Read El factor Scarpetta Online

Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El factor Scarpetta (7 page)

BOOK: El factor Scarpetta
3.37Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Por lo general, cuando una persona reacciona e intenta protegerse, su reflejo es alzar los brazos, las manos, y entonces recibe lesiones de defensa. En las fotos de la escena que yo he visto, Toni no las tiene, pero aún no he hablado con Scarpetta, y cuando lo haga, confirmaré este punto. Toni Darien no tenía ni idea y de pronto estaba en el suelo. Eso resulta un poco raro en alguien que corría de noche, alguien acostumbrado a estar al tanto de lo que sucede a su alrededor, porque corre con frecuencia y no lleva auriculares.

—¿Anoche participaba en una carrera? ¿Qué te hace pensar que nunca se ponía auriculares? Quizá los llevase anoche y el asesino se marchó con su iPod o su walkman.

—Todo lo que sé de los corredores de verdad es que no llevan auriculares estén o no en una carrera, sobre todo en la ciudad. Mira a tu alrededor. Dime cuántos corredores auténticos ves en Nueva York que lleven auriculares, para desviarse al carril de bicis, o dejarse atropellar por conductores, o dejarse atracar por la espalda.

—¿Tú te dedicas a correr?

—Oye. No sé qué información tendrás que evidentemente no compartes pero, según la mía, basada en observar lo que tengo delante de las narices, debemos evitar llegar a conclusiones precipitadas cuando no sabemos una mierda.

—Estoy de acuerdo. Es lo mismo que intento transmitirte, P. R. Marino.

—¿A qué responden las iniciales L. A.?

—Aparte de la ciudad de California, a nada. Si quieres llamarme algo que no sea Bonnell o gilipollas, puedes llamarme L. A.

Marino sonrió. Tal vez Bonnell no estuviese tan mal.

—Te propongo algo, L. A. Estaba a punto de ir a la bolera High Roller Lanes. ¿Por qué no nos vemos allí? ¿Juegas a los bolos?

—Creo que hay que tener un cociente intelectual por debajo de sesenta, o no te alquilan los zapatos.

—Es más bien setenta. Yo soy bastante bueno. Y tengo mis propios zapatos —replicó Marino.

Capítulo 3

A
Scarpetta no le sorprendía que hoy Marino hubiese intentado contactar con ella. Tenía dos mensajes de voz y unos minutos antes también le había enviado un mensaje de texto plagado de sus típicos errores tipográficos, abreviaturas casi indescifrables y una completa falta de puntuación o mayúsculas, a menos que el BlackBerry se lo hiciese de forma automática. Marino aún tenía que averiguar cómo insertar símbolos o espacios, o posiblemente ni se molestaba en intentarlo.

Berger fuera como sbes pro vuelve hoy qurra dets

d Darien y tengo algo q decir y mucho q preg asi q llma

Marino le recordaba a Scarpetta que Jaime Berger estaba fuera de la ciudad. Sí, Scarpetta lo sabía muy bien. Cuando Berger regresara a Nueva York esta noche, seguían los jeroglíficos de Marino, esperaba conocer los resultados de la autopsia y todos los detalles que Scarpetta pudiese aportar, ya que sería la Unidad de Delitos Sexuales de Berger la que se haría cargo del caso. Bien. A Scarpetta tampoco hacía falta que le contaran eso. Marino también indicaba que tenía información y preguntas, y que lo llamase en cuanto pudiese.

Intentó responderle con un mensaje mientras entraba en su despacho, de nuevo disgustada con el BlackBerry que Lucy le había comprado dos semanas antes. Fue una sorpresa generosa y considerada que Scarpetta veía como un caballo de Troya, algo que le habían metido por la puerta trasera y que sólo le causaba problemas. Su sobrina había decidido que Berger, Marino, Benton y Scarpetta debían tener el último modelo del mismo PDA que Lucy poseía y se había tomado como una cuestión personal instalar un servidor para empresas, o lo que ella describía como un entorno autenticado bidireccionalmente con triple cifrado de datos y cortafuegos.

El nuevo artilugio tenía pantalla táctil, cámara, vídeo, GPS, reproductor, correo electrónico inalámbrico, mensajería instantánea... en otras palabras, más capacidades multimedia de las que Scarpetta tenía tiempo o interés en descubrir. No mantenía buenas relaciones diplomáticas con su Smartphone y estaba bastante convencida de que era mucho más listo que ella. Se detuvo para teclear en la pantalla LCD con los pulgares; con frecuencia tuvo que borrar y volver a teclear porque, a diferencia de Marino, ella no enviaba mensajes repletos de errores:

Llamo luego. Tengo que ver al jefe. Tenemos problemas/asuntos pendientes.

Eso era todo lo específica que pretendía ser, pues desconfiaba enormemente de la mensajería instantánea, aunque cada vez le resultaba más difícil evitarla porque todo el mundo la utilizaba sin más.

Dentro de su despacho, el olor rancio de la hamburguesa con queso y patatas era repugnante; su almuerzo iba en camino de convertirse en objeto de interés arqueológico. Tiró la caja, sacó el cubo al otro lado de la puerta y empezó a bajar las persianas de las ventanas que daban a la escalera de entrada al edificio, donde solían sentarse los familiares y amigos de los pacientes cuando ya no soportaban esperar en el vestíbulo. Se detuvo a observar cómo Grace Darien entraba en el asiento trasero de un sucio Dodge Charger blanco, algo menos temblorosa, pero todavía desorientada y conmocionada.

Al ver el cuerpo casi se había desmayado y Scarpetta tuvo que acompañarla a la sala de familiares, donde se sentó con ella un buen rato, le preparó una taza de té y la cuidó lo mejor que pudo hasta sentir que la destrozada mujer era capaz de marcharse. Scarpetta se preguntó qué haría la señora Darien. Esperaba que el amigo que la había traído se quedara a su lado, que no la dejase sola. Quizá sus colegas del hospital cuidarían de ella y sus hijos llegarían pronto a Islip. Quizás ella y su ex marido zanjarían la disputa por los restos mortales y las pertenencias de su hija asesinada, decidirían que la vida era demasiado breve para el rencor y los conflictos.

Scarpetta se sentó ante su mesa, en realidad una improvisada terminal de trabajo que la rodeaba por tres lados; cerca había dos archivadores de metal que le servían de soporte para la impresora y el fax. Detrás había una mesa para su microscopio Olympus BX41, que conectado a un iluminador de fibra óptica y a una cámara de vídeo le permitía ver las muestras y las pruebas en un monitor, mientras reproducía las imágenes electrónicamente o las imprimía en papel fotográfico. Tenía al alcance de la mano un buen surtido de viejos amigos:
Cecil. Tratado de Medicina Interna
, la
Patología de Robbins
, el
Manual Merck
, Saferstein, Schlesinger, Petraco y unas pocas cosas más que se había traído de casa para que le hicieran compañía. Un equipo de disección de su época de estudiante de medicina en Johns Hopkins y otros objetos que le recordaban la larga tradición en medicina forense que la precedía. Balanzas de latón, un mortero y una mano de mortero. Botellas y recipientes de farmacia. Un equipo quirúrgico de campo de la guerra de Secesión. Un microscopio compuesto de finales del siglo XIX. Una colección de gorras e insignias de la policía.

Llamó al móvil de Benton. Saltó el buzón de voz, lo que solía indicar que Benton tenía el teléfono apagado porque estaba en un lugar donde no podía utilizarlo, en general la sala de reclusos de Bellevue, donde trabajaba como psicólogo forense. Llamó a su despacho y sintió que se le aligeraba el ánimo cuando él respondió.

—Sigues ahí —dijo ella—. ¿Quieres compartir un taxi?

—¿Intentas ligar conmigo?

—Se rumorea que eres bastante fácil. Me queda una hora más, debo hablar antes con el doctor Edison. ¿Cómo lo tienes tú?

—Una hora debería bastarme. —Sonaba apagado—. También tengo que reunirme con mi jefe.

—¿Estás bien?

Scarpetta se embutió el teléfono entre el hombro y la barbilla y entró en su correo electrónico.

—Es posible que tenga que matar a un dragón —dijo Benton con su voz familiar, tranquilizadora, de barítono, pero ella detectó un matiz de ansiedad y enojo. Últimamente lo detectaba a menudo.

—Creía que tu deber era ayudar a los dragones, no matarlos. Seguramente no me lo contarás.

—En efecto. No lo haré.

Le estaba diciendo que no podía contárselo. Posiblemente Benton tenía problemas con un paciente, algo que se volvía habitual. Desde el mes pasado, Scarpetta tenía la impresión de que Benton evitaba McLean, el hospital psiquiátrico afiliado a Harvard de Belmont, Massachusetts, donde tenían su hogar y de cuya plantilla él formaba parte. Actuaba de un modo más tenso y distraído de lo habitual, como si algo realmente lo estuviese corroyendo, algo que él no quería contar, insinuando que legalmente no le estaba permitido hacerlo. Scarpetta sabía cuándo preguntar y cuándo abandonar, y hacía tiempo que se había acostumbrado a cuan poco Benton podía compartir.

Eran las vidas que llevaban, repletas de secretos como habitaciones que tenían tanto de sombra como de luz. Su largo peregrinaje juntos estaba surcado de desvíos y destinos independientes no siempre conocidos por el otro, pero, por difícil que fuese para ella, en muchos sentidos era peor para él. Eran escasas las ocasiones en que no era ético para Scarpetta discutir los casos con su marido psicólogo forense y buscar su opinión y consejo, pero ella casi nunca podía devolverle el favor. Los pacientes de Benton estaban vivos y gozaban de ciertos derechos y privilegios que los pacientes muertos de Scarpetta no tenían. A menos que alguien fuera un peligro para sí o para los demás, o estuviese condenado por un delito, Benton no podía hablar de esa persona con Scarpetta sin violar la confidencialidad del paciente.

—En algún momento tendremos que hablar de cuándo vamos a casa. —Benton había vuelto al tema de las vacaciones y de una vida en Massachusetts que se volvía cada vez más remota—. Justine pregunta si tiene que decorar la casa. Tal vez colgar unas luces blancas en los árboles.

—Es una buena idea que parezca que hay alguien ahí, supongo —dijo Scarpetta mientras echaba un vistazo a su correo electrónico—. Eso mantendrá alejados a los ladrones; por lo que he oído, los robos están en alza. Pongamos algunas luces. En los setos, quizá sólo a ambos lados de la puerta y en el jardín.

—Interpreto eso como que no haremos nada más.

—Así como están aquí las cosas, no tengo ni idea de dónde estaremos la semana que viene. Tengo un caso verdaderamente malo y hay gente peleándose.

—Tomo nota de eso. Luces para ahuyentar a los ladrones. El resto, para qué molestarse.

—Recogeré unas amarilis para el piso, quizás un pequeño abeto que luego podamos replantar —dijo Scarpetta—. Y, con suerte, quizá pasemos unos días en casa, si eso es lo que quieres.

—Yo no sé lo que quiero. Quizá deberíamos plantearnos quedarnos aquí. Entonces ya no habrá que tomar más decisiones. ¿Qué te parece? ¿Hecho? ¿Decidido? ¿Montamos una cena, o algo así? Jaime y Lucy. Y Marino, supongo.

—Supones.

—Claro, si quieres que venga.

Benton no iba a decir que él quería que Marino viniese. No quería. Para qué fingir.

—Trato hecho. Nos quedaremos en Nueva York —replicó Scarpetta, pero no se sintió bien al respecto. De hecho, empezaba a sentirse bastante mal, ahora que estaba decidido.

Pensó en su casa de dos plantas de 1910, estilo búngalo, una sencilla armonía de madera, yeso y piedra que le recordaba diariamente cuánto adoraba a Frank Lloyd Wright. Por un instante echó de menos su gran cocina con electrodomésticos industriales de acero inoxidable. Echó de menos el dormitorio principal, con sus claraboyas y su chimenea de ladrillo a la vista.

—Tanto da, aquí o en casa, siempre que estemos juntos —añadió ella.

—Oye, una pregunta: ¿has recibido alguna carta inusual, como una felicitación? ¿Algo que te hayan enviado a tu despacho de Massachusetts, o a la oficina del forense aquí en Nueva York, o a la CNN?

—¿Una felicitación? ¿De alguien en particular?

—Sólo me preguntaba si has recibido algo inusual.

—Correos electrónicos, felicitaciones electrónicas, casi todo lo que recibo de extraños lo envían a la CNN y, por fortuna, otras personas se encargan.

—No me refiero a correo de admiradores, sino a una felicitación de las que hablan, o cantan. No electrónica, de las de verdad.

—Suena como si tuvieras a alguien en mente.

—Sólo es una pregunta.

Sí tenía a alguien en mente. A una paciente. Tal vez el dragón que tendría que matar.

—No —respondió Scarpetta, mientras abría un correo electrónico del jefe. Bien. Estaba en su despacho y allí estaría hasta las cinco.

—No es necesario que hablemos más de ello. —Lo que significaba que Benton no iba a hablar más de ello—. Llámame cuando vayas a salir y te esperaré delante. Hoy te he echado de menos.

Benton se enfundó unos guantes de algodón y extrajo un sobre de FedEx y una felicitación navideña de la bolsa de pruebas donde los había guardado antes, ese mismo día.

Le inquietaba que le hubiesen enviado la inapropiada felicitación aquí, a Bellevue. ¿Cómo podía saber Dodie Hodge, a quien habían dado de alta en McLean cinco días antes, que Benton estaba ahora mismo en Bellevue? ¿Cómo tenía Dodie la menor idea de dónde estaba él? Benton había considerado varias posibilidades, se había obsesionado con eso todo el día; el espectro de Dodie le sacaba el poli que llevaba dentro, no el médico de salud mental.

Conjeturaba que Dodie, tras ver los anuncios televisivos de la aparición en directo de Scarpetta en
El informe Crispin
de esta noche, había supuesto que Benton acompañaría a su esposa, sobre todo con las fiestas tan próximas. Dodie habría deducido que si Benton iba a estar en la ciudad, pasaría por Bellevue, al menos para echar un vistazo al correo. También era posible que el estado mental de Dodie se hubiese deteriorado ahora que estaba en casa, que su insomnio hubiera empeorado o que simplemente le faltase la dosis de emoción que tanto ansiaba. Pero ninguna explicación satisfacía a Benton que, con el paso de las horas, se iba sintiendo más inquieto y alerta, en lugar de lo contrario. Le preocupaba que el gesto perturbado de Dodie no le cuadrase, que no fuese lo que él habría previsto, y que quizá no actuase sola. Y también se preocupaba de sí mismo. Parecía que Dodie había despertado en él ciertas inclinaciones y conductas inaceptables en su profesión. Y últimamente tampoco se había comportado como era propio de él. No lo había hecho.

No había nada escrito en el sobre rojo de la felicitación, ni el nombre de Benton, ni el de Scarpetta, ni el de Dodie Hodge. Hasta ahí, al menos todo cuadraba con lo que él sabía de ella. Mientras estuvo en McLean, Dodie se había negado a escribir. Se había negado a dibujar. Al principio, había declarado que era tímida. Luego decidió que la medicación que tomaba durante la hospitalización le provocaba temblores y había dañado su coordinación, de manera que le resultaba imposible copiar la secuencia más sencilla de elementos geométricos o relacionar números en cierto orden, o clasificar tarjetas o manipular bloques. Durante casi un mes, todo lo que había hecho era fingir, crear problemas, quejarse, sermonear, aconsejar, fisgonear, mentir y hablar con cualquiera que la escuchase, a veces a grito pelado. Nunca se cansaba de montar dramas para engrandecerse, ni de sus ideas mágicas; era la estrella de su propia película y su mayor admiradora.

BOOK: El factor Scarpetta
3.37Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

One Little Thing by Kimberly Lang
Project by Gary Paulsen
The Counterfeit Mistress by Madeline Hunter
In Between the Sheets by Ian McEwan
Who's Your Alpha? by Vicky Burkholder
The Blind Owl by Sadegh Hedayat
A Cowboy's Heart by Brenda Minton
Radiant Days by Elizabeth Hand