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Authors: Arthur Machen

Tags: #Terror

El gran Dios Pan (6 page)

BOOK: El gran Dios Pan
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Villiers cogió el libro y lo abrió a azar.

—No es un volumen impreso, entonces —dijo.

—No. Es una colección de dibujos en blanco y negro hechos por mi pobre amigo Meyrick.

Villiers dio vuelta la primera página, estaba en blanco; la segunda llevaba una pequeña inscripción que decía:

“Silet per diem universus, nec sine horror secretus est; lucet mocturnis ignibus, chorus Aeipanum undique personatur: audiuntur et cantus tibiarum, et tinnitus cymbalorum per oram maritimam”.

En la tercera página había un diseño que sobresaltó a Villiers y miró inmediatamente a Austin; éste miraba abstraídamente por la ventana. Villiers volteó página tras página, absorto, a pesar de sí mismo, en las espantosas Noches de Walpurgis de la maldad, una maldad extraña y monstruosa, que el artista había plasmado en duro blanco y negro. Las figuras de Faunos, Sátiros y Aegipos bailaban frente a sus ojos, la oscuridad de la espesura, la danza en las cumbres, las escenas de costas solitarias, en verdes viñedos, en lugares desiertos y rocosos, pasaron frente a él: un mundo frente al cual el alma humana se retrae y se estremece. Villiers pasó rápidamente las páginas restantes; había visto suficiente, más el dibujo de la última página captó su mirada, cuando casi cerraba el libro.

—¡Austin!

—Bueno, ¿qué sucede?

—¿Sabes quién es?

Era el rostro de una mujer, sola en la página blanca.

—¿Que si la conozco? No, por supuesto que no.

—Yo sí.

—¿Quién es?

—Es la señora Herbert.

—¿Estás seguro?

—Estoy perfectamente seguro de ello. ¡Pobre Meyrick! Es un capítulo más en su historia.

—¿Qué te parecen los diseños?

—Son terribles. Sella el libro nuevamente, Austin. Si yo fuera tú, lo quemaría; debe ser una horrible compañía aún estando en un cofre.

—Sí, son unos dibujos singulares. Pero me pregunto, ¿qué conexión había entre Meyrick y la señora Herbert, o qué vínculo había entre ella y estos diseños?

—¿Quién podría decirlo? Es posible que este asunto termine aquí, y nunca sepamos, sin embargo, en mi opinión, esta Helen Vaughan o señora Herbert, es sólo el principio. Volverá a Londres, Austin; pierde cuidado, ella regresará, y entonces sabremos más acerca de ella. Dudo que sean noticias muy agradables.

Capítulo
VI
 
Los suicidios

L
ord Argentine era un gran favorito en la sociedad londinense. A los veinte años había sido un hombre pobre, adornado por el apellido de una ilustre familia, sin embargo, forzado a ganarse el sustento como fuera, y ni el más especulativo de los prestamistas le hubiera confiado 5 peniques sobre la eventualidad de que alguna vez cambiara su nombre por un título y su pobreza por una gran fortuna. Su padre había estado lo suficientemente cerca de la fuente de las cosas buenas como para asegurar a uno de los miembros vivos de la familia, pero el hijo, aún si hubiera tomado los votos, no hubiera obtenido más que eso, además, no tenía vocación para la orden eclesiástica. De esta forma, enfrentó al mundo con una armadura no mejor que la toga de bachiller y el ánimo de un joven nieto del hijo, equipamiento con el cual se las ingeniaba de alguna forma para hacer de esa una batalla bastante tolerable. A los veinticinco el señor Charles Aubernon era aún un hombre de luchas y contiendas contra el mundo, sin embargo, de los siete que se encontraban antes que él en los lugares más altos de su familia, sólo quedaban tres. Estos tres, aunque “bien vivos”, no eran a prueba de la lanza Zulu ni de la fiebre tifoidea, por lo que, una mañana, Aubernon despertó siendo Lord Argentine, un hombre de treinta años que había enfrentado las dificultades de la existencia, y las había conquistado. La situación lo divertía inmensamente, y resolvió que la riqueza sería tan agradable para él como lo había sido siempre la pobreza. Luego de algunas consideraciones, Argentine llegó a la conclusión de que la cena, mirada como una de las bellas artes, era quizá la ocupación más entretenida abierta a la humanidad arruinada, de esta forma, sus cenas se hicieron famosas en Londres, y una invitación para su mesa era algo codiciosamente deseado. Luego de diez años de señoría y cenas, Argentine aún rehusaba a cansarse y siguió disfrutando de la vida, y, como una suerte de infección, era reconocido como causa de alegría para los demás, en suma, como la mejor de las compañías. De este modo, su repentina y trágica muerte causó una extensa y profunda sensación. La gente difícilmente lo creía, aún teniendo el periódico frente a sus ojos y el grito de “Misteriosa muerte de un noble” resonando por las calles. Mas allí estaba el párrafo: “Lord Argentine fue hallado muerto esta mañana por su asistente bajo circunstancias intranquilizantes. Se ha afirmado que no hay duda de que su señoría se habría suicidado, aunque no se ha encontrado un motivo para el acto. El fallecido caballero era ampliamente conocido en sociedad, y muy querido por sus joviales maneras y su regia hospitalidad. Ha sido sucedido por…” etc, etc.

Lentamente los detalles salieron a la luz, pero el caso era aún un misterio. El testigo principal del interrogatorio era el ayudante del difunto, quien afirmó que la noche anterior a la muerte Lord Argentine había cenado con una señora de buena posición, cuyo nombre fue suprimido por los periódicos. Lord Argentine había regresado aproximadamente a las once y había informado a su hombre que no requeriría de sus servicios hasta la mañana siguiente. Un poco más tarde, el sirviente tuvo la oportunidad de pasar por el vestíbulo y asombrarse al ver a su amo saliendo tranquilamente por la puerta principal. Se había cambiado la tenida de noche y vestía un abrigo Norfolk, unos bombachos, y un sombrero bajo color marrón. El ayudante no tenía ninguna razón para suponer que Lord Argentine lo había visto, y aunque su amo rara vez se quedaba hasta tarde, jamás pensó en lo que ocurriría a la mañana siguiente al llamar a su puerta un cuarto para las nueve, como era usual. No recibió respuesta, y luego de golpear una o dos veces, entró a la habitación y vio el cuerpo de Lord Argentine inclinado en ángulo desde los pies de la cama. Descubrió que su amo había atado firmemente una cuerda a uno de los postes cortos de la cama, y luego hizo un nudo corredizo y se lo deslizó al redor del cuello, el pobre hombre debe haberse dejado caer resueltamente, para morir lentamente estrangulado. Vestía el delgado traje con el que el sirviente lo había visto salir, y el doctor que fue llamado declaró que la su vida se había extinguido hacía más de cuatro horas. Todos los papeles, cartas, y demases, estaban en perfecto orden, y no se descubrió nada que apuntara remotamente a algún escándalo, fuera grande o pequeño. Hasta aquí llegaba la evidencia; nada más pudo ser descubierto. Varias personas se encontraban presentes en la cena a la que Lord Argentine había asistido, y a todas ellas les pareció que se encontraba de un humor afable, como siempre. Sin embargo, el asistente afirmó que su amo le había parecido algo agitado al llegar a casa, más la alteración era a su manera muy tenue, de hecho, difícilmente perceptible. Buscar más pistas parecía inútil, y la sugerencia de que Lord Argentine había sufrido de un repentino ataque de manía suicida aguda, fue ampliamente aceptado.

Sin embargo, resultó de otra manera, cuando dentro de las tres semanas siguientes, otros tres caballeros, uno de ellos un noble, y dos hombres más de buena posición y abundantes medios, perecieron atrozmente en casi la misma forma. Lord Swanleigh fue encontrado una mañana en su vestidor, colgando de un gancho fijado a la pared, y el señor Collier-Stuart y el señor Herries habían elegido morir como Lord Argentine. Ninguno de los casos tenía explicación; uno cuantos hechos conocidos: un hombre vivo en la tarde y un cadáver con el rostro hinchado y amoratado, en la mañana. La policía se vio obligada a declararse impotente para arrestar o explicar los sórdidos asesinaos de Whitechapel; sin embargo, ante los horribles suicidios de Picadilly y Mayfair se encontraban atónitos, porque ni siquiera la sola ferocidad que había servido como explicación de los crímenes del East End, podía servir en el West. Todos estos hombres que habían resuelto morir una muerte tormentosa y vergonzosa eran ricos, prósperos y, según las apariencias, enamorados del mundo, y ni siquiera la investigación más detallada pudo descubrir en alguno de los casos alguna sombra de un motivo latente. Había horror en el aire, y los hombres se miraban unos a otros al encontrarse, cada uno preguntándose si el otro sería la víctima de la quinta tragedia sin nombre. Los periodistas revisaban en vano sus apuntes en busca de material con el cual mezclar artículos anteriores. Y el periódico matutino era abierto en más de algún hogar con un sentimiento de terror; nadie sabía cuándo o dónde atacaría el próximo golpe.

Poco tiempo después del último de estos terribles sucesos, Austin fue a visitar al señor Villiers. Sentía curiosidad por saber si Villiers había tenido éxito en descubrir alguna pista fresca de la señora Herbert, ya fuera a través de Clarke o de otra fuente, y a penas se hubo sentado hizo la pregunta.

—No —dijo Villiers—, le escribí a Clarke pero sigue inexorable, y he tratado por otros canales sin resultados. No he podido saber qué ha sido de Helen Vaughan después de dejar Paul Street, pienso que deber haberse ido al extranjero. Pero para serte franco Austin, no le he prestado mucha atención al tema durante las últimas semanas; conocía íntimamente al pobre Herries, y su terrible muerte ha sido un gran golpe para mí, un gran golpe.

—Lo creo —contestó Austin solemnemente—, tú sabes que Argentine era amigo mío. Si recuerdo correctamente, estuvimos hablando de él ese día que viniste a mis habitaciones.

—Sí; era en relación a aquella casa en Ashley Street, la casa de la señora Beaumont. Dijiste algo acerca de Argentine cenando allá.

—De hecho. Seguramente sabrás que fue allí donde Argentine cenó la noche antes… antes de su muerte.

—No, no había escuchado eso.

—Oh, si; el nombre fue excluido de los periódicos para ahorrarle molestias a la señora Beaumont. Argentine era un gran favorito suyo, y se comentaba que ella se encontraba en un terrible estado.

Una curiosa expresión asomó en el rostro de Villliers; parecía indeciso acerca de hablar o no. Austin comenzó nuevamente.

—Nunca experimenté tal sentimiento de horror como cuando leí el informe de la muerte de Argentine. En el momento no lo comprendí, y tampoco ahora. Lo conocía bien, y mi entendimiento se ve completamente superado al preguntarme por qué posible causa él —o cualquiera de los otros— podría haber resuelto morir a sangre fría, de aquella espantosa manera. Tú sabes cómo los hombres murmuran sobre cada personaje de Londres, y te aseguro que cualquier escándalo enterrado o esqueleto escondido habría aparecido en un caso como este; pero nada por el estilo ha sucedido. Y respecto a la teoría de manía, bueno, eso está muy bien para la improvisación del forense, pero todos sabemos que es una tontería. La manía suicida no es una pequeña infección.

Austin se hundió en un oscuro silencio. Villiers también estaba en silencio, observando a su amigo. La expresión de indecisión aún se movía por su rostro; parecía sopesar sus pensamientos en una balanza, y las consideraciones que estaba tomando lo mantenían en silencio. Austin trató de quitarse de encima las memorias de tragedias tan imposibles y confusas como el laberinto de Dédalo, y comenzó a hablar con voz indiferente de sucesos más agradables y de las aventuras de la temporada.

—Esa señora Beaumont —dijo— de la cual hablábamos, es un gran éxito; ha tomado Londres casi por asalto. La conocí la otra noche en Fulham; realmente es una mujer extraordinaria.

—¿Conociste a la señora Beaumont?

—Sí; estaba rodeada por un verdadero séquito. Supongo que podría decirse que es muy atractiva, sin embargo, hay algo en su rostro que no me agradó. Sus rasgos son exquisitos, pero la expresión es extraña. Y durante todo el tiempo que la estuve observando, y luego, cuando me dirigía a casa, tuve la curiosa sensación de que me era familiar, de alguna u otra forma.

—La debes haber visto en la calle.

—No, estoy seguro que nunca había visto a la mujer; eso es lo que lo hace misterioso. Y según creo, nunca he visto a nadie como ella; lo que sentí fue como un recuerdo lejano y velado, vago pero persistente. La única sensación con la que puedo compararlo es ese extraño sentimiento que se tiene a veces en los sueños, cuando las ciudades fantásticas, las tierras maravillosas y los personajes fantasmales nos parecen familiares y habituales.

Villiers asintió y echó un vistazo sin dirección alrededor de la habitación, posiblemente en busca de algo sobre lo que continuar la conversación. Sus ojos se posaron en un antiguo cofre situado debajo de un escudo gótico, parecido en cierta forma a aquél en que el artista había escondido su extraño legado.

—¿Le escribiste al doctor acerca del pobre Meyrick? —preguntó.

—Sí, le escribí pidiéndole todos los pormenores respecto a su enfermedad y su muerte. No espero recibir respuesta durante otras tres semanas o un mes. Pensé que también debería indagar si Meyrick conocía a alguna mujer inglesa apellidada Herbert, y si ese era el caso, si el doctor podía entregarme información sobre ella. Sin embargo, es muy posible que Meyrick se halla encontrado con ella en Nueva York, o México, o San Francisco. No tengo idea del alcance o dirección de sus viajes.

—Sí, y es muy posible que esta mujer tenga más de un nombre.

—Exactamente. Hubiera deseado pensar en pedirte el retrato de ella que posees. Podría haberlo incluido en mi carta al doctor Matthews.

—Podrías haberlo hecho; nunca se me había ocurrido. Debemos enviarlo ahora. ¡Escucha! ¿Qué están gritando esos niños?

Mientras los dos hombres conversaban, un ruido confuso de gritos había aumentado gradualmente en intensidad. El ruido se elevaba desde la parte este y cobraba fuerzas en Picadilly, acercándose más y más, como un torrente de sonido; agitando las calles usualmente tranquilas, y haciendo de cada ventana el marco para una cara, curiosa o excitada. Los gritos y las voces reverberaban a lo largo de la silenciosa calle donde vivía Villiers, haciéndose más claras a medida que avanzaban, y mientras Villiers hablaba, la respuesta subió desde la acera:

“¡Los Horrores del West End; otro espantoso suicidio; informe completo!”

Austin se precipitó escaleras abajo y compró un periódico, y le leyó a Villiers, mientras el alboroto en la calle se elevaba y decaía. La ventana estaba abierta y el aire parecía estar lleno de ruido y terror.

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