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Authors: Gerald Durrell

Tags: #Humor, #Biografía

El jardín de los dioses (5 page)

BOOK: El jardín de los dioses
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—¡El no tiene la culpa de ser turco! —chilló Margo—. Tiene que tener tres mujeres, eso no es culpa suya.

—No hay nada que obligue a un hombre a tener tres mujeres si no quiere —dijo Mamá tajantemente.

—Me imagino —dijo el turco confidencialmente— que Flor de Almendro le estará contando a su madre lo bien que lo pasamos en mi valle, ¿verdad?

—Siempre me estás reprimiendo —dijo Margo—. Todo lo que hago te parece mal.

—Lo que pasa es que te doy demasiada libertad. Dejo que te vayas de viaje unos días y vuelves con este… con este… viejo libertino y sus bayaderas —dijo Mamá.

—Lo ves, si me estás dando la razón…, me reprimes —dijo Margo triunfante—. Ahora resulta que te tengo que pedir permiso para tratarme con un turco.

—¡Cuánto me gustaría llevarlas a mi pueblo! —dijo el turco, contemplándolas con cariño—. Lo podríamos pasar tan bien…, bailes, canciones, vino…

El cordero parecía decepcionado de que nadie le hiciera caso. Había triscado un poco, había decorado el suelo y había hecho dos piruetas de muy buena factura, pero sentía que nadie le estaba prestando la atención que él se merecía, así que bajó la cabeza y embistió a Mamá. Fue una embestida de espléndida ejecución. Yo podía opinar con cierta autoridad, porque en el curso de mis expediciones por los olivares circundantes me había encontrado a menudo con jóvenes carneros animosos y audaces y los había toreado, sirviéndome de la camisa como capote, a satisfacción suya y mía. En esta ocasión, y aun deplorando el resultado, había que reconocer que la embestida fue excelente, bien pensada en cuanto tal, con toda la potencia del cuerpo musculoso y la cabeza huesuda del carnero aplicada con precisión a las corvas de Mamá. Mi madre fue proyectada hasta nuestro incomodísimo sofá de crin como si la hubieran disparado desde un cañón, y se quedó allí boqueando. El turco, horrorizado ante lo que había hecho su regalo, saltó a ponerse delante de ella con los brazos extendidos, para protegerla de un segundo ataque que parecía inminente, pues el carnero, pagado de sí mismo, se había retirado a un ángulo de la habitación y estaba allí brincando y corcoveando como haría un boxeador para entrar en calor en su esquina del ring.

—¿Mamá, Mamá, estás bien? —chilló Margo. Mamá no tenía resuello para responder.

—¡Aja! ¡Mira, Flor de Almendro, es brioso como yo! —exclamó el turco—. ¡Hale, valiente, atrévete!

El carnero aceptó la invitación con un arranque súbito y una velocidad que tomaron al turco por sorpresa: cruzó la habitación convertido en negra borrosidad, tableteando sus pezuñas como una ametralladora sobre las fregoteadas tablas del entarimado, topó al turco en las espinillas con un chasquido y le precipitó al sofá al lado de Mamá, donde quedó tirado dando voces de furia y de dolor. A mí también me habían dado así en las espinillas, así que le comprendí.

Las tres esposas del turco, horrorizadas ante el derrocamiento de su señor, estaban inmóviles de pie, emitiendo ruidos como tres minaretes en el ocaso. Fue en aquella interesante situación en la que irrumpieron Larry y Leslie. Se quedaron clavados a la puerta, asimilando la escena con ojos incrédulos.

Allí estaba yo persiguiendo por toda la habitación a un cordero recalcitrante, Margo confortando a tres señoras veladas y ululantes, y Mamá aparentemente revolcándose en el sofá con un turco anciano.

—Mamá, ¿no te parece que eres ya un poco talludita para ese tipo de cosas? —dijo Larry con interés.

—Rediez, fíjate qué pedazo de daga —dijo Leslie, absorto en la contemplación del turco, que aún se retorcía.

—No seas estúpido, Larry —dijo Mamá iracunda, mientras se daba masaje en las corvas—. Todo ha sido por culpa del turco de Margo.

—No hay que fiarse de los turcos —dijo Leslie, sin apartar los ojos de la daga—. Ya lo dice Spiro.

—¿Pero a qué viene eso de revolearte con un turco a estas horas? —quiso saber Larry—. ¿Estás haciendo prácticas para ser una lady Hester Stanhope?
[2]
.

—Mira, Larry, ya he aguantado bastantes cosas esta tarde. No me agotes la paciencia. Cuanto antes salga de aquí este hombre, más tranquila me quedaré —dijo Mamá—. Haced el favor de decirle que se marche.

—¡No podéis hacer eso! ¡Es mi turco! —chirrió Margo llorosa—. ¡No permitiré que tratéis así a mi turco!

—Yo me voy arriba a darme linimento —dijo Mamá, cojeando hacia la puerta—, y cuando baje no quiero ver a ese hombre en mi casa.

Cuando volvió tanto Larry como Leslie se habían hecho ya muy amigos del turco, y para mortificación de mi madre él y sus mujeres estuvieron aún varias horas, tragando litros de té dulce con bizcochos, hasta que por fin pudimos embarcarlos en un
carrochino
y despacharlos al pueblo.

—¡Gracias a Dios sean dadas! —exclamó Mamá, renqueando hacia el comedor para cenar—. Por lo menos no se alojan en casa, eso que tenemos que agradecer. De veras, Margo, tendrías que tener más cuidado con la gente que invitas.

—Estoy harta de oírte criticar a mis amigos —dijo Margo—. Es un turco absolutamente normal e inofensivo.

—Habría sido un yerno encantador, ¿no te parece? —dijo Larry—. Margo le habría puesto al primer niño Alí Baba, y al segundo Sésamo.

—No hagas esa clase de bromas, Larry —dijo Mamá.

—Si no lo digo en broma —dijo Larry—. El viejo me ha contado que sus esposas están ya un poco machuchas, y que no veía mal a Margo haciendo la número cuatro.

—¡Larry! ¡No es posible! ¡Viejo asqueroso! —dijo Mama—. Hizo bien en no decírmelo a mí. Me habría oído. ¿Y tú que le contestaste?

—Se quedó un poco parado cuando le dije en qué consistía la dote de Margo —dijo Larry.

—¿Dote? ¿Qué dote? —preguntó Mamá perpleja.

—Once cachorros sin destetar —explicó Larry.

Capítulo 2

Arañas y espectros

Guárdate del espíritu malo

SHAKESPEARE,
El rey Lear

Desde mi punto de vista el día más importante de la semana a lo largo de todo el año era el jueves, porque era el día en que nos visitaba Teodoro. A veces el resultado era una larga jornada en familia, una excursión al sur con comida campestre en alguna playa recóndita, o algo por el estilo; pero normalmente éramos Teodoro y yo solos los que salíamos de expedición, palabra que él se empeñaba en emplear para referirse a nuestros paseos. Engalanados con nuestros equipos de recolección y bolsas, redes, frascos y tubos de ensayo y acompañados por los perros, salíamos a explorar la isla con un espíritu de aventura que debía de ser muy semejante al que embargaba el ánimo de los exploradores de la era victoriana que osaban internarse en el corazón del África negra.

Pero no muchos exploradores de la era victoriana gozaron de la ventaja de tener por compañero a un Teodoro, que como enciclopedia práctica para tener a mano en cualquier viaje resultaba insuperable.

Para mí era omnisciente como un dios pero mucho más agradable por ser tangible.

Y no era sólo su increíble erudición lo que asombraba a cuantos le conocíamos, sino su modestia.

Recuerdo que, sentados en el porche entre los restos de una de aquellas meriendas suntuosas que preparaba Mamá, mientras el canto de las cigarras cansadas iba dando paso al atardecer, le asediábamos a preguntas. Él, pulcramente ataviado con su traje de
tweed
, inmaculados su cabello y barba rubios, acogía cada nuevo tema de conversación con un centelleo de interés en la mirada.

—Teodoro —le consultaba Larry—, en el monasterio de Paleocastritsa tienen un cuadro que según los monjes es de Panioti Dokseras. ¿Usted cree que es de él?

—Bueno… —empezaba Teodoro muy cautamente—, me temo que ése es un tema del que sé muy poco. Pero yo diría sin temor a equivocarme que es más probable que sea de mano de Tsadzanis…, eh…, que es quien pintó ese cuadrito tan interesante… del monasterio de Patera…, ya saben cuál digo, el de la carretera de arriba, la que sale de Corfú hacia el norte. El caso es que Tsadzanis…

Durante la media hora siguiente daba una completísima y sucinta conferencia sobre la historia de la pintura en las Islas Jónicas desde 1242 aproximadamente, para acabar diciendo:

—Pero si quiere usted una opinión de
experto, ahí
tiene al doctor Paramythiotis, que le daría a usted mucha más información de la que yo puedo darle.

No era de extrañar que le tratásemos como a un oráculo. La fórmula «Dice Teo que…» daba un sello de autenticidad a cualquier declaración; era la piedra de toque para que Mamá concediera su asentimiento a cualquier cosa, desde la conveniencia de alimentarse sólo de fruta hasta la inocuidad de tener escorpiones en el dormitorio. Teodoro lo era todo para todos. Con Mamá discutía sobre plantas, en particular hierbas y recetas, a la vez que la tenía surtida de lectura gracias a su bien abastecida biblioteca de novelas policiacas. Con Margo hablaba de regímenes, ejercicios y los diversos ungüentos que supuestamente obraban efectos milagrosos sobre los granos, las pecas y el acné. Era capaz de seguir sin esfuerzo cualquier idea que se le pasara a mi hermano Larry por su cerebro veleidoso, desde Freud hasta la fe de los campesinos en la existencia de vampiros, y a Leslie podía ilustrarle sobre la historia de las armas de fuego en Grecia o los hábitos invernales de la liebre. En cuanto a mí, para mi espíritu hambriento, curioso e ignorante, Teodoro representaba un manantial de ciencia sobre todos los temas, del cual bebía yo con avidez.

Los jueves solía llegar a eso de las diez, muy colocado en el asiento trasero del coche de punto, plateado sombrero hongo en la cabeza, caja de recolección sobre las rodillas, y a su lado el bastón con la redecilla de gasa en la punta. Yo, que desde las seis estaba en pie y oteando los olivares por ver si venía, para entonces había concluido ya con desesperanza que se le había olvidado qué día era, o que se había caído y se había roto una pierna, o que le había sobrevenido alguna otra catástrofe. Mi alivio al verle allí en la trasera, serio, tranquilo e incólume, era muy considerable. El sol, que hasta ese momento sufriera un eclipse, volvía a brillar. Luego de estrecharme la mano cortésmente, Teodoro pagaba al cochero y le recordaba que pasara a recogerle a la hora convenida de la tarde. Después, echándose al hombro la bolsa de recolección, se paraba a contemplar el suelo, empinándose y dejándose caer sobre sus botas bien lustradas.

—Tal vez…, eh…, esto… —decía—, podríamos investigar esas charcas que hay…, eh…, cerca de Kontokali. Por supuesto, siempre que no…, eh…, en fin…, que no prefiera usted ir a otro sitio.

Yo respondía, radiante, que las charcas de Kontokali me parecían una idea estupenda.

—Perfecto —decía Teodoro—. Una de las razones por las que me interesa especialmente que vayamos…, eh…, a esa zona…, es que el camino pasa por una acequia muy buena…, eh…, esto…, quiero decir, que es una acequia donde he encontrado gran número de ejemplares valiosos. Charlando animadamente nos poníamos en marcha, y los perros, con la lengua colgando y el rabo en movimiento, abandonaban la sombra de los mandarinos y nos seguían. Al cabo nos daba alcance una Lugaretzia jadeante con la bolsa de la comida, que se nos había olvidado a los dos.

Marchábamos por los olivares sin parar de charlar, deteniéndonos de vez en cuando para examinar una flor o un árbol, un pájaro o una oruga: todo nos interesaba, y de todo sabía algo Teodoro.

—No, no sé de ninguna manera de conservar setas en su colección; con cualquier cosa que usara se le…, hum…, eh…, en fin…, se le secarían. El mejor sistema sería dibujarlas o pintarlas, o quizá, verá usted,
fotografiarlas
. Pero lo que sí puede hacer es coleccionar los diagramas de las esporas, que son realmente bonitos. ¿Cómo?… Pues sí, se separa el sombrerillo del…, eh…, esto…, de la seta o del hongo y se coloca sobre una cartulina blanca. Tiene que ser que el hongo esté maduro, naturalmente, porque sino no soltará las esporas. Pasado cierto tiempo, se levanta el sombrerillo de la cartulina con cuidado…, es decir, procurando no mover las esporas, y entonces se encuentra usted con un…, eh…, con una especie de diagrama muy bonito.

Los perros se desplegaban en abanico por delante de nosotros, levantando la pata, husmeando en las oscuras oquedades que acribillaban los grandes y viejos olivos, lanzándose en ruidosa y fútil persecución de las golondrinas que a unos milímetros del suelo barrían las largas y sinuosas avenidas entre los árboles.

Al cabo llegábamos a terreno más abierto, donde los olivares daban paso a pequeños campos de frutales y maizales o viñedos.

—¡Aja! —decía Teodoro, y deteniendo el paso junto a una acequia llena de agua y hierbajos se asomaba, con los ojos brillantes y la barba erizada de entusiasmo—. Aquí sí que hay una cosa interesante. Mire, ¿no lo ve? Justo donde acaba mi bastón.

Yo forzaba la vista pero no veía nada. Teodoro, luego de sujetar la red al extremo del bastón, la sumergía con discreto movimiento, como quien quita una mosca de la sopa, y la levantaba en alto.

—Mire, ¿no ve? Es la ooteca del
Hydropbilus piceus
, eh…, o lo que es lo mismo, del hidrófilo píceo. Es la hembra, sabe usted, la que teje… eh…, la que hace esta bolsa. Puede contener hasta cincuenta huevos; lo curioso es que… espere un momento que coja las pinzas…, hum…, ahora sí… ¿Lo ve? Pues esta…, hum…, esta chimenea, podríamos decir, aunque tal vez fuera más propio decir «este mástil», está llena de aire, de manera que el conjunto viene a ser como una barquita que no pudiera zozobrar. El…, eh…, el mástil lleno de aire se lo impide… Sí, si la pone usted en su acuario lo lógico será que salgan, aunque debo advertirle que las larvas son muy…, eh…, en fin…, muy
fieras
y probablemente devoren a sus otros ejemplares. Vamos a ver si cogemos un ejemplar adulto.

Con toda la paciencia de una zancuda, Teodoro recorría el borde de la acequia, sumergiendo la red de tanto en tanto y meciéndola.

—¡Ajá! ¡Victoria! —exclamaba al fin, y con cuidado depositaba en mis manos ávidas un grueso escarabajo negro que pataleaba indignado.

Yo admiraba los recios élitros nervados, las espinosas patas, el cuerpo todo de débil lustre verde oliva.

—Es un nadador bastante lento si lo comparamos con los demás…, eh…, en fin…, coleópteros acuáticos, y tiene una manera de nadar muy curiosa. Hum…, hum…, en lugar de usar todas las patas a la vez, como las demás especies acuáticas, las mueve alternativamente. Eso le presta…, sabe usted…, un aspecto muy descoyuntado.

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