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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

El hombre del balcón (5 page)

BOOK: El hombre del balcón
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La niña muerta residía en un edificio situado frente a Vanadislunden, en la manzana entre Surbrunnsgatan y Frejgatan. El ascensor no funcionaba y tuvo que subir andando los cinco tramos de escalera. Antes de llamar al timbre, se detuvo un momento para recuperar el aliento.

La mujer abrió casi al momento. Llevaba una bata marrón y sandalias. Sus cabellos rubios aparecían despeinados y en desorden, como si hubiera estado pasándose los dedos por el pelo una y otra vez. Cuando miró a Kollberg, su expresión oscilaba entre la decepción, la esperanza y el desasosiego.

Kollberg mostró su identificación, y ella le observó con mirada inquisitiva y desesperada.

—¿Puedo pasar?

La mujer abrió la puerta y se hizo a un lado.

—¿No la habéis encontrado? —preguntó.

Kollberg, sin responder, se limitó a entrar en el piso, que parecía constar de dos habitaciones. En la exterior había una cama, estanterías, un escritorio, un televisor, una cómoda y dos sillones a cada lado de una mesa baja de teca. La cama estaba hecha, seguramente nadie había dormido allí la noche pasada. Sobre la colcha azul había una maleta abierta; al lado, montones de ropa pulcramente doblada. Por encima de la tapa de la maleta colgaban un par de vestidos de algodón recién planchados. La puerta de la habitación interior estaba abierta y dejaba entrever una estantería pintada de azul con libros, juguetes y, encima, un oso de peluche blanco.

—¿Podemos sentarnos? —le sugirió Kollberg, tomando asiento en uno de los sillones.

La mujer permaneció de pie y dijo:

—¿Qué ha pasado? ¿La habéis encontrado?

Kollberg vio la angustia y el pánico en su mirada; intentó mantenerse completamente tranquilo.

—Sí —respondió— Siéntese, por favor, señora Carlsson. ¿Dónde está su marido?

Ella se sentó en el sillón situado frente a Kollberg y expuso:

—No tengo marido. Nos hemos divorciado. ¿Dónde está Eva? ¿Qué ha pasado?

—Señora Carlsson —respondió Kollberg—, siento mucho tener que decirle esto. Su hija ha muerto.

La mujer lo miró fijamente.

—No —dijo— No.

Kollberg se levantó y se acercó a ella.

—¿No hay nadie que pueda quedarse con usted? ¿Sus padres?

La mujer negó con la cabeza.

—No es verdad —insistió.

Kollberg puso la mano sobre su hombro.

—Lo siento mucho, señora Carlsson —dijo débilmente.

—Pero… ¿cómo…? ¡íbamos a ir al campo…!

—Todavía no lo sabemos —señaló Kollberg— Creemos que… cayó en manos de alguien.

—¿La han matado? ¿Asesinado?

Kollberg asintió.

La mujer cerró los ojos y permaneció completamente inmóvil. Luego volvió a abrirlos, mientras movía la cabeza en señal de negación.

—Eva no —reiteró— No es Eva. No han… se han equivocado.

—No —dijo Kollberg—. Lo lamento mucho, señora Carisson. ¿No hay nadie a quien podamos llamar? ¿Alguien a quien podamos pedirle que venga? ¿Sus padres, o quien sea?

—No, no, ellos no. No quiero que venga nadie.

—¿Su exmarido?

—Vive en Malmö, creo.

Tenía el rostro lívido y su mirada parecía vacía. Kollberg comprendió que la mujer aún no lograba asumir lo sucedido, que había construido dentro de sí una defensa para impedir que la alcanzase la verdad. Conocía este tipo de reacción y sabía que, cuando ya no pudiese resistir más, se derrumbaría.

—¿A qué médico suele acudir, señora Carlsson? —preguntó Kollberg.

—El doctor Ström. Estuvimos allí el miércoles. Eva llevaba varios días con dolor de estómago y, como nos íbamos al campo, me pareció que lo mejor sería… —Se interrumpió y miró hacia la otra habitación—, Eva no suele ponerse enferma nunca. Y luego se le pasó, el dolor ese. El doctor pensaba que se trataba de alguna infección de estómago ocasional. Una gastroenteritis. —Permaneció callada un rato. Luego murmuró, en voz tan baja que Kollberg apenas pudo percibir las palabras—: Ahora ya está bien.

Kollberg la miró. Se sentía impotente y absurdo. No sabía qué decir ni qué hacer. Ella seguía mirando hacia la puerta abierta de la otra habitación. Kollberg buscó desesperadamente algo que decir. De repente, la mujer se levantó y gritó el nombre de la hija en voz alta y estridente. Luego se fue corriendo a la otra habitación. Kollberg la siguió.

La habitación era luminosa y estaba amueblada con encanto. En un rincón había una caja pintada de rojo, llena de juguetes. Al pie de la estrecha cama se veía una antigua casa de muñecas. Sobre la mesa, una pila de libros de texto.

La mujer estaba sentada en el borde de la cama, apoyaba los codos en las rodillas y se cubría la cara con las manos. Mecía el cuerpo adelante y atrás. Kollberg no pudo oír si lloraba.

Se quedó mirándola un momento, luego volvió al recibidor, donde había visto el teléfono. Junto a él había una agenda, en la que efectivamente halló el número del doctor Ström.

El médico escuchó las explicaciones de Kollberg y prometió estar allí en cinco minutos.

Kollberg volvió junto a la mujer, que permanecía en la misma posición. Seguía completamente callada. Kollberg se sentó a su lado, a esperar. Al principio no se decidía a tocarla, pero al cabo de un rato pasó el brazo por su espalda, con cuidado. Ella no parecía advertir su presencia.

Así permanecieron hasta que, con la llegada del médico, el timbre de la puerta rompió el silencio.

VIII

Mientras regresaba a pie por Vanadislunden, Kollberg sudaba profusamente. Y no debido a la cuesta, ni al calor húmedo, ni tampoco a su relativa obesidad. Mejor dicho, no sólo debido a esto.

Como casi todos los que habrían de ocuparse del caso, estaba abrumado por él ya desde el primer momento. Pensaba en lo abominable del propio crimen y en la gente que se veía afectada por su ciega sinrazón. Ya antes había pasado por todo esto. Tantas veces que ni siquiera recordaba cuántas. Y sabía perfectamente lo espantoso que podía llegar a ser. Y lo difícil.

También pensaba en la rapidez con la que la sociedad se criminaliza, esa sociedad que, a fin de cuentas, no era sino producto de él mismo y de las demás personas que vivían y participaban en ella. Durante el último año, la policía se había dotado de nuevos recursos técnicos y humanos, pero el crimen parecía llevar siempre la delantera. Pensaba en las nuevas técnicas de investigación y en las computadoras, que quizá lograrían arrestar al criminal dentro de unas horas, pero también en el escaso consuelo que tan extraordinarios productos tecnológicos podían ofrecer, por ejemplo, a la mujer de la que acababa de despedirse. O a él mismo. O a los hombres que, con gesto serio, se congregaban ahora en torno al pequeño cuerpo tendido bajo los arbustos, entre la colina y la valla de madera roja.

Sólo había visto el cadáver durante unos instantes, de lejos, y si había alguna manera de evitarlo, prefería no volver a verlo. Pero ya sabía que esto sería imposible. El recuerdo de la niña de falda roja y jersey a rayas se había grabado en su mente y allí permanecería para siempre, junto a todos los demás recuerdos de los que era imposible librarse. Pensaba en los zuecos, en la cuesta y en su propio hijo, que aún no había nacido. En el aspecto que tendría dentro de nueve años. En el horror y la repugnancia que suscitaría este crimen. En la portada de los periódicos vespertinos.

Ya estaba acordonada toda el área en torno al sombrío depósito de agua, semejante a una fortificación, y también la empinada cuesta posterior, hacia las escaleras de Ingemarsgatan. Kollberg pasó por delante de los coches, se detuvo junto al cordón y recorrió con la mirada el parque infantil vacío, con sus cajones de arena, columpios y torres para trepar.

La certeza de que todo esto había sucedido ya y de que, con toda seguridad, volvería a suceder, resultaba una carga casi imposible de soportar. Desde la última vez habían recibido más computadoras, más gente y más coches. La iluminación de los parques se había mejorado, los matorrales se habían ido desbrozando. La próxima vez habría todavía más coches y más computadoras, menos matorrales. Kollberg pensaba en todo esto mientras se secaba el sudor de la frente, con un pañuelo ya empapado.

Reporteros y fotógrafos habían tomado posiciones, pero por suerte aún no se habían dejado caer muchos curiosos. Por raro que pueda parecer, los periodistas y fotógrafos iban mejorando con el paso del tiempo, en parte gracias a la policía. Los curiosos, en cambio, nunca mejorarían.

Pese al gran número de personas presentes en la zona, en torno al depósito de agua reinaba un extraño silencio. De lejos, tal vez desde la piscina municipal, o desde el parque infantil de Sveavägen, llegaban gritos alegres y risas infantiles.

Kollberg se quedó junto al cordón, sin decir nada y sin que nadie se dirigiera a él.

Sabía que habían llamado a la Brigada Nacional de Homicidios y a la Brigada Antiviolencia. Sabía también que la situación estaba en proceso de estabilizarse, por decirlo de alguna manera: los técnicos forenses estaban ya manos a la obra y también intervenía la brigada antivicio, se estaba organizando un teléfono centralizado para recoger información ciudadana, se había montado una operación puerta a puerta por todo el vecindario, el médico forense estaba preparado y todos los coches radiopatrulla habían sido alertados, nadie iba a escatimar recursos, incluido él mismo.

Aun así, quiso concederse un momento de reflexión. Era verano. La gente se bañaba. Los turistas vagaban por las calles, plano en mano. Y entre los arbustos del matorral, entre la colina y la valla roja de madera, yacía una niña muerta. Era repulsivo. Y lo más grave: podía llegar a ser peor.

Un nuevo coche radiopatrulla, tal vez el noveno o el décimo, ascendía la cuesta desde la iglesia de Stefan. Se detuvo. Sin apenas volver la cabeza, vio a Gunvald Larsson bajar del coche y acercarse hacia él.

—Hola. ¿Cómo va?

—No sé.

—La lluvia. Llovió a cántaros toda la noche. Probablemente… —dijo Gunvald Larsson y, por una vez, se interrumpió. Pasado un rato, añadió—: Si encuentran huellas, serán mías. Estuve aquí anoche. A eso de las diez y pico.

—¿Ah, sí?

—El atracador. Asaltó a golpes a una vieja. A menos de cincuenta metros de aquí.

—Ya me he enterado.

—Acababa de cerrar su frutería y volvía a casa. Llevaba toda la caja encima.

—No me digas.

—Toda la caja. La gente está majareta —dijo Gunvald Larsson.

Permaneció callado otro instante más, luego señaló con un movimiento de cabeza la colina, los arbustos y la valla de madera roja y añadió:

—Para entonces, la niña debía de estar ya ahí, ¿no?

—Eso parece.

—Cuando llegamos, ya había empezado a llover. Además, la patrulla civil del noveno distrito pasó por aquí tres cuartos de hora antes del atraco. Tampoco vieron nada. La niña debía de estar también entonces.

—¿Buscaban al atracador? —preguntó Kollberg.

—Así es. Y cuando se presentó estaban en el Ugglevikskällan. Es la novena vez que ocurre.

—¿Qué pasó con la mujer?

—Una ambulancia la llevó directamente al hospital. Estado de shock, fractura de mandíbula, cuatro dientes menos, hueso de la nariz roto. Sólo vio que se trataba de un hombre que se cubría la cara con un pañuelo rojo. ¡Vaya una descripción de mierda!

Gunvald Larsson volvió a callarse, luego añadió:

—Si hubiera tenido los perros…

—¿Qué?

—Cuando lo vi la semana pasada, tu maravilloso amigo Beck me sugirió que debíamos enviar a los perros. Un perro tal vez habría descubierto…

Volvió a mover la cabeza señalando la colina, como si tuviera reparos en enunciar con palabras lo que quería decir.

Kollberg no sentía mucha simpatía por Gunvald Larsson, pero esta vez le entendía.

—Sí, es posible —dijo Kollberg.

Gunvald Larsson hizo una pregunta, en un tono muy dubitativo:

—¿Es sexual?

—Probablemente.

—En tal caso, no creo que haya relación.

—No, seguramente no.

Rönn se acercó a ellos, junto al cordón. Gunvald Larsson le preguntó inmediatamente:

—¿Es sexual?

—Sí —respondió Rönn—. Eso parece. Casi seguro.

—Entonces no hay relación.

—¿Con qué?

—Con el atracador.

—¿Cómo lo ves? —preguntó Kollberg.

—Mal —dijo Rönn—, La lluvia lo debe haber borrado todo. La niña está empapada, como una gata ahogada.

—¡Joder! —exclamó Gunvald Larsson— ¡Joder, qué asco! ¡Dos locos sueltos al mismo tiempo y en el mismo sitio, uno malo y el otro peor!

Viró en redondo y regresó al coche. Lo último que le oyeron decir fue:

—¡Qué mierda de oficio!

Rönn siguió con la mirada a Gunvald Larsson. Luego le dijo a Kollberg, con voz apagada:

—¿Me haces el favor de venir un momento?

Kollberg suspiró pesadamente y pasó por encima del acordonamiento de una sola zancada.

Martin Beck no regresó a Estocolmo hasta el sábado por la tarde, día anterior a su vuelta al trabajo. Ahlberg le acompañó a la estación.

Hizo trasbordo en Hallsberg y compró los periódicos vespertinos en el quiosco de la estación. Los metió doblados en el bolsillo de la gabardina y no los abrió hasta después de haberse acomodado en su asiento, en el expreso procedente de Gotemburgo. Echó un vistazo a los titulares de la primera página y se estremeció. La pesadilla había empezado. Para él, unas horas más tarde que para los demás. Pero sólo eso.

IX

Hay momentos y situaciones que uno quisiera evitar a toda costa, pero que no admiten demora. Probablemente sea verdad que los policías se ven envueltos en este tipo de situaciones más a menudo que otras personas. Y no cabe la menor duda de que a determinados policías tales situaciones se les presentan con mayor frecuencia.

Tomar declaración a una mujer llamada Karin Carlsson, que menos de veinticuatro horas antes ha sido informada de que su hija de ocho años ha muerto estrangulada por un pervertido sexual, es claramente una situación de este tipo. Una mujer sola que no ha logrado sobreponerse al shock, a pesar de inyecciones y pastillas, y cuya apatía se manifiesta en la circunstancia de que sigue vistiendo la misma bata marrón de algodón y las mismas sandalias que llevaba cuando, veinticuatro horas antes, llamó a su puerta un policía gordo al que nunca había visto ni jamás volvería a ver. He aquí el momento inmediatamente anterior al inicio de un interrogatorio de esas características.

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