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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

El hombre del balcón (4 page)

BOOK: El hombre del balcón
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A las ocho y media, llamó su atención una segunda pareja. Un Volvo rojo se detuvo delante de la ferretería de la esquina. En los asientos delanteros viajaban dos hombres Uno de ellos descendió y entró en el parque. Iba con la cabeza descubierta y llevaba una gabardina beis. Al cabo de unos minutos el otro también bajó y entró en el parque por otro camino. Éste llevaba gorra y un blazer de tweed pero no abrigo. Pasado un cuarto de hora, regresaron al coche desde diferentes direcciones, con algún minuto de intervalo. Él estaba de espaldas, con la mirada dirigida al escaparate de la ferretería, y pudo oír perfectamente todo lo que se decían.

—¿Bueno?

—¡Bah!

—¿Y ahora qué hacemos?

—¿Vamos al bosque de Lill-Jan?

—¿Con este tiempo?

—Bueno…

—Venga, vale. Pero luego nos tomamos un café.

—De acuerdo.

Cerraron de golpe las puertas del coche y desaparecieron.

Ahora eran alrededor de las nueve y él estaba en el banco, esperando.

La descubrió nada más entrar en el parque y enseguida adivinó el camino que tomaría. Era una mujer rolliza de mediana edad, con abrigo, paraguas y un bolso grande. Prometedor. Tal vez la dueña de un quiosco. Se levantó y se puso el chubasquero, cruzó el césped en diagonal y se agazapó tras los arbustos. La mujer se iba acercando cada vez más, andaba por la senda del parque, ahora casi estaba en frente… y dentro de cinco segundos, quizá diez… Con la mano izquierda se caló el pañuelo hasta el puente de la nariz a la vez que metía los dedos de la mano derecha en el puño americano. La distancia era ya de menos de cuatro metros. Avanzaba con rapidez y sus pasos por el césped húmedo resultaban prácticamente inaudibles.

Pero no del todo. Estaba todavía un metro detrás de la mujer cuando ésta se volvió y, al verle, abrió la boca para gritar. Sin pensárselo, la golpeó en la boca con todas sus fuerzas. Se oyó un crujido bajo el puño americano: la mujer dejó caer el paraguas y cayó de rodillas, agarrando el bolso con ambas manos, como si protegiera a un bebé.

Volvió a golpearla en la nariz y el puño americano crujió de nuevo. La mujer cayó hacia atrás, con las piernas dobladas por debajo del cuerpo. No emitió sonido alguno. Sangraba profusamente y apenas parecía consciente. Aun así, él cogió un puñado de arena del suelo y se lo echó a los ojos. Justo en el instante en que él reventaba el bolso de un tirón, la cabeza de la mujer cayó de lado, su mandíbula se abrió y empezó a vomitar.

Cartera, portamonedas, reloj de pulsera. No estaba nada mal.

El atracador ya estaba saliendo del parque. «Como si protegiera a un bebé —pensó—. Podría haber sido tan bonito y pulcro. Limpio. Maldita bruja.»

Un cuarto de hora más tarde ya estaba en casa. Eran las nueve y media de la noche, el 9 de junio de 1967, viernes. Veinte minutos más tarde se puso a llover.

VI

Llovió durante toda la noche, pero el sábado por la mañana volvió a lucir el sol, oculto sólo a ratos entre blancas nubes algodonosas, en fuga por el cielo azul. Era el 10 de junio y las vacaciones de verano habían empezado; la tarde del viernes largas caravanas de coches habían salido serpenteando de la ciudad, camino de residencias veraniegas, embarcaderos y campings. Pese a todo, la ciudad continuaba llena de gente, y durante el fin de semana, que prometía buen tiempo, los que todavía permanecían en ella tendrían que contentarse con el sucedáneo de vida campestre que proporcionan parques y piscinas.

Eran las nueve y cuarto y ya había cola ante las taquillas de las piscinas Vanadis. Por la cuesta que sube desde Sveavägen, los ciudadanos de Estocolmo acudían a raudales, ansiosos de sol y agua.

Dos personajes de aspecto bastante desastrado cruzaron Frejgatan saltándose el semáforo. Uno llevaba vaqueros y jersey; el otro, pantalones negros y una americana marrón, sospechosamente abultada bajo el pecho izquierdo. Caminaban despacio, entornando los ojos enrojecidos frente al brillo del sol. El hombre que llevaba un objeto abultado en su bolsillo interior dio un paso en falso y a punto estuvo de chocar con un ciclista. Éste, un señor ágil de unos sesenta años con traje de verano gris claro y un bañador mojado en el portaequipajes, se tambaleó y tuvo que poner un pie en el suelo.

—¡Gamberros! —gritó, para luego continuar pedaleando de manera pomposa.

—Maldito viejo —le espetó el tipo de la americana—. ¡Pijo de mierda! Casi me atropella. Podría haberme caído y haber roto la botella.

Se detuvo en la acera, indignado, y advirtiendo lo cerca que había estado de la catástrofe, se estremeció y se llevó la mano hasta el bolsillo interior.

—¿Crees que habría pagado la botella? —siguió—. Te digo yo que no, tío. Seguro que vive en un pisazo de Norr Mälarstrand, con la casa llena de champán… pero ni se le pasaría por la cabeza pagarle a un pobre diablo una cochina botella rota. ¡Cerdo capitalista!

—Bueno, el caso es que no la ha roto —repuso tranquilamente su acompañante.

Éste, que era considerablemente más joven, cogió del brazo a su airado amigo y tiró de él hasta el parque. Subieron la cuesta, pero en lugar de dirigirse a las piscinas, como los demás, continuaron a lo largo de la verja. Luego giraron y tomaron el camino estrecho que va desde la iglesia Stefan hasta la cima de la colina. Ascendían por la empinada cuesta entre jadeos, haciendo un gran esfuerzo. Hacia la mitad, el más joven dijo:

—A veces se puede encontrar dinero entre la hierba, detrás del depósito. Si es que han estado por allí anoche, jugando al póquer. Si pudiéramos juntar pasta para otra botella antes de que cierren Systembolaget…

Era sábado y las tiendas de vinos y licores cerraban a la una.

—¡Olvídalo! Ayer llovía.

—Es verdad —suspiró el joven.

El camino corría paralelo a la verja de las piscinas. Dentro pululaban los bañistas, algunos bronceados como negros, otros negros de verdad, pero la mayoría pálidos, tras un largo invierno en el que ni siquiera habían tenido ocasión de disfrutar de una semana en las islas Canarias.

—Oye, ¡para! —dijo el más joven—, ¿Nos quedamos un rato a mirar a las tías?

El de más edad siguió caminando y soltó por encima del hombro:

—Que no, joder. Anda, vamos, tengo más sed que un camello.

Siguieron su marcha hasta alcanzar el depósito de agua situado en la cima del parque. Tras rodear el sombrío edificio vieron, para su alivio, que podían disponer a sus anchas de la zona situada detrás de la torre. El más viejo se sentó en el césped, sacó la botella y empezó a desenroscar el tapón. El joven continuó un poco más, hasta una pendiente que terminaba en una valla de madera roja, y llamó al otro a voces:

—¡Eh, Jocke! ¡Venga, nos sentamos aquí abajo! Es mejor, por si viene alguien.

Jocke se levantó resoplando con la botella en la mano y se fue detrás del otro, que ya bajaba por la pendiente.

—Aquí se está bien —dijo el joven—, al lado de estos arbust…

Se detuvo y se inclinó hacia delante.

—¡Joder! —susurró con voz ronca— ¡Hostia!

Jocke se asomó por detrás de él, descubrió a la niña tendida en el suelo, se dobló hacia un lado y vomitó.

Tenía la mitad del torso oculto bajo un arbusto, las piernas abiertas y extendidas sobre la arena mojada. El rostro, ladeado, presentaba un color azulado, con la boca abierta. La mano derecha estaba doblada por encima de la cabeza y la izquierda yacía junto a la cadera, con la palma hacia arriba.

El cabello rubio, a media altura, había caído hacia delante, sobre la mejilla. Estaba descalza y llevaba falda y un jersey de algodón a rayas transversales, que se había subido, dejando al descubierto la barriga.

Tendría unos nueve años.

No cabía duda de que estaba muerta.

A las diez menos cinco, Jocke y su compañero llegaron a la comisaría del noveno distrito en Surbrunnsgatan. Ofrecieron un relato nervioso y deshilvanado de lo que habían visto en Vanadislunden a un policía de guardia llamado Granlund. Diez minutos más tarde, Granlund y otros cuatro agentes se personaban en el lugar.

Apenas doce horas antes, dos de estos agentes habían acudido a una zona cercana del mismo parque, donde se había producido uno más en la larga serie de atracos. Como entre el robo y la denuncia pasó casi una hora, todos dieron por descontado que el atracador debía hallarse ya lejos. Por ello, no se procedió entonces al examen minucioso de la zona. Nadie, pues, estaba en condiciones de precisar si el cuerpo de la niña estaba allí a esa hora.

Los cinco policías constataron que la niña estaba muerta, posiblemente por estrangulamiento —en lo que a ellos les alcanzaba, pues no eran expertos—, y esto significaba que con toda probabilidad había sido asesinada. De momento, poco más podía hacerse.

Mientras esperaban a los oficiales de la policía criminal y a los técnicos forenses, su principal misión consistía en impedir el acceso a los curiosos.

Al observar el lugar del crimen, Granlund pensó que sus colegas de la policía criminal no lo iban a tener especialmente fácil. Desde que el cuerpo estaba allí había llovido de forma intensa y obstinada. Por lo demás, creía saber quién era la niña, circunstancia que no le resultaba particularmente grata.

La noche pasada, a las once, una madre angustiada se había presentado en comisaría pidiendo que buscaran a su hija, de ocho años y medio. Había salido a jugar a eso de las siete y no habían vuelto a saber nada de ella. Desde el noveno distrito dieron la alarma a la policía criminal y se envió la descripción de la chica a todas las unidades. Además se pusieron en contacto con los servicios de urgencias de los hospitales.

Desgraciadamente, la descripción parecía encajar.

Granlund no tenía constancia de que hubieran encontrado a la niña. Además, vivía en Sveavägen, cerca de Vanadislunden, así que la cosa no dejaba lugar a dudas.

Pensó en los padres de la niña, que estarían en casa viviendo una espera angustiosa, y rogó para sus adentros no ser él el agente encargado de comunicarles la verdad.

Cuando finalmente llego la policía criminal, Granlund se sentía como si llevara una eternidad allí, al sol, a escasos metros de la niña muerta.

Se marchó en cuanto los expertos iniciaron su trabajo Regresó a la comisaría del noveno distrito a pie, con la imagen de la niña muerta grabada en su mente.

VII

Cuando Kollberg y Rönn llegaron al lugar del crimen, en Vanadislunden, la zona que había detrás del depósito de agua estaba bien acordonada. El fotógrafo había concluido su trabajo y el médico realizaba un primer examen rutinario del cadáver.

El suelo seguía húmedo; las únicas huellas visibles en torno al cuerpo parecían frescas y con toda probabilidad eran de los hombres que habían descubierto el cadáver. Los zuecos de la niña yacían un poco más abajo, junto a la valla de madera roja.

Cuando el médico hubo terminado, Kollberg se acercó y le preguntó:

—¿Entonces qué?

—Estrangulada —dijo el médico—. Algún tipo de violación. Quizá.

Se encogió de hombros.

—¿Cuándo?

—En algún momento de la noche pasada. Averigua cuándo cenó, y qué.

—Sí, ya sé. ¿Crees que el crimen se produjo aquí?

—No veo nada que indique lo contrario —respondió el médico.

—Pues, no —asintió Kollberg—. ¡Hay que joderse! ¡Con lo que ha llovido!

—Sí, —dijo el médico y continuó hacia su coche.

Kollberg se quedó media hora más, luego acompañó a un coche del noveno distrito hasta la comisaría de Surbrunnsgatan.

Cuando Kollberg entró en el despacho del comisario, éste estaba sentado ante su escritorio, leyendo un informe. Saludó y dejó a un lado el escrito. Señaló una silla. Kollberg tomó asiento y dijo:

—Una historia espantosa.

—Sí, —dijo el comisario—. ¿Habéis encontrado algo?

—Que yo sepa, no. Supongo que la lluvia lo ha echado a perder casi todo.

—¿Cuándo crees que ocurrió? Tuvimos un atraco allí anoche, como sabes. Precisamente estaba leyendo el informe ahora mismo.

—Pues, no sé —contestó Kollberg—. Ya lo veremos cuando podamos moverla.

—¿Crees que puede ser el mismo tipo? ¿Que ella lo viera, o algo así?

—Si la han violado, dudo que sea el mismo. Un atracador que encima es violador… mira, me parece demasiado —dijo Kollberg.

—¿Violada? ¿Lo ha dicho el médico?

—No excluyó la posibilidad.

Kollberg suspiró y se frotó la barbilla.

—Los chicos que me han traído aquí dicen que sabéis quién es la niña —añadió.

—Sí  —admitió el comisario—. Parece que sí. Granlund acaba de identificarla por una foto que la madre nos dejó anoche.

El comisario abrió una carpeta, sacó una foto de aficionado y se la dio a Kollberg. En la foto, la niña que ahora yacía muerta en Vanadislunden estaba apoyada contra un árbol, riendo hacia el sol. Kollberg asintió con la cabeza y devolvió la foto.

—¿Los padres saben que…?

—No —contestó el comisario.

Arrancó una hoja del cuaderno que tenía delante y se la entregó a Kollberg.

—Señora Karin Carlsson, Sveavägen 83 —leyó Kollberg en voz alta.

—La niña se llamaba Eva —dijo el comisario—. Será mejor que alguien… que tú vayas allí. Ahora. Antes de que se enteren de alguna otra forma más desagradable.

—¿No crees que así es ya suficientemente desagradable? —suspiró Kollberg.

El comisario lo miró con seriedad, pero no dijo nada.

—Por cierto, pensaba que este distrito era tuyo —protestó Kollberg. Pero luego se levantó y dijo—: Vale, vale, ya voy. Alguien tiene que hacerlo. —Y ya en la puerta, se volvió y añadió—: No me extraña que falte gente en el cuerpo, para meterse a madero hay que estar chiflado.

Como había dejado el coche junto a la iglesia de Stefan, decidió caminar hasta Sveavägen. Además, quería un poco más de tiempo antes de enfrentarse a los padres de la niña.

Hacía sol, y todos los rastros de la lluvia de la noche pasada ya se habían secado. Kollberg experimentaba un ligero mareo al pensar en la tarea que tenía por delante: incómoda, por decirlo de algún modo. Ya se había visto obligado a desempeñar misiones parecidas, pero esta vez se trataba de una niña y sufría más que nunca. Ojalá estuviera Martin, se dijo, estas cosas se le dan mucho mejor que a mí. Pero luego recordó lo deprimido que Martin Beck solía estar en situaciones semejantes y retomó el hilo de su pensamiento: «¡Bah, esto resulta igual de difícil para cualquiera que se ve obligado a hacerlo!».

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