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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

El hombre del balcón (19 page)

BOOK: El hombre del balcón
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Kollberg se levantó y se acercó a la ventana. Se puso de espaldas a ella y cruzó los brazos.

—Bueno, vagas conjeturas…

Martin Beck seguía observando a Gunvald Larsson.

—Intenta recordar esa llamada. ¿Qué dijo la persona que llamó?

Gunvald Larsson hizo un gesto resignado con sus grandes manos.

—Nada más. Que quería informar sobre un hombre que estaba en el balcón de enfrente. Le parecía raro.

—¿Por qué le parecía raro?

—Porque estaba allí casi siempre. Por la noche también. Dijo que le observaba con los prismáticos. Que el tipo miraba la calle, los coches y a los niños que jugaban. Luego se cabreó porque parecía que a mí no me interesaba mucho el asunto. Pero… ¿por qué debería haberme interesado? La gente tiene derecho a estar en su balcón sin que los vecinos avisen a la policía, ¿no? ¿Qué diablos quería esa mujer que hiciera yo?

—¿Dónde vivía? —preguntó Martin Beck.

—No lo sé —dijo Gunvald Larsson—. Ni siquiera estoy seguro de que me lo dijera.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Kollberg.

—No lo sé. ¿Cómo diablos voy a saberlo?

—¿Es que no se lo preguntaste? —dijo Martin Beck.

—Sí, supongo que sí. Lo hacemos siempre.

—No te acuerdas —dijo Kollberg—. Haz memoria.

Martin Beck y Kollberg observaban con atención los signos visibles de la forzada actividad mental realizada por Gunvald Larsson. Sus cejas claras se contrajeron hasta formar una especie de bucle por encima de sus ojos azules. Además, tenía la cara roja y parecía como si estuviera en el baño, haciendo fuerza.

Pasado un rato, dijo:

—No, no me acuerdo. La señora… bueno… la señora nosequé.

—¿No lo apuntaste en algún sitio? —le sugirió Martin Beck—. Siempre sueles apuntarlo todo.

Gunvald Larsson lo miró fijamente.

—Sí—dijo— Pero no guardo todo lo que apunto. Quiero decir que eso no era importante. Una tía loca llamando por teléfono. ¿Por qué me iba a acordar de eso?

Kollberg suspiró.

—Bueno. ¿Ahora qué hacemos?

—¿Cuándo viene Melander? —preguntó Martin Beck.

—A las tres, creo. Trabajó anoche.

—Llámale y pídele que venga ahora —comentó Martin Beck—. Ya descansará en otro momento.

XXIII

Cuando Kollberg llamó, Melander estaba efectivamente durmiendo en su casa, en la esquina de Norr Mälarstrand y Polhelmsgatan.

Se vistió rápidamente, hizo en su propio coche el corto trayecto hasta Kungholmsgatan y, apenas transcurrido un cuarto de hora, se presentó en el despacho donde le esperaban los otros tres.

Recordaba la llamada telefónica y, tras escuchar la última parte de la cinta del interrogatorio de Rolf Evert Lundgren, confirmó que la teoría de Martin Beck era correcta. Luego pidió un café y se puso a cargar su pipa con meticulosidad. La encendió, se reclinó en la silla y dijo:

—¿Así que crees que puede haber una relación?

—Es sólo una conjetura —dijo Martin Beck—. Una contribución más al concurso de adivinanzas.

—Por supuesto, puede haber algo en todo esto —reflexionó Melander— ¿Qué quieres que haga yo?

—Pues que uses esa computadora que tienes en el cerebro —dijo Kollberg.

Melander asintió con la cabeza y continuó chupando tranquilamente su pipa. Kollberg solía llamarle «archivo viviente de tarjetas perforadas», denominación que resultaba bastante atinada. La memoria de Melander era legendaria dentro del cuerpo.

—Intenta recordar lo que Gunvald dijo e hizo cuando recibió aquella llamada —le pidió Martin Beck.

—¿No fue el día antes de venir Lennart? —le preguntó Melander— A ver, debió de ser el 2 de junio. Hasta que llegó Lennart yo ocupaba el despacho de al lado, luego me trasladé aquí.

—Exacto —dijo Martin Beck—. Ese día yo me fui a Motala. Iba de camino a la estación y subí un momento a preguntar por el perista aquel…

—¡Es verdad: el tal Larsson! El que había muerto…

Kollberg estaba reclinado en el antepecho de la ventana, escuchando. Había visto a Melander reconstruir una sucesión de hechos muchas veces, a menudo más lejanos en el tiempo, y por momentos casi tenía la sensación de estar asistiendo a una sesión de espiritismo.

Melander había adoptado lo que Kollberg solía llamar «postura meditativa»: reclinado en la silla, con los hombros apoyados en el respaldo, las piernas estiradas y cruzadas, y los ojos semicerrados, chupando tranquilamente su pipa. Martin Beck, como siempre, estaba de pie, con un brazo apoyado en el archivador.

—Al entrar yo, tú estabas precisamente donde estás ahora y Gunvald también. Hablábamos del perista. Entonces sonó el teléfono. Gunvald lo cogió. Dijo su nombre y preguntó por el de la mujer, de eso me acuerdo.

—¿Te acuerdas si tomó nota del nombre? —preguntó Martin Beck.

—Creo que sí. Recuerdo que llevaba un bolígrafo en la mano. Sí, seguro que tomó nota.

—¿Recuerdas si le preguntó la dirección?

—No, creo que no lo hizo. Pero tal vez ella dio a la vez nombre y dirección.

Martin Beck miró inquisitivamente a Gunvald Larsson, que se encogió de hombros.

—Bueno, yo no recuerdo ninguna dirección.

—Luego dijo algo sobre un lirón —siguió Melander.

—Sí, eso es —dijo Gunvald Larsson—. Me pareció que decía «lirón». Que había un lirón en su balcón. Luego dijo que no, que era un mirón. Y yo pensé que el hombre estaba en el balcón de la mujer, ¡claro! Si no, ¿por qué iba a llamar a la policía?

—Entonces le pediste que describiera al hombre, y recuerdo perfectamente que ibas repitiendo lo que decía y, a la vez, tomabas apuntes.

—Vale. Si tomé apuntes, como probablemente hice, tuve que usar este cuaderno. Pero como luego resultó que no hacía falta intervenir, debí de tirar la hoja…

Martin Beck encendió un cigarrillo, se acercó a echar la cerilla en el cenicero de Melander y volvió a su sitio junto al archivador.

—Sí, es probable que sea así, por desgracia —comentó. —Sigue, Fredrik.

—Después de tener la descripción te diste cuenta de que el tipo estaba en su propio balcón. ¿A que sí?

—Sí —dijo Gunvald Larsson—. Pensé: esta tía está loca.

—Luego preguntaste cómo podía ver que tenía ojos azul grisáceos, si se encontraba al otro lado de la calle.

—Entonces fue cuando la tía me soltó que lo miraba con unos prismáticos, sí.

Melander levantó la vista, asombrado.

—¡Prismáticos! —exclamó— ¡Cielo santo!

—Sí, y le pregunté si la había molestado de alguna manera. Respondió que no, que lo único que hacía era estar allí asomado, pero que a ella le resultaba desagradable.

—Al parecer, por la noche también —dijo Melander.

—Sí, por lo menos eso decía.

—Y tú preguntaste qué estaba mirando, y ella contestó que la calle. Los coches y a los niños que jugaban allí. Y luego preguntaste si quería que enviaras a los perros.

Gunvald Larsson miró a Martin Beck y comentó muy irritado:

—Sí, Martin había estado aquí dando la lata con los perros y me pareció una buena ocasión para mandar a sus jodidos perros a hacer algo.

Martin Beck cruzó una mirada con Kollberg pero permaneció callado.

—Sí —continuó Melander—, y luego la llamada terminó, creo. La señora pensó que eras un maleducado y colgó. Y yo volví a mi despacho.

Martin Beck suspiró.

—Bueno, no es gran cosa. Lo único, la coincidencia en la descripción.

—Resulta raro que un tío se pase día y noche en el balcón —dijo Kollberg—. Quizás esté jubilado y no sepa qué hacer.

—No —corrigió Gunvald Larsson—. No, no era el caso. Recuerdo que dijo: «Y es joven. No tendrá más de cuarenta. Y parece como si no tuviera nada mejor que hacer que pasarse todo el día asomado». Esas fueron sus palabras exactas. Se me había olvidado por completo.

Martin Beck bajó el brazo del archivador.

—En tal caso, coincide con la descripción que hizo Lundgren —dijo—. Alrededor de los cuarenta. Si lo miraba a través de unos prismáticos, debe de haberlo visto bastante bien.

—¿No dijo nada sobre el tiempo que llevaba observándolo antes de llamar? —preguntó Kollberg.

Gunvald Larsson meditó un rato, luego respondió:

—Sí, eso es. Dijo que llevaba observándolo desde hacía dos meses, pero que el tío podía llevar más tiempo sin que ella se hubiese dado cuenta. Al principio creyó que el tipo estaba pensando en suicidarse. Saltar al vacío, dijo.

—¿Seguro que no has guardado los apuntes en algún sitio? —le preguntó Martin Beck.

Gunvald Larsson abrió uno de los cajones y sacó una pila de papeles de diferente formato. Los colocó delante de sí y comenzó a hojearlos.

—Aquí voy metiendo todos los papeles sobre asuntos que requieren algún tipo de seguimiento, por si hay que hacer un informe. Luego, cuando está redactado, tiro el papel —dijo, revolviendo entre las hojas.

Melander se inclinó hacia delante y vació su pipa a golpecitos.

—Sí, es verdad. Llevabas el bolígrafo en la mano, cogiste el cuaderno y apartaste la guía telefónica…

Gunvald Larsson repasó la pila y volvió a meter los papeles en el cajón.

—¡Que no, sé que no he guardado apuntes de esa llamada! —dijo—. Lo siento, pero no.

Melander levantó la pipa y señaló a Gunvald Larsson con ella.

—La guía telefónica —dijo.

—¿Cómo que la guía telefónica…? —preguntó Gunvald Larsson.

—Había una guía telefónica abierta en tu mesa. ¿No lo apuntarías en ella?

—Puede. —Gunvald Larsson se estiró, cogió sus guías telefónicas y exclamó—: Revisarlas todas va a ser un trabajo de chinos.

Melander dejó la pipa y señaló:

—No va a ser necesario. Si apuntaste algo, y yo creo que sí, el listín en el que lo hiciste no era tuyo.

De repente, Martin Beck contempló la escena ante sus ojos. Melander había entrado desde el despacho contiguo con una guía entre las manos, y se la pasó para enseñarle el nombre del perista, Arvid Larsson. Luego, Martin Beck dejó la guía encima de la mesa.

—Lennart —dijo—. Busca la primera parte de la guía en tu despacho.

Martin Beck comenzó abriendo el listín por la página correspondiente: Larsson, Arvid. Antigüedades. Pero allí no había apuntes. Luego empezó por el principio, recorriendo una a una las páginas del listín. Aparecieron apuntes en varios sitios, en su mayoría ilegibles, escritos con la peculiar letra de Melander.

Había también otros con letra de Kollberg, ordenada y de fácil lectura. Los demás permanecían callados a su alrededor, expectantes. Gunvald Larsson contemplaba la guía por encima del hombro de Martin Beck. Alcanzada ya la página mil ochocientos dos, Gunvald Larsson exclamó por fin:

—¡Ahí!

Los cuatro miraron fijamente la anotación al margen.

Una sola palabra.

Andersson.

XXIV

Andersson.

Gunvald Larsson ladeó la cabeza mirando el apellido.

—Sí, parece que pone Andersson, O quizás Andersen. O Andresen. ¡Quién coño sabe! Aunque lo más seguro es que sea Andersson.

Andersson.

En Suecia hay trescientas noventa mil personas que se llaman Andersson. Sólo la sección de Estocolmo de la guía telefónica recoge diez mil doscientos abonados con este apellido, a los que hay que añadir otros dos mil en la periferia inmediata.

Martin Beck meditó sobre esto. En caso de recurrir a la prensa, la radio y la televisión, podría resultar fácil dar con la mujer que hizo la famosa llamada. Pero también podría ser muy difícil. Y hasta ahora, nada había sido sencillo en esta investigación.

Recurrieron a la prensa, la radio y la televisión.

Sin resultado.

Hasta cierto punto, era lógico que no sucediese nada durante el domingo.

Cuando dieron las once de la mañana del lunes, y seguía sin ocurrir nada, Martin Beck empezó a dudar.

Organizar un operativo de llamadas telefónicas y visitas puerta a puerta suponía destinar una parte considerable de los efectivos al seguimiento de una pista que podría revelarse inútil. Ahora bien, ¿no era posible acotar de alguna manera el campo de operaciones? Se trataba de una calle bastante ancha. Debía ser, pues, algún lugar del centro.

—¿Y por qué tiene que ser en el centro? —preguntó Kollberg en tono escéptico.

—Bueno, puede tratarse de alguna otra zona, desde luego, pero…

—¿Pero qué? ¿Tu intuición te dice algo?

Martin Beck lo miró apesadumbrado. Pero luego recobró el ánimo.

—El billete de metro estaba comprado en Rádmansgatan —apuntó.

—Un billete que no se ha podido vincular, de manera alguna, con los asesinatos ni con el asesino —dijo Kollberg.

—Se compró en Rádmansgatan y sólo se usó en una dirección —insistió Martin Beck—. El asesino lo conservaba para usarlo en el viaje de vuelta. Viajó desde Rádmansgatan hasta Mariatorget o Zinkensdamm, y luego hizo a pie el último trecho, hasta Tantolunden.

—¡Pura especulación! —dijo Kollberg.

—Para quitarse de en medio al crío que iba con la niña tuvo que echar mano de algo. Y lo único que tenía cerca era el billete…

—¡Pura especulación!

—Pero se sostiene, lógicamente hablando.

—Por los pelos.

—Además, el primer asesinato se cometió en Vanadislunden. Todo parece apuntar a ese barrio. Vanadislunden, Rádmansgatan, Vasastaden, la parte alta de Norrmalm o «Siberia».

—Ya te he oído decir eso antes —dijo Kollberg secamente—. Es pura conjetura.

—Principio de probabilidad.

—Bueno, otra forma de referirse a lo mismo.

—Quiero contactar con la tal Andersson —dijo Martin Beck— y no podemos estarnos de brazos cruzados esperando que ella se presente espontáneamente. A lo mejor no tiene televisión ni lee los periódicos. De todos modos, debe de tener teléfono.

—¿Seguro?

—Por supuesto que sí. Una llamada así no se hace desde una cabina o desde un estanco. Además, era como si estuviera viendo al hombre mientras hablaba.

—Vale. En ese punto, me rindo.

—Y si vamos a organizar un dispositivo de llamadas telefónicas y visitas puerta a puerta, hay que empezar por algún sitio, por algún barrio concreto. Porque no tenemos gente suficiente para contactar con todas las personas que se apellidan Andersson…

Kollberg se quedó callado un momento, luego dijo:

—¿Y si nos olvidamos un rato de la señora Andersson y nos concentramos en lo que sabemos del asesino?

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