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Authors: Gerald Durrell

Tags: #Humor, #Biografía

El jardín de los dioses (22 page)

BOOK: El jardín de los dioses
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Hizo otra pausa, dio un trago con el que sus ojos saltones desaparecieron brevemente, giró con agilidad hacia la izquierda y se echó a la boca mantis y salamanquesa. Sólo un instante quedó en el aire la cola del reptil, retorciéndose como una lombriz entre los gruesos labios de Dierdre, antes de que ella se la guardara en la boca ayudándose con los pulgares, como hacen los sapos.

Yo había leído algo sobre las cadenas alimentarias y la supervivencia del más apto, pero me pareció que aquello era ir demasiado lejos.

Al margen de cualquier otra consideración, me enfadé con Dierdre por estropear lo que hasta ese momento estaba siendo un drama absorbente. Para que no se inmiscuyera en nada más la devolví al jardín tapiado que compartía con su esposo, Terence Oliver Albert Dick, debajo de una jardinera de piedra llena de caléndulas. Además, ya había comido más que suficiente para una noche.

Fue, pues, a una casa crujiente como un barquillo, caliente cual horno de tahona y atestada de animales a donde vino a parar Adrian Fortescue Smythe. Adrian, compañero de colegio de Leslie, había pasado unas vacaciones con nosotros en Inglaterra y de resultas de ello se había enamorado perdida e irrevocablemente de Margo, para gran fastidio de ésta. Estábamos todos desparramados por el porche leyendo el correo quincenal cuando Mamá nos dio la noticia de la llegada inminente de Adrian.

—¡Ah, qué bien! —exclamó—. ¡Qué agradable! Todos dejamos de leer y la miramos con recelo.


¿Qué
es lo agradable? —preguntó Larry.

—He tenido carta de la señora Fortescue Smythe —dijo Mamá.

—Yo no veo que
eso
tenga nada de agradable —dijo Larry.

—¿Qué quiere esa vieja bruja? —preguntó Leslie.

—Hijo, no la llames vieja bruja. Acuérdate de que fue muy cariñosa contigo.

Leslie dio un gruñido desdeñoso.

—Bueno, ¿qué quiere?

—Dice que Adrian se está dando una vuelta por el continente, y que si podría venir a Corfú a pasar unos días con nosotros.

—Ah, muy bien —dijo Leslie—, será agradable tener aquí a Adrian.

—Sí, es buen chico —concedió Larry magnánimamente.

—¡Ya lo creo! ¡Y tan bien educado! —dijo Mamá con entusiasmo.

—Pues
a mí
no me hace gracia que venga —intervino Margo—. Es una de las personas más aburridas que conozco. Sólo de verle dan ganas de bostezar. ¿No le puedes decir que no tenemos sitio, Mamá?

—Pues yo creía que Adrian te era simpático —dijo Mamá, sorprendida—. Él te apreciaba mucho, si mal no recuerdo.

—Pues por eso precisamente, no me apetece tenerlo siempre detrás de mí soltando baba como un spaniel salido.

Mamá se enderezó las gafas y miró a mi hermana.

—Margo, hija mía, no deberías hablar así de Adrian; verdaderamente no sé de dónde sacas esas expresiones. Estoy segura de que exageras. Yo nunca le he visto comportarse como…, como…, en fin… como tú has dicho. A mí siempre me ha parecido una persona correctísima.

—¡Pues claro que lo es! —dijo Leslie en pie de guerra—. Son cosas de Margo, que se cree que todos los hombres andan detrás de ella.

—¡No es verdad! —dijo Margo indignada—. Es que no me gusta. Es viscoso. Cada vez que me daba la vuelta me lo encontraba soltando baba.

—¡Adrian no ha soltado baba en su vida!

—Ya lo creo que sí, no hacía otra cosa. Todo el rato cayéndosele la baba.


Yo
nunca he visto que se le caiga la baba —dijo Mamá—, y aunque así fuera no puedo decir que no venga a casa sólo porque babee, Margo. Sé razonable.

—Es amigo de Les; que le babee a él.

—No babea. Jamás ha babeado.

—Bueno —dijo Mamá, con aire de solucionar el problema—. Tendrá muchas cosas en que ocuparse, así que seguro que no le queda tiempo para babear.

Quince días después llegó un Adrian exhausto y muerto de hambre, venido desde Calais prácticamente sin dinero y a lomos de una bicicleta que en Brindisi había abandonado el desigual combate y se había desmoronado a pedazos. Durante los primeros días apenas le vimos, porque Mamá insistió en que se fuera a la cama pronto, se levantara tarde y repitiera de todos los platos. Cuando por fin pudimos disfrutar de su presencia yo le vigilé estrechamente en espera de indicios de babeo, pues de todos los curiosos amigos que hasta entonces habíamos tenido en casa a ninguno se le había caído la baba, y yo estaba ávido de presenciar tal fenómeno. Pero aparte de una tendencia a ponerse como un tomate cada vez que entraba Margo en la habitación y a quedársela mirando con la boca ligeramente abierta (momentos en que en honor a la verdad había que reconocer que sí recordaba bastante a un spaniel), no manifestó otros indicios de excentricidad. Tenía el cabello inmoderadamente rizado, ojos grandes de color avellana y mirada muy dulce, y sus hormonas le acababan de permitir el cultivo de un bigotillo fino del cual estaba muy orgulloso. Como regalo para Margo había traído un disco con una canción que evidentemente era a sus ojos el equivalente de los sonetos shakespearianos puesto en música.

Se titulaba «Mamá Inés», y todos llegamos a aborrecerlo cordialmente, porque para Adrian el día no estaba completo si no había puesto aquella murga por lo menos veinte veces.

—¡Santo Dios! —gimió Larry una mañana en el desayuno, al oír el soplido del disco—. ¡
Otra vez
, a estas horas!

—«En la Habana cuando un negro» —proclamó ruidosamente el gramófono con voz nasal de tenor—, «a una negra hace el amor…».

—No lo soporto. ¿Es que no sabe poner otra cosa? —protestó Margo.

—Ten paciencia, hija. A él le gusta —dijo Mamá apaciguadora.

—Y lo compró
para ti
—dijo Leslie—. Es a ti a quien le ha hecho el condenado regalito. ¿Por qué no le dices que ya está bien?

—No, querido, no se puede hacer eso —dijo Mamá—. Al fin y al cabo, está invitado en esta casa.

—¿Y eso qué tiene que ver? —ladró Larry—. Si carece de sentido musical, ¿por qué tenemos que sufrir las consecuencias los demás? El disco es de Margo. Ella es la responsable.

—Pero es que parecería muy descortés —dijo Mamá preocupada—. Al fin y al cabo nos lo ha traído de regalo; él piensa que nos gusta.

—Ya lo creo que lo piensa. Es increíble que pueda haber tales abismos de ignorancia —dijo Larry—. ¿Sabes que ayer quitó la Quinta de Beethoven
a la mitad
para poner esos aullidos de castrado? Te aseguro que de cultura anda más o menos como Atila el rey de los hunos.

—Sssh. Calla, hijo, que te va a oír —dijo Mamá.

—¿Con esa escandalera? Necesitaría una trompetilla.

Adrian, ignorante de la agitación que reinaba en la familia, se puso a cantar a dúo con la voz grabada. Como él también tenía una voz nasal de tenor curiosamente afín a la del vocalista, el resultado era bastante horrible.

—«En la corteza de un güito / le declara su pasión. Ay, mamá Inés…, ay, mamá Inés…» —trinaban Adrian y el gramófono más o menos al unísono.

—¡Dios de los cielos! —explotó Larry—. ¡Esto ya, pasa de castaño oscuro! Margo, tienes que decirle algo.

—Pero que sea con buenas maneras, hija —dijo Mamá—. No queremos que se ofenda.

—A mí sí me apetece ofenderle —dijo Larry.

—Ya está —dijo Margo—, le digo que a Mamá le duele la cabeza.

—Eso sólo nos dará unas horas de respiro —señaló Larry.



le dices que a Mamá le duele la cabeza y
yo
escondo la aguja —sugirió Leslie radiante—. ¿Qué os parece?

—¡Una idea luminosa! —exclamó Mamá, encantada de ver resuelto el problema sin ofender a Adrian.

A Adrian le dejó un tanto extrañado la desaparición de la aguja, y que todo el mundo le asegurase que era imposible obtener otra en Corfú. Pero tenía buena retentiva, ya que no buen oído, por lo cual siguió tarareando «Mamá Inés» todo el santo día, como un enjambre de abejas tenores trastornadas.

Pasaban los días y su adoración de Margo no daba señales de amainar; si acaso arreció, y la irritación de Margo crecía con ella. A mí Adrian empezó a darme mucha lástima, porque parecía como si no acertara de ninguna manera. Porque Margo le dijo que con aquel bigote parecía un barbero de segunda se lo afeitó, con el único resultado de oírla proclamar que el bigote era un signo de virilidad. Además, se la oyó decir sin rodeos que los chicos campesinos de la zona le parecían muy preferibles a cualquier importación inglesa.

—¡Son tan apuestos y tan dulces! —dijo, con evidente mortificación de Adrian—. ¡Todos cantan tan bien! ¡Tienen unos modales tan finos! Saben tocar la guitarra. Prefiero cien veces cualquiera de ellos a un inglés. Es como si tuvieran una especie de aurora.

—¿Querrás decir aura? —preguntó Larry.

—En fin —prosiguió ella, haciendo oídos sordos a la pregunta—, que son lo que yo entiendo por
hombres
de verdad, no unos alelados ñoños y babosos.

—Margo, querida —dijo Mamá, dirigiendo una mirada inquieta al vejado Adrian—, eso que dices no es muy caritativo.

—No pretendo ser caritativa —dijo Margo—, y además, la caridad bien entendida, ni pagada ni agradecida. Y dejándonos con aquella incomprensible muestra de su filosofía se marchó a ver a su última conquista, un pescador espléndidamente bronceado, de poblados mostachos. Adrian se quedó tan visiblemente humillado que la familia se sintió en el deber de intentar aliviar su desconsuelo.

—No le hagas caso a Margo, Adrian —dijo Mamá con dulzura—. No habla en serio. Es muy testaruda, ya la conoces. Tómate otro melocotón.

—Es más terca que una mula —dijo Leslie—. ¡Que me lo digan a mí!

—No sé qué
podría
yo hacer para parecerme más a los chicos del campo —reflexionó Adrian, perplejo—. ¡Como no sea aprender a tocar la guitarra!

—No, no, ni se te ocurra —se apresuró a decir Larry—, no hay ninguna necesidad. ¿Por qué no intentas algo más sencillo? Prueba a comer ajos.

—¿Ajos? —repitió Adrian, sorprendido—. ¿Le gustan los ajos a Margo?

—Sin duda alguna —dijo Larry—, ya has oído lo que ha dicho sobre el aura de estos mozos del campo. ¿Y qué es lo primero de ese aura que te llega a la nariz cuando pasas cerca de ellos? ¡El olor a ajo!

A Adrian le impresionó mucho la fuerza de aquel argumento, y se puso a comer ajos en gran cantidad, con el único fruto de que Margo, tapándose la nariz con un pañuelo, le dijera que olía como el coche de línea en día de mercado.

A mí Adrian me resultaba muy agradable; era amable y bondadoso y siempre estaba dispuesto a hacer lo que se le pidiera. Yo me sentía obligado a ayudarle de alguna manera, pero aparte de encerrarle a Margo en su dormitorio —idea que deseché por poco factible y porque podría parecerle mal a Mamá—, no se me ocurría nada productivo. Decidí comentar el asunto con el señor Kralefsky, a ver si él me sugería algo. Estábamos tomando nuestro café de media mañana cuando le hablé de la infructuosa persecución de Adrian, cosa que nos vino muy bien a los dos como respiro en medio de los insolubles misterios del cuadrado de la hipotenusa.

—¡Aja! —dijo—. ¡Los senderos del amor nunca son llanos! Pero quién sabe si la vida no sería un poco tediosa si el camino hacia la meta que uno se propone fuera siempre llano.

Los vuelos filosóficos de mí preceptor no me interesaban demasiado, pero esperé por cortesía. El señor Kralefsky tomó delicadamente una galleta entre sus bien cuidadas uñas, la sostuvo por un instante sobre su taza de café y luego la bautizó en el líquido marrón antes de echársela a la boca. La masticó metódicamente, con los ojos cerrados.

—Yo diría —dijo por fin— que este joven Lochinvar
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está poniendo demasiado empeño.

Yo dije que Adrian era inglés, pero, aparte de eso, cómo iba a estar poniendo demasiado empeño; si no se ponía empeño no se conseguía nada.

—Ah, pero es que en los asuntos del corazón no es igual —dijo el señor Kralefsky astutamente—. A veces una pizca de indiferencia obra milagros.

Juntó las puntas de los dedos y miró absorto al techo. Era evidente que estaba a punto de embarcarse en uno de sus imaginativos ensueños con su personaje mitológico predilecto, «una dama».

—Recuerdo que yo una vez me enamoré intensamente de cierta dama —empezó—. Esto te lo digo en confianza, claro está.

Yo asentí con la cabeza y me serví otra galleta. Las historias de Kralefsky tendían a ser un poco largas.

—Era una dama de tal belleza y tales prendas que todos los hombres casaderos se apiñaban a su alrededor, como…, como…, como revolotean las abejas alrededor de un tarro de miel —dijo el señor Kralefsky, complacido con aquella metáfora—. Desde el primer instante en que la vi, yo me enamoré perdidamente, irrevocablemente, inconsolablemente, y sentí que ella me correspondía en alguna medida.

Bebió un sorbo de café para humedecerse la garganta, y después trenzó los dedos y se apoyó en la mesa, con los orificios nasales muy abiertos y una mirada intensa en sus grandes ojos lastimeros.

—La perseguí sin descanso, como un… como un… sabueso sigue su pista, pero ella respondía a mis requerimientos con frialdad e indiferencia. ¡Llegó a burlarse del amor que yo le ofrecía!

Hizo una pausa con los ojos llenos de lágrimas y se sonó vigorosamente.

—No puedo describirte los tormentos que padecí, la tortura abrasadora de los celos, las noches de dolor sin poder conciliar el sueño. Adelgacé veinticuatro kilos; mis amigos empezaron a inquietarse por mí, y todos, claro está, trataron de convencerme de que la dama en cuestión no era merecedora de mis sufrimientos. Todos menos uno de mis amigos…, un…, un hombre de mundo con experiencia, el cual según creo había vivido también varios asuntos del corazón, uno de ellos nada menos que en el Beluchistán. El me dijo que yo estaba poniendo demasiado empeño, que mientras siguiera poniéndole mi corazón a sus pies, la dama, como todas las mujeres, miraría con hastío su conquista. Pero si yo mostraba un poco de indiferencia, entonces, me aseguró mi amigo, la cosa sería muy distinta.

Kralefsky me dirigió una ancha sonrisa y asintió como quien sabe de qué está hablando. Se sirvió más café.

—¿Y él había mostrado indiferencia?, pregunté.

—Ya lo creo que sí —dijo—. No perdí ni un minuto. Tomé un barco para la China.

A mí aquello me pareció espléndido: ninguna mujer podía presumir de tenerte esclavizado si de repente tomabas un barco para la China. La China era lo bastante remota como para que hasta la mujer más engreída se lo pensara dos veces. ¿Y qué pasó, pregunté ávidamente, cuando el señor Kralefsky regresó de sus viajes?

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