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Authors: Gerald Durrell

Tags: #Humor, #Biografía

El jardín de los dioses (20 page)

BOOK: El jardín de los dioses
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Conduciendo a paso de caracol, entre berridos de su gran bocina de caucho para «aparcar» al gentío despreocupado que cerraba el camino, Spiro nos llevó al muelle. Allí todo era movimiento y simulacros de eficiencia. Estaba alineada una banda, relucientes sus instrumentos, inmaculados sus uniformes, su aire de respetabilidad sólo ligeramente deslucido por los ojos morados de dos de sus miembros. Junto a ella se situaba un batallón de la soldadesca local, que presentaba un aspecto de aseo y pulcritud notable. Los dignatarios de la Iglesia, de barbas blancas, plateadas y grises y muy repeinadas, alegres y vistosos con sus mantos cual bandada de cotorras, charlaban entre sí con animación, abultadas sus panzas, meneando las barbas, sus manos regordetas y bien cuidadas accionando con los más delicados ademanes. Cerca del lugar donde debía desembarcar el rey se veía a un cabo solitario; era evidente que su responsabilidad pesaba mucho sobre su ánimo, porque no dejaba de sobar nerviosamente la funda del revólver y morderse las uñas.

Por fin hubo una oleada de excitación y todos dijeron: «¡El rey! ¡El rey! ¡Ya viene el rey!». El cabo se ajustó la gorra y se puso un poco más tieso. Lo que había desatado ese rumor era la vista del yate de Marko Paniotissa cabeceando en mitad de la bahía mientras Marko, a popa, descargaba un fardo tras otro de banderas griegas.

—Yo no he visto el cohete, ¿y vosotros? —preguntó Margo.

—No, pero es que desde aquí no se ve el promontorio —dijo Leslie.

—Pues yo diría que Marko lo está haciendo estupendamente —dijo Margo.

—Verdaderamente hace un efecto muy bonito —dijo Mamá.

Y sí que lo era, pues varias hectáreas del terso mar quedaron cubiertas de una alfombra de banderitas que resultaba de lo más vistoso. Por desgracia, y según habíamos de saber a lo largo de la hora y media siguiente, a Marko le había fallado la coordinación. El hombre que apostara en la punta septentrional de la isla con la misión de lanzar el cohete era persona de toda confianza, pero su habilidad para identificar barcos dejaba mucho que desear, por lo que al cabo del rato lo que apareció no fue el barco que traía al rey sino un pequeño petrolero bastante cochambroso que llevaba rumbo a Atenas. En sí el error no era tan grave, pero Marko, enajenado como lo estaban en aquel día tantos corfiotas, no había comprobado la resistencia de la cola con que estaban pegadas las banderas a las crucetas de madera que debían mantenerlas a flote. Mientras esperábamos la llegada del rey pudimos disfrutar del espectáculo de ver cómo la cola se desintegraba bajo la acción del agua salada y varios miles de banderas griegas se hundían ignominiosamente en el fondo de la bahía.

—¡Ay, pobrecito Marko, qué pena! —dijo Margo, casi llorando.

—No te disgustes —la consoló Larry—, a lo mejor al rey le gustan los pedacitos de madera.

—Hum…, no…, eh…, no lo creo —dijo Teodoro—. Ya ven ustedes que todos tienen forma de cruz. Eso en Grecia se considera de muy mal agüero.

—Qué horror —dijo Mamá—. Esperemos que el rey no llegue a saber que ha sido Marko.

—Si es prudente, se exilará por propia voluntad —dijo Larry.

—Ah, ya llega por fin —dijo Leslie en el momento en que el barco del rey avanzaba majestuosamente por varias hectáreas de crucecitas de madera, como surcando un cementerio de guerra marino.

Tendiose la plancha, la banda atronó el aire, el ejército se cuadró y el enjambre de dignatarios eclesiásticos se adelantó como un macizo de flores súbitamente arrancado de cuajo. Llegaron al pie de la plancha, la banda dejó de tocar, y ante un coro de embelesados «Ahs» el rey hizo su aparición, se detuvo sólo un momento para saludar y en seguida inició lentamente el descenso. Era el gran momento del cabo, que, sudando profusamente, se había acercado lo más que pudo a la plancha y tenía los ojos clavados en los pies del monarca. Sus instrucciones eran explícitas: tres pasos antes de que el rey pasara de la plancha a suelo griego tenía que dar la señal. Con eso los del fortín tendrían tiempo suficiente para disparar el cañón en el instante en que el rey llegara a tierra.

El rey bajaba despacio. El ambiente era de tensa emoción. El cabo manoseó la pistolera, y, en el momento crucial, desenfundó el revólver y disparó cinco tiros a aproximadamente dos metros de la oreja derecha del rey. Al instante se echó de ver que los del fortín no habían caído en la cuenta de informar al Comité de Bienvenida acerca de la señal, por lo cual el Comité se quedó de una pieza, por decirlo suavemente, como se quedó el propio rey y, la verdad sea dicha, todos nosotros.

—¡Dios mío, es un intentado! —chilló Margo, que en los momentos de crisis siempre perdía a la vez los estribos y su dominio de la lengua inglesa.

—¡No seas tonta, es la señal! —ladró Leslie, dirigiendo sus prismáticos hacia el fortín.

Pero era evidente que el Comité de Bienvenida pensaba lo mismo que mi hermana. Como un solo hombre se arrojaron sobre el desdichado cabo, que lívido y protestando su inocencia se vio aporreado, pateado y pisoteado, mientras le arrancaban de la mano el revólver y se lo estampaban certeramente en la
cabeza
. Es probable que hubiera sufrido graves lesiones si en ese momento no hubieran bramado los cañones desde los baluartes del fuerte con una impresionante nube de humo, justificando así su proceder.

Después de eso todo fueron sonrisas e hilaridad, porque los corfiotas tenían un agudo sentido del humor. Sólo el rey seguía un poco pensativo. Subió al coche oficial descubierto, y entonces se descubrió un contratiempo: la portezuela no cerraba. El chófer la cerró de golpe, el sargento al mando de las tropas la cerró de golpe, el director de la banda la cerró de golpe y un sacerdote que pasaba la cerró de golpe, pero la portezuela se volvía a abrir. El chófer no quiso darse por vencido, y tomando distancia dio una carrerita y le propinó una violenta patada. El automóvil se estremeció, pero la portezuela siguió en sus trece. Trajeron una cuerda, pero no había a dónde sujetarla. Al fin, como no era posible esperar más, tuvieron que emprender la marcha con el secretario del monarca colgado sobre el respaldo del asiento y sujetando la puerta con una mano.

La primera parada era en la iglesia de San Spiridion, para que el rey rindiera tributo de veneración a los restos momificados del santo. Rodeado de un bosque de barbas eclesiásticas desapareció en las tenebrosas profundidades del templo, donde un millar de cirios brillaban como una orgía de prímulas. El día era caluroso, y el chófer del automóvil real se había quedado un poco exhausto después del combate con la portezuela, de modo que sin decir nada a nadie dejó el coche estacionado delante del templo y se fue a beber algo. ¿Y quién se atrevería a reprochárselo? ¿Quién no ha sentido lo mismo en ocasiones tales? Pero erró en el cálculo del tiempo que tardaría el rey en hacer la visita al santo, por lo cual cuando Su Majestad, rodeado de la crema de la iglesia griega, salió del templo sin previo aviso y volvió a ocupar su asiento en el automóvil, el chófer brillaba por su ausencia. Según la costumbre de Corfú en toda crisis, cada cual culpó a otro de la desaparición del conductor. Transcurrió un cuarto de hora mientras se lanzaban acusaciones, se agitaban puños cerrados y se despachaban emisarios en todas direcciones en busca del chófer. Hubo cierto retraso porque nadie sabía cuál de los cafés estaba honrando con su presencia, pero al cabo se dio con él y una lluvia de vituperios cayó sobre su persona mientras se lo llevaban ignominiosamente, sin dejarle acabar el segundo
ouzo
.

La siguiente parada era en la Platia, donde el rey debía presenciar el desfile de tropas y bandas y la exhibición de los
scouts
. Spiro, conduciendo cacofónicamente por las estrechas callejuelas secundarias, nos depositó en la Platia mucho antes de que llegara el coche de Su Majestad.

—Confiemos en que no haya más contratiempos —dijo Mamá preocupada.

—Hoy la isla se ha superado a sí misma —dijo Larry—. Yo esperaba que tuvieran un reventón entre el muelle y la iglesia, pero reconozco que habría sido demasiado pedir.

—Pues yo no estoy tan seguro —dijo Teodoro, con un brillo en los ojos—. Recuerden que estamos en Corfú. Bien podría ser que aún nos tuvieran reservado algo más.

—Esperemos que no —dijo Kralefsky—. ¡Verdaderamente, que organización! Es vergonzoso.

—Teodoro, es imposible que se les ocurra nada más —protestó Larry.

—Yo no me…, eh…, hum…, no me apostaría… nada —dijo Teodoro.

Y resultó que tenía toda la razón.

Llegó el rey y ocupó su lugar en la tribuna. Las tropas desfilaron con gran ímpetu, y todas se las arreglaron para llevar más o menos el paso. En aquellos tiempos era la de Corfú una guarnición bastante perdida y los reclutas no hacían mucha instrucción, pero de todos modos se portaron dignamente.

Después pasaron las bandas de música: bandas de todos los pueblos de la isla, deslumbrantes sus uniformes de diversos colores, tan pulidos sus instrumentos que el reflejo hacía daño a la vista. Si su ejecución temblaba un poco y desafinaba levemente, tales defectos quedaban más que compensados por el volumen y el brío con que tocaban.

Llegó entonces el turno de los
scouts
, y todos les recibimos con aplausos y vítores cuando el coronel Velvit, con pinta de nerviosísimo y desmejorado profeta del Antiguo Testamento vestido de explorador, entró a la
cabeza
de sus minúsculas fuerzas en la polvorienta Platia. Saludaron al rey, y después, obedeciendo a una orden que les dio el coronel con voz de falsete un tanto estrangulada, se corrieron unos para acá y otros para allá y formaron la bandera griega. La ovación y los vítores que estallaron entonces sin duda debieron de oírse en lo más recóndito de los montes de Albania. Tras una breve exhibición gimnástica, las tropas pasaron a una zona donde dos líneas blancas representaban las dos orillas de un río. Allí la mitad de la tropa salió corriendo y reapareció con los tablones necesarios para hacer un pontón, en tanto que la otra mitad se afanaba en tender un cable sobre las aguas traicioneras. De tal modo fascinó a la multitud de los presentes la mecánica de aquello, que se fueron aproximando más y más al «río», acompañados por los policías que supuestamente debían mantenerlos en su sitio.

En un tiempo récord, los
scouts
, ninguno de los cuales contaba más de ocho años, levantaron su pontón sobre el río imaginario, y luego, encabezados por un chiquito que tocaba una trompeta de manera estentórea e inexacta, de un trotecillo cruzaron el puente y se cuadraron al otro lado. La multitud estaba embelesada: aplaudía, vitoreaba, silbaba y pataleaba. El coronel Velvit se permitió una prieta sonrisilla militar y lanzó una mirada de orgullo hacia donde estábamos nosotros. Luego soltó una voz de mando.

Tres
scouts
pequeñitos y gordos se destacaron del pelotón y se dirigieron al puente cargados con mechas, un explosor y otros materiales de demolición. Colocaron cada cosa en su sitio y luego se reunieron con la tropa, desenmallando el cable según marchaban. Se cuadraron y esperaron. El coronel Velvit saboreó su gran momento; miró en derredor para comprobar que todos le prestaban absoluta atención. El silencio era total.

—¡Vuelen el puente! —rugió el coronel, y uno de los
scouts
se agachó y presionó el explosor hasta el fondo.

Los minutos siguientes fueron confusos, por no decir otra cosa. Hubo una explosión colosal; una nube de polvo, grava y pedacitos de puente se elevó por el aire, para caer seguidamente como granizo sobre la población. Las tres primeras filas de espectadores, todos los policías y el coronel Velvit cayeron derribados panza arriba. La onda expansiva, llevando consigo grava y astillas, llegó hasta nuestro automóvil, se estrelló contra la carrocería como una ráfaga de ametralladora y arrancó el sombrero de la cabeza de Mamá.

—¡Por los clavos de Cristo! —clamó Larry—. ¿A qué diablos está jugando ese imbécil?

—¡Mi sombrero! —boqueó Mamá—. ¡Que vaya alguien por mi sombrero!

—¡Yo se lo traigós, señora Durrells, no se preocupes! —bramó Spiro.

—Estremecedor, estremecedor —dijo Kralefsky con los ojos cerrados y enjugándose la frente con el pañuelo—. Demasiado marcial para unos niños.

—¡Sí, sí, niños! ¡Hijos de Satanás! —clamó Larry iracundo, sacudiéndose la grava del pelo.

—Estaba seguro de que pasaría algo más —añadió Teodoro con satisfacción, contento de ver a salvo la reputación de Corfú en materia de calamidades.

—Eso ha sido algún explosivo —dijo Leslie—. No comprendo a qué juega el coronel Velvit. Ha sido muy peligroso.

Poco después supimos que el coronel no había tenido la culpa. Luego de alinear a sus tropas, tembloroso y llevárselas del lugar, volvió al escenario de la carnicería para presentar sus excusas a Mamá.

—No sé cómo expresarle lo avergonzado que estoy, señora Durrell —dijo con lágrimas en los ojos—. Esas pequeñas bestias consiguieron dinamita de unos pescadores. Le aseguro que yo no sabía nada, nada en absoluto. Con el uniforme lleno de polvo y el sombrero hecho jirones, presentaba un aspecto muy patético.

—No le dé importancia, coronel —dijo Mamá, llevándose a los labios una copa de coñac y sifón con pulso vacilante—. Son cosas que le ocurren a cualquiera.

—En Inglaterra ocurren muy a menudo —dijo Larry—. No pasa un día sin que…

—Véngase usted a comer con nosotros —le interrumpió Mamá, lanzándole una mirada petrificante.

—Muchas gracias, señora, es usted muy amable —dijo el coronel—. Antes he de ir a cambiarme.

—Yo estaba muy interesado por la reacción de los espectadores —dijo Teodoro, con científica delectación—. Quiero decir…, eh…, los que cayeron derribados.

—Pues se habrán puesto hechos una fiera —dijo Leslie.

—No —prosiguió Teodoro lleno de orgullo—; estamos en Corfú. Todos…, en fin…, se han ayudado unos a otros a levantarse, se han sacudido el polvo y han comentado lo bien hecho que había estado todo…, eh…, lo realista que había sido. Al parecer no se les ha ocurrido pensar que hubiera nada de raro en que unos
boy scouts
manejen dinamita.

—La verdad es que después de vivir el suficiente número de años en Corfú, acabará uno por no sorprenderse de nada —dijo Mamá con convicción.

Al cabo, después de una comida prolongada y deliciosa en la ciudad, durante la cual tratamos de convencer al coronel Velvit de que su voladura del puente había sido lo mejor del día, Spiro nos llevó a casa. La noche era fresca y aterciopelada; los autillos se llamaban unos a otros con su «
toink, toink
», repicando como extrañas campanas entre los árboles; el polvo blanco se alzaba tras el coche y se quedaba suspendido en el aire quieto como una nube de verano; los oscuros y catedralicios olivares aparecían perforados por las intermitentes luces verdes de las luciérnagas. Había sido un buen día, aunque agotador, y nos alegramos de vernos en casa otra vez.

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