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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

El hombre del balcón (15 page)

BOOK: El hombre del balcón
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Kollberg y Gunvald Larsson completaron el razonamiento cada uno por su lado, llegando pronto a la misma conclusión desagradable. Fue Melander quien la enunció:

—O que lo vuelva a hacer una y otra vez con la misma seguridad sonámbula, hasta que la suerte quiera que lo arrestemos.

—Joder! —exclamó Gunvald Larsson.

—¿Qué más dicen esos papeles? —preguntó Kollberg.

—Lo de siempre —dijo Melander—. Una serie de especulaciones contradictorias, como que puede tener un instinto sexual muy extremo o muy rudimentario. Esto último se considera lo más probable. Pero también hay ejemplos de lo contrario. —Puso el informe sobre la mesa y prosiguió—: ¿Se os ha ocurrido que, aunque estuviera aquí delante, no disponemos de nada que permita relacionarlo con los crímenes? Sólo tenemos unas huellas de zapato en Tantolunden, bastante controvertidas, por cierto. Lo único que de verdad prueba que la persona buscada es un hombre son unos pocos espermatozoides hallados en el suelo, junto al cuerpo de la niña, también en Tantolunden.

—Y si no está fichado, nos daría lo mismo tener un juego completo de huellas digitales —comentó Kollberg.

—¡Exacto! —replicó Melander.

—Pero hay un testigo —dijo Gunvald Larsson—. El atracador lo vio.

—¡Ojalá pudiéramos fiarnos de eso! —dijo Melander.

—¿Es que no puedes decir nunca nada positivo? —preguntó Kollberg.

Melander no contestó y todos se sumieron en silencio. Oyeron el sonido de los teléfonos en el despacho contiguo. Rönn y alguien más contestaron.

—¿Qué te ha parecido esa chica? —le preguntó Gunvald Larsson de repente.

—Me ha caído bien —respondió Kollberg.

Pero en ese mismo instante se le vino a la cabeza otro asunto del mal agüero. Ya tenía claro a quién le había recordado Lisbeth Hedvig Maria Karlström. No se trataba de su mujer, ni mucho menos. Por su mente cruzó el recuerdo funesto de una persona a quien no había conocido viva, pero que había ocupado sus pensamientos y dominado su vida mucho después de muerta. Sólo la había visto una vez, en el depósito de cadáveres de Motala, un día de verano, tres años atrás.

Se encogió de hombros como para quitarse de encima el malestar. Un cuarto de hora más tarde llegó Martin Beck con el billete del tranvía.

XIX

Qué es eso? —preguntó Kollberg.

—Un lete —respondió Martin Beck.

Kollberg contempló el arrugado billete que descansaba encima de la mesa frente a él.

—Un billete de tranvía —le dijo Kollberg—. ¿Y qué? Si quieres que te lo paguen, tienes que llevarlo a la caja.

—Bosse, nuestro testigo de tres años, lo recibió de un señor que Annika y él conocieron en Tantolunden, poco antes de que ella muriera —aclaró Martin Beck.

Melander cerró la puerta del archivador y se acercó a ellos. Kollberg volvió la cabeza y miró fijamente a Martin Beck.

—Poco antes de que ese señor la estrangulara, querrás decir —replicó.

—Puede —dijo Martin Beck—. La cuestión es: ¿qué podemos sacar de este billete?

—Tal vez huellas —sugirió Kollberg—. Tenemos el famoso método de la ninhidrina.

Melander se inclinó hacia delante y examinó el billete, murmurando.

—Quizá, pero hay pocas posibilidades —dijo Martin Beck—. Primero lo tocó el que lo arrancó del bloc. Luego, es verdad que debe de haberlo tocado el individuo que se lo dio al niño, pero el crío lo lleva en el bolsillo desde el lunes, junto con caracoles y vete a saber qué más. Lamentablemente, debo reconocer que yo también lo he tocado. Además, está bastante arrugado y deslavazado. Lo vamos a intentar, desde luego… pero ¡fijaos antes en los agujeros perforados!

—Sí, ya lo he visto —dijo Kollberg—. Está picado a las trece treinta y cuatro, el día doce, el mes no queda claro. Por lo tanto, eso puede significar…

Se calló. Los tres se pararon a pensar qué podría significar. Fue Melander quien rompió el silencio.

—Esta clase de billetes de una corona, del tipo cien, sólo se usan en el centro —dijo—. A lo mejor se puede averiguar cuándo y dónde se vendió. Lleva dos cifras de más.

—Llama a SS —dijo Kollberg.

—Han cambiado el nombre, ahora la empresa municipal de transportes se llama SL —dijo Melander.

—Ya lo sé. Pero en los botones del uniforme todavía pone SS. Debe de ser que no tienen dinero para hacer otros nuevos, cosa que no me explico, pues cobran una corona por ir de Gamla Stan a Slussen. ¿Cuánto cuesta un botón?

Melander ya estaba entrando en la otra habitación. El billete seguía en la mesa. Sin duda, lo había fotografiado en su memoria, con número de serie y todo. Le oyeron levantar el auricular y marcar un número.

—¿Dijo algo más el crío? —preguntó Kollberg.

Martin Beck negó con la cabeza.

—Nada más. Que estaba con la chica y que conocieron a un señor. Lo de encontrar el billete fue por casualidad.

Kollberg mecía la silla y se mordía la uña del pulgar.

—O sea, tenemos un testigo que, probablemente, no sólo vio al asesino sino que también habló con él. Sólo hay un problema: que es un niño de tres años. De haber sido un poco mayor…

—En tal caso, no hubiera sucedido —le interrumpió Martin Beck— Por lo menos no allí ni en ese momento. Melander volvió.

—Nos llamarán dentro de un rato —dijo.

La llamada llegó al cabo de un cuarto de hora. Melander escuchaba, tornando apuntes. Luego dio las gracias y colgó.

El billete, efectivamente, había sido adquirido el 12 de junio. Lo vendió un cobrador en el vestíbulo norte de la estación de metro de Rádmansgatan. Para llegar a esa entrada hay que bajar por alguna de las dos bocas situadas en Sveavägen, a la altura de la Escuela Superior de Economía.

Martin Beck conocía muy bien la red del metro de Estocolmo pero, aun así, se acercó al plano de la pared para mirar.

Si la persona que compró el billete en Rádmansgatan estaba de camino a Tantolunden tuvo que hacer trasbordo en T-Centralen, Gamla Stan o Slussen. En ese caso llegaría a la estación de Zinkensdamm. Desde allí al lugar en que apareció la niña muerta hay un paseo de unos cinco minutos. Inició el viaje entre la una y media y las dos menos cuarto, y debió de tardar unos veinte minutos, trasbordo incluido. Por consiguiente, el individuo en cuestión pudo llegar a Tantolunden entre las dos menos cinco y las dos y diez. Según el médico, la niña murió probablemente entre las dos y media y las tres, quizás antes.

—Por lo que respecta al horario, encaja —comentó Martin Beck.

A la vez, Kollberg dijo:

—Las horas encajan, si viajó directo.

—La estación no se encuentra muy lejos de Vanadislunden —comentó Melander despacio, como si hablara consigo mismo.

No —dijo Kollberg— ¿Pero esto qué significa? Nada. ¿Que hay una persona que viaja en metro a los parques de la ciudad para matar niñas pequeñas? ¿Y por qué no cogió el autobús 55? Le habría dejado justo en el parque, sin necesidad de andar.

—Y con toda probabilidad le habríamos atrapado —dijo Melander.

—Sí —admitió Kollberg—, en el 55 no viaja mucha gente. Reconocen a los pasajeros.

A veces, Martin Beck deseaba que Kollberg no fuese tan hablador. Por ejemplo, en este preciso instante, mientras cerraba a lametazos el sobre en que había metido el billete. Intentaba atrapar una idea que había cruzado por su mente a toda velocidad. Si Kollberg hubiera estado callado, tal vez incluso lo habría conseguido. Pero ahora el momento había pasado.

Tras enviar el sobre, llamó al laboratorio y pidió que le comunicasen el resultado urgentemente. El hombre que se puso al teléfono se llamaba Hjelm. Martin Beck lo conocía desde hacía muchos años. Parecía estresado y de mal humor, y se preguntó si los señoritos de Kungsholmsgatan y de Västberga allé se hacían una idea de la cantidad de tareas que tenía encima. Martin Beck respondió que comprendía que tal sobrecarga de trabajo resultara inhumana, y que de buena gana se habría acercado a echar una mano, de haber tenido la cualificación necesaria para una labor tan exigente. Hjelm murmuró algo entre dientes, y prometió que enseguida empezarían con el billete.

Kollberg se marchó a comer y Melander cerró la puerta tras de sí y sus montones de papeles. Antes de irse, dijo:

—Tenemos el nombre de la cobradora que vendió el billete en Rádmansgatan. ¿Me encargo de que alguien vaya a hablar con ella?

—Sí, claro —contestó Martin Beck.

Se sentó a la mesa, hojeó sus papeles e intentó reflexionar. Se sentía irritado y nervioso, y lo atribuyó al cansancio. En un momento dado, se asomó Rönn, que lo miró y luego desapareció sin pronunciar palabra. El resto del tiempo le dejaron en paz. Incluso el teléfono, durante un buen rato. Pero justo cuando empezó a temer quedarse dormido sobre el escritorio, cosa que nunca había sucedido, sonó el receptor. Antes de levantar el auricular, miró el reloj: las dos y veinte. Viernes todavía. ¡Bravo, Hjelm!

No era Hjelm. Era Ingrid Oskarsson.

—Perdone que le moleste —se la oyó— Debe de estar usted muy ocupado.

Martin Beck masculló una respuesta. El mismo advirtió que no transmitía precisamente sensación de entusiasmo.

—Como me dijo usted que le llamara… Quizá no tenga importancia, pero pensé que sería mejor contárselo.

—Sí, claro, discúlpeme, no la había reconocido —respondió Martin Beck—. ¿Qué ha pasado?

—Bueno, es que de repente Lena recordó algo que dijo Bosse en el parque, el lunes.

«Cuando ocurrió aquello…»

—¿Sí?¿Y…?

—Según ella, Bosse dijo que había visto a su tato.

—¿Tato? —le preguntó sorprendido.

Y pensó: «¿Hay tatos?».

—Sí, a principios de año Bosse pasaba casi todo el día en casa de una niñera. Casi no hay guarderías, y yo no sabía qué hacer con él mientras estaba en el trabajo. Así que puse un anuncio y encontré a una señora de Timmermansgatan, que lo cuidaba.

—Pero usted ha dicho «tato», ¿o he entendido mal?

—No, no. Me refiero al marido de la señora que le cuidaba. Bueno, por el día él no estaba en casa, pero a menudo volvía pronto, así que Bosse lo veía casi todos los días. Y empezó a llamarle su tato.

—¿Y Bosse le dijo a Lena que lo vio en Tantolunden el lunes?

Martin Beck sintió como el cansancio se esfumaba, se arrimó el cuaderno y buscó un bolígrafo en su bolsillo.

—Sí, eso es —confirmó la señora Oskarsson.

—¿Quedó claro si fue antes o después del rato en que estuvo desaparecido?

—Lena está segura de que no lo dijo hasta después. Por eso pensé que sería mejor contárselo. Sin duda no tendrá relación… ¡aquel hombre parecía tan bueno, tan simpático! Pero si Bosse lo vio… a lo mejor él oyó o vio algo.

Martin Beck acercó el bolígrafo al bloc de notas.

—¿Cómo se llama? —preguntó.

—Eskil Engström. Es camionero, creo. Viven en Timmermansgatan. Se me ha olvidado el número, espere un momento y lo buscaré.

Volvió al cabo de un par de minutos, con la dirección y el número de teléfono.

—¡Parecía un hombre tan simpático! Yo lo veía a menudo, cuando pasaba a recoger a Bosse.

—¿Ha vuelto a hablar sobre ese encuentro con su tato? —preguntó Martin Beck.

—No. Y mira que lo hemos intentado… Pero parece que ya se le ha olvidado.

—¿Qué aspecto tiene este hombre?

—Pues es difícil de decir. Agradable. Un poco desaliñado, quizá. Pero esto seguramente se debe al tipo de trabajo que realiza. Tendrá unos cuarenta y cinco o cincuenta años, poco pelo, aspecto normal.

Se hizo el silencio durante un rato, mientras Martin Beck apuntaba. Luego dijo:

—Señora Oskarsson, si la he entendido bien, usted ya no lleva a Bosse con esa niñera.

—No. Ellos no tienen hijos, así que Bosse se aburría. Nos prometieron una plaza en una guardería, pero al final le tocó al hijo de una enfermera. En esta zona tienen preferencia.

—¿Y dónde pasa el día ahora?

—En casa. Tuve que dejar mi trabajo.

—¿Hasta cuándo fue Bosse a casa de los Engström?

Ella meditó la respuesta durante un rato. Luego dijo:

—Hasta la primera semana de abril. Aquella semana libré. Luego, cuando iba a volver al trabajo, me encontré sin plaza en la guardería. Y la señora Engström había cogido ya a otro niño…

—¿Y a Bosse le gustaba estar con ella?

—Bueno… así, así. Creo que le gustaba más estar con el tato, o sea, con el señor Engström. Dígame, señor comisario, ¿cree usted que fue él quien le dio el billete a Bosse?

—No lo sé —dijo Martin Beck—. Pero intentaré averiguarlo.

—Quiero ayudar en lo que pueda. Pero esta noche nos vamos. ¿Usted ya lo sabía, señor comisario?

—Sí, ya lo sé. Buen viaje. Saludos a Bosse.

Martin Beck colgó, reflexionó un instante, levantó de nuevo el auricular y marcó el número de la brigada antivicio.

Mientras esperaba la información solicitada, se acercó una de las carpetas colocadas sobre la mesa y buscó la transcripción del interrogatorio nocturno de Rolf Evert Lundgren. Luego leyó despacio el pasaje que contenía la parca descripción dada por éste del individuo al que había visto en Vanadislunden. La descripción que la señora Oskarsson había ofrecido del tal Engström era todavía menos detallada, pero aun así dejaba abierta la posibilidad de que se tratara de la misma persona.

No había ningún Eskil Engström en el registro de la brigada antivicio.

Martin Beck cerró la carpeta y entró en el despacho contiguo.

Gunvald Larsson estaba sentado en su mesa, mirando fijamente a través de la ventana con gesto concentrado mientras se hurgaba los dientes con el abrecartas.

—¿Dónde está Lennart? —preguntó Martin Beck.

Gunvald Larsson interrumpió de mala gana sus pesquisas dentales y secó el abrecartas con la manga de la americana.

—¿Cómo diablos voy a saberlo? —preguntó.

—¿Y Melander?

Gunvald Larsson dejó el abrecartas en el portaplumas y se encogió de hombros.

—Probablemente en el váter. ¿Qué querías?

—Nada. ¿Qué estás haciendo?

Gunvald Larsson no respondió de manera inmediata. Sólo cuando Martin Beck se encaminaba ya hacia la puerta dijo:

—¡Hay que joderse! ¡La gente está pirada!

—¿Por qué?

—Acabo de hablar con Hjelm. Por cierto, quería comentar algo contigo. Resulta que uno de los compis del distrito de María se encontró unas bragas en un arbusto de la ribera de Hornstull. Sin avisarnos, las dejó en el laboratorio diciendo que podía tratarse de la ropa interior del cadáver de Tantolunden. Y entonces los técnicos del laboratorio alucinan, porque les pasan unas bragas rosas, ¡figúrate: de la talla 44!, que le vendrían grandes hasta a Kollberg, y se preguntan que de qué coño va esto… La pregunta, desde luego, es tan legítima como cualquier otra. ¿Se puede alcanzar mayor grado de gilipollez dentro de la policía?

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