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Authors: Arthur Machen

Tags: #Terror

El gran Dios Pan (5 page)

BOOK: El gran Dios Pan
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—Y esa es la historia, ¿no es cierto?

—Sí, esa es la historia.

—Bueno, Villiers, realmente no sé que decir al respecto. No hay duda que existen circunstancias en el caso que parecen peculiares, el descubrimiento de un muerto en el terreno de la casa de Herbert, por ejemplo, y la extraordinaria opinión del médico respecto a la causa de la muerte; sin embargo, después de todo, es posible que todos esos hechos puedan ser explicados de una forma directa. En relación a tus propias sensaciones cuando visitaste la casa, sugiero que pudieron deberse a una imaginación vívida; debes haber estado meditando, en un estado semiconsciente, sobre lo que habías escuchado. No veo exactamente qué más podría decirse o hacerse al respecto; evidentemente crees que hay un misterio de algún tipo, pero Herbert está muerto; ¿dónde propones buscar?

—Propongo buscar a la mujer; la mujer con la que se casó. Ella es un misterio.

Los dos hombres estaban en silencio junto al fuego; Clarke se felicitaba por haber mantenido el personaje de abogado del lugar común, y Villiers se envolvía en sus oscuras fantasías.

—Creo que fumaré un cigarrillo —dijo finalmente, y pasó su mano por el bolsillo palpando la cajetilla de cigarros.

—¡Ah! —dijo, sobresaltándose ligeramente—. Había olvidado que tenía algo que mostrarte. ¿Recuerdas que te dije que había encontrado un curioso bosquejo entre el montón de periódicos viejos en la casa de Paul Street? Aquí está.

Villiers sacó un pequeño paquete de su bolsillo. Estaba cubierto con un papel marrón, y asegurado con un cordel, y los nudos ofrecían problemas. A pesar de sí mismo, Clarke sintió curiosidad; se inclinó en su silla mientras Villiers deshacía con esfuerzo el cordel, y desenvolvía la cubierta exterior. Dentro había una segunda envoltura de papel que Villiers sacó, y sin una palabra, le alcanzó el pequeño pedazo de papel a Clarke.

Hubo un silencio mortal en la habitación durante cinco minutos. Los dos hombres estaban tan quietos que podían oír el sonido del anticuado reloj que se encontraba afuera en el vestíbulo, y en la mente de uno de ellos, la lenta monotonía del sonido despertó una memoria lejana. Miraba intensamente el boceto a tinta y lápiz de la cabeza de la mujer; era evidente que había sido dibujado con gran cuidado y por un verdadero artista, ya que el alma de la mujer asomaba por sus ojos, y los labios se abrían en una extraña sonrisa. Clarke observaba inmóvil el rostro; le trajo a la memoria una tarde de verano, hace mucho tiempo; nuevamente presenció el largo y hermoso valle, el río serpenteando entre las colinas, las praderas y los maizales, el pálido sol rojizo, y la blanca y fría bruma elevándose del agua. Escuchó una voz hablándole a través de las oleadas de años, diciendo: "Clarke, ¡Mary verá al Dios Pan!" , y luego se encontraba en la siniestra habitación junto al doctor, escuchando el pesado tic tac del reloj, esperando y observando, observando la figura que se encontraba tendida en la silla verde bajo la lámpara. Mary se levantó, él miró en sus ojos y su corazón se enfrío en su interior.

—¿Quién es esta mujer? —dijo finalmente. Su voz era seca y rasposa.

—Es la mujer con la que Herbert se casó.

Clarke miró nuevamente el boceto; no era Mary después de todo. Indudablemente era el rostro de Mary, pero había algo más, algo que no había visto en los rasgos de Mary cuando entró al laboratorio vestida de blanco con el doctor, tampoco en su horrible despertar, ni cuando yacía gesticulando en la cama. Fuera lo que fuera, la mirada que venía de aquellos ojos, la sonrisa en los labios llenos, o la expresión del rostro entero, hizo estremecer a Clarke en lo más recóndito de su alma, y reflexiono de manera inconsciente sobre las palabras del doctor Phillips: “el presentimiento de maldad más vívido que he visto”. Mecánicamente volteó el papel en su mano y miró la parte de atrás.

—¡Dios mío, Clarke! ¿Qué sucede? Estás pálido como la muerte.

Villiers saltó violentamente de su silla, mientras Clarke se reclinaba con un quejido, dejando caer el papel de sus manos.

—No me siento muy bien, Villiers, soy objeto de estos ataques. Sírveme un poco de vino; gracias, esto servirá. Me sentiré mejor en unos minutos.

Villiers recogió el caído boceto y lo volteó como Clarke había hecho.

—¿Viste eso? —dijo—. Así fue como la identifiqué como el retrato de la esposa de Herbert, o debo decir su viuda. ¿Cómo te sientes ahora?

—Mejor, gracias, fue sólo un mareo pasajero. No creo que te entienda claramente. ¿Qué dijiste que te permitió identificar la imagen?

—Esta palabra —Helen— estaba escrita atrás. ¿No te dije que su nombre era Helen? Sí, Helen Vaughan.

Clarke lanzó un gemido; no había ninguna sombra de duda.

—Ahora —dijo Villiers—, ¿no estás de acuerdo que en la historia que te he contado esta noche, y el papel que esta mujer juega en ella, hay algunos puntos muy extraños?

—Sí, Villiers —musitó Clarke—, realmente es una historia extraña; una extraña historia, realmente. Debes darme tiempo para reflexionar sobre ella, y quizá pueda ayudarte y quizá no. ¿Te retiras ahora? Bueno, buenas noches Villiers, buenas noches. Ven a visitarme en el transcurso de una semana.

Capítulo
V
 
La carta de advertencia

—¿S
abes Austin —dijo Villiers, mientras ambos amigos paseaban serenamente a lo largo de Picadilly una agradable mañana de mayo—, sabes que estoy convencido que lo que me contaste acerca de Paul Street y de los Herberts es un mero episodio de una historia extraordinaria? Además, debo confesarte que cuando te pregunté por Herbert hace unos meses atrás, recién me lo había encontrado.

—¿Lo habías visto? ¿Dónde?

—Me pidió limosna una noche en la calle. Se encontraba en la condición más lamentable, pero reconocí al hombre y lo tuve contándome su historia, o por lo menos un esbozo de ella. En resumen, llegó a lo siguiente: había sido arruinado por su mujer.

—¿De qué forma?

—No me lo dijo; sólo dijo que ella lo había destruido, en cuerpo y alma. El hombre está muerto ahora.

—¿Y qué fue de su mujer?

—Ah, eso es lo que me gustaría saber, y pretendo encontrarla tarde o temprano. Conozco a un hombre llamado Clarke, un tipo seco, de hecho, un hombre de negocios, pero suficientemente despierto. Tú comprendes a lo que me refiero, no despierto en el mero sentido comercial de la palabra, sino que un hombre que realmente sabe algo acerca del hombre y la vida. Bueno, le expuse el caso y realmente se impresionó. Dijo que necesitaba ser considerado y me pidió que volviera en el transcurso de una semana. Pocos días después, recibí esta extraordinaria carta.

Austin tomó el sobre, extrajo la carta y leyó con curiosidad. Decía lo siguiente:

MI QUERIDO VILLIERS:

He pensado en el caso sobre el cual me consultaste la otra noche, y mi consejo es el siguiente. Arroja el retrato al fuego, borra la historia de tu mente. Nunca le dediques otro pensamiento, Villiers, o te arrepentirás. Pensarás, sin duda, que poseo alguna información secreta, y hasta cierto punto ese es el caso. Pero sólo conozco un poco; sólo soy como un viajero que ha atisbado sobre el abismo y se ha retirado con horror. Lo que sé, es suficientemente extraño y terrible, sin embargo, más allá de mi conocimiento hay profundidades y horrores aún más espantosos, más increíbles que cualquier cuento narrado una noche de invierno junto al fuego. He resuelto no explorar ni un ápice más allá, y nada conmoverá tal resolución, y si valoras tu felicidad tomarás la misma determinación.

Ven a verme de todos modos; pero hablaremos de temas más alegres que éste.

Clarke

Austin dobló metódicamente la carta, y se la devolvió a Villiers.

—Ciertamente es una carta particular —dijo—, ¿a qué se refiere el hombre con el retrato?

—¡Oh! Había olvidado mencionar que estuve en Paul Street e hice un descubrimiento.

Villiers relató su historia como lo había hecho con Clarke, mientras Austin escuchaba en silencio. Parecía intrigado.

—¡Qué curioso que experimentaras una sensación tan desagradable en aquella habitación! —dijo finalmente—. Difícilmente creo que haya sido una mera cuestión de la imaginación; en resumen, un sentimiento de repulsión.

—No. Era más físico que mental. Era como si en cada inhalación, respirara alguna emanación mortífera, que parecía penetrar en cada nervio, hueso y tendón de mi cuerpo. Me sentí tironeado de pies a cabeza, mis ojos comenzaron a oscurecerse, fue como la entrada a la muerte.

—Sí, sí, realmente muy extraño. Como ves, tu amigo confesó que hay una historia muy oscura conectada con esta mujer. ¿Percibiste alguna emoción particular en él cuando le relatabas tu experiencia?

—Sí. Se puso muy débil, pero me aseguró que no era más que un ataque pasajero de los cuales era objeto.

—¿Le creíste?

—En el momento lo hice, pero ahora no. Escuchó lo que yo tenía que decir con bastante indiferencia, hasta que le mostré el retrato. Entonces fue cuando el ataque del que hablo le sobrevino. Te aseguro que lucía cadavérico.

—Entonces debe haber visto a la mujer alguna vez. Sin embargo, puede haber otra explicación; puede haber sido el nombre y no el rostro, el que le era familiar. ¿Qué crees tú?

—No podría decírtelo. Hasta donde creo, fue luego de voltear el retrato en su mano que casi se cae de la silla. El nombre, como sabes, estaba escrito en la parte de atrás.

—¡Correcto! Después de todo, es imposible llegar a una conclusión en un caso como este. Odio el melodrama, y nada me choca más que la trivialidad y el tedio de las historias comerciales de fantasmas; pero Villiers, realmente parece que hay algo muy extraño en el fondo de todo esto.

Sin darse cuenta, los dos hombres habían doblado por Ashley Street, dirigiéndose al norte de Picadilly. Era una calle larga, y más bien sombría, más aquí y allá, un gusto más brillante había iluminado las oscuras casas con flores, y cortinas alegres, y una agradable pintura en las puertas. Villiers observaba al tiempo que Austín terminaba de hablar, y miró una de aquellas casas; de cada alféizar colgaban geranios, rojos y blancos y cada ventana estaba cubierta con cortinas de color narciso.

—Se ve alegre, ¿no te parece? —dijo.

—Sí, y el interior es aún más alegre. Una de las casas más agradables de la temporada, así he oído. Yo mismo no he estado allí, pero he conocido a varios hombres que sí lo han hecho, y me cuentan que es notablemente jovial.

—¿De quién es la casa?

—De una tal señorita Beaumont.

—¿Y quién es ella?

—No sabría decirte. He escuchado que viene de Sur América, pero después de todo, quién es ella es de poca importancia. Es una mujer muy rica, no cabe duda de ello, y algunas de las personas más distinguidas se han asociado con ella. He escuchado que posee un claret espléndido, un vino verdaderamente maravilloso, que debe haberle costado una suma fabulosa. Lord Argentine me estaba contando al respecto; estuvo allí la tarde del domingo pasado. Me ha asegurado que nunca había probado un vino como ese y, como sabes, Argentine es un experto. A propósito, eso me recuerda, debe ser una mujer del tipo singular, esta señora Beaumont. Argentine le preguntó acerca de la antigüedad del vino y, ¿qué crees que le respondió? “Alrededor de unos mil años, creo”. Lord Argentine pensó que lo estaba engañando, tú sabes, pero cuando se rió ella le dijo que hablaba totalmente en serio y le ofreció mostrarle la jarra. Por supuesto que luego de eso no pudo decir nada más; pero me parece algo anticuado para una bebida, ¿no te parece? Bueno, ya llegamos a mis habitaciones. ¿Quieres pasar?

—Gracias, creo que lo haré. No he visto la tienda de curiosidades hace un buen tiempo.

Era una habitación ricamente amoblada, aunque extravagantemente, donde cada jarrón, armario y mesa, y cada alfombra, jarra y ornamento parecían ser una cosa aparte, preservando cada una su propia individualidad.

—¿Algo fresco últimamente? —dijo Villiers luego de un rato.

—No; creo que no. ¿Ya viste esos cántaros extraños, no es cierto? Me lo imaginaba. No creo haberme topado con nada durante las últimas semanas.

Austin examinó la pieza de aparador en aparador, de estante a estante, en busca de alguna nueva rareza. Finalmente, sus ojos se posaron sobre un extraño cofre, agradable y exquisitamente tallado, que se encontraba en una oscura esquina del cuarto.

—Ah —dijo— lo estaba olvidando, tengo algo que mostrarte. Austin abrió el cofre, extrajo un grueso volumen empastado, lo dejó sobre la mesa, y retomó el cigarro que había dejado a un lado.

—Villiers, ¿conociste a Arthur Meyrick, el pintor?

—Algo. Lo vi una o dos veces en la casa de un amigo mío. ¿Qué ha sido de él? No he escuchado la mención de su nombre por algún tiempo.

—Murió.

—¡Díos mío! Tan joven, ¿verdad?

—Si, tenía sólo treinta cuando murió.

—¿De qué falleció?

—No lo sé. Era un íntimo amigo mío, y un tipo realmente bueno. Acostumbraba a venir y hablar conmigo durante horas, era uno de los mejores conversadores que he conocido. Incluso podía hablar de la pintura, y eso es más de lo que se puede decir de la mayoría de los pintores. Hace aproximadamente dieciocho meses comenzó a sentirse estresado, y en parte siguiendo mi consejo, se embarcó en una especie de expedición errante, sin un final ni un objetivo muy definido. Me parece que Nueva York sería uno de sus primeros puertos, pero nunca supe de él. Hace tres meses recibí este libro, acompañado de una cortés nota de un doctor inglés trabajando en Buenos Aires, afirmando que había atendido al fallecido señor Meyrick durante su enfermedad, y que el difunto había expresado el intenso deseo de que el paquete sellado debía serme enviado luego de su muerte. Eso era todo.

—¿Y no escribiste para pedir nuevos pormenores?

—He pensado en hacerlo. ¿Tú me aconsejarías escribirle al doctor?

—Ciertamente. ¿Y el libro?

—Estaba sellado cuando lo recibí. No creo que el doctor lo haya mirado.

—¿No es algo muy extraño? ¿Era Meyrick un coleccionista?

—No, no lo creo, difícilmente un coleccionista. Dime, ¿qué es lo que piensas de estas vasijas Ainu?

—Son singulares, pero me gustan. Pero, ¿no me vas a mostrar el legado del pobre Meyrick?

—Si. Sí, por cierto. Lo que sucede es que es un objeto bastante peculiar y no se lo he mostrado a nadie. Si yo fuera tú, no diría nada al respecto. Aquí está.

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