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Authors: Gerald Durrell

Tags: #Humor, #Biografía

El jardín de los dioses (12 page)

BOOK: El jardín de los dioses
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Resonaban, pues, los cerros con los gañidos y los prolongados trastazos de las tortugas apareándose, el continuo tac-tac de las tarabillas como el ruido de una cantera diminuta en explotación, las llamadas de los pinzones de rosado buche, que sonaban lo mismo que rítmicas gotitas de agua cayendo en una charca, y el alegre y sibilante canto de los jilgueros que brincaban por entre la amarilla retama como payasos multicolores.

Al pie de los cerros de las tortugas, más abajo de los olivares añosos cuajados de anémonas de color rojo vino, asfódelos y aclamen rosado, donde las urracas hacían sus nidos y los arrendajos te sobresaltaban con su repentino grito bronco y desesperado, yacían las antiguas salinas venecianas, extendidas como un tablero de ajedrez. Cada cuadro, que a veces no rebasaba las dimensiones de una habitación pequeña, estaba ceñido por canales anchos de agua salobre, cenagosos y poco profundos. Su interior era una pequeña jungla de viñas, maíz, higueras, tomates de olor agrio como a chinche, sandías que parecían enormes huevos verdes de algún ave mítica, cerezos, ciruelos, albaricoqueros y nísperos, fresones y boniatos: la despensa de la isla. Hacia el mar cada canal salobre estaba orillado de cañaverales y juncales aguzados como un ejército de picas: pero hacia tierra, donde los canales se alimentaban de los arroyuelos de los olivares y el agua era dulce, crecía una vegetación espesa y las plácidas acequias se engalanaban de nenúfares y se orlaban de doradas flores de hierba centella.

Era ahí donde en primavera las dos especies de galápago —una negra con pintas doradas y otra delicadamente rayada en gris— silbaban con aguda voz, casi de pájaro, persiguiendo a sus compañeras.

Las ranas, verdes y pardas con manchas de leopardo en los muslos, parecían recién barnizadas; se abrazaban con fervor apasionado y exoftálmico o croaban a coro interminablemente y dejaban en el agua grandes cúmulos de freza gris. Allí donde umbrosos cañaverales, higueras y otros árboles frutales ceñían las acequias, las minúsculas ranitas de San Antón, de piel verde brillante, suave como gamuza húmeda, hinchaban sus amarillos saquitos fonadores hasta hacerlos como nueces y cantaban con monótona voz de tenor. En el agua, donde las trenzas de algas se mecían y ondulaban levemente con las pequeñas corrientes, la freza de las ranitas de San Antón quedaba formando amasijos amarillentos del tamaño de una ciruelita.

A un lado de las salinas se extendía una pradera que con las lluvias primaverales se inundaba y pasaba a ser una dilatada laguna de medio palmo de fondo, bordeada de hierbas. En aquel agua templada se congregaban los tritones, de color avellana con el vientre amarillo. El macho tomaba posición frente a la hembra, con la cola curvada hacia delante, y a renglón seguido, con gesto de concentración casi cómica, meneaba la cola ferozmente, eyaculando esperma y lanzándola hacia la hembra. Ella, a su vez, depositaba sobre una hoja los huevos fecundados, que eran blancos y casi como el agua de transparentes, con la yema negra y brillante como una hormiga; y luego doblaba la hoja con las patas de atrás y la pegaba de modo que el huevo quedara empaquetado.

En primavera aparecían unos rebaños de extrañas vacas que iban a pastar en aquella laguna. Eran unos animales enormes de color chocolate, con descomunal cornamenta vuelta hacia atrás y blanca como el champiñón: se parecían a los ankole del centro de África, pero debían proceder de tierras más próximas, tal vez de Persia o de Egipto. Los pastoreaban unas curiosas gentes bravías y agitanadas, que llegaban a bordo de carretones tirados por caballos y acampaban al borde de la zona de pasto: los hombres de fiera catadura, oscuros como cuervos, y las hermosas mujeres y niñas de aterciopelados ojos negros y cabellos como la piel del topo, se sentaban a chismorrear o a tejer cestos alrededor de la hoguera, hablando una lengua que yo no comprendía, mientras los rapaces harapientos, flacos y morenos, vocingleros como arrendajos y desconfiados como chacales, cuidaban del ganado. Al empujarse unas a otras aquellas grandes bestias, ansiosas por comer, sus cuernos se entrechocaban y repicaban. Tras ellas, el dulce olor bovino de su pardo pelaje quedaba flotando en el aire cálido como aroma de flores. Un día veías los pastos vacíos, y al día siguiente encontrabas el desordenado campamento como si llevara allí toda la vida, preso en una perpetua telaraña de humo de sus rosadas y brillantes hogueras, y los rebaños caminando lentamente por el agua somera, asustando a los tritones con el chapoteo de sus pezuñas y el avance de sus hocicos desgarrando la hierba, y poniendo a las ranas y galápagos pequeños en fuga despavorida ante aquella invasión de mamuts.

Yo codiciaba aquellas enormes vacas pardas, pero sabía que por nada del mundo me permitiría mi familia tener una cosa tan grande y de tan fiero aspecto, por más que me cansara de repetir que eran tan mansas que se dejaban pastorear por mocosos de seis o siete años. Lo poco que pude conseguir de uno de aquellos animales fue más que suficiente para mi familia. Había yo estado en los campos después de que los gitanos mataran a un toro: tenían extendido el pellejo aún sanguinolento y un grupo de muchachas estaba raspándolo con cuchillos y frotándolo con cenizas de leña. A poca distancia yacía en montón el sangriento esqueleto desmembrado, ya reluciente y lleno de moscas, y a su lado la voluminosa cabeza, con las desflecadas orejas echadas para atrás, los ojos entornados como meditando y un hilillo de sangre que manaba de uno de los ollares. Los majestuosos cuernos blancos medirían cerca de un metro y una cuarta y eran del grueso de uno de mis muslos, y yo me quedé contemplándolos con anhelo, codicioso como un cazador de los primeros tiempos.

Sería poco provechoso, pensé, comprar la cabeza entera: aunque yo estaba convencido de mi maestría en el arte de la taxidermia, la familia no compartía esa opinión. Además, hacía poco habíamos tenido ciertas diferencias a propósito de una tortuga muerta que yo imprudentemente había disecado en el porche, por lo cual todos se inclinaban a mirar con malos ojos mi interés por la anatomía. Realmente era una lástima, porque aquella cabeza de toro, bien montada, habría quedado soberbia sobre la puerta de mi cuarto y habría sido la pieza fuerte de mi colección, aventajando incluso a mi pez volador disecado y mi esqueleto de cabra casi completo. Pero sabiendo cómo podía ser de implacable mi familia, decidí contra mi voluntad que habría que conformarse con los cuernos. Tras una animada sesión de regateo —para eso sí sabían bastante griego los gitanos—, compré los cuernos por diez dracmas y la camisa. La desaparición de la camisa se la expliqué a Mamá diciendo que me la había desgarrado de tal manera al caerme de un árbol que no mereció la pena recoger los restos. Luego, rebosante de gozo, subí a mi cuarto los inmensos cuernos y dediqué la mañana a sacarles brillo, para después clavarlos a una placa de madera y colgarlo todo de un gancho con mucho cuidado, encima de la puerta.

Retrocedí unos pasos para saborear el efecto, y en ese momento oí la voz enojada de Leslie.

—¡Gerry! ¡Gerry! ¿Dónde estás?

Entonces recordé que había tomado prestada una lata de aceite de armas de su cuarto para abrillantar los cuernos, con la intención de devolverla a su sitio sin que él la echara en falta. Pero antes de que yo pudiera hacer nada se abrió la puerta de golpe y apareció mi hermano con aire belicoso.

—¿Gerry, coño, me has cogido la lata de aceite? —preguntó.

La puerta, con el impulso de su entrada, rebotó y se cerró de golpe. Mi magnífica cornamenta saltó de la pared como propulsada por el espíritu del toro que fuera su propietario, y aterrizó sobre la cabeza de Leslie, abatiéndole cual res en el matadero.

Mi primer temor fue que se hubieran roto mis hermosos cuernos; el segundo, que hubieran matado a mi hermano. Ambos resultaron infundados. Los cuernos estaban intactos y mi hermano, con los ojos aún vidriosos, se sentó a duras penas y clavó en mí una mirada fija.

—¡Dios! ¡Mi cabeza! —gimió, asiéndose las sienes y meciéndose de lado a lado—. ¡Me cago en diez!

Más por diluir sus iras que por otra cosa, fui en busca de Mamá. La encontré en su habitación cavilando junto a la cama, que estaba cubierta de lo que parecía ser una biblioteca completa de modelos de punto. Expliqué que accidentalmente, por así decirlo, Leslie había resultado corneado por mi cornamenta. Como siempre. Mamá se puso en lo peor y dedujo que yo tenía escondido en mi cuarto a un toro que le había sacado las tripas a mi hermano. Encontrarle sentado en el suelo y aparentemente entero fue para ella un alivio grande, aunque no exento de enojo.

—Pero Leslie, hijo mío, ¿qué has hecho? —preguntó.

Leslie alzó los ojos para mirarla; su rostro iba tomando lentamente el color de una ciruela bien madura, y le costó cierto trabajo hacer salir la voz del cuerpo.

—¡Ese condenado niño! —dijo por fin, con una especie de rugido ahogado—. ¡Ha querido saltarme la tapa de los sesos… me ha descalabrado con esos dos cuernos de ciervo descomunales, joder!

—Esa lengua, querido —dijo Mamá mecánicamente—. Seguro que ha sido sin querer.

Yo dije que por supuesto que había sido sin querer, pero en honor a la verdad debía señalar que no eran astas de ciervo, que tenían distinta forma, sino cuernos de una clase de toro que todavía no había podido identificar.

—¡Me da igual qué cono de clase sea! —rugió Leslie—. ¡Como si es un jodido cuerno de brontosaurio de la mierda!

—Leslie,
por favor
—dijo Mamá—, no hay ninguna necesidad de decir tantas palabrotas.

—¡Claro que la hay! —vociferó Les—. ¡Y tú también las dirías si te hubieran machacado la cabeza con una especie de costillar de ballena!

Empecé a explicar que, la verdad, no había el menor pareado entre un costillar de ballena y mi cornamenta, pero una mirarla terrible de Leslie hizo que la lección de anatomía se me quedara agarrotada en la garganta.

—Bueno, hijo, pero no los puedes tener encima de la puerta —dijo Mamá—, es un sitio muy peligroso. Podías haberle hecho daño a Larry.

La sangre se me heló en las venas ante la visión de Larry derribado por mis cuernos de toro.

—Tendrás que colgarlos en otro sitio —siguió diciendo Mamá.

—¡No! —dijo Leslie—. Si conserva esos cuernos de la mierda, no será para tenerlos colgados. Que los meta en un armario o donde sea.

De mala gana acepté esa restricción, y así mis astas vinieron a reposar en el antepecho de la ventana, donde no harían otro daño que caérsele periódicamente sobre un pie a Lugaretzia, la criada, cuando por las tardes venía a entornar los postigos: pero como Lugaretzia era una hipocondríaca profesional de no escaso talento, se beneficiaba de las contusiones resultantes. Pero aquel incidente envenenó mi relación con Leslie durante algún tiempo, lo cual fue causa directa de que sin proponérmelo suscitara las iras de Larry.

A comienzos de la primavera había oído tronar y reverberar desde los juncales que bordeaban las salinas, el extraño bramido del avetoro. Me emocioné muchísimo porque jamás había visto una de esas aves y tenía la esperanza de que anidaran, pero la extensión de los juncales hacía difícil localizar exactamente su zona de operaciones. Aun así, a fuerza de pasarme horas y horas encaramado a lo alto de un olivo sobre un cerro desde donde se dominaban los juncales, conseguí estrechar el sector de observación a cosa de una hectárea. Pronto los avetoros dejaron de llamarse, y deduje que con seguridad estaban anidando. Una mañana me puse en camino muy temprano, dejando en casa a los perros. En seguida llegué a las salinas y me interné entre los juncos, brujuleando de acá para allá como un sabueso sobre el rastro, sin dejarme distraer del objetivo por la súbita ondulación de una culebra de agua, el zambullido de una rana ni la danza fascinante de una mariposa recién nacida. Al poco rato me vi en lo más espeso de los frescos y susurrantes juncos, y entonces me di cuenta con consternación de que la zona era tan extensa y los juncos tan altos que estaba absolutamente perdido. Por todos lados me rodeaba una empalizada de juncos; sus hojas formaban sobre mí un centelleante dosel verde, a través del cual se veía el vivido azul del cielo. No me preocupaba perderme, porque sabía que caminando todo derecho en cualquier dirección acabaría saliendo al mar o a la carretera; lo que me preocupaba era no tener la seguridad de efectuar la búsqueda en el sector debido. Vi que tenía unas almendras en el bolsillo y me senté a comerlas mientras estudiaba el problema.

Acababa de comerme la última y decidir que lo mejor sería volver a los olivos y recuperar la orientación cuando descubrí que sin saberlo llevaba cinco minutos sentado a un par de metros de un avetoro. Allí lo tenía, tieso como un centinela, con el cuello estirado en vertical, el largo pico pardo-verdoso apuntando al cielo, y desde un lado y otro de su estrecho cráneo me miraban sus ojos oscuros y saltones con fiera vigilancia. El cuerpo, de color café con leche manchado de marrón oscuro, se fundía perfectamente con los juncos soleados y entreverados de sombra, y, para acrecentar la ilusión de que formaba parte del fondo en movimiento, el animal se mecía de un lado a otro. Yo le contemplaba hechizado, sin atreverme casi a respirar. Pero en esas hubo una repentina conmoción entre los juncos, y de pronto el avetoro dejó de parecer uno más y alzó el vuelo pesadamente en el mismo momento en que Roger hacía una aparición estrepitosa, con la lengua fuera y la mirada rebosante de cordialidad.

Al pronto no supe si echarle una bronca por espantarme al avetoro o felicitarle por la innegable hazaña de haberme seguido la pista por una ruta difícil de más de dos kilómetros. Pero se le veía tan orgulloso de su proeza que no tuve valor para reñirle, y como todavía tenía en el bolsillo dos almendras en las que no había reparado, se las di a modo de recompensa. Luego nos pusimos a buscar el nido de los avetoros. No tardamos en dar con él: era un pulcro almohadón de juncos, con el primer huevo verdoso en el hueco. Contentísimo, resolví tenerlo estrechamente vigilado para seguir los progresos de las crías, y después, doblando con cuidado los juncos para marcar el camino, seguí al muñón de rabo de Roger.

Evidentemente su sentido de la orientación era mucho mejor que el mío, pues en menos de cien metros habíamos salido a la carretera y Roger se sacudía el agua de las lanas y se revolcaba en el fino y blanco polvo seco del camino.

Dejamos atrás la carretera, y según subíamos la ladera del monte, por los olivares chispeantes de sol y sombra, salpicados de mil flores silvestres, yo me detuve a coger unas anémonas para Mamá. Mientras recogía las flores de color vino medité sobre el asunto de los avetoros. Una vez que la madre hubiera criado a su prole hasta que ésta echara todas sus plumas, sería muy agradable secuestrar a dos de los pequeños e incorporarlos a mi nada despreciable zoológico. Lo malo era que la cuenta de pescadería por mis presentes asilados —una gaviota de cabeza negra, veinticuatro galápagos y ocho culebras da agua— era ya muy respetable, y lo mejor que se podía esperar era que Mamá viera con escaso entusiasmo la adición de dos avetoros jóvenes y hambrientos. Reflexionando sobre la cuestión, tardé algún tiempo en darme cuenta de que alguien estaba arrancando llamadas apremiantes de una flauta.

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