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Authors: Gerald Durrell

Tags: #Humor, #Biografía

El jardín de los dioses (8 page)

BOOK: El jardín de los dioses
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Para mí aquel reino azul era un tesoro de animales extraños que ansiaba recolectar y observar. Al principio el empeño era mortificante, porque no podía hacer otra cosa que picotear por la orilla cual solitaria ave marina, capturando las menudencias en el agua baja y extasiándome de vez en cuando ante algo misterioso y prodigioso que el mar hubiera arrojado a tierra. Pero después conseguí un bote, el buen navío
Bootle-Bumtrinket
, y todo aquel reino me abrió sus puertas, desde los castillos de rocas rojas y doradas del norte y sus profundas pozas y cavernas subacuáticas hasta las largas dunas centelleantes de arena blanca que se extendían como nieve amontonada en el sur.

Opté por la salida al mar, y tan absorto estaba en su planificación que se me olvidó por completo la existencia de Gladstone, que me miraba sibilando con la sofocada indignación de un asmático en medio de la niebla.


Si persistes
en tener en casa ese harmonio cubierto de plumas —dijo Larry, alzando la vista con irritación—, lo menos que podías hacer es enseñarle a cantar como Dios manda.

Era evidente que no estaba de humor para oír una conferencia sobre el talento de la grajilla para el canto, de modo que no dije nada y acallé a Gladstone con un bocado gigantesco.

—Marco envía al conde Rossignol para que pase aquí un par de días —dijo Larry dirigiéndose a Mamá y como si la cosa no tuviera importancia.

—¿Quién es ese señor? —preguntó Mamá.

—No lo sé —dijo Larry.

Mamá se enderezó las gafas y le miró.

—¿Cómo que no lo sabes? —preguntó.

—Pues que no lo sé; que no le conozco —repuso Larry.

—Bueno, y ¿quién es Marco?

—No lo sé; tampoco le conozco. Lo que sí sé es que es un buen artista.

—Larry, querido, no puedes ponerte a invitar a esta casa a personas que no conoces —dijo Mamá—. Ya tenemos bastante con recibir a las que

conoces como para empezar ahora con las que no.

—¿Por qué hay que conocerlas? —preguntó Larry extrañado.

—Pues porque, si son personas conocidas, por lo menos vienen ya sabiendo lo que se van a encontrar —señaló Mamá.

—¿Lo que se van a encontrar? —repitió Larry fríamente—. Cualquiera que te oyese creería que les invito a meterse en un ghetto o algo así.

—No, no, hijo, no pretendo decir
eso
—dijo Mamá—, pero es que en esta casa apenas hay normalidad. Yo lo intento, pero no sé por qué razón es como si no pudiéramos vivir como el resto de la gente.

—Bueno, pues el que venga que nos aguante —dijo Larry—. De todos modos, no me puedes echar la culpa
a mí
: yo no le he invitado. Le envía Marco.

—Pues a eso es a lo que me refiero —dijo Mamá—. A que absolutos desconocidos nos manden absolutos desconocidos, como si esto fuera un hotel o qué sé yo.

—Lo que pasa es que tú eres muy poco sociable —dijo Larry.

—¡Como lo serías tú si tuvieras que ocuparte de la cocina! —dijo Mamá indignada—. Sólo con eso dan ganas de hacerse ermitaño.

—Muy bien, pues en cuanto se vaya el conde puedes irte a una ermita si quieres. Nadie te lo va a impedir.

—¡Sí que tengo mucha ocasión de irme a una ermita, contigo trayendo a esta casa riadas de gente!

—Por supuesto que puedes si te organizas. Leslie puede prepararte una cueva por ahí por los olivares; que Margo te cosa unos cuantos pellejos de los animales menos hediondos de Gerry, llenas una olla de moras y ya está. Yo puedo llevar a la gente a que te vea. «Os presento a mi madre; nos ha abandonado para hacerse ermitaña».

Mamá le taladró con la mirada.

—De veras, Larry, a veces me pones de mal humor —dijo.

—Me voy a ir a ver al niño de Leonora —anunció Margo—. ¿Queréis algo del pueblo?

—Ah, por cierto, eso me recuerda que Leonora me ha pedido que sea el padrino de la criatura —dijo Larry.

Leonora era la hija de Lugaretzia, nuestra criada; venía a echarnos una mano cuando dábamos alguna fiesta, y como era muy guapetona Larry la tenía en gran estima.

—¿Tú padrino de bautismo? —dijo Margo atónita—. Yo creía que los padrinos tenían que ser personas buenas y religiosas y todo eso.

—Es un detalle por su parte —dijo Mamá dubitante—. Pero resulta un poco extraño, ¿no?

—Menos que si le pidiera que fuera padre —dijo Leslie.

—Leslie, hijo, no digas esas cosas delante de Gerry, ni en broma —dijo Mamá—. ¿Y tú vas a aceptar, Larry?

—Sí. ¿Por qué negarle al pobrecillo el privilegio de mi tutela?

—¡Ja! —dijo Margo sarcásticamente—. Pues yo le pienso decir a Leonora que pensar que tú vas a ser bueno y religioso es ir por lana a las cotufas del golfo.

—Si eres capaz de traducir eso al griego, yo encantado de que se lo digas —dijo Larry.

—¡Yo hablo el griego tan bien como tú! —replicó Margo en pie de guerra.

—Bueno, hijos, no os peleéis —dijo Mamá—. Leslie, preferiría que no limpiaras las pistolas con el pañuelo; luego es imposible quitar la grasa.

—¡Pues
con algo
las tengo que limpiar! —repuso Leslie ofendido.

En ese punto le dije a Mamá que pensaba pasar el día explorando la costa: ¿podía llevarme la comida?

—Sí, hijo —dijo distraídamente—. Dile a Lugaretzia que te prepare alguna cosa. Pero ten mucho cuidado, y no te metas mar adentro. No cojas frío. Y ve atento no sea que haya tiburones.

Para Mamá cualquier mar, por poco profundo o benigno que fuera, era una masa de agua pérfida y tumultuosa, llena de maremotos, trombas, tifones, remolinos, habitada enteramente por pulpos y calamares gigantescos y feroces escualos de dientes de sierra, todos los cuales tenían por objetivo prioritario de sus vidas el asesinar y devorar a uno u otro de sus retoños. Asegurándole que tendría mucho cuidado, corrí a la cocina, me surtí de comida para mí y mis animales, reuní el equipo de recolección, llamé a los perros con un silbido y eché a andar monte abajo hacia el embarcadero donde atracaba mi bote.

El
Bootle-Bumtrinket
, primer ensayo de Leslie en el arte de la construcción naval, era casi circular y tenía la quilla plana, lo cual, unido a su atractiva coloración de bandas anaranjadas y blancas, le daba un cierto aspecto de pato de celuloide hermoseado. Era una embarcación simpática y valiente, pero debido a su forma y a su falta de quilla se apuraba mucho al más leve asomo de mar picada, y amenazaba entonces con darse la vuelta y seguir adelante de ese modo, cosa que tendía a hacer en los momentos de tensión.

Cada vez que emprendíamos una expedición larga me proveía yo de comida y agua en abundancia por si el viento nos arrastraba y naufragábamos, y navegaba todo lo cerca de la costa que me era posible, para poder escapar si el
Bootle-Bumtrinket
se veía asaltado por un siroco repentino. Con aquella forma el bote no podía llevar un mástil alto sin darse la vuelta, y su vela, del tamaño de un pañuelito, sólo alcanzaba a recoger una bocanadita mínima de viento, por lo que en general era propelido de un sitio a otro a golpe de remo. Cuando la dotación iba al completo —tres perros, un mochuelo y a veces un palomo— y llevábamos colmada la bodega —un par de docenas de recipientes llenos de agua salada y ejemplares—, hacerlo avanzar por el agua era un trabajo como para desriñonar a cualquiera. Roger era un perro muy marinero y disfrutaba mucho en aquellas ocasiones; además se tomaba un interés profundo e inteligente por la fauna marina, y era capaz de pasarse horas enteras echado con las orejas tiesas, contemplando las extrañas circunvoluciones de las quebradizas estrellas recogidas en un tarro. Widdle y Puke, en cambio, no eran lobos de mar, y en realidad donde más a gusto se sentían era rastreando alguna presa no demasiado fiera entre los matorrales de arrayán; cuando nos hacíamos a la mar intentaban ser útiles pero rara vez lo conseguían, y en los momentos de crisis se ponían a aullar o saltaban por la borda, o, si tenían sed, bebían agua salada y luego te vomitaban encima de los pies en el preciso instante en que estabas haciendo alguna maniobra delicada. La verdad es que nunca llegué a averiguar si a Ulises, el autillo, le gustaban las excursiones por mar; se posaba dócilmente allí donde yo le pusiera, con los ojos entornados y las alas recogidas, viva imagen de una de las tallas más malévolas de las deidades orientales. Al palomo, Quilp —era hijo de mi primera paloma, Quasimodo—, le entusiasmaba ir en bote: tomaba posesión de la diminuta cubierta de proa del
Bootle-Bumtrinket
y se comportaba como si estuviera en la cubierta de paseo del
Queen Mary
. Pedaleaba de un lado a otro, deteniéndose esporádicamente para bailar un rápido vals, y con el pecho inflado nos daba un concierto de contralto, componiendo una extraña estampa de voluminosa cantante de ópera en un crucero. Sólo si el tiempo se tornaba desapacible se ponía él nervioso, y de un vuelo venía a refugiarse en el regazo del capitán en busca de consuelo.

Aquel día había decidido yo visitar una pequeña ensenada, uno de cuyos lados estaba formado por una isla minúscula rodeada de arrecifes en los que vivía un sinnúmero de seres fascinantes. Lo que yo iba buscando en particular eran los gallerbos, que sabía que poblaban en profusión aquellas aguas someras.

Los gallerbos son unos peces de aspecto muy curioso, con el cuerpo alargado, de unos diez centímetros de longitud y en forma semejante al de una anguila; sus ojos saltones y sus gruesos labios les dan un aire lejano de hipopótamo. En la época de la reproducción los machos se vuelven muy vistosos, con una mancha oscura detrás de los ojos circundados de azul cielo, una especie de giba de color naranja apagado encima de la cabeza y el cuerpo oscuro cubierto de pintas azul ultramar o violeta; la garganta es verde mar pálido, con rayas más oscuras. Las hembras, en cambio, son verde oliva claro con manchas de color azul pálido y aletas verde hoja. Yo ansiaba capturar aquellos vistosos pececitos, porque era tiempo de cría y tenía la esperanza de establecer una colonia en uno de mis acuarios para poder observar su galanteo.

Tras media hora de arduo remar llegamos a la ensenada, bordeada de plateados olivares y doradas madejas de retama que esparcían su denso aroma almizclado sobre las aguas quietas y claras. Anclé el
Bootle-Bumtrinket
en dos cuartas de agua cerca del arrecife, y seguidamente, quitándome la ropa y armándome del cazamariposas y un tarro de boca ancha, me descolgué al agua cristalina, que estaba caldeada como un baño.

Por todas partes había tal profusión de animales que hacía falta una concentración inflexible para no dejarse distraer de la tarea. Aquí los cohombros de mar, como enormes y verrugosas salchichas pardas, yacían en batallones entre las algas multicolores. Sobre las rocas se extendían los alfileteros negros o morado oscuro de los erizos de mar, girando sus púas de acá para allá como agujas imantadas. Pegados a las rocas cual cochinillas ampliadas estaban los quitones y las peoncillas moteadas de colorines, siempre en movimiento y conteniendo cada una a su legítimo poseedor o a un usurpador en forma de cangrejo ermitaño de roja faz y rojizas pinzas. De improviso una piedrecita cubierta de algas te salía andando de debajo de un pie, revelándose como un maido, con el dorso convertido en un huerto bien plantado de algas que le camuflara frente a sus enemigos.

Pronto llegué a la zona de la ensenada que sabía era la predilecta de los gallerbos. No tardé mucho en localizar a un hermoso macho, brillante y casi iridiscente con su traje multicolor de galanteo. Con cautela le acerqué la red y él retrocedió receloso, haciendo pucheros con sus abultados labios. Le tiré un viaje súbito con la red, pero estaba demasiado alerta y la esquivó sin dificultad. Varias veces lo intenté y fallé, y a cada intento el pez retrocedía un poco más. Al fin, cansado de mis atenciones, dio un coletazo y se refugió en su casa, que era media olla de barro cocido de las que usaban los pescadores para atrapar a pulpos desprevenidos. Aunque él se hacía ilusiones de haber llegado a lugar seguro, lo cierto es que fue su perdición, pues no tuve más que echarle a la red con cacharro y todo y luego transferirlos a él y su casa a uno de los recipientes grandes que llevaba en el bote.

Emocionado por el éxito seguí adelante con la cacería, y cuando llegó la hora de almorzar había apresado ya dos verdes esposas para mi gallerbo, así como una cría de sepia y una interesante estrella de mar de una especie que no había visto hasta entonces. A esa hora el sol levantaba ampollas, y casi toda la fauna marina desaparecía bajo la sombra de las rocas. Me fui a la orilla para sentarme a comer bajo los olivos. El aire estaba cargado del perfume de la retama y el chirrido agudo de las cigarras. Según estaba comiendo, presencié cómo un enorme lagarto de color verde dragón con el cuerpo flanqueado de vivas marcas en forma de ojos azules acechaba cuidadosamente y atrapaba a un papiliónido de rayas negras y blancas. No era pequeña hazaña, porque las mariposas de esa clase raramente permanecen posadas mucho rato y su vuelo es errabundo e imprevisible. Además, el lagarto la cogió en el aire, saltando hasta una altura de cuarenta centímetros.

Al cabo, terminado el almuerzo, cargué el bote y, tras subir a bordo a mi canina tripulación, remé de regreso a casa para instalar a los gallerbos en sus acuarios. Coloqué al macho junto con su olla en el centro del mayor acuario que tenía, y luego introduje cuidadosamente a las dos hembras. Aunque estuve vigilándolos durante el resto de la tarde, no pasó nada de particular. El macho no hizo más que estarse quieto, tragando y sacando los morros, a la entrada de su olla, mientras las hembras tragaban y sacaban los morros con idéntico celo a uno y otro extremo del acuario.

Cuando me levanté a la mañana siguiente descubrí con gran fastidio que los gallerbos debían entrar en acción con el alba, pues sobre la parte alta de la olla alguien había puesto unos huevos. No sabía yo cuál de las hembras era la autora de la puesta, pero el macho resultó ser un padre muy protector y decidido, que atacó mi dedo con ferocidad cuando yo levanté el cacharro para mirar los huevos.

Resuelto a no perderme nada del espectáculo, corrí por el desayuno y me lo tomé sentado en cuclillas delante del acuario, sin apartar la vista de los gallerbos. La familia, que hasta entonces consideraba a los peces como lo menos potencialmente perturbador de todos mis protegidos, empezó a abrigar ciertas dudas con respecto a éstos, pues según transcurría la mañana iba yo importunando a cada uno que pasaba pidiéndole que me trajera una naranja o un vaso de agua, o que hiciera el favor de afilarme el lápiz, porque para entretener el tiempo me puse a dibujar gallerbos en mi diario. Mi almuerzo fue servido frente al acuario, y a medida que avanzaba la larga y calurosa tarde empecé a tener sueño. Los perros, hastiados tiempo atrás de una guardia que no alcanzaban a comprender, se habían marchado a los olivares, abandonándonos a mí y a los gallerbos a nuestra suerte.

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