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Authors: Gerald Durrell

Tags: #Humor, #Biografía

El jardín de los dioses (21 page)

BOOK: El jardín de los dioses
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—Bueno —dijo Mamá, reprimiendo un bostezo mientras cogía su lámpara y se dirigía a la escalera—, con rey o sin él, yo mañana me quedo en la cama hasta las doce.

—Huy… —dijo Larry contrito—, ¿no te lo he dicho?

Mamá se detuvo en mitad de la escalera y le miró; a la luz vacilante de la lámpara, su sombra temblaba y brincaba sobre la pared blanca.

—¿El qué? —preguntó con recelo.

—Lo del rey —dijo Larry—. Lo lamento, debería habértelo dicho antes.

—¿Qué es lo que me deberías haber dicho? —dijo Mamá, ya seriamente alarmada.

—Que le he invitado a comer —dijo Larry.

—¡Larry! ¡No es posible! Bueno, desde luego tú es que no tienes sentido… —empezó a decir Mamá, pero entonces se dio cuenta de que le estaban tomando el pelo.

Se irguió cuan alta era, es decir, un metro cincuenta.

—No le veo ninguna gracia —dijo gélidamente—. Y en todo caso el más perjudicado habría sido él, porque no tengo otra cosa que huevos.

Y con gran dignidad, haciéndose la sorda a nuestras carcajadas, subió a acostarse.

Capitolio 7

Los senderos del amor

Confortadme con pasas, con manzanas reanimadme, que
estoy enferma de amor

CANTAR DE LOS CANTARES 2, 5

Fue uno de aquellos veranos prodigiosos, deshidratantes, que resquebrajaban la tierra, tan caluroso que hasta desteñía el cielo a un tono pálido de nomeolvides que habría sido más propio del final de la estación, y aplastaba el mar convirtiéndolo en un gran lago azul, inmóvil, tibio como leche reciente. Por la noche los suelos y contraventanas y vigas de la villa se contraían gimiendo y crujiendo en el aire caliente conforme iban perdiendo lo último que les quedaba de humedad. La luna llena se alzaba como un ascua, mirándonos ceñuda desde el cielo caliente y terso, y por la mañana el sol picaba ya a los diez minutos de salir. No corría el menor viento, y el calor se cerraba sobre la isla como una tapadera. En el aire sofocado de las laderas, plantas y hierbas se agostaban y en pie quedaban muertas, rubias como la miel, quebradizas como virutas de madera. Eran tan calurosos los días que hasta las cigarras empezaban a cantar antes y se echaban la siesta a las horas de más calor, y la tierra estaba tan recocida que por ninguna parte se podía andar sin zapatos.

Para la fauna local, la villa representaba una serie de amplias cavernas leñosas donde quizá la temperatura fuera medio grado más baja que en los olivares, naranjales y limonares circundantes, por lo cual se venían con nosotros en manada. Al principio se me culpó, naturalmente, de aquella súbita afluencia de animales, pero al cabo la invasión cobró tales proporciones que hasta mi familia se dio cuenta de que no podía hacérseme responsable de tan enorme cantidad y variedad de seres. Batallones de garrapatas negras ocupan resueltamente la casa y asediaban a los perros, congregándose en tal número sobre sus orejas y cabezas que parecían una cota de malla y eran igualmente difíciles de quitar.

Desesperados, tuvimos que recurrir a regarlos de queroseno, que desprendía a las garrapatas. Los perros, profundamente ofendidos por semejante tratamiento, se arrastraban jadeantes por toda la casa, apestando a queroseno y dejando tras de sí aluviones de garrapatas. Larry propuso poner un cartel que dijera: «Peligro: perros inflamables», porque, según señaló con mucha razón, si a alguien se le ocurría encender una cerilla al lado de uno de ellos la casa entera podía salir ardiendo como la yesca.

El queroseno sólo nos dio un respiro momentáneo. Más y más garrapatas invadían la casa, hasta que por la noche se las podía ver desde la cama realizando extrañas marchas en fila india por la habitación.

Afortunadamente no nos atacaban; se contentaban con poner fuera de sí a los perros. Pero las hordas de pulgas que decidieron venirse a vivir con nosotros eran otra cuestión. Llegaron de repente, se diría que salidas de la nada, como las hordas tártaras, y nos arrollaron antes de que pudiéramos darnos cuenta de lo que estaba pasando. Las había por todas partes, y según andabas por la casa sentías cómo te saltaban encima y te subían por las piernas. Los dormitorios se hicieron inhabitables, y durante algún tiempo sacamos las camas a los anchos porches y dormíamos allí.

Pero las pulgas no eran lo más indeseable de los habitantes menudos de la casa. Los escorpiones diminutos, negros como el ébano, infestaban el cuarto de baño, atraídos por el frescor. Una noche, cuando iba a limpiarse los clientes, Leslie tuvo la imprudencia de entrar descalzo, y uno le picó en un dedo del pie. El escorpión sólo medía un centímetro de largo, pero los dolores de la picadura no guardaron ninguna proporción con el tamaño del animal, y Leslie estuvo varios días sin poder andar. Los escorpiones mayores preferían la zona de la cocina, donde con todo descaro se instalaban en el techo, con pinta de langostas aéreas contrahechas.

Cuando por la noche se encendían las lámparas aparecían insectos a millares: mariposas nocturnas de todo tipo, desde las diminutas de color tostado con alas en forma de plumas deshilachadas hasta las grandes esfinges listadas de rosa y plata, cuyas embestidas suicidas contra la luz eran capaces de romper el tubo del quinqué. Y los escarabajos, unos negros como vestidos de luto, otros con alegres rayas y dibujos, unos con antenas cortas en forma de porra y otros con antenas largas y finas como bigotes de mandarín. Con estos animales venía una multitud de otros menores, casi todos tan pequeños que había que mirarlos con lupa para apreciar sus increíbles formas y colores.

Ni que decir tiene que para mí aquella aglomeración de insectos era una maravilla. Todas las tardes merodeaba junto a las luces, con las cajas y tarros de recolección a mano, disputando los mejores ejemplares a los otros depredadores. Tenía que andar muy vivo, porque la competencia era dura. En el techo estaban las salamanquesas, pálidas, de piel rosada, dedos en abanico y ojos bulbosos, que acechaban a las mariposas nocturnas y escarabajos con el cuidado más escrupuloso. Junto a ellos andaban las verdes, cimbreantes, hipócritas mantis con sus ojos de locas y sus caras sin mentón, moviéndose sobre patas delgadas y espinosas cual verdes vampiros.

A nivel de tierra tenía que vérmelas con enormes arañas de color chocolate, una especie de lobos zanquilargos y peludos que se apostaban en las sombras y en un instante salían corriendo y me arrebataban un ejemplar casi de entre los dedos. Ayudantes y cómplices suyos eran los gruesos sapos de hermosa piel parcheada en verde y gris plata, que a saltos y tragos se abrían camino, con expresión atónita, entre aquella abundancia de comida, y los rápidos, furtivos y un tanto siniestros escutigeromorfos.

Esta forma de ciempiés tenía el cuerpo de unos siete centímetros de largo, del grosor de un lápiz y aplastado; en todo su perímetro llevaba un seto, un fleco de largas y finas patas. Cuando se movían, al entrar en acción cada par de patas, parecía como si aquellos flecos se ondularan, y el animal avanzaba patinando como una piedra sobre hielo, silencioso y escalofriante, porque los escutigeromorfos se contaban entre los cazadores más hábiles y feroces.

Una noche, ya con las luces encendidas, estaba yo esperando pacientemente a ver qué añadía a mi colección. Era todavía bastante pronto, por lo que no habían aparecido aún la mayoría de los depredadores, aparte de mí mismo y unos cuantos murciélagos. Los murciélagos sobrevolaban el porche raudos como látigos, capturando a las mariposas y otros bocados suculentos a unos centímetros de la lámpara, cuya llama se estremecía y brincaba con el aire que movían sus alas. Poco a poco se fue desvaneciendo el pálido resplandor verde dragón del crepúsculo, los grillos iniciaron sus prolongados trinos musicales, en la tiniebla de los olivos se encendieron las luces frías de las luciérnagas y la casona, crujiendo y gimiendo de resultas de su insolación, se acomodó para la noche.

Por detrás de la lámpara el muro estaba ya cubierto de un gentío de insectos variados que, después de un intento fallido de suicidio, se agarraban allí para recuperarse antes de volver a intentarlo. Al pie del muro, de una rendija minúscula del enyesado, salió una de las salamanquesas más pequeñas y más gordas que yo había visto. Debía de ser recién nacida, porque no medía arriba de cuatro centímetros, pero evidentemente el breve tiempo que llevaba en el mundo no le había impedido comer sin tasa, porque tenía el cuerpo y la cola tan gordos que casi parecía una esfera. En la boca lucía fija una sonrisa amplia y modesta, y sus grandes ojos oscuros estaban muy abiertos y admirados, como los de un niño que por primera vez viera una mesa puesta para un banquete. Antes de que yo pudiera detenerla ya había anadeado lentamente por la pared arriba y principiado su cena con una crisopa; sentía yo predilección por aquellos insectos, con sus alas transparentes como verde encaje y sus ojazos verdi-dorados, y por lo tanto me enfadé con el reptil.

Tras deglutir el último fragmento de ala vaporosa, la cría de salamanquesa hizo una pausa, bien sujeta a la pared, y se quedó un poco pensativa, guiñando los ojos de tanto en tanto. No entendía yo por qué había escogido la crisopa, que era una cosa voluminosa de incómodo manejo, cuando por todas partes la rodeaba un surtido de insectos pequeños que le habría sido más fácil atrapar y comer. Pero en seguida se hizo patente que era una glotona que comía más para la vista que para el estómago. Como había salido de un huevo y por lo tanto no se había beneficiado de los buenos consejos de una madre, tenía la firme, aunque errónea, convicción de que todos los insectos eran comestibles, y de que cuanto mayores fueran antes aplacarían el hambre. Ni siquiera parecía tener conciencia de que para un animal de su tamaño algunos podían ser peligrosos. Lo mismo que un misionero de los primeros tiempos, tan absorta estaba en sí misma que ni se le pasaba por la imaginación que alguien pudiera contemplarla simplemente en calidad de alimento.

Despreciando una convención de mariposas pequeñas y eminentemente comestibles que había a su lado, se arrojó sobre una gran bombix de la encina, gruesa y peluda, que era casi mayor que ella; pero erró la acometida, y sólo pudo agarrarla por la punta de un ala. La mariposa salió volando, y tal era la potencia de sus alas pardas que casi desprende a la salamanquesa de la pared y se la lleva puesta.

Impertérrito, tras un breve respiro el reptil se lanzó al asalto contra una carcoma que abultaba lo mismo que él. Jamás habría podido tragarse a semejante monstruo córneo y espinoso, pero eso al parecer ni se le ocurrió. No pudo, sin embargo, aferrarse al cuerpo duro y terso del escarabajo, y lo único que consiguió fue tirarlo al suelo.

Estaba tomándose otro corto descanso y oteando el campo de batalla cuando una enorme mantis entró volando en el porche con sonoro crujir de alas y se posó en la pared a unos diez centímetros de distancia. Plegó las alas haciendo un ruido como de papel de seda estrujado, y, con los brazos de pérfidas púas alzados en fingida plegaria, paseó a su alrededor su mirada lunática, torciendo la cabeza a un lado y a otro para pasar revista a los insectos allí reunidos para su provecho.

Estaba bastante claro que la salamanquesa no había visto a una mantis en su vida y no tenía conciencia de lo mortífera que podía ser; lo único que veía en ella era una enorme cena verde como siempre había soñado pero jamás había esperado conseguir. Sin más preámbulos, y desdeñando la circunstancia de que la mantis fuera unas cinco veces mayor que ella, inició el acoso. Entre tanto el insecto se había decidido por una noctua gamma y caminaba hacia ella con sus flacas patas de solterona vieja, deteniéndose de cuando en cuando para balancearse, viva estampa del mal. Pisándole los talones iba la salamanquesa, con la cabeza gacha, decidida a todo, parándose cada vez que se paraba la mantis y sacudiendo de lado a lado su ridícula colita gorda, como un cachorro excitado.

Llegó la mantis hasta la desprevenida mariposa, se detuvo balanceándose, disparó las garras delanteras y la atrapó. La mariposa, que era de buen tamaño, aleteó frenética, y fue necesaria toda la fuerza de las cruelmente arponadas patas delanteras de la mantis para sujetarla. Pero mientras se debatía con ella, con aspecto de prestidigitador un tanto inepto, la salamanquesa, enardecida a fuerza de coletazos, la acometió, abalanzándose sobre ella y agarrándose como un bulldog a uno de los élitros. En ese momento estaba el insecto atareado tratando de voltear a la mariposa entre las garras, por lo que aquel ataque súbito por la espalda le hizo perder el equilibrio y caer al suelo, arrastrando consigo a mariposa y salamanquesa. Al aterrizar aún llevaba al reptil tenazmente colgado del élitro, y por tener libres las afiladísimas garras delanteras para batallar con él soltó a la mariposa, que a esas alturas estaba ya casi muerta.

Acababa yo de decidir que había llegado el momento de intervenir para incorporar una mantis y una salamanquesa a mi colección cuando otro protagonista entró en liza. De las sombras de la parra salió un escutigeromorfo, una alfombra deslizante de patas resueltamente dirigida hacia la mariposa, que aún se estremecía. Llegó hasta ella, se derramó sobre su cuerpo y le hincó las mandíbulas en el blanco tórax. Era una escena fascinante: la mantis casi doblada en dos, lanzando mandobles con sus garras como agujas a la salamanquesa, que, con los ojos saltándosele de la emoción, seguía tercamente aferrada aunque su voluminosa antagonista la zarandeara de acá para allá. Entre tanto el escutigeromorfo, viendo que no podía llevarse a la mariposa, estaba tendido sobre ella como un dosel, sorbiéndole los jugos vitales.

Fue en aquel punto cuando hizo su aparición Theresa Olive Agnes Dierdre, llamada Dierdre a secas para mayor brevedad. Dierdre era la hembra de una pareja de sapos enormes que yo había encontrado, domesticado con relativa facilidad y acomodado en el minúsculo jardín tapiado que había al pie del porche. Allí llevaban una vida intachable entre los geranios y los mandarinos, aventurándose a subir al porche cuando se encendían las luces para recoger su parte de insectos.

Tan absorto estaba yo ante el extraño cuarteto que tenía delante, que no me acordaba para nada de Dierdre, y su entrada en escena me pilló desprevenido, tendido de bruces y con la nariz a unos quince centímetros del campo ce batalla. Sin yo saberlo, Dierdre había estado observando la escaramuza desde debajo de una silla. Llegado este momento dio pesadamente un paso al frente, se detuvo un instante, y en seguida, sin que yo pudiera detenerla, saltó adelante de esa manera tan decidida que tienen los sapos, abrió su enorme boca y con ayuda de la lengua se echó escutigeromorfo y mariposa al espacioso gaznate.

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