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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

El hombre del balcón (21 page)

BOOK: El hombre del balcón
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Kvist había cumplido veintidós años, pero a menudo tenía la sensación de que su infancia quedaba ya muy lejos. Escuchó distraídamente la conversación que mantenían las dos señoras.

—Y el viejo Palm del ochenta y uno, que de repente va y muere —dijo la gorda de la bata.

—Sí, pero ha sido lo mejor —replicó la dependienta—. Estaba ya muy viejo y lleno de achaques.

La dependienta era una mujer mayor de pelo canoso, enfundada en una bata blanca. Echó un vistazo a Kvist y se apresuró a meter la compra en la bolsa de la clienta.

—¿Nada más, señora Andersson? —preguntó—. ¿Hoy no quiere nata?

La clienta cogió la bolsa y jadeó.

—No, hoy no. Y apúntamelo, como siempre, por favor. Adiós.

La señora se dirigió hacia la puerta y Kvist se apresuró a abrirla.

—Adiós, señora Andersson, mi niña —expresó la dependienta.

La mujer pasó junto a Kvist, apretujándose, y se despidió con un movimiento de cabeza.

Kvist sonrió para sus adentros, estaba pensando en lo ridículo que resultaba llamar «mi niña» a una mujer tan gorda. A punto estaba de cerrar la puerta cuando algo cruzó por su mente.

Mientras la dependienta lo seguía fijamente con la mirada, Kvist, sin pronunciar palabra, volvió a salir a la calle y cerró la puerta tras de sí.

Cuando la alcanzó, la mujer de la bata de limpieza estaba entrando en el portal contiguo a la panadería. Kvist saludó llevándose la mano a la visera y dijo:

—Señora Andersson, ¿se llama usted así?

—Sí.

Él le cogió la bolsa y abrió la puerta.

—Perdóneme que le pregunte, ¿pero no habrá sido por casualidad usted, señora Andersson, quien llamó a la policía criminal la mañana del viernes dos de junio?

—¿El dos de junio? Sí, yo llamé a la policía. Y puede que fuera el dos. ¿Por qué lo dice?

—¿Para qué llamó? —preguntó Kvist.

No pudo dejar de manifestar una cierta ansiedad y la mujer llamada Andersson lo miró sorprendida.

—Hablé con un detective o lo que fuera. ¡Un maleducado, que no mostró el más mínimo interés! Yo sólo quería informar de una observación. ¡El hombre ese del balcón llevaba ya…!

—¿Puedo subir con usted y usar su teléfono? —le rogó Kvist. Ya se estaban acercando al ascensor—. Se lo explicaré por el camino —añadió.

XXVI

Martin Beck colgó y llamó a Kollberg a voces. Luego se abotonó la americana, metió el paquete de tabaco y la caja de cerillas en el bolsillo, y echó un vistazo a su reloj de pulsera. Eran las diez menos cinco. Kollberg se asomó por la puerta.

—¿A qué vienen esos gritos? —dijo.

—La han encontrado. La señora Andersson. Granlund, del noveno, acaba de llamar. Vive en Sveavägen.

Kollberg pasó un momento al despacho contiguo, para coger su americana. Al volver, todavía estaba poniéndosela.

—Sveavägen —dijo pensativo mirando a Martin Beck—. ¿Cómo la han encontrado? ¿La operación puerta a puerta?

—No, un chico del noveno se encontró con ella en una panadería cuando iba a comprar pasteles mazarin para el café. —Mientras bajaba por la escalera, Kollberg comentó—: ¿No es Granlund el que suele decir que habría que eliminar la pausa del café? Ahora a lo mejor cambia de opinión.

La señora Andersson los examinó con ojo crítico a través de la rendija de la puerta.

—¿Alguno de ustedes es el individuo con quien hablé aquella mañana? —preguntó.

—No —dijo Martin Beck educadamente—. Habló usted con el subinspector Larsson.

La señora Andersson quitó la cadena de seguridad y les dejó entrar en un pequeño recibidor oscuro.

—Subinspector o no, ¡un maleducado es lo que era! Como le comenté al joven agente que me acompañó a casa, la policía debería agradecer que una les informe de cosas. ¿Quién sabe?, le dije, si la gente no informase de cosas, a lo mejor ustedes se quedarían sin trabajo. Pero pasen, señores, pasen, que enseguida les traigo el café.

Kollberg y Martin Beck entraron en el salón. Aunque el piso era un tercero y las ventanas daban a la calle, dentro reinaba una relativa oscuridad. El salón era amplio, pero la mayor parte de su superficie estaba ocupada por un mobiliario anticuado. Tenía media ventana entreabierta; la otra quedaba casi enteramente tapada por macetas de plantas altas. Las cortinas eran de color crema, elegantemente drapeadas.

Delante de un sofá marrón de felpa había una mesa redonda de caoba, servida con tazas de café y platos de pastas. Junto a la mesa, dos butacas altas, adornadas con pañitos decorativos y respaldos forrados.

La señora Andersson entró desde la cocina con una cafetera de porcelana en la mano. Sirvió el café en las tazas y se sentó en el sofá, que crujió bajo su cuerpo masivo.

—Para hablar con tranquilidad se necesita café —le dijo alegremente—. Bueno, cuéntenme, ¿qué ha pasado con el hombre de ahí enfrente?

Martin Beck empezó a decir algo, pero sus palabras quedaron sofocadas por el estruendo de una sirena de ambulancia, que cruzó la calle ululando.

Kollberg cerró la ventana.

—¿No ha leído los periódicos, señora Andersson? —preguntó Martin Beck.

—No, en el campo nunca leo periódicos. Volví anoche. Sírvanse pastas, caballeros. Están recién hechas. En la panadería de aquí abajo lo tienen siempre todo muy fresco. Por cierto, fue allí donde conocí a ese joven tan simpático de uniforme, aunque no me explico cómo pudo saber que fui yo quien llamé a la policía. Bueno, de todas maneras, fui yo, y fue el dos de junio, viernes, lo recuerdo muy bien porque el marido de mi hermana se llama Rutger y cuando estuve en su casa, tomando café para celebrar su santo, les estuve contando lo del maleducado ese, el asistente o como se diga, por hablar de algo. Y eso fue sólo un par de horas después de la llamada.

En ese momento se detuvo para coger aire y Martin Beck se apresuró a decir:

—Señora Andersson, ¿nos podría enseñar ese balcón?

Kollberg ya se había acercado a la ventana. La mujer se levantó con mucho esfuerzo del sofá.

—El tercer balcón desde abajo —dijo señalando con el dedo—. Al lado de esa ventana sin cortinas.

Observaron el balcón. El piso al que pertenecía parecía tener sólo dos ventanas a la calle, una más grande al lado del balcón y otra más pequeña.

—Señora Andersson, ¿ha visto a ese hombre recientemente? —preguntó Martin Beck.

—No, ya hace bastante que no. Bueno, este fin de semana he estado en el campo. Pero antes llevaba ya varios días sin verlo.

Kollberg descubrió unos prismáticos, colocados entre dos macetas. Los cogió y los dirigió al edificio de enfrente. La puerta del balcón y las ventanas estaban cerradas. Los cristales reflejaban la luz, y no se podía discernir qué había al otro lado, en las habitaciones oscuras.

—Esos prismáticos me los dio Rutger —dijo la mujer—. Son prismáticos de la marina. Rutger ha sido oficial de marina. Suelo mirar a ese hombre con los prismáticos. Si se abre la ventana se ve mejor. No crean que soy una persona curiosa ni nada por el estilo, lo que pasa es que me operaron de una pierna a principios de abril y fue entonces cuando descubrí a ese hombre. Quiero decir, después de la operación. Tuve úlceras en la pierna. No podía andar y el dolor no me dejaba dormir. Así que me quedaba aquí, junto a la ventana. Me pareció un hombre raro, que no hacía más que mirar. ¡Uf! ¡Había algo desagradable en él!

Mientras la mujer hablaba, Martin Beck sacó el dibujo realizado a partir de las indicaciones del atracador. Se lo enseñó.

—Se parece bastante. Como dibujo no es muy bueno. Pero se parece un poco, tal vez. Eso pienso.

—¿Recuerda cuando fue la última vez que le vio? —preguntó Kollberg, pasando los prismáticos a Martin Beck.

—Bueno, pues hace ya unos días. Más de una semana. Sí, esperen, creo que la última vez fue cuando estaba aquí la asistenta que viene a ayudarme con la limpieza. Esperen un momento, echaré un vistazo.

Abrió un secreter y sacó una agenda.

—Vamos a ver. El viernes pasado, sí. Eso es. Estuvimos limpiando los cristales. Estaba ahí por la mañana. Pero por la noche ya no. Ni tampoco al día siguiente. Sí, así es. Desde entonces no lo he vuelto a ver. De eso estoy segura.

Martin Beck bajó los prismáticos y dirigió a Kollberg una mirada rápida. Para recordar lo sucedido aquel viernes no necesitaban agenda.

—O sea, el día nueve —dijo Kollberg.

—Eso es. Y ahora nos vendrá bien un poco más de café.

—No, gracias —dijo Martin Beck.

—Venga, un poquito más.

—No, gracias —reiteró Kollberg.

La mujer llenó las tazas y se dejó caer en el sofá. Kollberg se sentó en el borde de la silla y se tragó rápidamente una pasta de almendras.

—¿Se hallaba siempre solo, ese hombre? —preguntó Martin Beck.

—Sí, bueno, yo por lo menos no he visto nunca a nadie más allí. Parece muy solitario. A veces casi me daba pena. Y el piso siempre a oscuras, y cuando no está en el balcón, se queda sentado junto a la ventana de la cocina. Es lo que suele hacer cuando llueve. Nunca he visto a nadie más allí. Pero ahora, siéntense, por favor, y tomen un poco más de café. Cuéntenme qué le ha pasado. ¡Imagínense! Al fin y al cabo, mi llamada cambió las cosas. ¡Pero les ha llevado a ustedes una eternidad!

Martin Beck y Kollberg ya se habían tomado el café y se levantaron.

—Gracias, señora Andersson, estaba muy bueno. Adiós, adiós, no, no se levante, nos arreglamos solos. Se retiraron hacia el recibidor.

Al salir del portal, Kollberg, respetuoso de la ley, se encaminó hacia el paso de cebra, situado a unos treinta metros más allá, pero Martin Beck le cogió del brazo y cruzaron rápidamente la calzada hacia el edificio de enfrente.

XXVII

Martin Beck subió andando los tres tramos de escalera. Kollberg cogió el ascensor. Se volvieron a encontrar delante de la puerta, y procedieron a su minucioso análisis. Una puerta de madera marrón normal y corriente, que se abría hacia fuera, con cerradura de seguridad, rendija de latón para el correo y un letrero de metal blanco sin pulir. En el letrero estaba grabado el nombre con letras negras:  «I. Fransson». En el rellano reinaba la quietud y el silencio. Kollberg puso el oído derecho contra la puerta y escuchó. Luego se agachó, apoyando la rodilla derecha en el suelo de piedra, y levantó cuidadosamente, unos centímetros, la tapa de la rendija para el correo. Escuchó. Dejó caer la tapa tan silenciosamente como la había alzado. Se levantó y movió la cabeza en señal de negación.

Martin Beck se encogió de hombros, estiró la mano derecha y pulsó el botón del timbre eléctrico. No se oía nada. Probablemente, no funcionaba. Llamó a la puerta con los nudillos, levemente. Sin resultado. Kollberg golpeó con el puño. Nada.

No abrieron la puerta. Bajaron medio tramo de escalera e intercambiaron unas palabras en voz baja. Acto seguido, Kollberg se marchó a gestionar las formalidades y llamar a un experto. Martin Beck se quedó en el descansillo sin perder de vista la puerta.

Pasado un cuarto de hora, Kollberg regresó acompañado de un cerrajero. Este echó un vistazo a la puerta, la calibró con su experiencia profesional, se puso de rodillas y metió una especie de ganzúa, larga pero práctica, por la rendija del correo. Ésta carecía de protección antirrobo, por lo que el hombre no tardó más de treinta segundos en agarrar la cerradura interior y abrir la puerta unos centímetros, manejándola con mucho tino. Martin Beck apartó al cerrajero y colocó el dedo índice sobre el borde interior de la puerta. La abrió, tirando hacia sí. Las bisagras, sin engrasar, chirriaron.

Apareció ante sus ojos un recibidor, con dos puertas abiertas. La de la izquierda daba a la cocina. La de la derecha, a lo que parecía ser la única habitación de la casa. Sobre el felpudo había una pila de correo, por lo visto periódicos, propaganda y folletos en su mayoría. El baño quedaba a la derecha del recibidor, pegado a la puerta de la escalera.

Lo único que se oía era el ruido del tráfico de Sveavägen.

Martin Beck y Kollberg pasaron con cuidado por encima de la pila de envíos postales, y echaron un vistazo a la cocina. Al fondo de ésta había un pequeño rincón comedor, con ventanas a la calle.

Kollberg abrió la puerta del baño al tiempo que Martin Beck entraba en la habitación. Frente a él se hallaba la puerta del balcón. A sus espaldas, a la derecha, descubrió otra puerta, que resultó ser un guardarropa. Kollberg dijo unas palabras al cerrajero, cerró la puerta que daba a la escalera y entró en la habitación.

—Parece que no hay nadie en casa.

—No —repuso Martin Beck.

Recorrieron el piso sistemáticamente pero con sumo tiento, poniendo cuidado en tocar la menor cantidad posible de objetos.

Las ventanas, una en la habitación y otra en el comedor, daban a la calle y estaban cerradas, al igual que la puerta del balcón. Se respiraba un aire enrarecido, viciado.

El piso no mostraba señas de deterioro o abandono, pero aun así daba sensación de desaliño, y apenas tenía muebles. En la habitación sólo había tres piezas: una cama sin hacer, con un edredón rojo gastado y sábanas relativamente sucias, una silla plegable, colocada junto a la cabecera de la cama, y una cómoda baja con cajones, en la pared de enfrente. No había cortinas ni alfombras en el suelo de linóleo. En la silla, que por lo visto hacía las veces de mesita de noche, descubrieron una caja de cerillas, un platito y un número del
Smalands-Posten
. El periódico estaba doblado de un modo que delataba su lectura. En el plato había ceniza de tabaco, siete cerillas quemadas y pequeñas bolitas estrujadas de papel de fumar.

Sobre la cómoda colgaba una reproducción enmarcada de un óleo que representaba dos caballos y un abedul. Encima de la cómoda había otro objeto decorativo más: un platito de cerámica azul vidriada. Vacío. Y eso era todo.

Kollberg contempló los objetos de la silla.

—Se ve que guarda el tabaco de las colillas y luego se lo fuma en pipa.

Martin Beck asintió.

No salieron al balcón. Les bastó con mirar a través del cristal de la puerta cerrada. El balcón tenía barandillas tubulares de hierro y piezas laterales de chapa ondulada. Su mobiliario consistía en una mesa de jardín barnizada, ya muy venida a menos, y una silla plegable. La silla, que parecía vieja, tenía reposabrazos de madera gastada y un asiento de lona descolorida.

En el guardarropa colgaba un traje azul oscuro, bastante elegante, un abrigo de invierno raído y unos pantalones de pana color marrón. En el estante había un gorro de piel y una bufanda de lana; y en el suelo, un zapato negro y un par de botas marrones, completamente desgastadas. Podían ser del número cuarenta.

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