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Authors: Johan Theorin

Tags: #Intriga

El guardián de los niños (22 page)

BOOK: El guardián de los niños
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Hanna continúa con la mirada clavada en él.

—Uno tiene que ver a la persona que hay detrás del delito —explica al fin—. La mayoría no consigue hacerlo.

—Si vas a ver a Rössel es porque te gusta —apunta Jan—. ¿A pesar de que haya hecho… cosas malas?

Ella se toma su tiempo antes de responder.

—No me encuentro a solas con él —dice al fin—. Nos relacionamos a través de un auxiliar. Ivan trabaja en un proyecto para ocupar el tiempo allí dentro… y yo le ayudo.

—¿En qué? ¿Qué está haciendo?

—Un proyecto de escritura —contesta al cabo—. Está escribiendo un guión.

—¿Un libro?

—Una especie de libro —responde Hanna.

—¿Las memorias de un asesino?

Hanna aprieta los labios.

—Solo es sospechoso. Nunca ha confesado. —Suspira—. Dice que su libro lo explicará todo… La gente comprenderá que él no ha hecho nada.

—¿Eso cree?

—Sí. —La voz de Hanna suena más vehemente—. Ivan se siente realmente mal por cómo le han tratado; en su caso, el riesgo de suicidio es mucho mayor que el de asesinato. Ahora lo único que lo mantiene animado son mis cartas…

Guarda silencio, y Jan no sabe qué decir. Le preocupa la intensidad de la mirada de Hanna. En realidad, no desea hablar más de Rössel.

Al parecer, Hanna tampoco.

—Voy a tener que irme pronto. —Mira el reloj, y después a Jan—. ¿Me lo vas a contar ahora?

—Contarte ¿qué?

—Cómo se llama ella… a la que vas a ver allí arriba.

Jan baja la mirada.

—Todavía no la he visto.

—¿Cómo se llama, entonces? —pregunta Hanna.

Jan duda. Puede elegir entre dos nombres —Rami o Blanker—, y opta por el menos conocido.

—Espera un momento —anuncia—, voy a buscar una cosa.

Se dirige al salón y regresa con los libros ilustrados.
Las cien manos de la princesa
,
La creadora de animales
,
La enfermedad de la bruja
y
Viveca y la casa de piedra
. Los coloca frente a Hanna.

—¿Los has visto antes?

Hanna niega con la cabeza.

—Los encontré en la escuela. —Jan los señala—. Están hechos a mano… así que es probable que sean los únicos ejemplares. Y alguien ha tenido que ponerlos en el cajón de los libros.

—Marie-Louise suele dejar libros allí —observa Hanna.

—Estos no… Creo que algún progenitor se los dio a uno de los niños en la sala de visitas de arriba.

Hanna hojea los libros ilustrados y alza la vista hacia Jan.

—¿Quién los ha escrito?

—Se llama Maria Blanker —responde Jan—. Es la madre de Josefine… Estoy casi seguro.

—Blanker —repite Hanna—. ¿Así que es a ella a quien quieres ver en el hospital?

—Sí… ¿La conoces?

—He oído algo de ella —admite Hanna en voz baja.

—¿Te lo ha contado Rössel?

Niega con la cabeza.

—Carl… mi contacto allí arriba.

Jan conoce el nombre. Se trata del batería de los Bohemos.

Hanna levanta la vista de los libros.

—¿Me los dejas?

Duda.

—Vale —responde al fin—. Un par de días.

Hanna recoge los libros y se pone de pie, es hora de volver a casa. Pero Jan tiene una última pregunta:

—¿Maria Blanker está en el ala abierta o en la de aislamiento?

—No sé dónde está internada, nunca he entrado en las alas —contesta Hanna, y añade—: Pero debería estar en la de aislamiento.

—¿Por qué?

—Porque Blanker es una psicótica. Está completamente loca… Eso es lo que he oído.

—¿Qué ha hecho? —inquiere Jan—. ¿Lo sabes?

—Es peligrosa.

—¿Para sí misma? —pregunta Jan—. ¿O para otros?

Hanna niega con la cabeza.

—No lo sé —responde—. Tendrás que llegar hasta ella y preguntarle.

—Sí, claro.

Jan esboza una mueca burlona, pero Hanna no le devuelve la sonrisa.

—Lo digo en serio… Siempre hay un camino de entrada, si uno lo desea de verdad.

—Pero en Patricia todos están cerrados.

—Hay uno abierto.

—¿Y tú sabes cuál es?

Ella asiente.

—Sé dónde está, pero no resulta nada fácil acceder a través de él. ¿Eres claustrofóbico, Jan?

Lince

Estar encerrado no era tan malo: si uno tenía suficiente comida y bebida, y no hacía frío. Y con un robot que habla como toda compañía.

Eso se repetía Jan una y otra vez al pensar en el pequeño William en el búnker.

Al contrario, estar encerrado tras gruesas paredes de hormigón puede ser realmente seguro.

Eran las ocho y media de la noche, y la búsqueda policial de William había finalizado hacía media hora. Cuando oscureció continuaron con linternas, pero Jan vio que estaban mal organizados. Así que no obtuvieron ningún resultado. William había desaparecido, podía habérselo tragado la tierra.

Durante la última hora el inspector de policía había concentrado la búsqueda en la larga ribera del lago de las aves, y Jan comprendió que la policía temía que el pequeño de cinco años se hubiera ahogado.

Lince se convirtió en el centro de operaciones de la batida. Pero para entonces todos estaban cansados y muchos de los que habían participado en la búsqueda se habían ido a casa. Cuando volviera a haber luz el jueves por la mañana, la policía reanudaría el rastreo a mayor escala.

Jan regresó a Lince junto a un policía entrado en años, que avanzaba por el bosque jadeando.

—Joder… estas cosas son muy desagradables. Espero que aguante la noche, aunque no creo que tenga muchas posibilidades.

—No hace mucho frío —apuntó Jan—. Seguro que se encuentra bien.

Pero el policía no parecía escuchar.

—Joder —siguió diciendo—. Yo estuve presente cuando encontraron a un chaval muerto en un sendero del bosque… Alguien lo atropelló con un coche y luego ocultó el cuerpo en el bosque, como si fuera una bolsa de basura. —Observó a Jan con ojos cansados—. Esas cosas no se olvidan nunca.

Cuando Jan regresó al cuarto de empleados oyó un susurro sordo en la distancia, un sonido que creció hasta transformarse en un estruendoso zumbido traqueteante sobre la guardería.

Miró a la responsable de Lince, Nina Gundotter. Se encontraba sentada junto al teléfono esperando, como si creyera que, más tarde o más temprano, William llamaría para notificar dónde se encontraba.

—¿Es un helicóptero? —preguntó Jan.

Nina asintió.

—Lo ha enviado la policía —respondió Nina—. No han conseguido perros, pero van a sobrevolar el bosque con una cámara infrarroja.

Jan asintió con la cabeza. Se acercó a la ventana donde había un termómetro, marcaba nueve grados. Temperatura otoñal: no era una noche helada, pero tampoco cálida. Lo peor de todo era que había comenzado a soplar el viento, pero, claro, Jan sabía que William se encontraba a resguardo del viento.

Estaba junto a Nina cuando esta se aproximó a uno de los policías y le preguntó en voz queda qué estrategia iban a seguir, pero solo recibió una respuesta evasiva.

—Buscaremos en el lago, pero eso tendrá que ser mañana, cuando haya luz —explicó el policía en voz aún más baja.

Todos los empleados, menos dos, habían regresado por la tarde a la guardería. Se encendieron velas blancas en mesas y ventanas, lo que confería al lugar un aire de iglesia.

Al cabo de quince o veinte minutos se desvaneció el ruido del helicóptero.

Jan se dio la vuelta y miró a su jefa.

—Tengo que irme a casa e intentar dormir un poco. Vendré mañana temprano. Es mi día libre, pero me acercaré de todas formas.

Nina asintió.

—Yo también me iré dentro de un rato —respondió—. Hoy no podemos hacer nada más.

Desde que había regresado a la guardería, Nina no le había dirigido ninguna palabra de reproche. Al contrario, apoyó a Jan y le echó toda la culpa a Sigrid, que tenía otra jefa en Oso Pardo.

—Ella tenía que haberlos vigilado.

Jan negó con la cabeza. La última vez que había visto a Sigrid se encontraba tumbada en un sofá en Oso Pardo, le habían dado un calmante al regresar del bosque.

—Ninguno de los dos estuvimos atentos —contestó, y se puso la chaqueta—. Hubo mucho revuelo… Teníamos demasiados niños.

Nina suspiró. Miró hacia la negra ventana, luego al teléfono.

—Creo que alguien debe de haberlo encontrado en el bosque —apuntó con voz queda—. Alguien se lo habrá llevado a casa… Seguro que ahora William duerme en una cálida cama, y mañana a primera hora la policía recibirá una llamada.

—Seguro —dijo Jan, y se abrochó la chaqueta—. Hasta luego.

Dirigió una última mirada a Nina y abandonó la guardería.

Cuando Jan salió a la oscuridad, el aire parecía más frío que los nueve grados que marcaba el termómetro, pero seguro que eran imaginaciones suyas. El invierno aún no había llegado, al contrario. Una persona bien abrigada no podría morirse de frío, aun durmiendo al raso. A resguardo del viento, tras una pared de hormigón, por ejemplo, aguantaría varios días.

Jan echó a andar.

Al pasar junto a las ventanas iluminadas de Oso Pardo vislumbró a los empleados que velaban en el interior: también se encontraban allí los padres de William. Jan vio a la madre abatida, sentada frente a una taza de café. Estaba destrozada.

Jan habría querido quedarse a mirar un rato más, pero prosiguió su camino.

Al llegar a la linde del bosque se detuvo y escuchó: todo lo que se oía era el susurro del viento entre los árboles. El sonido del helicóptero había desaparecido. Tal vez regresara más tarde con su cámara infrarroja, pero Jan tendría que correr ese riesgo.

Miró alrededor una última vez, saltó la pequeña zanja junto al camino y se adentró entre los abetos.

Aceleró el paso por el sendero.

William llevaba encerrado solo en el búnker más de cuatro horas. Pero disponía de cálidas mantas, bebida, comida y juguetes, no corría peligro. Y Jan pronto estaría allí.

31

A medida que pasan las noches de otoño, la fachada gris de Santa Patricia resulta más oscura y fría a los ojos de Jan. Cuando bordea el muro en su bicicleta, el hospital parece un gran castillo negro. Muchas ventanas emiten una luz tenue, pero no transmiten una sensación de bienvenida. Parece como si en el interior se movieran sombras, acechando ansiosas tras los barrotes.

¿Hay una ventana entreabierta allí arriba?

No, es solo su imaginación.

Jan recorre a toda prisa el recinto hospitalario hacia la escuela infantil, más allá del muro. Es domingo, y apenas faltan dos meses para Navidad. No trabaja durante el fin de semana y aun así ha venido, ya que hace cuatro días se separó de Hanna con una especie de promesa de ayudarse. O, por lo menos, de no desenmascarar al otro.

—No podrás entrar en el hospital por el túnel —le había dicho Hanna en la cocina—. Nadie puede entrar por allí… nunca me han dejado pasar de la sala de visitas.

—Así que tu amigo Carl… ¿accede a que Rössel y tú os veáis allí arriba?

—No, Ivan permanece en su habitación. Yo le envío cartas.

«Más cartas secretas», pensó Jan. Pero en voz alta solo dijo:

—Entonces, ¿cómo se puede entrar?

—Por el sótano —respondió Hanna—. Si quieres te enseño el camino.

Jan quiso. Recordó que Högsmed le había hablado de un camino entre el hospital y la escuela infantil justo a través del sótano.

«Pero ese camino no es especialmente agradable», había apuntado el doctor.

¿Qué significaba eso? ¿Que hay ratas en el sótano? ¿O personas?

Llega a la escuela y abre con cuidado la puerta de la calle, con la certidumbre de que, en realidad, esa noche no tendría que estar en Calvero.

—¿Hola? —dice en voz baja—. ¿Hanna?

Durante unos segundos solo hay silencio. A continuación se oye una voz desde la cocina:

—Adelante… Pasa.

Jan cruza el umbral y cierra la puerta.

—¿Qué tal todo?

—Bien. Ya se han dormido… Pero por la tarde se han portado como pequeños monstruos. Se han pasado todo el tiempo corriendo y gritando, como si quisieran machacarme.

Jan no responde, sabe que a Hanna no le gustan los niños.

Al quitarse la chaqueta comprueba que son casi las nueve y media. Se deja puestos los zapatos y da un par de pasos hacia la cocina, hacia el armario con las llaves, pero Hanna levanta la mano.

—Aquí.

Ella ya ha cogido una tarjeta magnética, él la toma.

—Gracias.

—¿No te has arrepentido?

Jan niega con la cabeza y se dirige a la puerta del sótano. Resulta extraño marcar el código y abrir la puerta en presencia de otra persona a esa hora de la noche. Se da la vuelta.

—Hasta luego.

—No —dice ella—. Bajo contigo.

Hanna pasa antes de que él pueda protestar. Enciende la luz y comienza a descender, y lo único que Jan puede hacer es seguirla.

Atraviesa el pasillo del sótano cada día para llevar y recoger a los niños, y a estas alturas Jan está cansado de los dibujos de la pared. Las ratas sonríen y parecen mofarse de él.

Esta noche no tomarán el ascensor. Hanna camina por delante de Jan, pasa de largo el ascensor y se dirige al refugio. Jan no ha estado allí desde hace más de dos semanas. Desde que oyó bajar a alguien —que resultó ser Hanna— en mitad de la noche.

—¿Así que aquí hay un camino secreto? —pregunta Jan tras ella.

—Secreto… Oculto, más bien.

Gira el picaporte y tira de la puerta de acero. A continuación se da la vuelta y le echa una rápida mirada a Jan.

—¿Te atreves? —inquiere.

Jan asiente.

—Pues vamos.

Cuando Hanna enciende la luz y Jan entra en el refugio, de repente le viene a la cabeza la imagen de un asustado niño de cinco años sentado en un colchón. Su corazón late con más fuerza. Pero los tubos fluorescentes iluminan una habitación desierta.

El colchón y las colchas siguen allí, y el armario de madera de pino se encuentra como lo recuerda. Y la puerta de acero al otro extremo de la habitación continúa cerrada.

Hanna se dirige hacia ella.

—Es aquí.

—Esa puerta está cerrada —observa Jan detrás de ella—. Ya lo he intentado.

—Me refiero al suelo.

Señala hacia abajo.

—¿El suelo?

Jan se aproxima… y nota algo irregular bajo los pies. Mira el suelo. Está cubierto por una moqueta azul, pero sus zapatos han pisado algo bajo ella, algo pequeño y estrecho.

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