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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El factor Scarpetta (3 page)

BOOK: El factor Scarpetta
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Lucy comprobó la dirección IP y la reconoció de inmediato. El piso de Bobby y Hannah en el norte de Miami Beach, donde él languidecía mientras se ocultaba de los medios en un entorno palaciego que Lucy conocía demasiado bien; de hecho, había estado en ese mismo piso con la ladrona que tenía por esposa, no hacía mucho. Siempre que Lucy veía un correo de Bobby e intentaba meterse en su cabeza, se preguntaba cómo se sentiría él realmente, si creyese que Hannah estaba muerta.

O tal vez sabía que Hannah estaba muerta, o que no lo estaba. Quizá sabía exactamente lo que le había sucedido porque estaba involucrado. Lucy no tenía ni idea, pero cuando intentaba ponerse en el lugar de Bobby, no lo conseguía. A Lucy sólo le importaba que Hannah había cosechado lo que había sembrado, o que lo haría, más temprano que tarde. Se merecía todo lo malo que le pasara, había desperdiciado el tiempo y el dinero de Lucy y ahora le robaba algo más precioso aún. Tres semanas de Hannah. Nada con Berger. Incluso cuando Berger y Lucy estaban juntas, estaban separadas. Lucy estaba asustada. Estaba furiosa. A veces se sentía capaz de hacer algo terrible.

Reenvió el último correo de Bobby a Berger, a la que oía caminar en la otra habitación. El sonido de sus pies en la madera.

Lucy se interesó en la dirección de un sitio web que había empezado a centellear en el cuadrante de uno de los MacBook.

—¿Y ahora en qué andamos? —preguntó a la sala vacía de la casa rural que había alquilado como escapada sorpresa para el cumpleaños de Berger, un establecimiento de cinco estrellas con conexión inalámbrica de alta velocidad, chimeneas, colchones de pluma y sábanas de ochocientos hilos. El retiro había tenido de todo, menos lo que se pretendía: intimidad, romance, diversión, y Lucy culpaba a Hannah, culpaba a Hap Judd, culpaba a Bobby, culpaba a todos. Lucy se sentía perseguida por ellos y no deseada por Berger.

—Esto es ridículo —Berger dijo al entrar, refiriéndose al mundo que había al otro lado de sus ventanas, todo blanco, sólo las siluetas de los árboles y los perfiles de los tejados entre la nieve que caía en velos—. ¿Llegaremos a salir de aquí?

—Vaya, ¿qué es esto? —murmuró Lucy, entrando en un vínculo.

Una búsqueda por dirección IP había encontrado algo en un sitio web del Centro de Antropología Forense de la Universidad de Tennessee.

—¿Con quién hablabas?

—Mi tía. Ahora hablo conmigo misma. Tengo que hablar con alguien.

Berger hizo caso omiso de la indirecta, no iba a disculparse por lo que no podía evitar. No era culpa suya que Hannah Starr hubiese desaparecido y que Hap Judd fuese un pervertido que quizás ocultase información y, por si no era suficiente, la noche anterior habían violado y asesinado a una mujer que corría por Central Park. Berger quiso decirle a Lucy que debía ser más comprensiva y menos egoísta, que tenía que crecer y dejar de ser insegura y de exigir atención.

—¿Podemos pasar de la batería?

Las migrañas de Berger habían vuelto. Las sufría a menudo.

Lucy salió de YouTube y la sala quedó en silencio, sin más sonido que el fuego a gas de la chimenea:

—Más del mismo rollo enfermo.

Berger se puso las gafas y se inclinó para mirar. Olía a aceite de baño Amorvero, no llevaba maquillaje y no lo necesitaba. Tenía despeinado el corto cabello oscuro y estaba de lo más sexy con un chándal negro y nada debajo, la chaqueta con la cremallera bajada que dejaba mucho escote a la vista; no es que Berger pretendiese nada. Lucy no sabía lo que Berger pretendía o dónde estaba últimamente, pero no estaba presente, al menos no emocionalmente. Lucy quiso abrazarla, mostrarle lo que solía haber entre ellas, cómo eran antes las cosas.

—Está mirando el sitio web de la granja de cuerpos y dudo que sea porque piensa matarse y donar su cadáver a la ciencia —dijo Lucy.

—¿De quién hablas?

Berger leyó lo que aparecía en la pantalla de un MacBook, un formulario con el encabezamiento:

Centro de Antropología Forense

Universidad de Tennessee, Knoxville

Cuestionario para la donación del cuerpo

—Hap Judd —respondió Lucy—. Su dirección IP lo relaciona con este sitio web porque acaba de utilizar un nombre falso... Espera, veamos qué pretende el tipejo. Sigamos su rastro... A esta pantalla de aquí. —Abrió páginas web—. Venta de software FORDISC. Un programa informático interactivo que funciona con Windows. Clasifica e identifica restos de esqueletos. Este tío es un morboso. No es normal. Te lo aseguro, gracias a él encontraremos algo.

—Seamos sinceras. Gracias a él encontrarás algo porque lo estás buscando —dijo Berger, como dando por supuesto que Lucy no era sincera—. Intentas encontrar pruebas de lo que tú percibes que es el crimen.

—Encuentro pruebas porque él las va dejando —replicó Lucy. Llevaban semanas sin discutir de Hap Judd—. No sé por qué eres tan reticente. ¿Crees que me estoy inventando todo esto?

—Quiero hablar con él de Hannah Starr y tú quieres crucificarlo.

—Tienes que meterle miedo en el cuerpo si quieres que hable. Sobre todo si está presente un maldito abogado. Y yo he conseguido esa entrevista, te he dado lo que quieres.

—Si conseguimos salir de aquí y si él se presenta. —Berger se apartó de la pantalla—. Quizás en su próxima película tenga que interpretar a un antropólogo, un arqueólogo, un explorador. Algo como
En busca del arca perdida
o una de esas películas de momias con tumbas y maldiciones ancestrales.

—Ya. Sigue el Método, inmersión total en su próximo personaje retorcido, escribe otro de sus patéticos guiones de mierda. Esa será su coartada cuando vayamos a por él por lo de Park General y sus extraños intereses.

—No «iremos» a por él. Yo iré. Tú no harás nada, salvo mostrarle lo que has encontrado en tus búsquedas informáticas. Marino y yo nos encargaremos de la charla.

Lucy ya lo hablaría después con Marino, cuando no hubiera peligro de que Berger oyese su conversación. Marino no sentía respeto alguno por Hap Judd y seguro que no le tenía ningún miedo. Marino no tenía reparos en investigar a alguien famoso o encerrarlo. Berger parecía intimidada por Judd y Lucy no lo comprendía. Nunca había visto a Berger intimidada por nadie.

Lucy la atrajo y la sentó en sus rodillas:

—Ven aquí. ¿Qué te pasa? —Le acarició la espalda, deslizó las manos por debajo de la chaqueta del chándal—. ¿Qué te tiene tan asustada? Va a ser una noche muy larga. Debemos hacer una siesta.

Grace Darien tenía el cabello largo y oscuro, y la misma nariz respingona y labios carnosos de su hija. Vestía un abrigo de lana roja abrochado hasta la barbilla, parecía pequeña y lastimosa de pie ante la ventana que daba a la negra valla de hierro y al ladrillo cubierto de enredadera muerta de Bellevue. El cielo tenía el color del plomo.

—¿Señora Dañen? Soy la doctora Scarpetta.

Scarpetta entró en la sala de familiares y cerró la puerta.

—Quizá sea un error. —La señora Darien se apartó de la ventana. Le temblaban mucho las manos—. No dejo de pensar que no puede ser cierto. No puede ser. Es otra persona. ¿Cómo lo saben con seguridad?

Se sentó ante la mesita de madera próxima al dispensador de agua, con el rostro aturdido e inexpresivo y un brillo aterrado en los ojos.

—Hemos llevado a cabo la identificación preliminar de su hija basándonos en los efectos personales recuperados por la policía. —Scarpetta tomó una silla y se sentó frente a ella—. Su ex marido también ha mirado la fotografía.

—La que le han hecho aquí.

—Sí. Por favor, permítame que le diga cuánto lo siento.

—¿A él se le ocurrió mencionar que sólo la ve una o dos veces al año?

—Compararemos el historial dental y haremos pruebas de ADN si es necesario.

—Puedo anotar los datos de su dentista. Todavía va al mío. —Grace Darien rebuscó en el bolso y un pintalabios y el maquillaje repiquetearon en la mesa—. El detective con quien hablé cuando llegué a casa y oí el mensaje. No recuerdo el nombre, una mujer. Luego llamó otro detective. Un hombre. Mario, Marinaro.

Le tembló la voz y reprimió las lágrimas mientras sacaba un cuadernito y un bolígrafo.

—¿Pete Marino?

La señora Darien garabateó algo y arrancó la hoja, las manos torpes, con un temblor incontrolable.

—No sé el teléfono del dentista de memoria. Aquí están su nombre y dirección. —Tendió el papel a Scarpetta—. Marino. Eso creo.

—Es detective del Departamento de Policía de Nueva York y está asignado a la oficina de la fiscal auxiliar del distrito Jaime Berger. Será su oficina la que se hará cargo de la investigación criminal.

Scarpetta metió la nota en la carpeta que Rene le había dejado.

—Dijo que entrarían en el apartamento de Toni a llevarse su cepillo dental y el del cabello. Seguramente ya los tendrán, no lo sé, no he sabido nada más. —La señora Darien continuó con voz entrecortada y temblorosa—. La policía habló primero con Larry porque yo no estaba en casa. Había llevado el gato al veterinario. Tuve que sacrificar al gato, ya ve qué mal momento. Eso es lo que hacía cuando intentaban localizarme. El detective del fiscal del distrito dijo que usted podría sacar el ADN de mi hija de las cosas que había en su apartamento. No comprendo cómo puede estar tan segura de que se trata de ella, si todavía no ha hecho esas pruebas.

Scarpetta no tenía dudas de la identidad de Toni Darien. Su carné de conducir y las llaves del apartamento estaban en un bolsillo del forro polar que llegó con el cuerpo. Las radiografías post mórtem mostraban fracturas curadas de la clavícula y el brazo derecho, lesiones antiguas que coincidían con las sufridas por Toni cinco años antes, cuando un coche chocó con su bicicleta, según la información del Departamento de Policía de Nueva York.

—La advertí sobre lo de hacer
jogging
en la ciudad —decía la señora Darien—. La advertí muchas veces, aunque ella nunca iba a correr de noche. Y no comprendo por qué correría bajo la lluvia, sobre todo si hacía frío. Creo que ha habido un error.

Scarpetta le acercó una caja de pañuelos de papel y respondió:

—Me gustaría hacerle tinas preguntas, comprobar algunas cosas antes de verla. ¿Le parece bien? —Después de ver a su hija, Grace Darien no estaría en condiciones para hablar—. ¿Cuándo fue la última vez que tuvo contacto con su hija?

—El martes por la mañana. No puedo decirle la hora exacta, pero sería a eso de las diez. La llamé y charlamos un rato.

—Hace dos mañanas, la del 16 de diciembre.

La señora Darien se enjugó los ojos.

—Sí.

—¿Nada desde entonces? ¿Ninguna llamada, o mensaje de voz, o correo electrónico?

—No hablábamos ni nos enviábamos correos a diario, pero me mandó un mensaje de texto. Puedo mostrárselo. —Buscó en el bolso—. Tendría que habérselo dicho al detective, supongo. ¿Cómo ha dicho que se llama?

—Marino.

—Me preguntó por el correo electrónico de Toni, porque dijo que tendrían que examinarlo. Le di la dirección, pero claro, no sé la contraseña. —Rebuscó el teléfono, las gafas—. La llamé el martes por la mañana para preguntarle si quería pavo o jamón. Para Navidad. No quería ni lo uno ni lo otro. Dijo que traería pescado y respondí que ya compraría yo lo que ella quisiera. Fue sólo una conversación normal, sobre todo hablamos de eso, pues sus dos hermanos venían a casa. Todos juntos, en Long Island. Ahí es donde vivo, en Islip. Soy enfermera del Hospital de la Misericordia. —Tenía el teléfono en la mano y las gafas puestas. Bajaba el cursor con manos temblorosas. Finalmente le dio el teléfono a Scarpetta—: Eso es lo que envió anoche.

Sacó más pañuelos de la caja. Scarpetta leyó el mensaje de texto:

Remitente: Toni

Intento sacar días libres pero Navidad es una locura. Necesito q me sustituyan y nadie quiere sobre todo por el horario. Besos

917—555—1487

Recibido: miér 17 dic 20.07

—¿Y este número 917 es el de su hija?

—Su móvil.

—¿Puede explicarme a qué se refiere en el mensaje?

Scarpetta se aseguraría de que Marino recibiera la información.

—Trabaja noches y fines de semana e intentaba que alguien la sustituyera para poder tener más tiempo libre en las vacaciones. Vienen sus hermanos.

—Su ex marido ha dicho que trabajaba de camarera en la Cocina del Infierno.

—El lo diría así, como si ella se dedicase a pasar chocolate o a darle la vuelta a unas hamburguesas. Trabaja en el salón de High Roller Lanes, un lugar muy agradable, de mucha categoría, no es la típica bolera. Algún día Toni quiere abrir su propio restaurante en algún gran hotel de Las Vegas, o París, o Montecarlo.

—¿Trabajaba anoche?

—No suele trabajar los miércoles. Suele librar de lunes a miércoles y luego trabaja muchas horas de jueves a sábado.

—¿Sus hermanos saben lo sucedido? No me gustaría que se enterasen por las noticias.

—Seguramente Larry se lo habrá dicho. Yo habría esperado. Quizá no sea cierto.

—Queremos tener en consideración a cualquiera que no deba enterarse de lo sucedido por las noticias —dijo Scarpetta con toda la suavidad de la que era capaz—. ¿Hay algún novio? ¿Alguien importante?

—Bueno, me lo he preguntado. En septiembre visité a Toni en su apartamento y tenía en la cama un montón de peluches y muchos perfumes y cosas así, y me salió con evasivas acerca de dónde habían salido. Y en Acción de Gracias enviaba mensajes de texto continuamente, feliz un momento, de mal humor el siguiente. Ya sabe cómo se comporta la gente cuando está prendada de alguien. Y sé que en el trabajo conoce a mucha gente, muchos hombres atractivos e interesantes.

—¿Es posible que se franquease con su padre? ¿Que le contase que tenía novio, por ejemplo?

—No eran íntimos. Lo que usted no comprende es por qué Larry hace esto, qué es lo que pretende en realidad. Todo lo hace para vengarse de mí y para que todos crean que es un buen padre en lugar de un borracho, un jugador compulsivo que abandonó a su familia. Toni nunca hubiera querido que la incinerasen y, si ha pasado lo peor, utilizaré la funeraria que se hizo cargo de mi madre, Levine e Hijos.

—Me temo que hasta que usted
y
su marido no se pongan de acuerdo sobre cómo disponer de los restos de Toni, la OCME no puede entregársela.

—No pueden escucharle a él. Abandonó a Toni cuando era un bebé. ¿Por qué alguien tendría que escucharle?

BOOK: El factor Scarpetta
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