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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

El hombre del balcón (14 page)

BOOK: El hombre del balcón
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—Muy bien. ¿Y qué más?

—Nada. Calla, papá, sólo me está preguntando qué llevaba.

—¿Nada? ¿No llevaba nada más?

—N-no.

—Quiero decir, ¿no llevaba por casualidad nada debajo del vestido?

—Pues sí, claro. Llevaba ropa interior, por supuesto.

—Vale. ¿Y qué tipo de ropa interior?

—¿Qué tipo de ropa interior?

—Sí, eso.

—Bueno, llevaba naturalmente lo que… pues, lo que se suele llevar. ¡Papá, por favor, es la policía!

—¿Y qué se suele llevar?

—Bueno, en principio sujetador naturalmente y… ¡en fin!, ¿usted qué cree?

—Yo no creo nada. No tengo ideas preconcebidas. Sólo le estoy preguntando.

—Pues lencería, obviamente.

—Muy bien. ¿Y qué tipo de lencería?

—¿Qué tipo? No entiendo qué quiere decir. Naturalmente, llevaba ropa íntima.

—¿Bragas?

—Sí. Perdone, pero…

—¿Y qué aspecto tenían esas bragas? ¿Rojas? ¿Negras? ¿Azules? ¿Quizá de camuflaje…?

—Unas…

—¿Sí?

—Unas bragas blancas de malla. ¡Sí, papá, ahora se lo pregunto! Oiga… ¿por qué me pregunta estas cosas?

—Estoy comprobando la declaración de un testigo.

—¿La declaración de un testigo?

—Sí, así es. Adiós.

Kollberg fue en coche hasta una dirección de Gamla Stan, aparcó en Storkyrkobrinken, subió con mucha dificultad y esfuerzo la serpenteante escalera de piedra desgastada, buscó un timbre inexistente y, fiel a su costumbre, llamó a la puerta con golpes atronadores.

—¡Pase! —contestó una mujer a voces.

Kollberg entró.

—¡Dios mío! —exclamó ella— ¿Usted quién es?

—Policía —replicó Kollberg de manera lúgubre.

—¡Hay que joderse! ¡La policía siempre se las arregla para…!

—¿Es usted Lisbeth Hedvig Maria Karlström? —preguntó Kollberg mirando ostensiblemente su papel.

—Claro. ¿Viene por lo de ayer?

Kollberg asintió y echó una mirada a su alrededor. La habitación estaba desordenada, pero resultaba acogedora. Lisbeth Hedvig Maria Karlström vestía una chaqueta de pijama azul a rayas, lo suficientemente corta como para mostrar que debajo no llevaba siquiera bragas de malla. Acababa de levantarse, por lo visto, y estaba preparando café. Para que el líquido se filtrara más deprisa, removía el embudo con un tenedor.

—Acabo de levantarme y me iba a preparar café —dijo.

—¡Ah…!

—Pensé que sería la chica de al lado. Sólo ella llama a la puerta de esa manera. Y a estas horas. ¿Quiere?

—¿Qué?

—Café.

—Bueno —dijo Kollberg.

—Siéntese, por favor.

—¿Encima de qué?

Señaló con el tenedor un puf forrado de cuero junto a la cama, que estaba hecha un revoltijo. Kollberg se sentó de manera vacilante. La mujer puso la cafetera y dos tazas en una bandeja, empujó con la rodilla izquierda una mesa de servicio, colocó en ella la bandeja y se sentó en la cama. Cruzó las piernas, pero el gesto no pudo impedir que quedase al descubierto buena parte de su anatomía, que por lo demás no carecía enteramente de interés.

—Sírvase —dijo.

—Gracias —murmuró Kollberg, mirando los pies de la mujer.

Kollberg era un individuo fácilmente impresionable, y en este momento se sentía muy raro. De alguna manera, la chica le recordaba enormemente a alguien, quizás a su mujer.

Ella le miraba con aire preocupado. —¿Quiere que me ponga algo más? —le preguntó.

—Tal vez sería buena idea —dijo Kollberg con voz turbia.

Se levantó enseguida, se acercó al guardarropa, sacó unos pantalones marrones de pana y se los puso. Luego desabotonó la chaqueta del pijama y se la quitó. Permaneció un momento con el cuerpo desnudo de cintura para arriba. Bien es cierto que daba la espalda a Kollberg, pero esto, lejos de tranquilizarle, casi resultó peor. Tras un instante de duda, la chica se pasó un jersey de punto por la cabeza.

—¡Hace tanto calor aquí dentro! —lamentó. 

Kollberg tomó un trago de café—.  ¿Qué quiere saber? —preguntó.

Kollberg tomó otro trago. —Muy bueno —dijo.

—El caso es que no sé nada. Nada de nada. ¡Menuda historia! Quiero decir, lo de Simonsson.

—Se llamaba Rolf Evert Lundgren —dijo Kollberg.

—¿Ah, sí? O sea, que ni eso. Me imagino que le debo de estar dando a usted una imagen… no muy favorable, que digamos. Pero no puedo hacer nada. De momento. —Miró a su alrededor con cara de infelicidad—. A lo mejor quiere usted fumar. Pero me temo que no tengo tabaco. Yo no fumo.

—Yo tampoco —dijo Kollberg.

—¿No? Bueno, por muy desfavorable que sea la impresión que doy, sólo puedo contarle lo que pasó. Lo conocí en las piscinas Vanadis a las nueve y luego me fui con él a su casa. No sé nada más.

—Sin duda, sabrá algo que nos interese.

—Pues usted dirá.

—¿Cómo era? Quiero decir, sexualmente hablando.

Ella se encogió de hombros, visiblemente incómoda. Cogió un panecillo y le dio un bocado. Finalmente, dijo:


No comments
. No suelo…

—¿Qué es lo que no suele hacer?

—No tengo por costumbre hablar de los hombres con los que he estado. Por ejemplo, si usted y yo nos acostásemos ahora, luego no iría por ahí contando detalles sobre usted.

Kollberg se removió, incómodo. Sentía calor y tenía los nervios a flor de piel. Quería quitarse la americana, aunque tampoco cabía descartar por completo la posibilidad de que lo que realmente quisiera fuera desnudarse del todo y acostarse con la mujer. La verdad es que, en horas de servicio, algo semejante sólo le había sucedido en contadas ocasiones. Y nunca después de casarse. Pero alguna que otra vez sí había pasado.

—Le rogaría que me contestara a la pregunta —insistió—. ¿Era un hombre normal, desde el punto de vista sexual? —Ella no contestó—. Es importante —añadió.

Ella captó su mirada y le preguntó muy seria:

—¿Por qué?

Kollberg miró a la mujer con gesto pensativo. Le costaba trabajo decidirse, y sabía que, para muchos colegas, lo que estaba a punto de decir era bastante más censurable que desnudarse y acostarse con la chica.

—Lundgren es un delincuente profesional —dijo finalmente—. Ha confesado una decena de crímenes violentos, graves. Hace una semana, el viernes por la tarde, asesinaron a una niña en Vanadislunden. El también rondaba por allí.

Ella le echó una rápida mirada y tragó saliva varias veces.

—¡Oh! —replicó en voz baja—. No lo sabía. ¡Cómo iba yo a imaginar…! —Pasado un momento, volvió a buscarlo con la mirada, con sus ojos de color marrón claro, y añadió—: Eso contesta a mi pregunta. Ahora entiendo por qué debo responder a la suya.

—¿Y?

—A mi juicio, era completamente normal. Casi demasiado normal.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que yo también soy del todo normal, sexualmente hablando, pero que… bueno, como lo hago tan pocas veces, tal vez quisiera algo más que… digámoslo así, la simple rutina.

—Entiendo —le dijo Kollberg incómodo, rascándose la oreja. Reflexionó durante un par de segundos. La chica lo miraba con semblante serio. Finalmente, Kollberg preguntó—: ¿Fue él quien tomó la iniciativa en las piscinas Vanadis?

—No, más bien al revés.

—La chica se levantó de repente y se acercó a la ventana, que daba a la catedral, Storkyrkan. Sin volver la cabeza, prosiguió—: Eso es. Más bien fue al revés. Ayer salí con la intención de conocer a un hombre. Lo esperaba. Iba preparada, por así decir… —Se encogió de hombros—. Así es mi vida. Llevo años viviendo así. Si quiere le digo por qué.

—No es necesario —replicó Kollberg.

—Lo hago con mucho gusto —dijo toqueteando la cortina—. O sea, hablar de eso…

—No es necesario —repitió Kollberg.

—De todas maneras, le puedo garantizar que se portó de un modo completamente normal. Al principio no parecía… demasiado interesado. Pero… ¡en fin!… yo me encargué de motivarle.

Kollberg apuró su café.

—Bueno, eso era todo —dijo inseguro.

Todavía sin volver la cabeza, ella añadió:

—Ya antes me habían pasado cosas que dan qué pensar. Pero nunca nada como esto. Ha sido muy desagradable. —Kollberg permaneció callado—. Espeluznante —murmuró para sí, toqueteando las cortinas. Luego se dio la vuelta y dijo—: Le aseguro que fui yo quien tomó la iniciativa. De modo bastante flagrante. Si quiere puedo…

—No, no va a ser necesario.

—Y le puedo asegurar que era perfectamente normal, cuando… bueno, cuando nos acostamos.

Kollberg se levantó.

—Me cae usted bien —le espetó ella inesperadamente.

—Usted a mí también —replicó él. Se acercó a la puerta y la entreabrió. Luego añadió para su propia sorpresa—: Estoy casado desde hace año y medio. Mi mujer está de nueve meses.

Ella asintió con la cabeza.

—En cuanto a mi forma de vida…

Se interrumpió.

—No está muy bien —comentó él—. Puede ser muy peligroso.

—Ya lo sé —admitió ella.

—Hasta luego —dijo Kollberg.

—Hasta luego, Kollberg —le contestó Lisbeth Hedvig Maria Karlström.

A Kollberg le habían puesto una multa en el coche. Dobló el impreso distraídamente y se lo metió en el bolsillo.

«Una chica simpática —pensó—. La verdad es que se parece a Gunn. Me pregunto por qué…»

Luego se puso al volante, diciéndose que todo el asunto rayaba en una perfecta parodia de una novela de la peor especie.

En el centro de operaciones, Gunvald Larsson dijo enérgicamente:

—Ya está. Es sexualmente normal y su credibilidad como testigo puede considerarse demostrada. ¡Tiempo perdido!

Kollberg meditó un momento sobre eso del tiempo perdido. Luego preguntó:

—¿Dónde está Martin?

—Ha salido a interrogar a bebés —le contestó Gunvald Larsson.

—¿Y por lo demás?

—Nada.

—Aquí hay algo —comentó Melander, y levantó la vista de sus papeles.

—¿Qué?

—Un informe de los psicólogos. Sus puntos de vista.

—¡Bah! —soltó Gunvald Larsson—. Amor no correspondido por una carretilla y gilipolleces por el estilo…

—Bueno —replicó Melander—. Yo no estoy tan seguro.

—Sácate la pipa de la boca para que se pueda entender lo que dices —rezongó Kollberg.

—Aquí proponen una explicación que parece bastante plausible… ¡y que resulta de lo más inquietante!

—¿Cómo? —exclamó Gunvald Larsson—. ¿Es que todo esto puede llegar a ser todavía más inquietante?

—Se refiere a la posibilidad de que nuestro hombre no esté fichado —continuó Melander sin inmutarse— Dicen que es muy probable que carezca de antecedentes penales. Que incluso puede haber vivido mucho tiempo sin manifestar en modo alguno sus inclinaciones, porque la satisfacción de una sexualidad pervertida recuerda en muchos sentidos a la drogadicción. Lo han demostrado en otros países. Un pervertido sexual puede pasarse muchos años de exhibicionista o de mirón, y obtener así satisfacción para sus instintos sexuales. Pero si esa misma persona, por un impulso momentáneo, comete un día una violación o un asesinato de tipo sexual, a partir de ese momento sólo podrá obtener satisfacción mediante nuevas violaciones y nuevos asesinatos.

—Como en la vieja historia del oso —comentó Gunvald Larsson—. Un oso que una vez ha matado una vaca, etcétera.

—Igual que un drogadicto busca venenos cada vez más fuertes —prosiguió Melander, hojeando el informe—. Y un toxicómano que empieza con el hachís, para luego pasar a la heroína, ya nunca vuelve a contentarse con hachís. La situación de un pervertido sexual puede ser parecida.

—Suena razonable —dijo Kollberg—. Pero bastante elemental.

—A mí me parece jodidamente desagradable —terció Gunvald Larsson.

—Es aún mucho peor —continuó Melander—. Aquí pone que una persona puede llevar una vida normal durante un montón de años, sin manifestar de ninguna manera sus instintos pervertidos, quizás incluso sin masturbarse ni mirar imágenes, y menos aún actuando como exhibicionista o como mirón. Puede que simplemente haya estado fantaseando con diversas formas de perversión, sin plena conciencia, hasta que un impulso momentáneo desencadena un acto de violencia. Luego ya es incapaz de dejar de repetirlo una y otra vez con brutalidad creciente y, posiblemente, con un grado de envilecimiento cada vez mayor.

—Más o menos como Jack el Destripador —comentó Gunvald Larsson.

—¿Y el impulso? —preguntó Kollberg.

—Puede desencadenarse por las causas más variadas: una situación concreta, un estado de debilidad psicológica, enfermedad, alcohol, drogas. Si se acepta un perfil semejante, el pasado del criminal no nos proporciona pistas. Los archivos y registros de la policía no sirven de nada, como tampoco las historias clínicas de consultas y hospitales. La persona en cuestión, simplemente, no figura en ellos. Y una vez que ha empezado a violar o a matar, ya no puede dejarlo. Además, es incapaz de entregarse o de controlar su propia conducta. —Melander permaneció callado un momento. Luego golpeó con los nudillos en el informe fotocopiado y añadió—: Por desgracia, en nuestro caso hay algo que encaja bien con todo esto. Tan bien, que aterra.

—Yo puedo imaginarme un montón de explicaciones distintas —dijo Gunvald Larsson irritado—. Que sea alguien de fuera. Por ejemplo, un extranjero de paso. O a lo mejor se trata de dos asesinos distintos, con lo que el asesinato de Tantolunden sería un crimen por imitación, provocado por la publicidad que se ha dado al primer caso.

—Hay muchas razones en contra de ese planteamiento —objetó Melander—. El conocimiento que el asesino tenía del lugar, la seguridad sonámbula con la que perpetró el crimen, la elección de la hora y el sitio, lo absurdo que resulta no tener todavía un sospechoso, si prescindimos del tal Eriksson, después de dos asesinatos y siete días de investigación. Además, el detalle de las bragas de las niñas se opone a la hipótesis del crimen por imitación: ese dato no se ha revelado a los medios de comunicación.

—Vale, pero yo, de todos modos, sigo viendo otras posibles explicaciones —repitió Gunvald Larsson con obstinación.

—Me temo que te haces ilusiones —dijo Melander, que se puso a encender su pipa.

—Sí —intervino Kollberg, sacudiéndose—. Quizá sean vanas ilusiones, Gunvald, pero yo espero sinceramente que tengas razón. Porque de lo contrario…

—De lo contrario —dijo Melander—, no tenemos nada de nada. Y lo único que nos podría conducir hasta el asesino es pillarle in fraganti, la próxima vez. O que…

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