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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (21 page)

BOOK: El guardián de los niños
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Después de que encerraran a Rössel acusado de incendio con resultado de homicidio, la policía empezó a investigar la conexión entre él, los muertos y los desaparecidos. Para entonces la autocaravana de Rössel se había incendiado, el vehículo había sido desguazado y las pruebas habían desaparecido. Y Rössel nunca confesó.

Hay muchos artículos sobre la vida de Rössel y sus vacaciones en los campings —infinidad de artículos—, pero después de leer media docena Jan tiene suficiente.

Rössel está preso, y el hospital Santa Patricia parece ser el lugar adecuado para él. No puede creer que Hanna Aronsson esté interesada en un perturbado. ¿O sí?

Jan busca otro nombre en la red: «Santa Patricia». Pero no encuentra fotografías ni planos, apenas algunos datos y estadísticas sobre la clínica procedentes del Departamento de Prisiones, además de un enlace a «Santa Patricia» que le remite a una página sobre diferentes santos protectores. Se entera así de que santa Patricia fue una monja clarisa de Estocolmo que vivió en el siglo XV. Patricia ayudaba a los niños huérfanos, a los ancianos enfermos y a los más pobres entre los pobres de los callejones más humildes de la ciudad.

Unas pocas líneas, es todo lo que hay sobre la santa.

Jan apaga el ordenador, se pone en pie y empieza a hacer la maleta. Conducirá hasta Nordbro, su ciudad natal, para visitar a su anciana madre por primera vez en seis meses.

Los aromas de la casa no han cambiado. El olor de su madre, los perfumes y las bolitas ambientadoras. Su padre murió hace tres años, pero la fragancia de su tabaco y su loción de afeitar aún perdura en la habitación, ha impregnado las paredes.

Jan pasea entre todos los recuerdos.

Sobre el televisor hay una vieja fotografía de Jan y su hermano Magnus, tres años menor. Tienen ocho y cinco años, y sonríen a la cámara. Al lado hay una fotografía reciente de Magnus ante el Big Ben, abrazando a una chica. Magnus estudia medicina en el King’s College, vive con su novia de Kensington en Russel Square, en Londres, y tiene un brillante futuro por delante.

Jan pasea la mirada por la sala, el polvo cubre la mesa de cristal y el suelo de parqué.

—Deberías limpiar más a menudo, mamá.

—No puedo limpiar… Era papá quien lo hacía.

La madre de Jan siempre llamaba «papá» a su marido.

—Podrías contratar a alguien para que limpiara.

—No puedo… No me lo puedo permitir.

La madre pasa la mayor parte del tiempo sentada y encogida en el desvencijado sillón de cuero frente al televisor, en bata y zapatillas rosas. En ocasiones se queda muy quieta, plantada delante de la ventana. Jan quiere animarla para que empiece a tomar sus propias decisiones y conozca a gente. Ha vivido demasiado tiempo a través de su marido.

Quizá se sienta aburrida de no tener nada que hacer durante la semana, desde que se jubiló, hace dos años. Tampoco se muestra especialmente contenta de que Jan se encuentre en casa.

—¿Tu novia no ha venido? —pregunta de pronto.

—No —responde Jan con voz apagada—. Tampoco ha podido esta vez.

Jan no tiene novia a la que llevar a Nordbro. En el barrio tampoco cuenta con viejos amigos con los que salir, así que esa tarde da un largo paseo por la ciudad de su infancia.

De camino al centro, pasa como de costumbre junto a la clínica donde está ingresado Christer Vilhelmsson junto a otros pacientes con daños cerebrales, pero ese día hace viento y no está sentado fuera.

Christer Vilhelmsson iba a noveno curso cuando él estaba en octavo. Jan tiene veintinueve años, su compañero de colegio debe de haber cumplido los treinta. El tiempo pasa, aunque quizá Christer no lo note.

De todas las veces que Jan ha pasado junto a la clínica, solo ha visto a Christer en el porche en una ocasión, un soleado día de primavera de hace cuatro años. Christer estaba sentado en una silla del jardín, no en una silla de ruedas, aunque Jan se preguntó si realmente podría caminar.

Aun desde la calle, a unos quince metros de distancia, Jan comprendió que aquel hombre de veintiséis años solo había crecido corporalmente. Fue el vacío reflejado en su rostro, y la forma en que estaba sentado mientras asentía sin parar para sí con la cabeza un poco inclinada, lo que indicaba que, aquella noche en el bosque, el reloj de Christer Vilhelmssom comenzó a marcar las horas hacia atrás. El coche que lo atropelló en la oscuridad lo había lanzado contra la cuneta y lo había devuelto a la infancia.

Jan se quedó un par de minutos mirando a su antiguo compañero, quien tiempo atrás le había hecho sentirse aterrorizado. Luego siguió su camino, sin experimentar pena ni alegría.

En la Stortorget de Nordbro, Jan entra en la ferretería Fridman, como ha hecho en otras ocasiones. Torgny Fridman, el hijo del fundador, lleva ahora el negocio. Es sábado y el mismo Torgny se encuentra tras el mostrador. Un hombre delgado de treinta y cinco años y cabello pelirrojo corto.

Jan se dirige al fondo de la tienda y observa las hachas. No tiene que cortar leña, pero aun así examina varios tipos de ellas, las sopesa entre las manos y las blande con cuidado en el aire.

Al mismo tiempo, Jan mira de reojo hacia la caja. Torgny Fridman se ha dejado crecer la barba. Se encuentra detrás del mostrador hablando con unos clientes, una familia con niños. No se ha fijado en Jan. Han pasado quince años, y no parece que Torgny lo recuerde. ¿Por qué tendría que hacerlo? Es solo Jan el que se acuerda.

Coge el hacha más grande de todas, de casi un metro de largo.

La puerta de la tienda tintinea.

—¡Papá!

Un niño pequeño, vestido con un jersey blanco y unos vaqueros demasiado grandes, entra y corre hacia el mostrador. Detrás de él aparece una mujer de unos treinta años, sonriendo.

Torgny recibe al niño con los brazos abiertos y lo levanta del suelo. Durante un instante es tan solo un padre contento, no un ferretero.

Jan clava los ojos en ellos unos segundos. El hacha es pesada, firme y contundente. «Álzala por encima de la cabeza, bien alta…»

La deja en su sitio y sale, sin despedirse. Torgny y él nunca fueron amigos y nunca lo serán.

La última parada de Jan es Lince.

A un par de kilómetros del centro se encuentra la guardería donde trabajó cuando tenía veinte años. Jan medita si en realidad desea ir hasta allí, y al final se decide.

Está cerrada, es sábado. Se queda parado delante de la entrada y contempla la construcción de madera; no ha cambiado mucho. Sigue pintada de marrón, pero parece más pequeña que cuando estuvo aquí por última vez. El dibujo del lince que había junto a la puerta ha desaparecido, puede que la clase haya cambiado de nombre por algo más agradable, como Trébol o Liebre. O quizá Calvero.

Aquí trabajó, justo después de acabar sus estudios. En muchos aspectos, mientras estuvo en Lince aún era un muchacho desorientado, pero él no lo sabía. Se pregunta si todavía quedará alguien de aquella época. ¿Nina, la directora? Sabe que la que no estará es Sigrid Jansson, pues se marchó más o menos cuando él.

Por aquel entonces ella estaba destrozada. Durante la última etapa que pasaron en la guardería se evitaban cuando salían al jardín al mismo tiempo, y el ambiente se volvía tenso cada vez que se cruzaba con Sigrid. Quizá solo se tratara de los vestigios de dolor por lo que había ocurrido, pero a él su silencio le resultaba frío y receloso, incluso acusador.

Muchas veces se preguntó si Sigrid sospechó algo, si se había dado cuenta de cómo Jan había preparado todo lo ocurrido el día en que William desapareció.

Lo último que Jan hace, antes de regresar a casa, es caminar hasta el pantano de Nordbro. Se asemeja a una olla circular a los pies de la casa familiar. Jan conoce bien el agua oscura. Por la noche parece sangre negra.

Quince años atrás él se estaba hundiendo hasta el fondo del pantano, descendiendo hacia el inmenso frío entre burbujas arremolinadas… hasta que un vecino se lanzó al agua y lo rescató en el último momento.

Bangen

Las palabras «intento de suicidio» planeaban como una nube negra sobre los padres de Jan cuando fueron a visitarlo al hospital, pero nadie las pronunció.

Apenas sabían qué decir. Tendido y tapado por la manta, Jan los miraba en silencio. De pronto se percató de que su hermano pequeño no los acompañaba con ellos.

—¿Dónde está Magnus?

—En casa de un amigo —respondió su madre, y añadió enseguida—: Él… él no sabe nada.

—Nadie sabe nada de lo ocurrido —añadió su padre.

Jan asintió. Se hizo un silencio. Al fin su madre continuó en voz baja:

—Hemos hablado con el médico, Jan.

Su padre negó con la cabeza.

—No era un médico. Era un psicólogo.

A su padre no le gustaban los psicólogos. El año anterior, mientras comían a la mesa, mencionó que un compañero de la oficina hacía terapia y calificó el hecho como algo «trágico».

Su madre asintió.

—Es un psicólogo, sí. Bueno, dijo que tendrás que quedarte aquí unas cuantas semanas. Quizá cuatro… o puede que un poco más. ¿Te parece bien, Jan?

—Sí, claro.

Y se hizo de nuevo un silencio. De pronto, Jan vio correr unas lágrimas por la mejilla de su madre, que se apresuró a secárselas, al tiempo que su padre preguntaba:

—¿Los psicólogos han hablado contigo?

Jan negó con la cabeza.

—No los necesitas —repuso su padre—. No tienes que responder a ninguna pregunta, ni contarles nada.

—Ya lo sé —contestó Jan.

¿Cuándo había visto llorar a su madre por última vez? Seguramente había sido hacía un año, en el entierro de su abuela. La atmósfera de la habitación era más o menos como la que había reinado en la capilla mortuoria, mientras todos miraban el féretro.

Su madre se sonó, e intentó esbozar una sonrisa.

—¿Has conocido a alguien aquí?

Jan volvió a negar con la cabeza. No deseaba conocer a nadie, quería que lo dejaran en paz.

Su madre no añadió mucho más después de eso. No lloró, pero suspiró un par de veces.

Su padre no pronunció una palabra más; permaneció sentado, embutido en su traje gris, balanceándose adelante y atrás en la silla como si fuera a ponerse en pie. Miraba de vez en cuando el reloj. Jan sabía que tenía mucho trabajo y que quería volver a casa. Cuando miró a su hijo lo hizo con una expresión irritada e impaciente.

A Jan ese gesto le puso nervioso, y provocó que deseara levantarse de la cama y olvidar todo lo sucedido. Regresar a casa y ser «normal».

Su madre alzó de pronto la cabeza.

—¿Quién está tocando?

Jan también oyó una apacible música de guitarra procedente de la habitación contigua. Sabía quién era la que tocaba.

—Es mi vecina… Una chica.

—¿También hay chicas aquí?

Jan asintió.

—La mayoría son chicas, creo.

Su padre volvió a mirar el reloj y se puso en pie.

—¿Nos vamos?

Jan asintió en dirección a su padre y luego miró a su madre.

—Sí, hacedlo… No os preocupéis por mí.

Ella también se levantó. Alargó la mano hacia la mejilla de Jan, sin llegar a tocarla.

—Sí, ya es hora —apuntó ella—. El tiempo del aparcamiento se está acabando.

Nadie dijo nada más, hasta que su madre se volvió desde la puerta.

—Ah… Alguien te llamó ayer, Jan. Un amigo.

—¿Un amigo?

Su madre asintió.

—Quería saber cómo estabas… Le di el número de teléfono de la clínica.

Jan apenas asintió. ¿Un amigo? No se le ocurrió nadie que pudiera llamarlo. Supuso que sería un compañero de clase.

Cuando se fueron sus padres, sintió como si pudiera respirar de nuevo. Se incorporó y salió despacio de la cama.

Se sentó a la mesa y miró por la ventana. Fuera había una amplia extensión de césped, húmedo tras el invierno… y, más allá, una alta verja coronada con alambre de espino. La observó durante un buen rato.

Jan comprendió que Bangen no era un hospital normal.

Le habían encerrado.

30

Jan ha regresado a Valla y ha limpiado el apartamento. Espera la visita de Hanna.

Ha sido idea suya quedar con ella esta tarde. Cuando volvió al turno de mañana tras sus cortas vacaciones, un día coincidió con Hanna en Calvero. Aprovechó que el cuarto de empleados estaba desierto para introducir una nota en el bolsillo de su chaqueta, con su dirección y una pregunta: «¿UN CAFÉ EN MI CASA MAÑANA A LAS 8 DE LA TARDE? JAN H».

Aunque ella se fue sin haberle respondido, de camino a casa Jan compró pan. Tenía que ir: compartían intereses.

Secretos comunes.

Hanna llama a la puerta con bastante puntualidad, las ocho y cinco. No dice nada al entrar en el recibidor, pero Jan se muestra complacido.

—Qué bien que hayas venido.

—Sí…

Jan intenta relajarse; la conduce a la cocina, prepara té y la invita a sándwiches. A continuación charlan sobre el trabajo, hasta que finalmente llegan al asunto del que en realidad desean hablar: Santa Patricia.

—Las mujeres allí arriba… ¿están en una zona aparte?

Hanna lo observa con un rostro tan inexpresivo como de costumbre. De pronto, el ambiente de la cocina se torna más denso, pero le resulta más fácil preguntar por el hospital a Hanna que a Lars Rettig.

—Sí —responde al fin—, hay un par de alas para mujeres… Una es de aislamiento y la otra abierta.

—¿Hay mucha distancia entre ellas?

—No puede decirse que estén pared con pared, pero creo que se encuentran en la misma planta.

—¿En cuál?

—La tercera, creo. O la cuarta… Nunca he entrado allí.

Jan piensa hacer más preguntas, pero de pronto Hanna abre la boca.

—Cuéntame de quién se trata, Jan.

—¿De quién?

—De quién estás enamorado… ¿Cómo se llama?

Hanna clava la vista en él. Jan no aparta la mirada.

—Es algo diferente —responde.

—¿A qué?

—A lo tuyo con Ivan Rössel.

Hanna posa apresurada la taza de café sobre la mesa. Mira a Jan con sus fríos ojos azules.

—¿Qué sabes tú de lo nuestro? —replica—. No sabes nada, no sabes por qué me puse en contacto con él… ¿Cómo puedes juzgarme?

Jan baja la mirada. El ambiente en torno a la mesa se ha vuelto gélido. Pero está en lo cierto: Hanna se encuentra con Rössel en la sala de visitas.

—Es solo una conjetura —anuncia—. Pero ¿te gusta?

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