de la estrella era uno de los hombres más feos que había conocido, modificóse en alguna medida. Rudd tenía ojos interesantes, los más hundidos que había visto en su vida. Profundos y plácidos como un lago, se dijo la mujer, sintiéndose una especie de romántica novelista. El resto de aquel semblante era en extremo áspero y escabroso, casi ridículamente proporcionado. Tenía la nariz grande y prominente, fácilmente transformable en la de un clown con un poco de pintura encarnada. Tenía, asimismo, una boca grande y triste, como un clown. La visitante no hubiera podido precisar si en aquel momento el hombre estaba furioso o si siempre tenía aquel aspecto encolerizado. No obstante, al hablar, Jason Rudd lo hizo con voz inesperadamente agradable, pausada y profunda.

—Un marido —declaró— queda siempre en segundo término Pero permítame que le diga, con mi esposa, que nos sentimos muy honrados de recibirla en esta casa. Espero que no considere usted que debiera ser al revés.

—Deben ustedes desechar la idea de que me vi obligada a renunciar a mi viejo hogar. En realidad, esta casa nunca fue mi hogar. Me alegro mucho de haberla vendido. Tenía muchos inconvenientes y resultaba muy difícil de sostener. Me gustaba el jardín, pero la casa era una carga cada vez más difícil de soportar. Lo he pasado divinamente desde que la vendí, viajando por el extranjero y visitando a mis hijas casadas, a mis nietos y a mis amigos desperdigados por todas partes del mundo.

—¿Hijas? —repitió Marina Gregg—. ¿Tiene usted hijas o hijos?

—Dos hijos y dos hijas —respondió la señora Bantry—. Y muy desparramados. Uno en Kenia, otro en África del Sur, otro en Tejas y el cuarto, a Dios gracias, en Londres.

—Cuatro —murmuró Marina Gregg—. ¿Y nietos?

—Hasta la fecha, nueve —contestó la señora Bantry—. Es muy divertido ser abuela. Carece una de las preocupaciones que entraña la responsabilidad materna y puede mimar a los nietos sin tasa ni medida...

Jason Rudd la interrumpió:

—Temo que le da el sol en los ojos —dijo, dirigiéndose a una ventana para ajustar la persiana—. Le ruego que nos cuente cosas de este simpático pueblo — agregó al volver sobre sus pasos.

Luego, tendiéndole una taza de té, preguntó:

—¿Qué prefiere usted, una torta caliente, un bocadillo o este pastelito? Tenemos una cocinera italiana que sabe mucha repostería. Como puede usted ver, hemos adoptado la costumbre inglesa de tomar el té por la tarde.

—Conste que es exquisito —ensalzó Bantry, bebiendo un sorbo de la fragante bebida.

Marina Gregg sonreía con aire complacido. El súbito movimiento nervioso de sus dedos sorprendidos por la mirada de Jason Rudd unos momentos antes había desaparecido. La señora Bantry contempló a su anfitriona con gran admiración. El apogeo de Marina Gregg había sido anterior a la preponderancia de las masas. No hubiera podido ser presentada con «El sexo encarnado», ni como «El busto», ni como «El torso», porque era alta, delgada y esbelta. Los huesos de su cara y cabeza participaban de la belleza atribuida a Greta Garbo. En sus películas distinguíase más por su personalidad que por una mera cuestión de sexo. La forma de volver súbitamente la cabeza, el modo de abrir sus bellos y profundos ojos, el suave temblor de sus labios, eran detalles que inspiraban un sentimiento de enajenante belleza que no procedía de la regularidad de las facciones, sino de alguna súbita magia de la carne que pillaba desprevenido al espectador. A la sazón, poseía aún aquella facultad, si bien no tan fácilmente perceptible. Al igual que muchas actrices de cine y de teatro, parecía tener el hábito de controlar su personalidad. Podía encerrarse en sí misma, aparecer tranquila, serena, distante, hasta el punto de desilusionar a un fanático admirador. Más de pronto revivía su encanto con un simple movimiento de cabeza, un ademán de las manos o una inesperada sonrisa.

Una de sus mejores películas había sido María, Reina de Escocia, y fue su actuación en ella lo que la señora Bantry recordó al presente, mientras la contemplaba. Con el rabillo del ojo, la visitante observó al marido. Él también miraba a Marina. Distraído en la contemplación, su rostro expresaba claramente sus sentimientos.

—¡Cielos! —pensó la señora Bantry—. ¡Ese hombre la adora!

No comprendía a qué venía su sorpresa. Tal vez ésta obedecía a que los amores y las aventuras de las estrellas cinematográficas eran tan prodigados por la Prensa, que nunca esperaba uno ver un sentimiento auténtico con sus propios ojos.

De pronto, la señora Bantry experimentó el impulso de proferir:

—Espero que, disfruten ustedes aquí y puedan quedarse una temporada en el pueblo. ¿Piensa conservar la casa mucho tiempo?

Marina abrió los ojos, sorprendida, y volviéndose a su visitante, declaró:

—Quiero vivir siempre aquí. Claro está que tendré que ausentarme con frecuencia. Existe la posibilidad de que tenga que hacer una película en el norte de África el año próximo, aunque no hay nada seguro todavía. Pero ésta será mi casa. Volveré acá. Siempre el recurso de regresar al hogar.

Y, suspirando, añadió:

—Eso es lo maravilloso. Eso es lo que me encanta. Haber encontrado al fin, un hogar y así realizar mi sueño dorado.

—Comprendo —murmuró la señora Bantry.

Pero al propio tiempo, pensó:

«De todos modos, no creo ni por un momento que sea así. No creo que Marina Gregg sea capaz de echar raíces en ningún sitio.» Una vez más lanzó una mirada subrepticia a Jason Rudd. Al presente, éste no estaba enfurruñado, sino sonriente. Pero su inesperada sonrisa, aunque dulce y serena, tenía un sello de tristeza.

—Él también sabe a qué atenerse —se dijo la señora Bantry.

En aquel momento, abrióse la puerta dando paso a una mujer.

—Los Barlett le llaman por teléfono, Jason —declaró la recién llegada.

—Dígales que vuelvan a llamar.

—Dicen que es urgente.

Rudd se puso en pie, con un suspiro. —Permítame presentarlas —dijo—. La señora Bantry. Ella Zielinsky, mi secretaria.

—Sírvase una taza de té, Ella —instó Marina en tanto Ella Zielinsky rubricaba la presentación con un sonriente «encantada de conocerla».

—Tomaré un bocadillo —decidió ésta—. No soy muy aficionada al té chino.

Ella Zielinsky aparentaba unos treinta y cinco años. Llevaba un traje sastre de excelente corte y una vaporosa blusa con chorrera, y parecía transpirar confianza en sí misma. Tenía la frente ancha y lucía una corta cabellera negra.

—Tengo entendido que antes vivía usted en esta casa —dijo a la señora Bantry.

—Sí, pero de eso hace muchos años —explicó la señora Bantry—. Tras la muerte de mi marido, la vendí y, desde entonces ha tenido varios dueños. —La señora Bantry asegura que no le molestan las reformas que hemos hecho — intervino Marina.

—Al contrario, me habría llevado una gran desilusión si no las hubiesen llevado a cabo —afirmó la señora Bantry—. He venido aquí con verdadera curiosidad. Ni que decir tiene que han corrido toda clase de rumores por el pueblo.

—Nunca me imaginé que fuera tan difícil encontrar lampistas en este país —espetó miss Zielinsky mordiendo un bocadillo con aire profesional—. Claro está que, en realidad, yo no me ocupo de este asunto.

—Usted se ocupa de todo y a usted le consta, Ella —rectificó Marina—. Del servicio doméstico, de los lampistas y discutir con los contratistas.

—Al parecer, en este lugar nadie sabe lo que es una ventana artística.

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