Para poder apreciar la jurisprudencia de aquellos tiempos hay que leer con atención los reglamentos de San Luis, que tantas mudanzas efectuó en el orden judicial. Defontaines fue contemporáneo suyo; Beaumanoir escribió después de él
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; todos los demás fueron posteriores; es preciso, pues, buscar la antigua práctica en las correcciones de que fue objeto.
Cuando eran varios los acusadores, éstos se convenían entre sí para que el asunto lo condujera uno sólo
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; y en caso de no llegar a un acuerdo, el juez designaba al que había de proseguir la querella.
Si era un caballero el que acusaba a un villano
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, debía presentarse a pie, con el escudo y un palo; y si iba a caballo y armado como quien era, se le desarmaba y se le quitaba su caballo, dejándole en camisa y obligándole a combatir en tal estado con el villano.
Antes de empezar el duelo, hacía la justicia pregonar tres bandos
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. En el primero se ordenaba que se retirasen los parientes; en el segundo se prevenía a los espectadores que guardaran silencio; en el tercero se prohibía prestar auxilio a ninguno de los contendientes, conminándose a los infractores con penas graves, y hasta con la muerte, si por el auxilio prestado a uno de los combatientes era vencido el otro.
Los ministros de justicia guardaban el campo; y si una de las partes proponía la paz, ellos examinaban la situación en que las dos se encontraban en aquel momento para ponerlos exactamente en la misma si la paz no se concertaba.
Cuando se aceptaba el duelo por crimen o por juicio falso no podía hacerse la paz sin licencia del señor; y cuando una de las partes había sido vencida, tampoco podía haberla sin la conformidad del conde
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, lo que se asemeja a nuestras cartas de gracia.
Pero si el delito era capital y el señor, ganado tal vez por dádivas, consentía la paz, se le obligaba a pagar una multa de sesenta libras y perdía su derecho de castigar al malhechor, que pasaba al conde
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.
Había muchas personas que no podían ni proponer el duelo ni aceptarlo. Pero podían nombrar un campeón, y a fin de que éste se batiera con tanto interés como por causa propia, se le cortaba la mano si era vencido
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.
En el siglo pasado se dictaron penas de muerte contra los duelistas; quizá hubiera bastado condenarlos a perder la mano, pues nada más terrible para un guerrero que sobrevivir a la pérdida de su carácter.
Cuando en un delito capital se efectuaba el lance entre campeones, se ponía a los interesados en un sitio desde el cual no vieran la acción de sus campeones respectivos; y cada uno de aquéllos había de llevar ceñida la cuerda destinada a su propia ejecución, en caso de ser vencido su representante.
El vencido en duelo no siempre perdía la cosa disputada; si el objeto del combate, por ejemplo, era un interlocutorio, no perdía más que el interlocutorio.
Cuando un hecho era notorio, por ejemplo, si en la plaza pública había sido asesinado un hombre, no se ordenaba la prueba de testigos ni la prueba del duelo, sino que el juez fallaba por notoriedad
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.
Si en el tribunal señorial se había fallado repetidas veces del mismo modo, siendo por lo tanto conocido el uso, el señor rehusaba la concesión del duelo para que las costumbres no se modificaran con las resultas diversas de las lides
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.
Nadie podía pedir el combate por sí o por medio de alguno de su linaje o de su señor ligio.
Si el acusado había sido absuelto, no podía pedir el duelo ningún pariente; porque de lo contrario se hacían interminables todos los litigios.
Si el hombre cuya muerte querían vengar los suyos reaparecía de pronto, no se efectuaba el duelo; tampoco se efectuaba cuando el hecho era imposible por ausencia notoria.
Si el muerto, antes de expirar, disculpaba al acusado y denunciaba a otro, no había combate; pero si no hacía más que lo primero, sin nombrar a nadie, se tomaban sus palabras como un mero perdón otorgado al autor de su muerte, y proseguían los trámites, pudiendo los nobles hasta hacerse la guerra.
Cuando había guerra y uno de los parientes daba o recibía las prendas del combate, cesaba el derecho de la guerra: se presumía que las partes querían seguir los procedimientos ordinarios de la justicia; y si alguna de ellas hubiera continuado la guerra, se la habría condenado a pagar los daños y perjuicios.
Así la práctica del duelo judicial tenía la ventaja de poder convertir una querella general en querella particular, de poner la fuerza en manos de los tribunales y de sujetar a las reglas del estado civil a los que no eran ya gobernados sino por el derecho de gentes.
Lo mismo que hay una infinidad de cosas muy discretas dirigidas de una manera loca, hay también locuras conducidas con la mayor discreción.
Cuando un hombre retado por un delito
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probaba que el delincuente era el mismo querellante, no se recibían prendas de combate, pues cualquier culpable hubiera preferido un combate dudoso a un castigo cierto.
No había duelo tampoco en los asuntos que se resolvían por árbitros o por tribunales eclesiásticos, ni cuando se trataba de las mujeres viudas.
Con la mujer no se puede combatir
, dice Beaumanoir. Si una mujer desafiaba a alguno sin nombrar campeón, no se recibían las prendas de batalla. Era preciso que la mujer estuviese autorizada por un varón, esto es, por su marido, para poder retar; pero podía ser retada sin dicha autorización.
Si el retado o el retador eran menores de quince años no se efectuaba el duelo. Sin embargo, se podía ordenar en cuestiones de pupilos, con tal que el tutor quisiera arrostrar los riesgos de tal procedimiento.
Los casos en que se permitía el duelo del siervo, creo que eran los que siguen: cuando combatía con otro siervo; cuando había de hacerlo con un hombre libre, y hasta con un caballero, si el siervo era el retado, pues si retaba él podía rehusarse el duelo; y aun el señor del siervo tenía derecho a retirarlo del tribunal. El siervo podía combatir, con licencia del señor, con toda persona franca; y la Iglesia pretendía este mismo derecho para sus siervos
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, en testimonio del respeto que se le debía.
Beaumanoir dice
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que si un hombre veía que algún testigo iba a declarar contra él, podía recusarlo manifestando a los jueces que la parte contraria se valía de un testigo falso y calumniador, y si el testigo quería sostener la querella, daba las prendas de batalla. No se abría ya ninguna información, porque si el testigo era vencido quedaba sentado que la parte había producido un testigo falso y perdía su pleito.
Era menester que no se dejara jurar al segundo testigo, porque una vez que diera su testimonio habría terminado el asunto por la deposición de dos testigos; pero impedida la del segundo, la del primero resultaba inútil.
Suprimido de este modo el segundo testigo, la parte contraria no podía pedir que fuesen oídos otros y perdía el pleito; pero si había prendas de batalla, podía presentar nuevos testigos
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.
Según Beaumanoir, el testigo podía decir a su parte, antes de prestar declaración:
No aspiro a combatir por vuestra querella ni a defenderla; pero si queréis defenderme, yo mantendré con gusto la verdad
. La parte quedaba obligada a defender al testigo y si era vencida no perdía el cuerpo
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, pero el testigo era rechazado.
Creo que esto era una modificación de la antigua costumbre, y lo que me hace creerlo es que este uso de retar a los testigos se halla establecido en
la ley de los Bávaros
y en la de los Borgoñones
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sin restricción alguna.
He hablado antes de ahora de la constitución de Gondebaldo, de la que tanto se quejaron Agobardo
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y San Avito
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.
Cuando el acusado
, dice Gondebaldo,
presenta sus testigos para jurar que no cometió el delito, el acusador puede llamar al duelo a uno de los testigos; porque es justo que quien promete jurar y dice que conoce la verdad, se apreste a combatir por sostenerla
. Este rey no le dejaba al testigo ningún subterfugio para evitar el duelo.
La condición de lo que el combate decidía era acabar el asunto para siempre, ya que no era compatible con otro juicio ni con más procedimientos. La apelación tal como la establecen las leyes romanas y las canónicas, es decir, ante un tribunal más alto para que reforme la sentencia del inferior, no se conocía en Francia. Nación guerrera, gobernada únicamente por el pundonor, ignoraba tal procedimiento; y en su fidelidad al mismo orden de ideas, empleaba contra los jueces los mismos recursos que contra los demás.
Consistía la apelación en un reto a combate singular, que debía concluír en sangre, y no en la invitación a una polémica de pluma, que se introdujo más tarde.
San Luis afirma
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que en la apelación hay felonía e iniquidad. Beaumanoir nos dice que si un hombre quería quejarse de algún atentado cometido contra él por su señor, debía manifestarle que abandonaba su feudo: hecho lo cual, recurría al soberano y ofrecía las prendas de combate. A su vez el señor renunciaba al homenaje si mandaba a su súbdito ante el conde.
Apelar contra el señor por juicio falso era tanto como decir que había dictado sentencia falsamente, inicuamente; pronunciar estas palabras contra el señor era cometer una especie de delito de felonía.
Por esto, en lugar de dirigir al señor el reto por juicio falso retábase a los pares que constituían el tribunal; así evitaba el querellante el delito de felonía, pues el insulto se dirigía contra los pares a los que podía siempre dar satisfacción.
Acusando a los pares de injusticia, corríase grave riesgo. Si se esperaba a que hubiesen dictado y publicado la sentencia, se tenía la obligación de pelear con todos; si se apelaba antes que todos los jueces hubieran dado su voto, había que combatir con todos los que habían estado concordes en la sentencia. Para salvar este peligro, se le rogaba al señor que diera sus órdenes para que todos los pares votasen en alta voz, al primero que emitiera su parecer y antes que lo emitiera el segundo, se le decía que era falso, calumniador, inícuo, y no había que batirse más que con él.
Según Defontaines
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, antes de tachar de falsedad se esperaba que se emitieran tres votos
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, pero no dice que fuera necesario batirse con los tres votantes ni con todos los que fueran del mismo parecer. Estas diferencias se explican por la diversidad de usos de aquel tiempo, que no eran uniformes. Beaumanoir habla de lo que se hacía en el condado de Clermont; Defontaines de lo que se practicaba en Vermandois.
Cuando uno de los pares o un vasallo feudal manifestaba que sostendría la sentencia, el juez hacía entregar las prendas de batalla y exigía seguridades, además, de que el apelante mantendría la apelación. Pero el par que había sido desafiado no tenía que dar seguridad, porque estaba obligado, si no se batía, a pagar sesenta libras al señor.
Si el apelante no probaba que la sentencia era viciosa, también pagaba al señor una multa de sesenta libras, lo mismo que cada uno de los que habían consentido abiertamente en el fallo.
Cuando un hombre, sobre el cual había sospechas vehementes de que hubiera perpetrado un crimen que merecía la pena capital, era preso y condenado, no podía apelar por falsedad del juicio; de lo contrario, hubiera apelado siempre, bien para prolongar su vida, o bien para hacer la paz.
Si alguno decía que la sentencia era falsa, que era inicua, y no ofrecía mantenerlo con las armas, era condenado a pagar una multa de diez sueldos en caso de ser noble y cinco si era siervo, por la villanía de sus palabras.
Los jueces o pares que eran vencidos no debían perder la vida ni los miembros; pero se condenaba a muerte al apelante cuando el delito era capital.
El retar a los hombres de feudo por falsedad era con el objeto de evitar que se retase al señor. Pero si éste no tenía pares o no los tenía en número suficiente, podía pedirlos prestados al que era señor suyo
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. Estos pares no tenían obligación de juzgar, si no querían, pudiendo manifestar que sólo concurrían para dar consejo; en este caso, y siendo el señor quien realmente juzgaba y sentencíaba, si se apelaba contra él debía mantener la apelación.
Cuando el señor era tan pobre y desvalido que no podía pedir pares a su inmediato señor, o éste se los negaba, como no podía juzgar él sólo se remitía el asunto al tribunal de su señor inmediato.
Creo que esta sería una de las causas principales de que la justicia se separara del feudo, de lo cual vino a ser la regla de los jurisconsultos franceses: una cosa es el feudo y otra cosa la justicia. En efecto, había una infinidad de hombres de feudo que no tenían a otros por debajo, que no podían formar un tribunal propio, de manera que los negocios en que podían conocer pasaban al tribunal de su señor; así perdieron el derecho de justicia, por no tener la voluntad ni el poder de reclamarlo.
Todos los jueces que habían asistido al juicio debían estar presentes cuando se setenciaba, a fin de que pudieran mantener la sentencia y contestar afirmativamente al que, tachándola de falsa, les preguntara si la mantenían:
Porque esto era cuestión de cortesía y lealtad que no admitía ni excusa ni demora
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. Creo que de este modo de pensar procede el uso, existente aún en Inglaterra, de que haya unanimidad en los jurados para condenar a muerte.
Había pues que seguir el parecer de la mayoría; en caso de empate, se sentenciaba en favor del acusado si se trataba de un delito, del deudor si se trataba de una deuda, del demandado si se trataba de una herencia.