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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

El hombre del balcón (13 page)

BOOK: El hombre del balcón
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—Discúlpeme, acabo enseguida.

—Siento tener que molestarles —se disculpó él—. Pero me gustaría hablar con ustedes una vez más antes de que se vayan de vacaciones.

El hombre asintió con la cabeza y se sentó en un sillón de cuero, al otro lado de la mesita.

—Naturalmente, queremos ayudar —dijo—. Mi esposa y yo no sabemos nada pero hemos hablado con Lena. Por desgracia, no parece recordar nada más, aparte de lo dicho. Lo siento.

La mujer dejó la plancha y le miró.

—Gracias a Dios, diría yo más bien.

Sacó la clavija de la plancha y se sentó en el reposabrazos del sillón del marido.

El pasó el brazo por las caderas de su mujer.

—En realidad he venido para saber si su hijo ha dicho algo que pueda guardar alguna relación con lo que le sucedió a Annika.

—¿Bosse?

—Sí, según Lena desapareció durante un tiempo, y todo hace pensar que se fue tras Annika. Cabe incluso la posibilidad de que viera a la persona que acabó con su vida.

El mismo advirtió lo ridículo que sonaba todo esto. «Hablo como un libro —se dijo—. O como un informe policial. ¿Cómo coño puedo imaginarme que voy a sacar algún dato concreto de un niño de tres años?»

Su modo alambicado de hablar no provocó reacción alguna en la pareja del sillón. «Pensarán que todos los policías nos expresamos así.»

—¡Pero si ya ha venido una agente a hablar con él! —exclamó la señora Oskarsson— ¡Es tan pequeño todavía!

—Ya lo sé —dijo Martin Beck—. Pero aun así querría pedirles que me dejasen intentarlo una vez más. Puede que haya visto algo. ¡Si consiguiéramos hacerle recordar ese día!

—¡Pero si sólo tiene tres años! —interrumpió ella—. Ni siquiera sabe hablar bien. No creo que nadie sea capaz de entender lo que dice, aparte de nosotros. Y la verdad es que ni siquiera nosotros lo entendemos todo.

—Podríamos intentarlo —intervino el marido—. Quiero decir, si con ello ayudamos en la medida de nuestras posibilidades… Tal vez Lena consiga hacerle recordar qué hizo.

—Gracias —dijo Martin Beck—. Eso estaría bien.

La señora Oskarsson se levantó y entró en el cuarto de los niños. Al cabo de un rato volvió con ambos.

Bosse se acercó corriendo a su padre, se puso a su lado y señaló con el dedo a Martin Beck.

—¿Ete qués?

Inclinó la cabeza y miró a Martin Beck. Tenía sucias las comisuras de los labios y mostraba un rasguño en la mejilla. En la frente, bajo el rubio flequillo, asomaba un enorme moratón. Sus ojos eran de un verde intenso.

Papi, ¿ete qués? —repitió impaciente.

—Es un señor —le contestó su padre sonriendo a Martin Beck.

—¡Hola! —dijo Martin Beck.

Bosse ignoró el saludo.

—¿Cómo llama? —preguntó a su padre.

—Cómo se llama —le corrigió Lena— Se dice «cómo se llama».

—Me llamo Martin —dijo Martin Beck— ¿Y tú cómo te llamas?

—Bosse. ¿Cómo llama?

—Martin.

—Mattin. Llama Mattin —repitió Bosse, con un tono de voz que denotaba perplejidad ante el hecho de que alguien pudiese llamarse así.

—Sí —dijo Martin Beck—. Y tú te llamas Bosse.

—Papi llama Kurt, mami llama… ¿Cómo llama?

Señaló a su madre, que dijo:

—Ingrid, ¡pero si ya lo sabes!

—Inyi.

Se acercó al sofá y puso una mano rolliza y pringosa encima de la rodilla de Martin Beck.

—¿Has estado hoy en el parque jugando? —le preguntó Martin Beck.

Bosse negó con la cabeza y exclamó con voz estridente:

—No fugá pague. ¡Coche!

—Sí —le tranquilizó su madre—. Luego. Luego vamos a ir en coche.

—¿Tú tamén coche güego? —dijo Bosse, mirando a Martin Beck de manera perentoria.

—Sí. A lo mejor.

—Bosse sabe il coche —explicó el niño, contento.

Luego subió trepando hasta el sofá.

—¿Qué sueles hacer cuando juegas en el parque? —preguntó Martin Beck en un tono que a él mismo le resultó importado y empalagoso.

—Bosse no fuga pague. Bosse il coche —dijo el niño enfadado.

—¡Claro que sí! —replicó Martin Beck—. ¡Claro que vas a ir en coche!

—Hoy Bosse no va a jugar en el parque —dijo su hermana—. El señor sólo preguntaba qué hacías antes, cuando jugabas en el parque.

—¡Señol malo! —dijo Bosse con énfasis.

Bajó del sofá. Martin Beck pensó que debería haber comprado caramelos o algo para el crío. No tenía por costumbre sobornar a testigos para ganarse su simpatía, pero por otra parte, nunca había tomado declaración a un testigo de tres años. Sin duda, una tableta de chocolate, llegados a este punto, hubiera obrado maravillas.

—Se lo dice a todo el mundo —intervino la hermana de Bosse— ¡Es un tonto!

Bosse golpeó con la mano en dirección a la hermana y dijo indignado:

—¡Bosse no toto! ¡Bosse güeno!

Martin Beck buscó en sus bolsillos algo que pudiera interesar al crío, pero solamente encontró la tarjeta postal de Stenstróm.

—Ven, te voy a enseñar algo —dijo.

Bosse se acercó corriendo y miró con curiosidad la postal.

—¿Ete qués? —preguntó.

—Una tarjeta postal —dijo Martin Beck— ¿Ves lo que hay en la foto?

—Caballo. Flol. Madrina.

—¿Qué quiere decir exactamente «madrina»? —le preguntó Martin Beck.

—Mandarina —explicó la madre.

—Madrina —repitió Bosse, señalando con el dedo—. Y flol. Y caballo. Y nena. ¿Cómo llama nena?

—No lo sé —dijo Martin Beck—. ¿Tú qué crees?

—Ulla —dijo Bosse—. Nena Ulla.

La señora Oskarsson dio un empujón a su hija.

—¿Te acuerdas de cuando estuvimos en los columpios con Ulla y Annika? —preguntó Lena rápidamente.

—Sí —dijo Bosse encantado—. Ulla, Annika, Bosse, Lena columpos pague compá helado. ¿Acodal?

—Sí —dijo Lena—. Conocimos un perrito en el parque, ¿te acuerdas?

—¡Sí! Bosse conoce guaguau. No toca guaguau. Toca guaguau, ¡pupa! ¿Acodó?

Los padres intercambiaron una mirada y la madre asintió con la cabeza. Martin Beck comprendió que el niño estaba rememorando precisamente el día en el parque que él pretendía hacerle recordar. Permaneció inmóvil, completamente quieto, confiando en que nada hiciera al crío perder el hilo.

—¿Te acuerdas —siguió la hermana—, Ulla, Lena, Bosse jugar a la rayuela?

—Sí —dijo Bosse— Ulla Lena yela. Bosse tamben fuga. Bosse sabe yela. ¿Acoda es fuga yela?

El crío respondía encantado a las preguntas de su hermana, y la conversación seguía una pauta que llevó a Martin Beck a sospechar que se trataba de una especie de juego de preguntas y respuestas, que los hermanos practicaban a menudo, algo así como un juego mnemotécnico.

—Sí —dijo Lena—, me acuerdo. Bosse, Ulla, Lena jugar a la rayuela. Annika no jugar.

—Annika no quelé fuga. Annika fadada Lena Ulla —dijo Bosse triste.

—Así que recuerdas que Annika se enfadó, ¿eh? Annika se enfadó y se fue.

—Lena Ulla malas Annika.

—¿Dijo Annika que Lena y Ulla eran malas? ¿Lo recuerdas?

—Annika dijo Lena Ulla malas —y luego con gran énfasis—: ¡Bosse no malo!

—¿Qué hicieron Bosse y Annika cuando Lena y Ulla eran malas?

—Bosse Annika condite.

Martin Beck contuvo la respiración, confiado en que la chica comprendiera qué debería preguntar a continuación.

—Bosse, ¿te acuerdas de cuando jugaste al escondite con Annika?

—Sí. Ulla Lena no podé fuga condite. Ulla Lena malas. Annika güena. Bosse güeno. —Ahora parecían ir por el buen camino— ¡Seniol güeno!

—¿Qué señor?

—Seniol pague güeno. Seniol da Bosse lete.

—¿El señor dio a Bosse una leta en el parque?

—Seniol da Bosse lete pague. ¡No leta, lete! 

—¿Una tableta?

—¡No! ¡Lete!

—¿Qué decía el señor? ¿Habló contigo y con Annika?

—Seniol habla Annika. Seniol da Bosse lete.

—¿El señor dio a Bosse y a Annika tabletas?

—Bosse lete. Annika no lete. Bosse lete. ¡No leta!

De repente se dio la vuelta y se acercó corriendo a Martin Beck.

—Bosse queré leta. ¿Tenes leta?

Martin Beck dijo que no con la cabeza.

—Bosse queré leta. Da leta o Bosse tiste.

—No —dijo Martin Beck—. A lo mejor, más tarde. ¿Te dio tabletas de chocolate el señor en el parque? ¿Estaban ricas?

Bosse golpeó impacientemente la mano en el sofá.

—No. ¡Bosse da lete!

—¿Sólo te dio una tableta? ¿El señor sólo te dio una tableta? ¿Estaba rica?

Bosse golpeó a Martin Beck en la rodilla.

—No rico —dijo—. Lete no come. Martin Beck miró a la madre de Bosse. —¿Qué es «lete»? —preguntó.

—No lo sé —dijo—. Suele llamar «leta» a las tabletas, o sea, al chocolate, pero por lo visto se trata de otra cosa.

Se inclinó hacia el crío y preguntó:

—¿Qué hicieron Bosse y Annika y el señor? ¿Jugasteis con el señor?

Bosse parecía haber perdido el interés en el juego de preguntas y dijo malhumorado:

—Bosse no encontá Annika. Annika mala, ¡fuga sólo seniol!

Martin Beck abrió la boca para decir algo pero la volvió a cerrar, viendo cómo el testigo desaparecía de la habitación a la velocidad del rayo.

—¡No pillas! ¡No pillas! —gritó el niño con gran alegría.

La hermana le siguió, irritada, con la mirada.

—Está tan tonto que me vuelve loca.

—¿Qué habrá querido decir con «lete»? —preguntó el padre.

—No sé. Pero está claro que tableta no. No tengo ni idea —repuso la niña.

—Por lo visto, mientras estaba con Annika, conoció a alguien —dijo el marido.

«La cuestión es cuándo —pensó Martin Beck—. ¿El viernes pasado o hace quince días?»

—¡Qué horror! —exclamó la madre— ¡Debe de haber sido el individuo ese, el que lo hizo!

Se estremeció y el marido la tranquilizó, pasando la mano por su espalda. Luego miró con aire preocupado a Martin Beck y dijo:

—¡Es tan pequeño! Tiene un vocabulario muy reducido. No creo que sea capaz de dar una descripción de aquel hombre.

La mujer negaba con la cabeza.

—No —dijo—. A no ser que hubiese algo muy peculiar en su aspecto, como que llevase uniforme. En tal caso, Bosse se hubiese referido a él como «poli». Los niños no se sorprenden de nada… Si Bosse viera un individuo con pelo verde, ojos color rosa y tres piernas no creo que le llamase especialmente la atención.

Martin Beck movía la cabeza en señal de asentimiento.

—Tal vez llevaba uniforme. O alguna otra cosa que Bosse recuerde. Quizá sea mejor si habla con él a solas.

La señora Oskarsson se levantó y al poco se encogió de hombros.

—Claro —dijo—. Voy a intentarlo.

Dejó la puerta entreabierta, de manera que Martin Beck pudiera escuchar su conversación con el niño. Volvió pasados veinte minutos. No había conseguido sacarle al crío nada que pudiera completar lo ya dicho.

—¿Podemos irnos de viaje? —preguntó en tono angustiado—. Quiero decir, tenemos que… —Se interrumpió y añadió—: ¿Y Lena?

—Claro que pueden irse —replicó Martin Beck levantándose.

Les estrechó la mano, agradeciendo su cooperación, pero cuando estaba ya a punto de marcharse, Bosse volvió a hacer acto de presencia. Vino corriendo y se agarró a las piernas de Martin Beck.

—Tú no il. Tú sentó allí. Tú habla papa. Bosse tamén habla.

Martin Beck intentó soltarse, pero el crío le tenía bien agarrado. No quería disgustarle. Rebuscó en su bolsillo, sacó una moneda de cincuenta céntimos y miró interrogativamente a la madre. Esta asintió con la cabeza.

—Mira, Bosse —dijo, mostrándole la moneda.

Bosse le soltó de inmediato, tomó la moneda y luego exclamó:

—Bosse compá helado. Bosse mucho dinedo compá helado.

Se fue corriendo hasta el recibidor y cogió una cazadora que pendía de un ganchito colocado a su altura, junto a la puerta. Rebuscó en sus bolsillos.

—Bosse tené mucho dinedo —prosiguió, mostrando una moneda pringosa de cinco céntimos.

Martin Beck abrió la puerta a la escalera, se dio la vuelta y tendió la mano a Bosse.

El niño tenía la cazadora entre los brazos. Al sacar la mano del bolsillo, un papelito cayó al suelo, revoloteando.

Cuando Martin Beck se inclinó para recogerlo, el chico gritó:

—¡Bosse lete! ¡Bosse tené lete seniol!

Martin Beck observó el objeto en sus manos. Se trataba de un billete de tranvía normal y corriente.

XVIII

La mañana del viernes 16 de juniode 1967 fue pródiga en sucesos.

La policía había distribuido una descripción que tenía el defecto de poder aplicarse a decenas de miles de ciudadanos, más o menos irreprochables. O quizás a un número todavía mayor.

Rolf Evert Lundgren había consultado con la almohada y deseaba llegar a un acuerdo. Si la policía aceptaba hacer borrón y cuenta nueva, él se ofrecía a participar en la investigación y a proporcionar «información complementaria», aunque no estaba muy claro a qué podía referirse. Recibió una respuesta muy poco entusiasta, de carácter negativo, lo que le llevó a abismarse en profundas cavilaciones. Finalmente, pidió un abogado.

Desde la dirección de operaciones, alguien insistía una y otra vez en que Lundgren seguía sin coartada para el asesinato de Vanadislunden, y eso cuestionaba su credibilidad como testigo.

Esto, a su vez, condujo a Gunvald Larsson a poner a una mujer en una situación extremadamente incómoda, al tiempo que otra mujer ponía a Kollberg en una situación, si cabe, todavía más incómoda.

Gunvald Larsson marcó un número de teléfono del barrio de Vasastaden. Tuvo lugar la siguiente conversación:

—¡Sí, diga! Director Jonsson al habla.

—Buenos días. Llamo de parte de la policía criminal, soy el subinspector primero Larsson.

—Encantado.

—¿Me podría poner con su hija, Majken Jonsson?

—Claro. Un momento. Estamos todos sentados a la mesa, desayunando. ¡Majken!

—Sí, dígame. Soy Majken Jonsson.

La voz sonaba clara y cultivada.

—Policía. Subinspector primero Larsson.

—¿Sí?

—Usted ha declarado que estuvo en Vanadislunden el nueve de junio por la tarde, tomando un rato el fresco.

—Así es.

—¿Y qué se puso para tomar el fresco?

—¿Qué me puse…? A ver, sí, llevaba un vestido de cóctel blanco y negro.

—¿Y qué más?

—Un par de sandalias.

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