El hombre del balcón (23 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

BOOK: El hombre del balcón
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Estocolmo es una ciudad en la que miles de personas duermen al aire libre durante el verano. No solamente vagabundos, drogadictos y alcohólicos, también numerosos visitantes ocasionales que no encuentran alojamiento en los hoteles, y muchas personas sin hogar que, pese a ser perfectamente aptos para el trabajo y, en general, gente de bien, no pueden conseguir casas por la sencilla razón de que no las hay, debido a una planificación social desastrosa. Estas gentes pasan la noche en los bancos, o en el suelo, sobre viejos periódicos, debajo de los puentes, en muelles y patios.

También son muchos los que se buscan un alojamiento provisional en edificios en ruinas, casas nuevas a medio terminar, refugios antiaéreos, garajes, cocheras ferroviarias, escaleras, sótanos, áticos y cobertizos. O incluso en barcos, lanchas motoras o viejas embarcaciones abandonadas. Muchos deambulan por las estaciones del metro o la Estación Central o se las ingenian para colarse en una instalación deportiva. Y si uno es listo puede incluso, sin grandes dificultades, introducirse en el sistema subterráneo de comunicaciones que recorre el subsuelo de la ciudad, con su laberinto de pasillos y corredores interconectados.

Esa noche, miles de personas de este tipo fueron despertadas a empellones por policías uniformados y de paisano, que los obligaron a levantarse apuntando con las linternas directamente contra sus rostros soñolientos, exigiendo un carné de identificación. Fueron muchos, incluso, los que tuvieron que soportar este tratamiento varias veces a lo largo de la noche, algunos hasta cuatro, cinco o seis veces: cambiaban de un sitio a otro para ver nuevamente su sueño interrumpido por otros policías, tan cansados como ellos mismos.

Por lo demás, las calles estaban tranquilas. Ni siquiera las prostitutas o los camellos osaban salir. Probablemente, no habían advertido que la policía tenía menos tiempo que nunca para dedicarles.

Hacia las siete de la mañana del miércoles, la redada fue remitiendo. Policías desvelados y ojerosos volvían a casa para dormir un par de horas; otros se derrumbaban sobre sofás y bancos de madera en los puestos de guardia y cuartos de estar de las diferentes comisarías.

Aquella noche encontraron a un montón de gente en los lugares más inesperados, pero ninguno se llamaba Ingemund Rudolf Fransson.

A las siete, Kollberg y Martin Beck se hallaban en las dependencias de Kungsholmsgatan, tan cansados que habían dejado incluso de advertirlo y sentirlo. Antes bien, parecían haber encontrado una especie de fondo de energía de reserva.

Kollberg se colocó delante del plano grande de la pared, con las manos en la espalda.

—Era jardinero. Empleado municipal. Trabajó durante ocho años en los parques de la ciudad. Sin duda, en este tiempo habrá tenido ocasión de recorrerlos todos. Hasta ahora, no ha salido del casco urbano. Se mantiene dentro del terreno que conoce.

—Si pudiéramos fiarnos de eso… —dijo Martin Beck.

—Una cosa está clara: esta noche no la ha pasado en un parque —dijo Kollberg—. Por lo menos, no en Estocolmo. —Hizo una larga pausa y prosiguió pensativo—: Si no, ¡maldita la suerte que hemos tenido!

—Eso es —dijo Martin Beck—. Además, hay zonas enormes que resulta difícil controlar durante la noche: Djurgárden, Gärdet, el bosque de Lill-Jan… por no hablar del extrarradio.

—La reserva de Nacka —sugirió Kollberg.

—Y los cementerios —añadió Martin Beck.

—Eso, los cementerios —asintió Kollberg—. Es cierto que permanecen cerrados, pero…

Martin Beck miró el reloj.

—Bueno, ahora debemos preguntarnos: ¿qué hace durante el día?

—Eso es precisamente lo desconcertante —comentó Kollberg—. Por lo visto, deambula por la ciudad de forma completamente abierta.

—Tenemos que cogerle hoy —dijo Martin Beck— Otra cosa es impensable.

—Sí, —asintió Kollberg.

Alertaron a los psicólogos, que se mostraron encantados de colaborar y aportaron la idea de que Ingemund Fransson no se proponía, de forma consciente, mantenerse alejado ni apartado. Lo más probable era que se hallase en un estado de no conciencia, y que actuase de forma también inconsciente, pero con inteligencia y guiándose por un instinto de supervivencia puramente automático.

—Muy revelador —comentó Kollberg.

Pasado un rato llegó Gunvald Larsson. Había trabajado de manera independiente y siguiendo métodos propios.

—¿Sabéis cuántos kilómetros he recorrido desde anoche? Trescientos cuarenta. ¡En esta jodida ciudad! Y despacio. Debe de tratarse de una especie de fantasma.

—Un punto de vista interesante —dijo Kollberg. Melander también tenía el suyo:

—Me preocupa el
modus operandi
. Primero comete un asesinato y luego otro, casi inmediatamente después. Luego sigue una pausa de ocho días, luego otro asesinato y ahora…

Todos opinaban.

Entre la población de Estocolmo cundía la histeria y el pánico. El cuerpo de policía estaba exhausto.

La reunión celebrada durante la mañana del miércoles estuvo marcada por el optimismo y la confianza. Pero sólo de manera superficial. Por dentro, todos albergaban el mismo miedo.

—Necesitamos más gente —dijo Hammar—. Convoca a todo el personal que se pueda liberar de fuera de la región. Muchos se presentarán voluntariamente.

Y también policías de paisano. Este era un tema recurrente. Policías de paisano en sitios estratégicos. Que salieran a los parques todos los que dispusieran de un chándal o un viejo mono de trabajo.

—Hay que poner a patrullar muchos agentes uniformados —dijo Martin Beck— Para tranquilizar a la gente. Para darles sensación de seguridad.

Al reflexionar sobre lo que acababa de argumentar experimentó un amargo sentimiento de desesperanza e impotencia.

—Obligación de presentar carné de identificación en todas las tiendas de licores —dijo Hammar.

La idea era buena, pero no dio resultado.

La sensación era que nada daba resultado. Las horas del miércoles pasaron arrastrándose pesadamente. Recibieron una decena de alarmas, pero ninguna parecía muy esperanzadora. De hecho, todas se revelaron falsas.

Llegó la tarde y luego una noche fría. Las redadas continuaban.

Nadie dormía. Gunvald Larsson hizo otros trescientos kilómetros con su coche, a 46 céntimos el kilómetro.

—Hasta los perros están groguis —dijo al volver—. Ya no tienen fuerzas ni para morder a los policías.

Por entonces era ya la madrugada del jueves 22 de junio, víspera de San Juan. Parecía que iba a ser un día caluroso, pero con mucho viento.

—Ahora voy a colocarme en Skansen, disfrazado de mayo florido —dijo Gunvald Larsson.

Nadie tuvo fuerzas para contestarle. Martin Beck estaba mareado y se le revolvía el estómago. Cuando intentó llevarse a los labios el vaso de café, su mano temblaba tanto que lo derramó sobre el papel secante de Melander. Este, que en circunstancias normales era de lo más puntilloso, ni siquiera pareció darse cuenta.

Además, se mostraba inusualmente serio. Pensaba en la secuencia cronológica de los crímenes.

Y los plazos señalaban que muy pronto iba a volver a ocurrir.

A las dos de la tarde llegó, por fin, el desenlace.

Fue en forma de llamada telefónica. La atendió Rönn.

—¿Dónde? ¿En Djurgárden? —Tapó el auricular con la mano, miró a los demás y dijo—: Está en Djurgárden. Varias personas lo han visto allí.

—Con suerte, andará todavía por la zona sur de Djurgárden. En tal caso, lo tenemos servido en bandeja —dijo Kollberg en el coche mientras conducían en dirección este, seguidos por Melander y Rönn.

El sur de Djurgárden es una isla y, para llegar a ella, si no se viaja en ferry o en barco propio, hay que cruzar uno de los dos puentes sobre la cala de Djurgárdsbrunn y el canal. En el tercio de la isla situado más cerca del centro hay museos, el parque de atracciones Gröna Lund, restaurantes de verano, puertos deportivos, el Skansen —museo al aire libre y parque zoológico— y el pequeño barrio llamado Gamla Djurgárdsstaden. El resto de la superficie está cubierto por parques y jardines, que alternan con zonas naturales en estado salvaje. Los edificios son antiguos pero están bien conservados.

Esparcidos a lo largo del terreno y rodeados de hermosos jardines hay palacios, villas señoriales con empaque de palacete y pequeñas casas de madera del siglo XVIII.

Melander y Rönn enfilaron el puente Djurgárden mientras Kollberg y Martin Beck continuaban hasta el restaurante de Djurgárdsbrunn. En el patio situado delante del restaurante había aparcados ya un par de coches de policía.

El puente de Djurgárdsbrunn, sobre el canal, estaba bloqueado por un coche patrulla. Al otro lado vieron un segundo coche, que avanzaba directamente hacia la escuela para sordos de Manilla.

En el lado norte del puente se había congregado un grupo de gente. Al acercarse Martin Beck y Kollberg, un hombre mayor abandonó el grupo y fue a su encuentro.

—Supongo que son ustedes los comisarios —dijo.

Se detuvieron, y Martin Beck asintió con la cabeza.

—Me llamo Nyberg —siguió el hombre—. Yo fui quien descubrió al asesino y avisó a la policía.

—¿Dónde le descubrió? —preguntó Martin Beck.

—Por debajo de Gröndal. Estaba en el camino, mirando hacia arriba, a la casa. Le reconocí enseguida por la foto y descripción de los periódicos. Al principio no sabía qué hacer, si intentar capturarlo… Pero al acercarme noté que hablaba solo. Me pareció tan raro que comprendí que debía tratarse de un individuo peligroso, así que subí hasta el restaurante todo lo tranquilo que pude, para llamar por teléfono.

—¿Hablaba solo? —preguntó Kollberg—. ¿Oyó lo que decía?

—Decía que estaba enfermo. Se expresaba de manera muy extraña, pero eso es lo que decía. Que estaba enfermo. Regresé tras la llamada, pero entonces ya había desaparecido. Luego me quedé aquí vigilando junto al puente hasta que llegó la policía.

Martin Beck y Kollberg continuaron hasta el puente e intercambiaron unas palabras con los agentes del coche patrulla.

El individuo había sido avistado por varios testigos en la zona situada entre el canal y Manilla. Al parecer, el último en verlo era el testigo de Gröndal. Estaban barriendo la zona. Y venían refuerzos de camino. Como el acordonamiento se había realizado con gran rapidez, el hombre debía encontrarse todavía en la parte sur de Djurgárden. Desde el momento en que el testigo descubrió al hombre junto a Gröndal, ningún autobús había atravesado el puente. Todos los caminos hacia la ciudad habían sido cortados inmediatamente, así que resultaba difícil imaginar que el hombre hubiera tenido tiempo de llegar hasta Skansen o Djurgárdsstaden antes del acordonamiento. Por lo demás, las posibilidades de cogerle desprevenido no eran grandes. Ya debía de haber advertido el despliegue policial.

Martin Beck y Kollberg subieron al coche y cruzaron el puente, seguidos por dos coches patrulla recién llegados. Se detuvieron en el camino situado entre la escuela para sordos y el puente Djurgárdsbrunn, y desde allí comenzaron a organizar la búsqueda.

Quince minutos más tarde, hizo acto de presencia en el lugar todo el personal disponible en varios distritos de Estocolmo. Alrededor de cien agentes fueron despachados al campo de operaciones desde diferentes puntos situados entre Skansen y Blockhusudden.

Martin Beck estaba en el coche, dirigiendo por radio la operación. Los grupos de búsqueda iban provistos de walkie-talkies, y coches patrulla en movimiento controlaban los senderos de la zona. Muchos paseantes inocentes fueron repetidamente abordados, obligados a identificarse y requeridos a abandonar el lugar. En los acordonamientos se procedía a la detención e inspección de todos los coches que iban rumbo al centro.

En el parque situado alrededor del palacio de Rosendal, un joven echó a correr cuando uno de los policías pidió su carné. Para su asombro, fue a parar a las manos de otros dos agentes. Se negó a decir quién era y por qué se había dado a la fuga. Tras un rápido cacheo, se descubrió en el bolsillo de su abrigo una Parabellum de nueve milímetros, cargada. Fue conducido a la comisaría de verano, situada junto al parque de atracciones de Gröna Lund, del distrito de Ostermalm.

—De seguir así no tardaremos en meter en el calabozo a todos los criminales de Estocolmo, menos al individuo que buscamos —dijo Kollberg.

—Está escondido en algún sitio —dijo Martin Beck—. Esta vez no puede escapar.

—No estés tan seguro —replicó Kollberg—. No podemos mantener la zona acordonada para siempre. Y si ha conseguido llegar más allá de Skansen…

—No puede haber llegado tan lejos. A menos que tenga coche, cosa que no me parece creíble.

—¿Por qué no? Puede haberlo robado.

De repente, sonó una voz por radio. Martin Beck pulsó el botón y contestó.

—El coche noventa y siete, nueve siete aquí. Le hemos encontrado. Cambio.

—¿Dónde estáis? —preguntó Martin Beck.

—En Biskopsudden. Encima del club náutico.

—Ahora vamos —dijo Martin Beck.

Les llevó tres minutos llegar a Biskopsudden. Tres coches patrulla, un policía motorizado y numerosos policías civiles y uniformados estaban en el camino. El hombre se hallaba entre los coches, rodeado de policías. Un agente en cazadora de cuero trajo al individuo cogido del brazo, mientras le hacía una llave por la espalda.

El hombre era delgado y algo más bajo que Martin Beck. Tenía una nariz prominente, ojos azul grisáceos y pelo de color marrón claro, peinado hacia atrás y bastante ralo sobre la coronilla. Llevaba pantalones marrones, camisa blanca sin corbata y americana marrón oscuro. Al acercarse Martin Beck y Kollberg, dijo:

—¿De qué se trata?

—¿Cómo se llama usted? —preguntó Martin Beck.

—Fristedt. Wilhelm Fristedt.

—¿Puede identificarse?

—No, se me ha olvidado el carné de conducir. Lo tengo en otra americana.

—¿Dónde ha estado durante las últimas dos semanas?

—En ningún sitio. Quiero decir: en casa. En Bondegatan. He estado enfermo.

—¿Ha estado solo en casa?

Fue Kollberg quien hizo la pregunta. Sonaba sarcástico.

—Sí —dijo el hombre.

—Se llama Fransson, ¿no? —inquirió Martin Beck amablemente.

—No. Me llamo Fristedt —dijo el hombre—. ¿Es necesario apretar tanto? Me hace daño en el brazo.

Martin Beck hizo un movimiento de cabeza al agente de la cazadora de cuero.

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