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Authors: Arthur Machen

Tags: #Terror

El gran Dios Pan (3 page)

BOOK: El gran Dios Pan
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Con el transcurso del tiempo, sin embargo, la impresión pareció desgastarse y, cerca de tres meses después, acompañó a su padre a la casa de un caballero del vecindario para el cual Joseph W. ocasionalmente trabajaba. El hombre fue conducido al estudio y el pequeño niño fue dejado sentado en la recepción. Pero pocos minutos después, mientras el caballero daba sus instrucciones a W., los dos fueron espantados por un grito desgarrador y el sonido de una caída. Precipitándose fuera descubrieron al chico sin sentido sobre el suelo, su cara desfigurada por el terror. Inmediatamente llamaron al doctor, quien luego de examinarlo declaró que el niño había sufrido una especie de ataque, producto de un shock inesperado. El niño fue llevado a uno de los dormitorios, y luego de un tiempo recuperó la conciencia, pero solo para pasar a un estado, descrito por el médico, como histeria violenta. El doctor le suministró un sedante fuerte, y en el curso de dos horas, le declaro capaz de caminar a casa. Pero al pasar por la recepción, los paroxismos de terror retornaron, con más violencia. El padre notó que el niño apuntaba hacia algún objeto y oyó el antiguo grito, “¡El hombre del bosque!”, y mirando hacia la dirección señalada vio una cabeza de piedra de apariencia grotesca, que había sido edificada en la pared sobre una de las puertas. Al parecer, recientemente el dueño de la casa había hecho algunas alteraciones en sus establecimientos, y mientras cavaba en las fundaciones de algunas dependencias el hombre encontró una curiosa cabeza, evidentemente del período Romano, la que había sido dispuesta en la manera descrita. Los arqueólogos más experimentados del distrito habían declarado que la cabeza era la de un fauno o de un sátiro. (El doctor Phillips me cuenta que él ha visto la cabeza en cuestión, y me asegura que nunca ha percibido una manifestación tan vívida de intensa maldad).

Pero cualquiera haya sido la causa, este segundo golpe pareció demasiado severo para el joven Trevor, y actualmente sufre de una debilidad del intelecto, que ofrece escasa esperanza de recuperación. El asunto, en aquel tiempo, causó una gran de sensación, y Helen fue detenidamente interrogada por el señor R., pero sin resultados, pues ella negaba resueltamente que había asustado o molestado a Trevor de alguna forma.

El segundo suceso con el que el nombre de la niña está conectado tuvo lugar hace aproximadamente seis años, y es de un carácter aún más extraordinario.

A comienzos del verano de 1882, Helen trabó una amistad, de características peculiarmente íntimas, con Rachel M., la hija de un próspero granjero de la vecindad. Esta joven, un año menor que Helen, era considerada por la mayoría como la más linda de las dos, a pesar de que los rasgos de Helen se habían suavizado en gran medida mientras crecía. Las dos niñas, que estaban juntas cada vez que fuera posible, exhibían un singular contraste, la una con su clara y olivácea piel, casi de apariencia italiana, y la otra con el proverbial rojo y blanco de nuestros distritos rurales. Debe mencionarse, que los pagos que señor R. hacía para la mantención de Helen, eran conocidos en la villa por su excesiva generosidad, y era de impresión general que algún día ella heredaría de su pariente una gran suma de dinero. De esta forma, los padres de Rachel no se oponían a la amistad de su hija con la joven, e incluso fomentaban la intimidad, aunque ahora se arrepienten amargamente de haberlo hecho. Helen aún conservaba su extraordinaria inclinación por el bosque y, en varias ocasiones Rachel la acompañaba. Ambas amigas salían temprano por la mañana y se quedaban en el bosque hasta el crepúsculo. Una o dos veces después de aquellas excursiones la señora M. notó algo peculiar en el comportamiento de su hija; se la veía ida y lánguida, como ha sido expresado, “diferente a sí misma”, sin embargo, estas peculiaridades le parecieron demasiado insignificantes como para ser comentadas. Mas una tarde, luego del retorno de Rachel al hogar, su madre oyó un ruido que sonaba como un llanto reprimido en la habitación de la joven, y al entrar la encontró tirada sobre su cama, medio desnuda, evidentemente presa de una gran angustia. Tan pronto como vio a su madre exclamó: "Ah, madre, madre, ¿por qué me permitiste ir al bosque con Helen?". La señora M. se sorprendió frente a tan extraña pregunta, y procedió a indagar. Rachel le relató una extravagante historia. Contó que…"

Clarke cerró el libro con un estruendo y volvió su silla hacia el fuego. La tarde en que su amigo se encontraba sentado en esa misma silla, narrando su historia, Clarke lo había interrumpido en un punto algo posterior a este, cortando sus palabras en un paroxismo de horror. “¡Dios mío!” —exclamó— Piensa, piensa en lo que estás diciendo. Es demasiado increíble, demasiado monstruoso; cosas como esas no pueden suceder en este modesto mundo, donde los hombres y mujeres viven y mueren, y luchan, y conquistan, o quizá caen bajo el dolor y el arrepentimiento, y sufren de extrañas suertes por varios años; pero no esto, Phillips, no cosas como estas. Debe haber alguna explicación, alguna salida de este terror. Porque, hombre, si tal situación fuera posible, nuestra tierra sería una pesadilla."

Sin embargo, Phillips había contado su historia hasta el final, concluyendo:

"Su huída permanece hasta hoy como un misterio; se desvaneció a plena luz del sol; la vieron caminado por una pradera y, pocos minutos después, ya no estaba allí".

Clarke trató de imaginarse el asunto una vez más, sentado junto al fuego, y su mente nuevamente se estremeció y retrocedió, consternada ante la visión de tales horribles e innombrables elementos, entronados como estaban, triunfantes en la carne humana. Ante él se extendía la oscura visión de la verde calzada en el bosque, como su amigo la había descrito; vio las hojas oscilantes y las temblorosas sombras sobre el pasto, vio la luz del sol y las flores, y, en la distancia, ambas figuras se acercaban hacia él. Una era Rachel, ¿y la otra?

Clarke ha tratado de no creer en ello, sin embargo, al final del relato, como está escrito en su libro, puso la siguiente inscripción:

ET DIABOLUS INCARNATE EST. ET HOMO FACTUS EST.

Capítulo
III
 
Ciudad de resurrecciones

—¡D
ios mío, Herbert! ¿Es esto posible?

—Sí, mi nombre es Herbert. Creo que conozco su cara también, pero no recuerdo su nombre. Mi memoria está estropeada.

—¿No recuerdas a Villiers de Wadham?

—Así es, así es. Ruego me disculpes Villiers, nunca pensé que le estaba mendigando a un antiguo amigo de universidad. Buenas noches.

—Mi querido amigo, esta prisa es innecesaria. Mis habitaciones están cerca de aquí, pero no iremos allí inmediatamente. ¿Qué te parece si caminamos un poco por Shaftesbury Avenue? Pero Herbert, ¿cómo en nombre del cielo llegaste a esta situación?

—Es una larga historia, Villiers, y extraña también, pero puedes escucharla si así lo deseas.

—Vamos, entonces. Toma mi brazo, no luces muy fuerte.

La dispar pareja se movió lentamente por la calle Rupert; el uno en sucios y funestos andrajos, y el otro, ataviado en el uniforme reglamentario de un hombre de ciudad, ordenado, lustroso y distinguidamente acomodado. Villiers había salido de su restaurant luego de una excelente cena de muchos platos, asistido por un congraciador frasco de Chianti. Más, en aquel marco mental que casi era crónico en él, se había demorado junto a la puerta, atisbando alrededor en la mortecina luz de la calle, en busca de aquellos misteriosos incidentes y personas que abundan en las calles de Londres a cada hora. Villiers se enorgullecía de sí mismo por ser un hábil explorador de aquellos oscuros laberintos y desvíos de la vida londinense, y en esta improductiva ocupación desplegaba una asiduidad que era digna de actividades más serias. De esta forma, se encontraba junto al poste de luz examinado a los transeúntes con una abierta curiosidad y con la seriedad sólo conocida por el comensal sistemático, cuando, habiendo recién enunciado en su mente la siguiente fórmula: “Londres ha sido llamada la ciudad de los encuentros; pero es más que eso, es la ciudad de las Resurrecciones”, sus reflexiones fueron súbitamente interrumpidas por un lastimero gemido junto a él, y un lamentable pedido de limosna. Miró a su alrededor con enojo, y con un súbito impacto se vio confrontado con la prueba encarnada de sus pomposas fantasías. Allí, a su lado, la cara alterada y desfigurada por la pobreza y desgracia, el cuerpo escasamente cubierto por unos grasientos y mal traídos andrajos, se encontraba su antiguo amigo Charles Herbert, quién se había matriculado el mismo día que él, con el cual había sido feliz y sagaz por doce revueltos períodos académicos. Ocupaciones diferentes y diversos intereses habían interrumpido la amistad, y hacía seis años que Villiers no veía a Herbert; y ahora lo encontraba, a esa ruina de hombre, con dolor y desaliento, mezclado con una cierta curiosidad respecto a qué espantosa cadena de circunstancias lo habrían arrastrado a tan triste situación. Villiers sintió junto con la compasión, todo el deleite del aficionado a los misterios, y se felicitó por sus pausadas especulaciones fuera del restaurant.

Caminaron en silencio por algún tiempo, y más de algún transeúnte miró sorprendido aquel insólito espectáculo de un hombre bien vestido con un indiscutible mendigo aferrado a su brazo. Villiers, dándose cuenta de esto, dirigió los pasos hacia una oscura calle en el Soho. Aquí repitió su pregunta:

—¿Cómo diablos sucedió, Herbert? Siempre creí que asumirías una gran posición en Dorsetshire. ¿Acaso tu padre te desheredó? ¿Seguramente no?

—No, Villiers; obtuve toda la propiedad cuando mi pobre padre murió, falleció un año después que dejé Oxford. Fue un buen padre para mí, y lamenté su muerte sinceramente. Pero tú sabes cómo son los jóvenes; pocos meses después me vine a la ciudad y entré en sociedad. Tuve, por supuesto, presentaciones excelentes, y logré divertirme mucho de una forma sana. Jugaba un poco ciertamente, pero nunca a grandes riesgos, y las pocas apuestas que hice en las carreras me dieron dinero —sólo unos cuantos peniques, tú sabes—, pero suficiente para pagar los puros y aquellos placeres insignificantes. Fue durante mi segunda temporada que la marea cambió. ¿Por supuesto supiste que me casé?

—No, nunca escuché nada sobre eso.

—Si, me casé Villiers. Conocí a una joven, una muchacha de la más maravillosa y extraña belleza en la casa de ciertas personas que conocía. No podría decirte su edad; nunca la supe. Hasta donde puedo imaginarme, debo pensar que tendría cerca de diecinueve cuando trabamos conocimiento. Mis amigos la habían conocido en Florencia; les había contado que era huérfana, hija de padre Inglés y madre Italiana, y los cautivó tal como me cautivó a mí. La primera vez que la vi fue durante una velada nocturna. Yo estaba junto a la puerta, conversando con un amigo cuando de repente, sobre el murmullo y barullo de la conversación, escuché una voz que pareció estremecer mi corazón. Estaba cantando una canción italiana. Me la presentaron esa tarde, y a los tres meses me casé con Helen Villiers, esa mujer, si es que puedo llamarla mujer, pervirtió mi alma. En la noche de bodas me encontré sentado en su habitación de hotel, escuchándola. Ella estaba sentada sobre la cama, mientras yo la escuchaba hablar con su hermosa voz. Habló de cosas que aún ahora no me atrevería a susurrar en la noche más oscura, aunque estuviera en medio del desierto. Villiers, puedes creer que conoces la vida, y Londres, y lo que sucede día y noche en esta horrorosa ciudad; podrás haber escuchado las palabras de los más viles, pero te digo, que no puedes concebir lo que yo sé, ni siquiera en tus sueños más fantásticos y repugnantes podrías imaginar una pálida sombra de lo que yo he oído… y visto. Sí, visto. He visto lo increíble, horrores tales que incluso yo mismo algunas veces me detengo en medio de la calle, y me pregunto si es posible que un hombre sea testigo de tales cosas y sobreviva. En un año, Villiers, era un hombre arruinado, en cuerpo y alma… en cuerpo y alma.

—Pero, Herbert, ¿tu propiedad? Tenías tierras en Dorset.

—La vendí; los campos y los bosques, la querida y antigua casa… todo.

—¿Y el dinero?

—Se lo llevó todo.

—¿Y luego te dejó?

—Si; desapareció una noche. No sé adónde fue, pero estoy seguro de que si la viera otra vez eso me mataría. El resto de mi historia no interesa; sórdida miseria, eso es todo. Quizá pienses que he exagerado y he hablado para causar efecto, Villiers; pero no te he contado ni la mitad. Podría contarte ciertas cosas que te convencerían, pero nunca más tendrías un día feliz. Pasarías el resto de tu vida como yo, un hombre maldito, un hombre que ha visto el infierno.

Villiers llevó al desafortunado a sus habitaciones, y le dio alimento. Herbert logró comer un poco, y escasamente tocó el vaso de vino dispuesto ante él. Se sentó taciturno junto al fuego, y pareció aliviado cuando Villiers lo despidió con un pequeño presente en dinero.

—A propósito, Herbert —dijo Villiers, mientras se separaban en la puerta—, ¿cuál era el nombre de tu esposa? Creo que dijiste Helen. ¿Helen que?

—El nombre por el que pasaba cuando la conocí era Helen Vaughan, pero cuál sería su verdadero nombre, no podría decirlo. No creo que tuviera algún nombre. Sólo los seres humanos tienen nombres, Villiers, no podría decirte nada más. Adiós. Sí, no dejaré de llamar si necesito algo en lo que puedas ayudarme. Buenas noches.

El hombre salió a la amarga noche, y Villiers regresó junto al fuego. Había algo acerca de Herbert que lo impactó inexpresivamente; no sus pobres andrajos ni las marcas que la pobreza había impreso en su rostro, sino más bien un terror indefinido que colgaba de él como una niebla. Había reconocido que él mismo no estaba desprovisto de culpa; la mujer, había declarado, lo había pervertido en cuerpo y alma, y Villiers sintió que este hombre, alguna vez su amigo, había actuado en escenas de una maldad que está más allá del poder de las palabras. Su historia no necesitaba de confirmación, él mismo era la prueba encarnada de ella. Villiers meditó con curiosidad acerca de la historia que había oído, y se preguntó si había oído tanto el principio como el final de ella. No —pensó—, ciertamente no el final, probablemente sólo el comienzo. Un caso como este es como un nido de cajas Chinas; abres una tras otra y descubres un exótico artificio en cada caja. Seguramente el pobre Herbert no es más que una de las cajas exteriores; hay algunas más extrañas que le siguen.

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