—Buenas tardes, señora Durrells. Buenas tardes, señorito Gerrys —retumbó, entrando en la cocina con paso y aspecto de moreno dinosaurio—. Traigós un telegramas para usted, señora Durrells.
—¿Un telegrama, Spiro? —trinó Mamá—. ¿De quién será? Esperemos que no sean malas noticias.
—No, no se preocupes, no son malas noticias, señora Durrells —dijo él, dándoselo—. Le pedís al de correos que me lo leyeras. Es del señorito Larrys.
—¡Ay, Dios! —dijo Mamá, temiéndose cualquier cosa.
El telegrama sólo decía lo siguiente: «Olvidé decir Príncipe Jeejeebuoy llega once breve estancia. Atenas maravillosa. Besos. Larry».
—¡Desde luego este Larry es insufrible! —exclamó Mamá iracunda—. ¿Pero cómo se le ocurre invitar a casa a un príncipe? Sabe que no tenemos habitaciones apropiadas para personas de la
realeza
, y ni siquiera va a estar aquí para hacerle los honores. ¿Y qué hago yo con un príncipe?
Apeló a nosotros con mirada extraviada, pero ni Spiro ni yo podíamos darle ningún consejo inteligente. Ni siquiera se podía telegrafiar a Larry y pedirle que volviera, porque, como era en él característico, se había marchado sin dejar las señas de sus amigos.
—El once es mañana, ¿verdad? Vendrá en el barco de Brindisi, supongo. Spiro, ¿podría usted ir a recogerle? ¿Y traer cordero para el almuerzo? Gerry, ve a decirle a Margo que ponga unas flores en el cuarto de los huéspedes y que mire a ver si los perros han dejado alguna pulga, y dile a Leslie que tiene que ir al pueblo y decirle a Spiro el Pelirrojo que necesitamos pescado. La verdad es que esto de Larry no tiene nombre…, me va a oír cuando vuelva. ¡Yo ya no tengo edad para andar agasajando a príncipes!
Trajinaba iracunda y sin objeto por la cocina, dando trastazos a las cacerolas y las sartenes.
—Yo le traeres unas dalias para la mesas. ¿Quieres usted champán? —preguntó Spiro, que evidentemente pensaba que había que tratar al príncipe como estaba mandado.
—No; sí se cree que le voy a dar champán a una libra la botella, va listo. Que beba
ouzo
y vino como los demás, por muy príncipe que sea —dijo Mamá con firmeza, y luego añadió: Bueno, traiga usted una caja. No tenemos por qué dárselo, y siempre viene bien tenerlo en casa.
—No se preocupes, señora Durrells, yo me encargós de todo —la tranquilizó Spiro—. ¿Quieres usted que traiga otra vez al mayordomo del rey?
El mayordomo del rey era un carcamal de estampa antigua y aristocrática, a quien Spiro sacaba a rastras de su retiro cada vez que dábamos alguna fiesta importante.
—No, no, Spiro, no vamos a complicarnos la vida. Al fin y al cabo, viene sin avisar, así que se tendrá que contentar con lo que encuentre. Que coma lo que le echen y…, y… que apechugue. Y si no le gusta…, pues qué se le va a hacer —dijo Mamá, pelando guisantes con manos temblorosas y echando más al suelo que al escurridor—. Gerry, ve a preguntar a Margo si puede organizar las cortinas nuevas para el comedor. La tela está en mi cuarto. Las viejas no han vuelto a quedar bien desde que Leslie les prendió fuego.
Así que la villa pasó a ser un hervidero de actividad. Se restregó el entarimado del cuarto de huéspedes hasta dejarlo de un pálido color crema, por si acaso los perros hubieran dejado en él alguna pulga: Margo cosió las cortinas nuevas en un tiempo récord y puso floreros por todas partes, y Leslie limpió sus armas de fuego y el bote por si el príncipe quería ir de caza o navegar. Mamá, toda sofocada, galopaba frenética por la cocina haciendo bizcochos, pasteles, empanadillas de manzana y galletas de aperitivo, estofados, empanadas, gelatinas y macedonias. A mí sólo se me ordenó retirar todos los animales del porche y tenerlos bajo control, ir a que me cortaran el pelo y acordarme de ponerme camisa limpia. Al día siguiente, todos vestidos de gala conforme a las instrucciones de Mamá, nos sentamos en el porche y esperamos pacientemente a que Spiro nos trajera al príncipe.
—¿
De dónde
es príncipe? —preguntó Leslie.
—Pues la verdad es que no lo sé —dijo Mamá—. Me figuro que será de uno de esos estados pequeños que tienen los maharajás.
—Es un nombre muy raro ese de Jeejeebuoy —dijo Margo—. ¿Estás segura de que es auténtico?
—Claro que es auténtico, hija —dijo Mamá—. Hay muchos Jeejeebuoy en la India. Es un apellido muy antiguo, como…, hum…, como…
—¿Como Smith? —sugirió Leslie.
—No, no, no es así de vulgar ni mucho menos. No, los Jeejeebuoy tienen mucha historia. Deben de ser muy anteriores a la llegada de mis abuelos a la India.
—Probablemente sus antepasados organizaron el Motín —aventuró Leslie con regodeo—. Tenemos que preguntarle si fue a su abuelo a quien se le ocurrió lo del Agujero Negro de Calcuta
[5]
.
—¡Ay, sí! —exclamó Margo—. ¿Tú crees? ¿Qué fue eso?
—Leslie, hijo, no deberías decir esas cosas —dijo Mamá—. A pesar de todo, hemos de perdonar y olvidar.
—¿Perdonar y olvidar qué? —preguntó Leslie desconcertado, sin seguir el razonamiento de su madre.
—Todo —repuso ella firmemente, añadiendo, no sin cierta oscuridad—: estoy segura de que obraban de
buena
fe.
Antes de que Leslie pudiera proseguir sus indagaciones, el coche subió rugiendo por la avenida y se detuvo al pie del porche con impresionante chirrido de frenos. En el asiento de atrás, vestido de negro y con un turbante muy bien liado y blanco cual capullo de campanilla de las nieves, venía un indio esbelto y diminuto de enormes ojos brillantes y almendrados que parecían estanques de ágata, orillados de pestañas tupidas como una alfombra. Abrió la portezuela diestramente y saltó del automóvil. La sonrisa con que nos saludó fue como un blanco relámpago en su rostro moreno.
—¡Bueno, bueno, henos aquí por fin! —exclamó muy animado, abriendo sus finas y morenas manos como si fueran alas de mariposa y entrando en el porche con paso de baile—. Usted es la señora Durrell, naturalmente. Toda una gran dama. Y tú eres el cazador de la familia… Leslie. Y Margo, la beldad de la isla, sin duda alguna. Y Gerry el sabio, el naturalista
par excellence
. No saben ustedes cuánto me deleita conocerles a todos.
—Ah…, sí…, eh…, tenemos mucho gusto en conocerle, Alteza —empezó a decir Mamá.
Jeejeebuoy soltó una exclamación y se dio un cachete en la frente.
—¡Peste y condenación, otra vez mi estúpido nombre! Mi querida señora Durrell, ¿cómo me lo podrá usted perdonar? Príncipe es mi nombre de pila. Fue un capricho de mi madre por dar un toque de realeza a nuestra humilde familia, ¿comprende usted? Amor de madre, ¿verdad? El hijo soñado que aspirará a áureas cimas, ¿eh? No, no, pobre mujer, debemos disculparla, ¿verdad? Príncipe Jeejeebuoy, a secas, a sus pies.
—Ah —dijo Mamá, que ya que se había hecho a la idea de habérselas con la realeza se sintió un poco defraudada—. Bueno, ¿y cómo quiere usted que le llamemos?
—Mis amigos, que son innumerables, me llaman Jeejee —dijo con seriedad el recién llegado—. Confío en que ustedes lo hagan también.
Así fue como Jeejee se instaló entre nosotros y durante su breve estancia armó mayor alboroto y se hizo querer más que ningún otro de cuantos invitados habíamos tenido. Con aquel inglés pedante, aquel porte serio y distinguido, se tomaba tan hondo y genuino interés por todo y por todos que resultaba irresistible. Para Lugaretzia tuvo diversos tarros de sustancias pegajosas y malolientes con que ungir sus numerosos dolores y achaques imaginarios; con Leslie mantenía graves y pormenorizados debates sobre el estado de la caza en el mundo, y le daba descripciones gráficas y probablemente mendaces de cacerías de tigres y jabalíes en las que había participado. A Margo le procuró varios largos de tela con los que le hizo saris y le enseñó cómo había que ponérselos; a Spiro le tenía embobado con sus historias de las riquezas y misterios del Oriente, de elefantes alhajados que combatían entre sí y maharajás que valían su peso en piedras preciosas. Manejaba muy bien el lápiz, y además de manifestar un interés profundo y sincero por todos mis animales me conquistó totalmente haciendo delicados dibujitos de los mismos para que yo los pegara en mi diario de historia natural, un documento que a mis ojos era bastante más importante que la Magna Carta, el Libro de Kells y la Biblia de Gutenberg juntos, y que como tal fue tratado por nuestro perspicaz huésped. Pero fue Mamá quien más que nadie se rindió al hechizo de Jeejee, porque no sólo tenía una reserva inagotable de deliciosas recetas que ella iba anotando y un caudal de historias de fantasmas y folklore, sino que además su visita dio ocasión a mí madre de hablar interminablemente sobre la India, el país donde había nacido y se había criado y que para ella era su verdadera patria.
Por las noches teníamos prolongadas charlas después de cenar, en torno a la larga y desvencijada mesa del comedor. En los ángulos de la habitación los haces de lamparillas de aceite derramaban círculos de luz del color amarillo de las prímulas, y las oleadas de mariposillas nocturnas flotaban a su alrededor como copos de nieve; los perros, tumbados a la puerta —ahora que su número se elevaba a cuatro no se les permitía entrar nunca en el comedor—, comentaban nuestra morosidad con suspiros y bostezos, pero nadie les hacía caso. Afuera la suave noche cobraba vida con el sonoro clamor de los grillos y el croar de las ranitas de San Antón. A la luz de las lámparas los ojos de Jeejee parecían más grandes y más negros, como de búho, cargados de un extraño fuego líquido.
—Por supuesto que en su época todo era muy distinto, señora Durrell. No estaba permitido mezclarse. No, no, segregación estricta, ¿no era así? Pero ahora se ha mejorado. Primero metieron el codo los maharajás, y ahora incluso a algunos de los indios más humildes se nos permite mezclarnos y acceder de esa manera a las ventajas de la civilización —decía Jeejee una noche.
—En mis tiempos eran los euroasiáticos los que estaban peor vistos —dijo Mamá—. Mi abuela ni siquiera nos dejaba jugar con ellos. Pero nosotros jugábamos, claro está.
—Los niños son singularmente insensibles a los imperativos de la conducta civilizada —dijo Jeejee sonriente—. Aun así hubo ciertas dificultades en un primer momento, ya sabe usted. Pero tampoco Roma se hizo en un día. ¿Sabe usted lo de aquel
babu
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de mi ciudad que fue invitado a un baile? —No, ¿qué pasó?
—Pues que el
babu
vio que cuando los caballeros acababan de bailar con las damas las acompañaban a su asiento y les daban aire con el abanico. Así que después de bailar un animado vals con una dama europea de cierta alcurnia, la condujo sana y salva a su asiento, tomó su abanico y le dijo: «Señora, ¿me permite que le haga vientos en la cara?».
—Parece el tipo de cosa que diría Spiro —dijo Leslie.
—Recuerdo una vez —dijo Mamá, lanzándose con gusto a la reminiscencia— cuando mi marido estaba de ingeniero jefe en Rourki. Hubo un ciclón espantoso. Larry tenía entonces unos meses. Vivíamos en una casa larga y baja, y me acuerdo de que corríamos de una habitación a otra intentando sujetar las puertas frente a la embestida del huracán, y según corríamos de una habitación a la siguiente, literalmente se nos iba hundiendo la casa a nuestras espaldas. Al fin acabamos en el
office
. Pero cuando nos repararon la casa el
babu
contratista mandó una factura que decía: «Por reparar la parte posterior del ingeniero jefe».
—La India debía ser fascinante por entonces —dijo Jeejee—. Porque, a diferencia de la mayoría de los europeos, ustedes eran parte del país.
—Ya lo creo; hasta mi abuela había nacido allí —dijo Mamá—. Cuando para casi todos decir «nuestro país» era decir Inglaterra, para
nosotros
era decir la India.
—Usted habrá viajado mucho —dijo Jeejee con envidia—. Me sospecho que conoce usted mi país mejor que yo.
—Pues prácticamente de punta a punta —dijo Mamá—. Siendo mi marido ingeniero de obras públicas, lógicamente teníamos que viajar. Yo solía acompañarle siempre. Si tenía que hacer un puente o una vía de ferrocarril en mitad de la jungla, me iba con él y acampábamos donde fuera.
—Debía ser muy divertido —dijo Leslie con entusiasmo—: una vida primitiva bajo la lona.
—Sí que lo era. A mí me encantaba la vida sencilla del campamento. Recuerdo que iban por delante los elefantes con los
marquees
[7]
, las alfombras y los muebles, y luego la servidumbre en carretas de bueyes con la ropa de casa y la plata…
—¿A eso lo llamas tú acampar? —la interrumpió Leslie incrédulo—. ¿Con
marquees
?
—Sólo teníamos tres —se defendió Mamá—. Una alcoba, el comedor y un saloncito. Y además venían ya con moqueta.
—Pues yo a eso no lo llamaría acampar —dijo Leslie.
—Yo sí. Era en mitad de la jungla —dijo Mamá—. Oíamos a los tigres y los criados vivían aterrorizados. Una vez mataron a una cobra debajo de la mesa del comedor.
—Y eso que Gerry no había nacido todavía —observó Margo.
—Debería usted escribir sus memorias, señora Durrell —dijo Jeejee muy serio.
—¡No, por Dios! Si yo no sé escribir —rió Mamá—. No sabría ni ponerles título.
—¿Qué tal estaría «Sólo catorce elefantes»? —sugirió Leslie.
—O «Por la selva en moqueta» —propuso Jeejee.
—Lo malo de los jóvenes es que nunca se toman nada en serio —dijo Mamá severamente.
—Yo sí —dijo Margo—.
A mí
me parece que Mamá tenía mucho valor para acampar con sólo tres
marquees
y cobras y todas esas cosas.
—¡Acampar! —relinchó Leslie sarcásticamente.
—Pues
era
acampar, hijo mío. Recuerdo que una vez se extravió uno de los elefantes y estuvimos tres días sin sábanas limpias. Tu padre lo llevó muy a mal.
—Nunca se me había ocurrido que una cosa del tamaño de un elefante se pudiera extraviar —dijo Jeejee sorprendido.
—Ya lo creo —dijo Leslie—, es muy fácil no saber dónde ha puesto uno los elefantes.
—Pues a
ustedes
no les habría hecho ninguna gracia verse sin sábanas limpias —dijo Mamá con dignidad.
—Desde luego —terció Margo—, y si a ellos no les gusta oír cosas sobre la India antigua, a mí sí.
—¡Pero si yo lo encuentro sumamente instructivo! —protestó Jeejee.
—Siempre te estás metiendo con Mamá —dijo Margo—. No veo razón para que te sientas tan superior sólo porque tu padre inventara el Agujero Negro o como se llamara.