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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

El hombre del balcón (11 page)

BOOK: El hombre del balcón
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A las seis, Rolf Evert Lundgren compartía café con el comisario Martin Beck, de la Brigada Nacional de Homicidios, y el subinspector primero Fredrik Melander, del grupo antiviolencia de la policía de Estocolmo. Los tres lo tomaban con dos terrones de azúcar, y los tres bebían a sorbos, con gesto igualmente sombrío y exhausto.

—Lo paradójico es que si esto sólo tuviera que ver con usted podríamos haberlo dejado por hoy y habernos ido a casa —dijo Martin Beck.

—Emplea usted palabras que no entiendo.

—Disculpe, quiero decir que lo más estúpido es que…

—No me maree.

En lugar de contestar, Martin Beck se quedó completamente inmóvil, con la mirada clavada en el detenido. Melander tampoco dijo nada.

Hacia las seis y cuarto, Martin Beck apuró el último trago de su café, ya frío, estrujó el vaso y lo dejó caer en la papelera.

Habían probado todas las vías: persuasión, amabilidad, severidad, lógica, sorpresa. Procuraron convencerle de que se buscara un abogado y le preguntaron diez veces si quería comer.

Lo habían intentado todo menos golpearle. Martin Beck advirtió que, en varias ocasiones, Gunvald Larsson había estado a punto de recurrir también a ese método, absolutamente ilegal, por cierto, pero se había dado cuenta de lo inapropiado que resulta golpear a un sospechoso, en especial cuando hay comisarios y comisarios jefe entrando y saliendo continuamente del despacho.

Al final, Gunvald Larsson llegó a tal grado de crispación que tuvo que largarse a casa.

A las seis y media se marchó también Melander. Rönn apareció y tomó asiento. Entonces, Rolf Evert Lundgren comentó:

—Quite ese pañuelo asqueroso. Me va a contagiar.

Rönn, que era un policía mediocre con una imaginación mediocre y un sentido del humor mediocre, sopesó por unos instantes la posibilidad de convertirse en el primer interrogador de la historia criminal capaz de forzar una confesión mediante estornudos, sin embargo rechazó la idea.

Lo normal, pensó Martin Beck, sería dejar que el detenido lo consultase todo con la almohada. ¿Pero tenían realmente tiempo para dejarle dormir?

El hombre de la camisa verde y los pantalones caqui no parecía tener mucho sueño. Tampoco había pedido que le dejaran descansar. En cualquier caso, antes o después tendrían que hacerlo.

—La señora que estuvo aquí esta mañana… —dijo Rönn, y estornudó.

—¡Esa jodida puta de mierda! —gritó el detenido, para luego caer en un silencio, abatido. Al cabo de un rato añadió—: ¡Dice que me quiere! ¡Dice que yo la necesito!

Martin Beck asintió con la cabeza. Pasó otro minuto más antes de que el detenido siguiera.

—Yo no la quiero. ¡Y la necesito una mierda!

«No vayas a meter la pata ahora, Rönn —pensaba Martin Beck—. No digas nada.»

—Me gustan las chicas con buena presencia —continuó el detenido—. Nada me gusta tanto como una chica con buena presencia. Y mira tú por dónde, ¡la he cagado por esa zorra celosa!

Silencio.

—¡Hijaputa! —murmuró Lundgren calladamente, para sí.

Silencio.

—Sólo sirve para lo que yo me sé.

Sí claro, pensó Martin Beck, pero en esta ocasión se equivocó, porque treinta segundos más tarde el hombre de la camisa verde dijo:

—De acuerdo.

—¿Qué?, ¿hablamos? —preguntó Martin Beck.

—Vale. Pero antes de empezar quiero que quede clara una cosa. La zorra esa me puede proporcionar una coartada para lo que pasó el lunes en Tantolunden. Entonces estaba con ella.

—Ya lo sabemos —dijo Rönn.

—Joder! O sea, que eso sí lo dijo…

—Pues sí —repuso muy pausadamente Rönn, que era del norte de Suecia.

¿Pues sí? Martin Beck miraba fijamente a Rönn, que no se había molestado en informar de este simple hecho a ninguno de los que dirigían la investigación. Incapaz de contenerse, dijo:

—Pues me alegro de enterarme. De hecho, eso libera a Lundgren de cualquier sospecha.

—Pues sí, lo libera —asintió Rönn, con toda tranquilidad.

—Hablemos —dijo Martin Beck.

Lundgren lo miró de pies a cabeza.

—Nosotros no.

—¿Cómo dice usted? —preguntó Martin Beck.

—Que con usted no, que no quiero hablar con usted —aclaró el detenido.

—¿Y con quién quiere hablar? —inquinó Martin Beck amablemente.

—Con el que me cogió. El alto.

—¿Dónde está Gunvald? —preguntó Martin Beck.

—Se ha marchado a casa —dijo Rönn, suspirando profundamente.

—Llámale.

Rönn volvió a suspirar. Martin Beck sabía por qué. Gunvald Larsson vivía en Bollmora.

—Necesita descansar —comentó Rönn—. Ha tenido un día muy duro. Imagínate el esfuerzo que supone coger a un gánster de la talla de éste.

—¡Cállate la boca! —le espetó Lundgren.

Rönn estornudó y se acercó el teléfono.

Martin Beck entró al despacho contiguo y llamó a Hammar, que dijo enseguida:

—¿Este Lundgren puede considerarse libre de sospecha de asesinato?

—Rönn tomó declaración a su amante hoy. Ella parece ofrecerle una coartada para el asesinato de Tantolunden. Por lo que respecta a lo del viernes, en Vanadislunden, no tiene ninguna, obviamente.

—Sí, ya entiendo —dijo Hammar— Pero quiero saber qué piensas tú de todo eso.

Martin Beck dudó por un breve instante. A continuación, dijo:

—No creo que sea él.

—¿No lo consideras autor del crimen?

—No, no sería lógico. Nada encaja. Aparte de la coartada del lunes, no da el perfil. Sexualmente da la impresión de ser muy normal.

—¿Ah, sí?

Hasta Hammar parecía algo crispado. Martin Beck volvió con los otros dos.

Allí seguían Rönn y Lundgren, callados e inmóviles, cada cual en su silla.

—¿De verdad que no quiere comer nada? —preguntó Martin Beck.

—No, gracias —le contestó el atracador—, ¿Cuándo viene ese tipo?

Rönn suspiró y se sonó la nariz.

XVI

Gunvald Larsson entró en la sala. Desde que le llamaron por teléfono habían transcurrido exactamente treinta y siete minutos y venía con la factura del taxi todavía en la mano. Desde que lo vieron por última vez, había tenido tiempo de afeitarse y cambiarse de camisa. Se sentó frente al atracador, dobló la factura y la introdujo en el cajón superior del lado derecho del escritorio. Tras ello, se dispuso a hacer alguna de las aproximadamente dos millones cuatrocientas mil horas extra que la policía sueca realiza anualmente. No obstante, teniendo en cuenta su rango, era dudoso que el trabajo de las próximas horas fuese a reportarle algún beneficio económico.

Gunvald Larsson pasó un rato sin pronunciar palabra, ocupado con el magnetófono, el cuaderno y los bolígrafos. «Será algún truco psicológico», pensó Martin Beck mientras observaba a sus colegas. Gunvald Larsson no le caía bien; no sentía gran estima por Rönn. Por lo demás, tampoco tenía un concepto especialmente alto de sí mismo, Kollberg le había confesado que tenía miedo y Hammar parecía irritado. Estaban todos muy cansados y Rönn, además, constipado. Muchos de los hombres de uniforme, los que patrullaban a pie y en coches, también hacían horas extra y parecían agotados. Algunos de ellos tenían miedo. Y, obviamente, Rönn no era el único resfriado. A estas alturas, en Estocolmo y su extrarradio seguramente habría ya un millón de personas asustadas. La persecución estaba a punto de entrar en su séptimo día sin resultados. Y se suponía que ellos eran el baluarte de la sociedad. ¡Menudo baluarte! Rönn se sonó la nariz.

—¡Bueno! —dijo Gunvald Larsson, poniendo una de sus enormes manos peludas encima del magnetófono.

—Fue usted quien me cogió —comentó Rolf Evert Lundgren, con una especie de admiración reticente.

—Sí, —admitió Gunvald Larsson—, así es. Pero no me siento especialmente orgulloso de ello. Es mi trabajo. Todos los días me toca coger basura. La semana que viene, sin duda, ya me habré olvidado de usted.

Naturalmente, todo esto era verdad sólo a medias, pero por lo visto, este inicio rimbombante causó cierto efecto. El individuo denominado Rolf Evert Lundgren pareció derrumbarse un poco.

Gunvald Larsson puso en marcha el magnetófono.

—¿Cómo se llama usted?

—Rolf Evert Lundgren.

—¿Nacido?

—Sí.

—¡No sea usted insolente!

—El día cinco de enero de mil novecientos cuarenta y cuatro.

—¿Dónde?

—En Gotemburgo.

—¿Qué congregación?

—Lundby.

—¿Cómo se llaman sus padres?

«Venga, Gunvald, no te pases —pensaba Martin Beck—. Luego tendrás semanas para hacer preguntas como ésa. Ahora sólo nos interesa una cosa.»

—¿Tiene antecedentes penales? —dijo Gunvald Larsson.

—No.

—¿Ha estado bajo custodia en régimen de educación forzosa?

—No.

—Hay ciertos detalles que nos interesan especialmente —metió baza Martin Beck.

—Pero ¡joder! ¿No he dicho ya que sólo voy a hablar con ése? —le espetó Rolf Evert Lundgren.

—Gunvald Larsson echó una mirada inexpresiva a Martin Beck y continuó:

—¿Profesión?

—¿Profesión?

—Sí, tendrá una profesión, ¿verdad?

—Bueno…

—Pues ¿cómo se calificaría usted mismo?

—Hombre de negocios.

—¿Y a qué tipo de negocios se dedica?

Martin Beck y Rönn intercambiaron una mirada resignada. Esto iba a llevar su tiempo.

Efectivamente, llevó tiempo.

Una hora y cuarenta y cinco minutos más tarde, Gunvald Larsson dijo:

—Hay unos detalles que nos interesan especialmente.

—Ya, ya lo sé.

—¿Ha reconocido usted que se hallaba en Vanadislunden la tarde del nueve de junio, o sea, el viernes de la semana pasada?

—Sí.

—¿Y que cometió un atraco allí a las veintiuna horas y quince minutos?

—Sí.

—¿Asaltó a la propietaria de una tienda, Hildur Magnusson?

—¿A qué hora llegó al parque? —preguntó Rönn.

—¡Cállate! —le espetó Lundgren.

—¡Déjese de insolencias! —dijo Gunvald Larsson—. ¿A qué hora llegó?

—Sobre las siete. Tal vez pasados unos minutos. Salí de casa cuando la lluvia perdió fuerza.

—¿Y estuvo en Vanadislunden desde las siete hasta el momento en que agredió y atracó a la señora esa, Hildur Magnusson?

—Digamos que me movía por la zona. Controlando.

—¿Vio a más gente por el parque durante este tiempo?

—Sí, a unos cuantos.

—¿Cuántos?

—Diez. Tal vez doce. Más bien diez.

—Supongo que observó a aquellas personas detenidamente.

—Sí, bastante.

—¿Para ver si se atrevería a asaltarlos?

—Más bien para ver si valía la pena.

—¿Recuerda a algunas de estas personas?

—A algunos sí.

—¿A quién?

—Vi a dos maderos.

—¿Agentes de la policía?

—Sí.

—¿De uniforme?

—No.

—Entonces, ¿cómo sabía que eran policías?

—Pues porque los había visto ya como veinte o treinta veces. Son de la comi de Surbrunnsgatan y conducen un Volvo Amazon rojo y un Saab verde, los alternan.

No preguntes: «¿Quiere decir la comisaría?», pensaba Martin Beck.

—¿Quiere decir la comisaría del noveno distrito? —preguntó Gunvald Larsson.

—Sí, si es ésa, la que está en Surbrunnsgatan…

—¿A qué hora vio a esos agentes?

—Sobre las ocho y media más o menos. O sea, entonces fue cuando aparecieron.

—¿Y cuánto tiempo se quedaron?

—Diez minutos, tal vez un cuarto de hora. Luego se fueron al bosque de Lill-Jan.

—¿Cómo lo sabe?

—Fue lo que dijeron.

—¿Dijeron? ¿Es decir que habló con ellos?

—¡Qué va! Estaba junto a ellos y oí lo que decían.

Gunvald Larsson hizo una pausa cargada de significado. No resultaba muy difícil imaginar lo que pensaba. Al final continuó.

—Bueno, ¿a quién más vio?

—Unos jóvenes, chico y chica. De unos veinte años.

—¿Qué hacían?

—Se magreaban.

—¿Cómo?

—Se metían mano. El tío le tocaba el chocho.

—Haga el favor de no decir groserías.

—No digo groserías. Sólo contesto a las preguntas.

Gunvald Larsson volvió a permanecer callado un rato. Luego dijo rígidamente:

—¿Sabe que se cometió un asesinato en el parque mientras usted merodeaba por allí?

Lundgren se llevó la mano a la frente. Por primera vez en muchas horas parecía nervioso e incapaz de responder.

—Lo he visto en el periódico —dijo al final.

—¿Y?

—No fui yo. Lo juro. Yo no soy así.

—Así que ha leído lo de la niña. Tenía nueve años y se llamaba Eva Carlsson. Llevaba una falda roja, jersey a rayas… —Gunvald Larsson consultó sus apuntes—. Y zuecos negros. ¿La vio?

Lundgren no contestaba. Al cabo de medio minuto, Gunvald Larsson repitió la pregunta.

—¿Vio a esa chica?

Después de dudar un buen rato, el detenido dijo:

—Sí, creo que sí.

—¿Dónde la vio?

—En el parque infantil al lado de Sveavägen. Por lo menos, allí había una niña.

—¿Qué hacía?

—Se columpiaba.

—¿Con quién estaba?

—Con nadie. Estaba sola.

—¿A qué hora?

—Justo después de… nada más llegar yo.

—¿O sea?

—Tal vez las siete y diez. O un poco más tarde.

—¿Y está seguro de que se hallaba sola?

—Sí.

—¿Y llevaba una falda roja y un jersey a rayas, está seguro de eso?

—No. Quiero decir, no lo sé. Pero…

—¿Pero qué?

—Creo que sí.

—¿Y no vio a nadie más? ¿Nadie que hablara con ella?

—Espera —dijo Lundgren—. Espera, espera. Estuve leyendo sobre aquello en el periódico. Le he dado mil vueltas a eso.

—¿A qué?

—Bueno, que yo…

—¿Habló con ella?

—Que no, joder, que no…

—Estaba allí sola en los columpios. ¿Se acercó a ella?

—No, no…

—Déjale que lo cuente él mismo, Gunvald —intervino Martin Beck— Debe de haber pensado mucho sobre esto.

El detenido echó una mirada resignada a Martin Beck. Cansado y un poco asustado. Pero sin agresividad.

«No digas nada, Gunvald», pensaba Martin Beck.

Gunvald Larsson no dijo nada.

El atracador permaneció callado durante un minuto, con la cabeza apoyada en las manos. Luego dijo:

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