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Authors: Gerald Durrell

Tags: #Humor, #Biografía

El jardín de los dioses (26 page)

BOOK: El jardín de los dioses
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—Y ahora —dijo Margo—, tengo el gran honor de presentar ante ustedes a la gran artista Lena Mavrokondas, acompañada al piano por Constantino Megalotopolopopoulos. Lena va a interpretar la gran área de la entrega de la rosa, de «El Caballero de Rosa».

Lena, deslumbrante como un lirio tigrado, se deslizó hasta el piano, saludó a Constantino con una inclinación, se colocó cuidadosamente las manos sobre el diafragma como para parar un golpe y empezó a cantar.

—Hermoso, hermoso —dijo Kralefsky cuando Lena acabó y recibió nuestros aplausos haciendo reverencias—. ¡Qué virtuosismo!

—Sí, es el método que en Covent Garden llamaban de las tres uves —dijo Larry.

—¿De las tres uves? —repitió Kralefsky con interés—. ¿Cómo es eso?

—Vigor,
vibrato
y volumen —dijo Larry.

—Diles que voy a cantar una propina —susurró Lena a Margo tras consultar en voz baja con Constantino Megalotopolopopoulos.

—Ah, sí, Estupendo —dijo aturdida Margo, que no estaba preparada para aquella generosidad—. Señoras y caballeros, Lena va a interpretar ahora otra canción, que lleva por título «Una propina».

Lena fulminó a mi hermana con la mirada y atacó la pieza siguiente con tal brío y tantos aspavientos que hasta Creech se quedó impresionado.

—¡Digo, no está mal la chica, eh! —exclamó, húmedos sus ojos de entusiasmo.

—Sí, es una verdadera artista —asintió Kralefsky.

—¡Qué expansión pectoral! —dijo Creech con admiración—. Tiene una proa como un acorazado.

Lena acabó en una nota de cigarra y se inclinó para recibir el aplauso, que fue intenso pero bien calculado en cuanto a calor y duración para no dar pretexto a otra propina.

—Gracias, Lena, ha sido maravilloso. Como si fuera de verdad —dijo Margo deshecha en sonrisas—. Y ahora, señoras y caballeros, les presento a los famosos expertos en fugas Astutín Kralefsky y su pareja Resbaloso Stefanides.

—¿Cielo santo, quién les ha puesto esos nombres? —preguntó Larry.

—¿Quién va a ser? Teodoro —dijo Leslie—. Kralefsky quería que el número se llamase «Los Misteriosos Escapólogos Ilusionistas», pero Margo no ha podido asegurarle que lo sabría decir.

—Siempre hay pequeñas cosas que agradecer —dijo Larry.

Teodoro y Kralefsky, haciendo mucho ruido, se situaron junto al piano con su cargamento de cuerdas, cadenas y candados.

—Señoras y caballeros —dijo Kralefsky—, esta noche van a ver ustedes trucos que les dejarán atónitos, trucos tan misteriosos que les consumirá la curiosidad de saber cómo se hacen.

Se interrumpió para mirar torvamente a Teodoro, que había dejado caer una cadena al suelo.

—Para mi primer truco, voy a pedir a mi ayudante que me ate bien no sólo con cuerdas, sino también con cadenas.

Respondimos con los aplausos de rigor y aguardamos sumamente interesados, mientras Teodoro liaba a Kralefsky con metros y metros de cuerdas y cadenas. Hasta el público llegaban de tanto en tanto discusiones bisbiseadas.

—Oiga…, eh…, que…, hum…, se me ha olvidado cómo es exactamente el nudo… Hum…, sí…,
¿primero
el candado? Ah, sí, ya está…, hum…, eh…, un segundo.

Por fin Teodoro se volvió hacia el auditorio con gesto apologético.

—Debo pedir que nos disculpen por…, eh…, esto…, eh…, por tardar tanto —dijo—, pero desgraciadamente no hemos tenido tiempo de…, de practicar, quiero decir…

—¡Siga! —susurró enérgicamente Astutín Kralefsky. Por fin acabó Teodoro, y tantas y tantas vueltas de cuerda y cadenas le había dado a Kralefsky que éste parecía salido directamente de la tumba de Tutankamen.

—Y ahora —dijo Teodoro, señalando hacia el inmovilizado Kralefsky—, ¿desea alguno de ustedes…, eh…, esto…, examinar los nudos?

El coronel Ribbindane dio un paso al frente.

—Eh…, hum… —balbució Teodoro sobresaltado, pues no esperaba que nadie recogiera su ofrecimiento—. Me temo que he de pedirle que…, hum…, quiero decir…, si no
tira
usted de los nudos…, eh…, hum…

El coronel Ribbindane sometió los nudos a una inspección tan minuciosa que cualquiera le habría tomado por guardián jefe de una penitenciaría. Por fin, y con evidente desilusión, dio el visto bueno a los nudos. Teodoro se adelantó con expresión de alivio y volvió a señalar a Kralefsky.

—Y ahora mi ayudante, quiero decir mi
compañero
, les demostrará lo… fácil que es…, eh…, esto…, hum…, desembarazarse de…, eh…, hum…, varias yardas…, pies, mejor dicho…, aunque, bien mirado…, como estamos en Grecia, tal vez fuera más propio decir metros…, eh…, hum…, de varios metros de…, eh…, cuerdas y cadenas.

Se retiró y todos fijamos nuestra atención en Kralefsky.

—¡El biombo! —bisbiseó él a Teodoro.

—¡Ah! Hum…, sí —y Teodoro colocó trabajosamente un biombo delante de Kralefsky.

Hubo una pausa prolongada y ominosa, durante la cual se oía jadear y rechinar de cadenas al otro lado del biombo.

—¡Ay, señor! —dijo Margo—. Ojalá le salga bien.

—No estaría yo muy seguro —dijo Leslie—. Todos esos candados parecen estar herrumbrosos.

Pero en ese momento, y para asombro de todos, Teodoro apartó ágilmente el biombo y nos reveló a Kralefsky, ligeramente enrojecido y despeinado pero libre en mitad de una maraña de cuerdas y cadenas.

El aplauso fue sincero y expresivo de sorpresa, y Kralefsky saboreó la adulación de su público.

—Mi siguiente truco, difícil y arriesgado, requerirá algún tiempo —anunció misteriosamente—. Mi ayudante me atará con cuerdas y cadenas, cuyas ataduras podrán examinar (je, je) los escépticos, y seguidamente seré encerrado en un cajón estanco. En su momento me verán ustedes salir milagrosamente, pero necesito algún tiempo para efectuar ese…, eh…, milagro. Entre tanto el siguiente número tendrá la amabilidad de distraerles.

Aparecieron Spiro y Megalotopolopopoulos arrastrando un pesadísimo baúl de madera de olivo, del tipo de los que solían usarse para guardar la ropa de casa. Era perfecto para este fin, pues una vez que Kralefsky quedó atado y encadenado, y que un coronel Ribbindane muy desconfiado hubo examinado concienzudamente las ataduras, entre Teodoro y Spiro le alzaron en vilo y le acomodaron en el interior con la misma pulcritud con que se recoge un caracol en su concha. Teodoro, con gesto teatral, dejó caer la tapa de golpe y echó la llave.

—Ahora, cuando mi ayu…, eh…, mi…, eh…, hum…, mi compañero, quiero decir…, me haga la señal convenida, le abriré —dijo—. ¡Prosiga el espectáculo!

—No me gusta eso —dijo Mamá—. Esperemos que el señor Kralefsky sepa lo que está haciendo.

—No estaría yo muy seguro —dijo Leslie lóbregamente.

—Lo encuentro demasiado parecido a…, en fin…, a un enterramiento prematuro.

—A lo mejor cuando abramos se ha convertido en Edgar Allan Poe —sugirió Larry esperanzado.

—No hay absolutamente ningún peligro, señora Durrell —dijo Teodoro—. Nos comunicamos mediante una serie de golpecillos…, hum…, es como una especie de Morse.

—Y ahora —anunció Margo—, mientras esperamos que Astutín Kralefsky se libere, vamos a recibir al increíble encantador de serpientes del Oriente, Príncipe Jeejeebuoy.

Megalotopolopopoulos tocó una serie de acordes emocionantes y Jeejee entró trotando en la sala. Se había despojado de sus galas y sólo vestía un turbante y un taparrabos. Como no pudo hallar una flauta de encantador apropiada; portaba un violín que Spiro había pedido prestado a uno del pueblo; en la otra mano traía la cesta que contenía su número. Había rechazado con desdén mis luciones cuando los vio, por juzgarlos demasiado pequeños para, contribuir al cultivo de la imagen de la Madre India. En su lugar se empeñó en que le dejara una de mis culebras de agua, un ejemplar anciano de unas tres cuartas de largo y de disposición extremadamente misántropa. En el momento en que Jeejee se inclinaba para saludar al público se le cayó la tapadera de la cesta, y la culebra, con aire muy malhumorado, fue a parar al suelo.

En todos cundió el pánico menos en Jeejee, que se sentó en cuclillas cerca de la enroscada culebra, se encajó el violín debajo de la barbilla y se puso a tocar. Poco a poco el pánico fue amainando, y todos contemplamos absortos cómo Jeejee se balanceaba suavemente, extrayendo del violín los más agoniosos sonidos, bajo la atenta mirada de la culebra vigilante e irritada. Justo en aquel momento se oyó un golpe procedente del baúl en donde estaba encarcelado Kralefsky.

—¡Aja! —dijo Teodoro—. La señal.

Se acercó al baúl y se inclinó, con la barba erizada, mientras le daba golpecitos como un picamadero. La atención de todos estaba pendiente de él, incluida la atención de Jeejee, y en ese instante la culebra acometió. Afortunadamente Jeejee pudo apartarse, de modo que el reptil sólo pudo agarrársele al taparrabos, pero allí se quedó aferrado con ánimo belicoso.

—¡Au! ¡Demonios! —chilló el increíble encantador de serpientes del Oriente—. Gerry, deprisa, deprisa, que me muerde en la entrepierna.

Tardé algunos minutos en convencerle de que se estuviera quieto para poder desliarle a la culebra del taparrabos. Durante ese tiempo Teodoro sostuvo una prolongada conversación en Morse con el embaulado Kralefsky.

—Me parece que no voy a poder seguir —dijo Jeejee, aceptando tembloroso el copazo de coñac que le ofrecía Mamá—. ¡Quería morderme más abajo del cinturón!

—Parece ser que todavía tardará un par de minutos —anunció Teodoro—. Ha tenido algún problema…, eh…, mejor dicho, alguna dificultad con los candados. Eso, al menos, es lo que entiendo.

—Daré paso al número siguiente —dijo Margo.

—Figúrense —dijo Jeejee desmayadamente—, podía haber sido una cobra.

—No, no —dijo Teodoro—. La cobra no se da aquí en Corfú.

—Y ahora —dijo Margo—, tenemos al capitán Creech, que nos va a ofrecer unas canciones tradicionales, y estoy segura de que todos ustedes querrán cantar con él. Capitán Creech.

El capitán, con el sombrero de copa inclinado al desgaire, se acercó al piano contoneándose y allí hizo unos pasitos de delante a atrás con sus piernas torcidas, dando vueltas al bastón que se había procurado.

—Es una vieja canción de marineros —bramó, poniendo el sombrero en la punta del bastón y haciéndolo girar hábilmente—. Una vieja canción de marineros. Canten todos conmigo el estribillo.

Hizo un breve baile sin dejar de girar el sombrero, y en seguida entró en el compás de la canción, que Megalotopolopopoulos marcaba con gran energía:

«O Paddy was an Irishman,

He came from Donegal,

And all the girls they loved him well,

Though he only had one ball,

For the Irish girls are girls of sense,

And they didn’t mind at all,

For, as Paddy pointed out to them,

One was better than none at all.

O folderol and folderay,

A sailor’s life is grim,

So you’re only too delighted,

If you get a bit excited.

Whether it’s with her or him.»
[13]

—¡Larry, por favor! —exclamó Mamá encolerizada—. ¿Esto es lo que tú entiendes por diversión?

—¿Por qué arremetes contra mí? —preguntó Larry con cara de asombro—. Yo no tengo nada que ver.

—Tú fuiste quien invitó a ese viejo repugnante. Es amigo tuyo.

—Pero yo no soy responsable de lo que
cante
, ¿no? —respondió Larry irritado.

—Haz que se calle —ordenó Mamá—. ¡Viejo horrible!

—Hay que reconocer que mueve muy bien el sombrero —dijo Teodoro con envidia—. ¿Cómo…, eh…, cómo lo hará?

—Me da igual su sombrero; es lo que está cantando.

—Está cantando una canción de teatro de variedades absolutamente normal —dijo Larry—. No sé qué le encuentras de malo.

—¡No será del teatro de variedades al que
yo
estoy acostumbrada! —dijo Mamá.

«O, Blodwyn was a Welsh girl,

She carne from Cardiff city,

And all the boys they loved her well,

Though she only had one titty»
[14]

Cantó alegremente el capitán, cogiendo de nuevo el compás.

—¡Cretino repulsivo! —escupió mamá.

«For the Welsh boys there,

Are boys of sense,

And didn’t they all agree,

One titty is better than two sometimes,

For it leaves you one hand free.

O folderol and folderay

A sailor’s life is grim…»
[15]

—Aunque yo no te importe, por lo menos podías pensar en Gerry —dijo Mamá.

—Pero ¿qué quieres que haga, que le escriba las letras? —dijo Larry.

—Oigan…, esto…, ¿no oyen ustedes una especie de
golpecitos
? —preguntó Teodoro.

—No seas ridículo, Larry, sabes perfectamente lo que quiero decir.

—No sé si no estará ya preparado…, hum…, el problema es que no me acuerdo bien de cómo era la señal —confesó Teodoro.

—No sé por qué siempre tienes que meterte conmigo —dijo Larry—. Todo porque

seas una intolerante.

—¡Soy tan tolerante como el que más! —protestó Mamá indignada—. Como que a veces me parece que tolero demasiado.


Creo
que eran dos toques lentos y tres rápidos —reflexionó Teodoro—, pero tal vez me equivoque.

«O, Gertrude was an English lass,

She carne from Stoke-on-Trent,

But when she loved a nice young lad,

She always left him bent.»
[16]

—¡Qué te parece! —dijo Mamá—. Esto ya pasa de castaño oscuro. Larry, haz que se calle ahora mismo.

—Es
a ti
a quien le parece mal, así que hazle callar

—dijo Larry.

«But the boys of Stoke,

They loved a poke,

And suffered in the bed,

For they said that Gert

Was a real prime skirt,

But she had a left-hand thread.»
[17]

—Larry, verdaderamente, es ir demasiado lejos. No tiene ninguna gracia.

—Bueno, ya ha estado en Irlanda, en Gales y en Inglaterra —señaló Larry—. Ya no le queda más que Escocia, a no ser que pase a la Europa continental.

—¡No se lo permitirás! —dijo Mamá, horrorizada sólo de pensarlo.

—Oigan, creo que sería conveniente que abriera el baúl para echar un vistazo —dijo Teodoro pensativo—. En fin, sólo como medida de
precaución
.

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