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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

El hombre del balcón (18 page)

BOOK: El hombre del balcón
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—Me han derribado de un golpe por la espalda en Tantolunden, hace un rato. Dos ingenieros armados. Resulta que por aquí han formado una patrulla vecinal.

—No sólo allí —dijo Martin Beck—. Hace una hora molieron a golpes a un jubilado en Hagaparken. Estaba meando. Me acabo de enterar.

—¡Esto se va a la mierda!

—Sí—dijo Martin Beck— ¿Dónde estás ahora?

—Sigo en el segundo distrito. Estoy en una de las salas.

—¿Qué has hecho con esos dos?

—Están arrestados, aquí abajo.

—Tráelos.

—Vale.

Kollberg bajó al pasillo de las celdas. Muchos de los calabozos estaban ya ocupados. El hombre del chándal, puesto en pie, miraba entre las rejas de acero. En la celda de al lado había un hombre alto y delgado de unos treinta y cinco años, sentado con las rodillas abrazadas mientras cantaba melancólica y sonoramente:


My pocketbook is empty, my heart is full of pain…
—El cantarín echó una mirada a Kollberg y dijo—:
Hi, marshal, where is your six-shooter?


Haven’t got one
—respondió Kollberg.

—Joder, esto es como una maldita película del oeste —le dijo el guardia.

—¿Qué ha hecho usted? —preguntó Kollberg.

—Nada —contestó el hombre.

—Es verdad —reconoció el guardia—. Ahora mismo vamos a soltarlo. Nos lo trajeron unos policías de la marina. Cinco de ellos, nada menos. Había irritado a algún maldito contramaestre de la guardia de Skeppsholmen. ¡Y van y nos lo traen aquí! ¡Los muy gilipollas! Dijeron que no encontraron ninguna comisaría más cerca. Para quitármelos de encima, tuve que meterlo en un calabozo. Como si uno no tuviera suficiente…

Kollberg continuó hasta la siguiente celda.

—Ahora ya ha estado usted en una comisaría —dijo al hombre del chándal—. Y dentro de un rato se va a enterar también de cómo nos lo montamos en la policía criminal.

—Le voy a denunciar por falta en el ejercicio de sus funciones.

—No creo —dijo Kollberg.

Sacó su cuaderno.

—Pero antes de irnos quiero el nombre y la dirección de todos los que forman parte de vuestra organización.

—No somos una organización. Sólo somos unos padres de familia que…

—…que patrullan armados en lugares públicos e intentan golpear a policías —dijo Kollberg—. Rápido, denme los nombres.

Diez minutos más tarde, metió a los dos padres de familia en el asiento de atrás y se los llevó a Kungsholmsgatan, subió en el ascensor y los empujó hasta el despacho de Martin Beck.

—¡Se va a arrepentir de esto toda su vida! —dijo el más viejo.

—Lo único de lo que me arrepiento es de no haberle roto el brazo —replicó Kollberg.

Martin Beck le echó una rápida mirada escrutadora y dijo:

—Está bien, Lennart. Ahora vete a casa. Kollberg se marchó.

El hombre del chándal abrió la boca para decir algo, pero Martin Beck le detuvo. Les hizo un gesto para que se sentaran, se quedó callado unos segundos con los codos apoyados en la mesa y las palmas de las manos apretadas. Luego dijo:

—Lo que han hecho no admite disculpa. La idea de una patrulla vecinal constituye un peligro social mucho peor que cualquier criminal particular o banda de delincuentes. Esto abre el camino a una mentalidad de linchamiento, de tomarse la justicia por cuenta propia. Anula los mecanismos de protección social. ¿Entienden lo que quiero decir?

—Se expresa usted como un libro abierto —dijo sarcásticamente el hombre del chándal.

—Eso es —dijo Martin Beck—. Se trata de cosas fundamentales. Catecismo puro. ¿Entienden lo que quiero decir?

Entender lo que quería decir les llevó más de una hora.

Cuando Kollberg entró en el piso de Palandergatan, su mujer estaba sentada en la cama haciendo punto. Sin pronunciar palabra, él se desnudó, fue al cuarto de baño y se duchó. Luego se acostó. La mujer dejó a un lado el punto.

—Menudo chichón tienes en la nuca —comentó—. ¿Te han dado un golpe?

—Abrázame —le pidió él.

—Se interpone la barriga, pero… ahora sí. Bueno, ¿quién te ha golpeado?

—Unos condenados aficionados —dijo Kollberg, y se durmió.

XXII

El domingo por la mañana, mientras desayunaban, la mujer de Martin Beck dijo:

—¿Cómo va? ¿Es que no podéis coger a ese tipo? Lo de Lennart ayer fue horrible. Comprendo que la gente tenga miedo, ¡pero que comiencen a atacar a los policías…!

Martin Beck estaba sentado a la mesa, algo encorvado, vestido con bata y pijama. Intentaba recordar un sueño que había tenido justo antes de despertarse. Un sueño desagradable, algo sobre Gunvald Larsson. Apagó el primer cigarrillo del día y miró a su esposa.

—No sabían que era policía.

—Pero aun así, —insistió ella—. ¡Es terrible!

—Sí, —asintió él—. Es terrible.

Ella hincó los dientes en una rebanada de pan tostado y contempló con el ceño fruncido la colilla que había en el cenicero.

—No deberías fumar tan temprano. No es bueno para la garganta.

—No —dijo Martin Beck, y sacó la mano del bolsillo de la bata.

A punto estuvo de encender otro pitillo, pero dejó el paquete pensando: «Inga tiene razón. No es bueno, claro que no. Fumo demasiado. Además, es caro».

—Fumas demasiado —dijo ella—. Además, es caro.

—Ya lo sé.

Se preguntó cuántas veces lo habría dicho en el curso de los dieciséis años de su matrimonio. Imposible hacer un cálculo, ni siquiera aproximado.

—¿Están durmiendo los niños? —preguntó para cambiar de tema.

—Sí, ya sabes que están de vacaciones. Anoche, nuestra hija llegó muy tarde a casa. No me gusta que ande por ahí de noche. Sobre todo ahora, con ese loco suelto. Es sólo una niña.

—¡Pero si está a punto de cumplir dieciséis años! —replicó él—. Y tengo entendido que estaba en casa de una amiga, aquí al lado.

Nilsson, el vecino de abajo, dijo ayer que si hay padres que dejan que sus hijos anden por ahí, pues que luego no se quejen de lo que ocurra. Y que hay minorías en la sociedad, exhibicionistas y gente así, que tienen que dar rienda suelta a sus agresiones. Y que si los niños caen en sus manos, la culpa es de los padres.

—¿Quién es ese Nilsson?

—El gerente. El que vive debajo de nosotros.

—¿Tiene hijos?

—No.

—Bueno, entonces…

—Eso le dije yo. Que no sabe lo que es tener crios. La constante preocupación…

—¿Por qué hablaste con él?

—Hay que ser amable con los vecinos. Tampoco vendría mal que tú fueras un poco agradable de vez en cuando. Además, son gente muy simpática.

—Pues no lo parecen —contestó Martín Beck.

Advirtió que se avecinaba una discusión, así que se apresuró a apurar su café.

—Tengo que vestirme —dijo, y se levantó.

Entró en el dormitorio y se sentó en el borde de la cama. Inga estaba lavando los platos. Cuando dejó de oír el agua corriente, se dirigió rápidamente al cuarto de baño y cerró la puerta. Luego abrió los grifos de la bañera, se desnudó y se acomodó en el baño caliente.

Se quedó tumbado, por completo quieto y relajado.

Con los ojos cerrados, intentó recordar el sueño. Pensó en Gunvald Larsson. Ni a él ni a Kollberg les gustaba Gunvald Larsson, con quien trabajaban sólo esporádicamente, desde hacía poco tiempo. Sospechó que incluso a Melander le resultaba dificultoso tener en estima a su colega, si bien no lo dejaba traslucir. Gunvald Larsson poseía una extraña capacidad para irritar a Martin Beck. También ahora, mientras pensaba en él, se sentía molesto.

Pero le daba la sensación de que, esta vez, la irritación no se refería a Gunvald Larsson como persona, sino a algo que había hecho o dicho. Martin Beck tenía la sensación de que Gunvald Larsson había hecho o dicho algo importante, algo de trascendencia en relación con los asesinatos de los parques. Pero no lograba recordar qué, y posiblemente esto era lo que le irritaba.

Borró la idea de su mente y salió de la bañera. «Sin duda, todo tiene que ver con el sueño», pensó mientras se afeitaba.

Un cuarto de hora más tarde estaba ya en el metro, camino de la ciudad. Abrió el periódico. En la primera página había un dibujo del asesino de niñas que había realizado el dibujante de la policía guiado por los pocos testimonios disponibles, especialmente por las indicaciones de Rolf Evert Lundgren. El dibujo no gustaba a nadie. A los que menos, al propio dibujante y a Lundgren.

Al tiempo que sostenía el periódico a distancia, Martin Beck miró el dibujo con los ojos entornados. Se preguntó hasta qué punto se parecería realmente al individuo que buscaban. Se lo habían enseñado también a la señora Engström, que en un primer momento dijo que no se parecía a su difunto marido, para luego admitir que quizá tuviera alguna semejanza.

Al pie del dibujo figuraba la descripción incompleta. Martin Beck echó una ojeada al breve texto.

De repente se quedó petrificado. Sintió un golpe de calor y se vio obligado a contener el aliento. Súbitamente, descubrió qué era lo que le venía preocupando desde la detención del atracador, el origen de su irritación en relación con Gunvald Larsson.

La descripción.

El resumen de la descripción, hecho por Gunvald Larsson a partir del testimonio de Rolf Evert Lundgren venía a ser una repetición, casi palabra por palabra, de algo que Martin Beck le había oído decir por teléfono más de dos semanas antes.

Martin Beck recordó que había estado al lado del archivador, escuchando, mientras Gunvald Larsson hablaba. Melander también se encontraba en el despacho en ese momento.

No pudo rememorar toda la conversación, pero creyó recordar que se trataba de una mujer que llamaba para denunciar a un individuo asomado al balcón en el edificio de enfrente. Gunvald Larsson le había pedido la descripción del hombre, y luego la repitió, empleando casi exactamente las mismas palabras que al resumir el interrogatorio de Lundgren. Además, la mujer que llamó había dicho algo así como que el individuo en cuestión observaba a los niños que jugaban en la calle.

Martin Beck dobló el periódico y miró fijamente por la ventanilla. Intentó hacer memoria y evocar lo que se había dicho y hecho aquella mañana. Sabía qué día tuvo lugar la llamada, porque un momento después había salido hacia la estación para coger el tren a Motala. Era el viernes 2 de junio, exactamente una semana antes del asesinato de Vanadislunden.

Intentó recordar algún indicio de que la mujer hubiera mencionado su dirección. Probablemente lo habría hecho. En tal caso, Gunvald Larsson la tendría apuntada en algún sitio.

Mientras el convoy del metro entraba en la ciudad, Martin Beck empezó a contemplar esta idea con entusiasmo decreciente. La descripción era tan deficiente que podía encajar con miles de personas. Que Gunvald Larsson haya empleado las mismas expresiones en dos ocasiones completamente distintas no tiene por qué significar que se refieran a la misma persona. Que alguien pase todo el tiempo asomado a su balcón no implica necesariamente que sea un presunto asesino. Que Martin Beck, en anteriores ocasiones, haya tenido ocurrencias repentinas que han permitido la resolución de casos complicados no obliga a pensar que también esta vez vaya a suceder lo mismo.

Pero aun así, merecía la pena investigarlo.

Normalmente solía bajar en T-Centralen, para luego cruzar a pie el viaducto en dirección a Klaraberg y Kungsholmsgatan. Pero en esta ocasión paró un taxi.

Gunvald Larsson estaba en su mesa tomando café. Kollberg, medio sentado, con un muslo apoyado en el borde del escritorio, mordisqueaba un pastel de hojaldre. Martin Beck se sentó en el sitio de Melander y miró fijamente a Gunvald Larsson.

—¿Te acuerdas de aquella señora que llamó el día de mi viaje a Motala? —le preguntó—. ¿La que quería informar sobre un hombre asomado al balcón al otro lado de la calle?

Kollberg se metió en la boca lo que quedaba del pastel y contempló asombrado a Martin Beck.

—¡Sí, coño! —dijo Gunvald Larsson—. La loca aquella. ¿Por qué?

—¿Te acuerdas de lo que dijo sobre el aspecto de aquel sujeto?

—Pues no, claro que no. ¿Cómo me voy a acordar de lo que cuentan todos los locos que llaman?

Kollberg tragó con cierto esfuerzo y preguntó:

—¿De qué estáis hablando?

Martin Beck le hizo ademanes para que esperara y prosiguió:

—Intenta pensar en ello, Gunvald. Puede ser muy importante.

Gunvald Larsson le miró desconfiado.

—¿Por qué? Bueno, déjame que piense en ello. ¡Voy a pensar en ello, no faltaría más! —Y al cabo de un rato—: Ya he pensado en ello. No, no me acuerdo. No creo que hubiera nada especial. Me parece recordar que su aspecto era de lo más normal.

Metió el nudillo del dedo índice en la nariz y frunció el ceño.

—¿Tenía la bragueta abierta? No, espera… No, era la camisa. Llevaba una camisa blanca sin abotonar. Sí, eso es, ahora me acuerdo. La bruja esa dijo que tenía ojos de color azul grisáceo y entonces le pregunté si la calle era realmente tan estrecha. ¿Y sabes lo que me contestó? Que la calle no era estrecha para nada pero que ella lo miraba con prismáticos. ¡Qué locura! ¡La mirona debía de ser ella! ¡A ella sí que tendría que haberla metido en el calabozo! ¡Ponerse a mirar tíos con prismáticos!

—¿De qué estáis hablando? —insistió Kollberg.

—¡Eso mismo me estaba preguntando yo! —dijo Gunvald Larsson—. ¿Por qué es todo esto tan importante, así, de repente?

Martin Beck guardó silencio durante un buen rato. Luego dijo:

—Me vino a la cabeza el hombre del balcón porque Gunvald empleó las mismas palabras al repetir la descripción de la señora y al resumir la que Lundgren hizo del tipo de Vanadislunden: pelo ralo peinado hacia atrás, nariz prominente, estatura media, camisa blanca desabotonada, pantalones marrones, ojos azul grisáceo. ¿Es correcto?

—Tal vez —dijo Gunvald Larsson— La verdad, no me acuerdo. Por lo menos, en lo que se refiere al hombre de Lundgren sí es correcto.

—O sea, ¿quieres decir que podría tratarse de la misma persona? —preguntó Kollberg incrédulo—. Porque a mí no me parece una descripción especialmente rara…

Martin Beck se encogió de hombros.

—No —reconoció—. Está claro que no dice gran cosa. Pero desde el momento en que escuchamos a Lundgren he tenido el presentimiento de que podría haber una relación entre los asesinatos y ese hombre del balcón. Sólo que no he sido consciente hasta hoy. —Se pasó la mano por la barbilla, mirando a Kollberg avergonzado—. Desde luego, se trata de una hipótesis muy imprecisa —admitió—. Carece de base sólida, ya lo sé. Pero quizá mereciera la pena encontrar a ese hombre.

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