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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

El hombre del balcón (9 page)

BOOK: El hombre del balcón
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—Exacto. ¿A qué hora se cometió el último atraco?

—Entre las nueve y las nueve y cuarto.

—¿Y el asesinato?

—Entre las siete y las ocho. Oye, ¿por qué preguntas sobre cosas que todos sabemos?

—Perdón. Tal vez quiera convencerme a mí mismo.

—¿De qué? —preguntó Gunvald Larsson.

—De que el atracador vio a la chica —dijo Kollberg—. Y al tipo que la mató. El atracador no es un tío que actúe por casualidad. Probablemente haya tenido que pasar horas en el parque cada vez, antes de que surgiera la oportunidad. De no ser así, es que ha tenido una suerte loca…

—Una suerte así no existe —dijo Melander—. Nueve veces seguidas, no. Cinco, tal vez. O seis.

—¡Cógele! —insistió Martin Beck.

—Tal vez podríamos apelar a su sentido de la justicia… ¿para que se presente voluntariamente?

—También cabe esa posibilidad.

—¡Diga! —se oyó a Melander, respondiendo al teléfono. Permaneció a la escucha durante un instante y luego repuso:

—Envía una patrulla.

—¿Pasa algo? —preguntó Kollberg.

—No —respondió Melander.

—¡Sentido de la justicia! —dijo Gunvald Larsson moviendo la cabeza con incredulidad—. Vuestra confianza en el mundo del hampa resulta realmente… Bueno, me faltan palabras.

—¡Pues en este momento me importa una mierda lo que a ti te falte! —replicó Martin Beck, empezando a acalorarse—. ¡Coge a ese cabrón!

—Tira de los confidentes —dijo Kollberg.

—Y qué crees que he… —empezó Gunvald Larsson.

Pero, por una vez, fue él el interrumpido.

—Esté donde esté —insistió Martin Beck—. En las islas Canarias o metido en un antro de mala muerte en Söder. Acude a los confidentes. Más que antes. Tira de todos nuestros contactos en el mundo del hampa, usa los periódicos, la radio y la televisión. Amenaza, soborna, persuade, promete, haz lo que sea, pero coge a ese cabrón.

—¿Me creéis tan tonto como para no darme cuenta de todo eso yo mismo?

—Ya sabes lo que pienso de tu inteligencia —dijo Kollberg seriamente.

—Sí, ya lo sé —le replicó Gunvald Larsson en tono cordial—. O sea, ¡guerra sin cuartel!

Se estiró para coger el teléfono. Martin Beck y Kollberg abandonaron el despacho.

—Quizá funcione —dijo Martin Beck.

—Quizás —asintió Kollberg.

—Gunvald es más listo de lo que parece.

—¿Ah, sí?

—Oye, ¿Lennart?

—¿Sí?

—¿Qué te pasa?

—Lo mismo que a ti.

—¿Qué?

—Tengo miedo.

Martin Beck no contestó. En parte, porque Kollberg llevaba razón. En parte porque se conocían tan bien, desde hacía ya tanto tiempo, que podían comunicarse la mayor parte del tiempo sin palabras.

Llevados por la misma idea, bajaron las escaleras y salieron a la calle. El coche era un Saab rojo con matrícula de la provincia de Gävleborg. No obstante, pertenecía a la Dirección General de Policía.

—Ese chavalín que no me acuerdo cómo se llama —dijo Martin Beck pensativo.

—Bo Oskarsson —aclaró Kollberg— Le llaman Bosse.

—Sí… Yo lo vi sólo un momento. ¿Quién habló con él?

—Sylvia, creo. O tal vez Sonja.

Las calles estaban casi desiertas y hacía un calor sofocante. Cruzaron Västerbron, bajaron hasta el canal de Pálsund y siguieron luego por la ribera de Bergssund. Durante todo el rato, fueron escuchando la charla de las radiopatrullas en la banda de cuarenta metros.

—Todo esto puede interceptarlo cualquier aficionado en un radio de ochenta kilómetros —dijo Kollberg irritado— ¿Sabes lo que costaría proteger una emisora de radio privada?

Martin Beck asintió con la cabeza. Había oído que el coste rondaba las ciento cincuenta mil coronas. No tenían ese dinero.

Pero en realidad iban pensando en otra cosa. La última vez que buscaron a un asesino con todos los medios disponibles tardaron cuarenta días en cogerlo. Y el último caso parecido al actual les llevó aproximadamente diez días. Este asesino había actuado dos veces en apenas cuatro días. Melander decía que el atracador del parque podía haber tenido suerte cinco o seis veces, lo cual, dicho entre paréntesis, no dejaba de ser razonable. Todo esto, trasladado al presente caso, dejaba de ser pura matemática para convertirse en una perspectiva aterradora.

Pasaron bajo el puente de Liljeholmen, continuaron a lo largo de la ribera de Hornstull, cruzaron por debajo del puente del ferrocarril y entraron en el barrio de altos bloques de viviendas, donde otrora estuvo la vieja fábrica azucarera. En las zonas verdes situadas entre los bloques había unos cuantos niños jugando, no muchos, a decir verdad.

Aparcaron el coche y cogieron el ascensor hasta la séptima planta. Llamaron a la puerta, pero nadie abrió. Pasado un rato, Martin Beck llamó al timbre de la casa de al lado. Una mujer entreabrió la puerta. Tras ella se veía una niña de cinco o seis años.

—Policía —dijo Kollberg para tranquilizarla, mostrando su placa.

—¡Ah! —exclamó la mujer.

—¿Sabe usted si está la familia Oskarsson? —preguntó Martin Beck.

—No, se fueron esta mañana. A ver a unos parientes, no sé dónde. Quiero decir, la mujer y los niños.

—De acuerdo. Perdone la molestia.

—No todos nos lo podemos permitir —prosiguió la mujer—. Quiero decir, irnos de viaje.

—¿Sabe adonde se han ido? —preguntó Kollberg.

—No. Pero regresan el viernes por la mañana. Aunque supongo que no tardarán mucho en volver a irse. —La mujer los miró y luego, a modo de explicación, añadió—: Es que empiezan sus vacaciones.

—¿Pero el marido está?

—Sí, por la noche. Llámenle.

—De acuerdo —dijo Martin Beck.

La niña estaba inquieta y tiraba de la falda de la madre. —Los niños se están poniendo pesados. No podemos dejarles salir. ¿O sí?

—Mejor que no.

—Pero algunos tienen que hacerlo. Además, hay niños que no obedecen.

—Sí, por desgracia.

Bajaron en el ascensor, en silencio. Siguieron así, sin decir palabra, mientras cruzaban la ciudad rumbo al norte, conscientes de su impotencia y de la opinión ambivalente que les merecía esa sociedad, cuya protección tenían encomendada.

Al enfilar el camino de Vanadislunden fueron detenidos por un agente uniformado que no les reconoció a ellos ni al coche. En el parque no había nada de interés. Unos pocos niños jugando, a pesar de todo. Y los infatigables curiosos.

Al volver al cruce entre Odengatan y Sveavägen, Kollberg dijo:

—Tengo sed.

Martin Beck asintió con la cabeza. Aparcaron, entraron en el restaurante Metropol y se tomaron cada uno un vaso de zumo.

En la barra estaban sentados otros dos hombres. Tras quitarse las americanas, las habían colocado sobre sendos taburetes, en un gesto poco convencional, indicio inequívoco del calor excesivo. Conversaban mientras se tomaban un whisky.

—Esto pasa porque ya no hay condenas de verdad —dijo el más joven—. A linchamiento público los sentenciaba yo.

—Sí —asintió el mayor.

—Es triste tener que decirlo, pero sería lo correcto.

Kollberg abrió la boca para decir algo, pero luego se arrepintió y se limitó a apurar su zumo de un trago.

Aquel día, Martin Beck todavía tendría que escuchar más o menos lo mismo una vez más. En un estanco, al que entró para comprar un paquete de Florida, el cliente de delante dijo:

—…¿y sabéis lo que deberían hacer cuando cojan a ese hijoputa? Ejecutarle en público y ponerlo por la tele. Y no de una vez, sino poco a poco, durante días.

Cuando el hombre se fue, Martin Beck preguntó:

—¿Quién es ése?

—Se llama Skog —dijo el estanquero—. Lleva un taller de radio aquí al lado. Es un tipo muy majo.

De regreso al centro de operaciones, Martin Beck pensó que no mucho tiempo atrás todavía cortaban la mano a los ladrones. Aun así había gente que robaba. Y mucha.

Por la tarde llamó al padre de Bo Oskarsson.

—¿Ingrid y los niños? Les he mandado con mis suegros a Dland. No, no puede localizarlos por teléfono allí.

—¿Y cuándo regresan?

—El viernes por la mañana. Y por la tarde nos meteremos en el coche y nos iremos al extranjero. No hay quien se atreva a quedarse aquí.

—No —asintió Martín Beck con fatiga.

Esto fue lo que ocurrió el martes 13 de junio. El miércoles no ocurrió nada.

Hizo más calor.

XIII

El jueves a las once y pico ocurrió algo. Martin Beck se hallaba en su posición habitual, de pie, con el codo derecho apoyado en el archivador, escuchando el ruido del teléfono, que debía de haber sonado ya más de cincuenta veces en lo que llevaban de mañana. Lo cogió Gunvald Larsson.

—Sí, Larsson.

—¿Qué?

—Sí, bajo enseguida.

Se levantó y se dirigió a Martin Beck:

—Es el agente de guardia en la entrada. Abajo hay una chica que dice saber algo.

—¿Sobre qué?

Gunvald Larsson estaba ya en la puerta.

—El atracador —dijo.

Pasado un minuto, la chica estaba sentada a la mesa. No tenía más de veinte años, pero aparentaba más edad. Llevaba medias violetas perforadas, zapatos de tacón alto sin punta y lo que esta temporada se había dado en llamar «minifalda». Su escote resultaba llamativo, como también el peinado que había dado a su pelo rubio, las pestañas postizas y la acumulación de sombra en los ojos. Su boca era pequeña y de labios sensuales. Un sostén realzaba su pecho.

—Bueno, ¿qué es lo que sabe usted? —preguntó Gunvald Larsson sin preámbulos.

—Tengo entendido que querían información sobre el tío ese de Vasaparken y Vanadislunden —dijo con altivez—. Por lo menos, eso me han comentado.

—Claro, ¿a qué habría venido usted si no?

—No me provoque —replicó la mujer.

—¿Qué sabe usted? —repitió Gunvald Larsson con impaciencia.

—Es usted antipático —repuso ella— No me explico por qué todos los maderos tienen que ser tan chulos.

—Si lo hace por la recompensa, que quede claro que no hay —dijo Gunvald Larsson.

—Me importa una mierda la pasta —le espetó la chica.

—¿Por qué ha venido? —preguntó Martin Beck lo más lenta y sosegadamente que pudo.

—A mí no me hace falta la pasta, ¡eh! ¡Que conste!

Por lo visto, uno de sus objetivos al venir era montar una escena, y no parecía dispuesta a aceptar un cambio de planes. Martin Beck vio cómo se hinchaban las venas en la frente de Gunvald Larsson. La chica añadió:

—Por cierto, gano bastante más que usted, ¡no te jode!

—Sí, con el coñ… —empezó a decir Gunvald Larsson, pero se detuvo. Luego continuó—: Quizá sería preferible no discutir sobre cómo gana usted su dinero.

—Otro comentario de ésos y me largo —dijo ella.

—Usted no se va a ningún sitio —replicó Gunvald Larsson.

—¿No estamos en un país libre? ¿En una democracia, o como se diga?

—¿Por qué ha venido? —repitió Martin Beck, sólo con una pizca menos de tranquilidad que un momento antes.

—Bueno, bueno. ¡Hay que joderse, qué ganas tenéis de enteraros, eh! Se os han puesto las orejas como embudos. Fíjate que hasta me están entrando ganas de irme sin soltar prenda…

Fue Melander quien consiguió desbloquear la situación. Levantó la cabeza y, sacándose la pipa de la boca, observó a la mujer por primera vez desde su entrada en el despacho. Luego dijo tranquilamente:

—Venga, cuéntenoslo, por favor.

—¿Sobre el tipo de Vanadislunden y Vasaparken y eso…?

—Sí, si es que realmente sabe algo —dijo Melander.

—¿Y luego me puedo ir?

—Claro que sí.

—¿Palabra de honor?

—Palabra de honor —repitió Melander.

—Y no le van a contar a él que yo… Encogió los hombros y luego dijo, al parecer, para sus adentros:

—¡Bah!, da lo mismo. Se va a enterar de todas formas…

—¿Cómo se llama? —preguntó Melander.

—Roffe.

—¿Y de apellido?

—Lundgren. Rolf Lundgren.

—¿Dónde vive? —preguntó Gunvald Larsson.

—Luntmakargatan 57.

—¿Y ahora dónde está?

—Allí —contestó ella.

—¿Cómo está tan segura de que es él? —preguntó Martin Beck.

Vio brillar algo en el rabillo del ojo de la chica.

Y constató, no sin cierto asombro, que debía tratarse de una lágrima.

—¡Cómo no voy a saberlo yo! —murmuró.

—O sea, que mantiene usted una relación con ese hombre —dijo Gunvald Larsson.

Ella lo miró fijamente, sin contestar.

—¿Qué nombre pone en la puerta? —le preguntó Melander.

—Simonsson.

—¿De quién es la casa? —dijo Martin Beck.

—De él. De Roffe. Creo.

—No lo entiendo —dijo Gunvald Larsson.

—Pues estará realquilado, yo qué sé. ¿Pensáis que es tan tonto como para poner su nombre en la puerta? —¿Se le busca por algo?

—No lo sé.

—¿No estará huyendo de la justicia?

—Ni idea.

—¡Cómo no lo va a saber usted! —dijo Martin Beck— ¿Cómo no va a saber si se ha escapado de alguna institución penitenciaria?

—No. Eso no. Nunca le han cogido.

—Pues mira tú por dónde, esta vez va a ser la primera —le dijo Gunvald Larsson.

La mujer le clavó una mirada turbia, llena de odio. Gunvald Larsson disparó una batería de preguntas:

—¿Luntmakargatan 57?

—Sí. Ya se lo he dicho.

—¿Escalera de calle o de patio?

—De patio.

—¿Planta?

—Primera.

—¿Cuántas habitaciones tiene la casa?

—Una.

—¿Y cocina?

—No, no hay cocina, es un estudio.

—¿Cuántas ventanas?

—Dos.

—¿Dan al patio?

—No, a la playa, ¡no te jode!

Gunvald Larsson se mordió el labio inferior. Las venas de su frente volvieron a hincharse.

—Bueno —dijo Melander—. Así pues, tiene un estudio en la primera planta con dos ventanas que dan al patio. ¿Está segura de que se encuentra allí ahora?

—Sí —dijo—. Lo sé.

—¿Tiene llave? —preguntó Melander amablemente.

—No, sólo hay una.

—Y la puerta se encuentra cerrada con llave —comentó Martin Beck.

—¿Tú qué crees?

—¿La puerta se abre hacia dentro o hacia fuera? —preguntó Gunvald Larsson.

La chica se paró a pensar un instante. Luego dijo:

—Hacia dentro.

—¿Está segura?

—Sí.

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