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Authors: Gerald Durrell

Tags: #Humor, #Biografía

El jardín de los dioses (2 page)

BOOK: El jardín de los dioses
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Bajamos por la ladera e hicimos un alto para descansar y almorzar a la sombra. Mientras yo me comía mis emparedados y mis huevos duros, Sally se tomó un almuerzo ligero de panochas de maíz secas y sandía, y los perros calmaron su sed con una mezcla de sandía y uvas, engullendo ávidamente el jugoso fruto y de tanto en tanto atragantándose y tosiendo por alguna pipa que se les quedaba atascada. Debido a su voracidad y a su total carencia de modales en la mesa acabaron mucho antes que Sally y que yo, y tras llegar renuentemente a la conclusión de que no pensaba darles nada más nos abandonaron y se largaron por la ladera abajo para regalarse con una pequeña cacería particular.

Yo, tumbado de bruces mientras comía la fresca y quebradiza sandía, rosada como el coral, examiné la ladera. A unos quince metros más abajo de donde yo estaba se alzaban las ruinas de una casita de labradores. Aquí y allá se discernían apenas en la ladera los rellanos en forma de media luna que antaño constituyeran las minúsculas tierras de cultivo. Debió llegar un momento en que se hizo patente que el suelo empobrecido no podía seguir dando maíz u hortalizas en aquellas parcelitas no más grandes que un pañuelo, y el dueño tuvo que marcharse. La casa se había desmoronado y las parcelas se habían llenado de malas hierbas y arrayán. Miraba yo fijamente los restos de la casucha, preguntándome quién habría vivido allí, cuando vi que entre el tomillo que crecía al pie de uno de los muros se movía una cosa rojiza.

Lentamente eché mano a los prismáticos y me los llevé a los ojos. El amasijo de piedras caídas al pie del muro se me hizo visible con claridad, pero por un instante no vi qué era lo que me había llamado la atención.

Entonces, para mi asombro, de detrás de una mata de tomillo salió un animalito esbelto, rojo cual hoja en otoño. Era una comadreja, y, a juzgar por su comportamiento, una comadreja joven y bastante inocente. Era la primera que yo veía en Corfú, y realmente me encantó. La comadreja oteó los alrededores con aire un poco aturdido y después se irguió sobre las patas traseras y olfateó vigorosamente. No oliendo, al parecer, nada comestible, se sentó y se dio una sesión de rascado intensiva y a todas luces muy satisfactoria. Luego interrumpió bruscamente su aseo y con mucho cuidado acechó y trató de atrapar a un limoncillo de color canario intenso. Pero el insecto se le escurrió de entre las fauces y escapó revoloteando, mientras la comadreja tiraba mordiscos al aire con aspecto un tanto estúpido. Una vez más se alzó sobre las patas posteriores para ver dónde había ido su presa, y, perdiendo el equilibrio, a punto estuvo de caerse de la piedra que la sostenía.

Extasiado ante su diminuto tamaño, su rico colorido y su aspecto ingenuo, yo no le quitaba los ojos de encima. Quería capturarla a todo trance y llevármela a casa para incorporarla a mi zoo, pero sabía que me sería difícil. Mientras yo meditaba sobre el mejor camino a seguir para lograr ese resultado, entre las ruinas de la casita se desarrolló un drama. Sobre el matorral planeó una sombra como una cruz de Malta, y ante mi vista apareció un gavilán en vuelo rasante y raudo hacia la comadreja, que, erguida sobre su piedra olisqueando el aire,
parecía
no darse cuenta del peligro. Yo estaba dudando si dar un grito o una palmada para alertarla cuando ella vio al gavilán. Con una rapidez de reflejos increíble se dio media vuelta, saltó airosamente al muro ruinoso y desapareció en una grieta entre dos piedras que yo no habría creído capaz de permitir el paso de un lución, cuanto menos de un mamífero del tamaño de aquél. Fue como un juego de manos: tan pronto estaba instalada sobre su piedra, tan pronto se había evaporado en la pared como una gota de lluvia. El gavilán frenó desplegando la cola en abanico y permaneció suspendido en el aire, obviamente con la esperanza de ver reaparecer a la comadreja; pero en seguida se aburrió y se descolgó otra vez ladera abajo, en busca de presas menos recelosas. Al cabo de un rato la comadreja asomó su carilla por la grieta. Viendo la costa despejada, salió cautelosamente. Luego echó a andar por el muro, y, como si su reciente escapatoria le hubiera dado esa idea, procedió a examinar y explorar todos los huecos y recovecos que había entre las piedras. Yo la miraba pensando cómo bajar hasta allá para echarle la camisa por encima antes de que advirtiera mi presencia. A la vista de su hábil truco de desaparición frente al gavilán, estaba claro que no iba a ser fácil.

Sinuosa como una culebra, se introdujo en un agujero de la parte baja del muro. De otro agujero un poco más arriba salió un segundo animal presa de gran agitación, que corrió por lo alto del muro y desapareció en una hendidura. Sentí una emoción enorme, porque lo poco que había visto de él me había bastado para identificarlo como un animal que desde hacía muchos meses estaba buscando y tratando de capturar: un lirón careto, probablemente uno de los roedores más simpáticos de Europa. Venía a tener las dimensiones de una rata crecida, con pelaje color canela, la parte de abajo de un blanco brillante, larga y poblada cola acabada en una brocha de pelos blancos y negros y unas manchas negras por debajo de las orejas, que rodeándole los ojos le daban el ridículo aspecto de llevar uno de aquellos antifaces que supuestamente gastaban los ladrones de antes.

Aquello era un dilema: dos animales que ansiaba poseer, uno en feroz persecución del otro y ambos extraordinariamente recelosos. Si mí asalto no estaba bien calculado, lo más probable sería que los perdiera a los dos. Decidí ocuparme primero de la comadreja, por ser la más móvil, y porque pensé que el lirón no se movería de su nuevo agujero si se le dejaba tranquilo. Me pareció que el cazamariposas sería instrumento más adecuado que la camisa, así que me armé de él y bajé por la ladera con las mayores precauciones, quedándome petrificado cada vez que la comadreja se asomaba y miraba a su alrededor.

Por fin llegué a un metro de distancia del muro sin ser detectado. Así con más fuerza el largo mango del cazamariposas y esperé a que la comadreja saliera de las profundidades de la oquedad que en aquel momento estaba investigando. Cuando salió, fue tan de repente que me pilló desprevenido. Se sentó sobre las patas traseras y se me quedó mirando con interés exento de inquietud. En el instante en que estaba yo a punto de arrojarle encima la red, hete aquí que llegan los tres perros atravesando estrepitosamente el matorral, con la lengua fuera y el rabo en movimiento, tan vociferantes de contento al verme como si lleváramos varios meses separados. La comadreja se esfumó. Una fracción de segundo permaneció petrificada de espanto ante aquella avalancha perruna, y a la siguiente había desaparecido. Yo maldije a los perros con saña y los desterré a los confines más altos del monte, y allí se fueron a tumbarse a la sombra, heridos y perplejos ante mi mal humor. Seguidamente me puse a dar caza al lirón.

Con el paso de los años la argamasa que unía las piedras se había resquebrajado y las fuertes lluvias de los inviernos se la habían ido llevando, por lo que a todos los efectos lo que quedaba de la casa era una serie de muros de mampostería en seco. Aquel laberinto de túneles y cavernas comunicantes constituía un escondite ideal para cualquier animal pequeño. No había más que una forma de cazarlo en aquel tipo de terreno, y esa forma era deshacer el muro, así que me apliqué a ello trabajosamente. Desmantelada buena parte del mismo, lo más interesante que había salido a la luz se reducía a un par de escorpiones indignados, unas cuantas cochinillas y una joven salamanquesa que escapó dejando atrás la estremecida cola. Era tarea fatigosa y que hacía sudar de lo lindo, y al cabo de una hora o cosa así me senté a descansar a la sombra de lo que todavía quedaba en pie.

Me estaba preguntando cuánto tiempo me llevaría demoler todo lo demás cuando asomó el lirón por una oquedad a un metro de distancia de mí. Trepó cual montañero un tanto obeso, y llegado que hubo a lo alto se aposentó en sus orondos cuartos traseros y se puso a lavarse la cara con gran minuciosidad, totalmente ignorante de mi presencia. Yo casi no lo podía creer. Despacito, con el mayor cuidado, maniobré el cazamariposas hacia él, lo situé en posición y lo abatí de golpe. Todo habría salido perfectamente si la parte alta del muro hubiera sido plana, pero no lo era; no pude aplastar el cazamariposas lo bastante como para que bajo el cerco no quedara un hueco. Mortificado y decepcionado hube de ver cómo el lirón, recobrándose del susto momentáneo, se escurría por debajo de la red, salía galopando por el muro y desaparecía en otra grieta. Pero aquello fue su perdición, pues el sitio donde se había metido no tenía salida y antes de que se percatara del error ya había echado yo la red sobre la entrada.

Lo siguiente era sacarlo y echarlo a la bolsa sin que me mordiera. No fue sencillo, y en el transcurso de la operación me hincó los afiladísimos dientes en la yema del dedo gordo, con lo que el pañuelo, el lirón y yo quedamos literalmente ensangrentados. Pero al fin le tuve en la bolsa. Contentísimo por el éxito, monté a Sally y volví a casa triunfante con mí nueva adquisición.

Llegados a la villa, me llevé al lirón a mi cuarto y le di alojamiento en una jaula que hasta poco antes fuera residencia de una cría de rata negra. La rata había tenido un fin desgraciado entre las garras de mi autillo Ulises, que abrigaba la opinión de que todos los roedores habían sido creados por una providencia bienhechora para llenar su estómago. Así pues, esta vez me aseguré de que mi valioso lirón no pudiera escaparse y correr parecida suerte. Ya enjaulado, pude examinarle con mayor detenimiento.

Descubrí que era una hembra, y las sospechosas dimensiones de su barriga me llevaron a pensar que pudiera estar preñada. Después de meditarlo un poco le puse por nombre Esmeralda (acababa de leer
El jorobado de Nuestra Señora de Paris
y me había enamorado locamente de la protagonista), y dejé a su disposición una caja de cartón llena de borra de algodón y hierba seca que le sirviera para acomodar a su familia.

Durante los primeros días Esmeralda se me tiraba a la mano lo mismo que un bulldog cada vez que iba a limpiarle la jaula o a ponerle comida, pero en menos de una semana tomó confianza y empezó a tolerarme, aunque mirándome siempre con cierta reserva. Todas las noches Ulises se despertaba en la percha especial que tenía encima de la ventana y yo le abría los postigos para que saliera de cacería por los olivares plateados por la luna, de lo cual no regresaba en busca de su plato de carne picada hasta eso de las dos de la mañana. La seguridad que me daba no tenerle por allí me permitía sacar a Esmeralda de su jaula para que hiciera ejercicio durante un par de horas. Resultó ser un animal encantador, de lo más garboso a pesar de su redondez: daba saltos prodigiosos y espeluznantes del armario a la cama (donde rebotaba como en un trampolín) y de ésta a la librería o la mesa, sirviéndose de la larga cola con el penacho en la punta a manera de balancín de equilibrista. Era enormemente curiosa, y cada noche sometía la habitación y todo su contenido a un escrutinio pormenorizado, con el ceño fruncido tras su negra mascarilla y un temblor continuo en los bigotes. Descubrí que sentía una pasión ardiente por los saltamontes pardos de mayor tamaño, y a menudo venía a aposentarse sobre mi pecho desnudo, estando yo en la cama, para masticar ruidosamente aquellas golosinas. De resultas de ello mi cama parecía contener siempre una capa espinosa de élitros, pedacitos de patas y fragmentos de córneo tórax, porque Esmeralda era de los que comen con avidez y sin preocuparse mucho por las buenas formas.

Y llegó al fin la noche emocionante en que, después de que Ulises se deslizara al olivar sobre alas silenciosas y empezara a llamar con el
«toink, toink
» característico de su especie, fui a abrirle la puerta a Esmeralda y me encontré con que no quería salir, sino que, agazapada en la caja de cartón, me dirigía ruidillos amenazadores. Cuando quise investigar en su alcoba se me agarró al dedo índice como una tigresa. Al cabo de grandes esfuerzos conseguí por fin que me soltara, y sujetándola firmemente por el pescuezo registré la caja, y con infinito alborozo encontré allí ocho recién nacidos, del tamaño de avellanas y rosados como capullos de ciclamen. Loco de alegría por el feliz acontecimiento, colmé a Esmeralda de saltamontes, pipas de melón, uvas y otros manjares de los que más le gustaban, y seguí los progresos de los bebés con interés apasionado.

Poco a poco se fueron desarrollando. Se les abrieron los ojos, les salió el pelo. No hubo de transcurrir mucho tiempo para que los más robustos y aventureros treparan laboriosamente para fugarse de la guardería de cartón y andar con paso bamboleante por el suelo de la jaula cuando Esmeralda no los estaba mirando. Ella entonces se alarmaba mucho, y cogiendo al bebé errante en la boca y emitiendo gruñiditos de enfado volvía a recluirlo entre las seguras paredes de la alcoba. Aquello podía hacerlo con uno o con dos, pero una vez que los ocho niños llegaron a la fase inquisitiva le fue imposible controlarlos a todos y tuvo que dejar que deambularan a su antojo. Empezaron a seguirla cuando salía de la jaula, y fue entonces cuando descubrí que los lirones, lo mismo que las musarañas, caminan en caravana, esto es, que Esmeralda iba la primera, a su cola se sujetaba el bebé número uno, a la cola de éste el bebé número dos, a la de éste el número tres y así sucesivamente. Era un espectáculo mágico el que ofrecían aquellas nueve criaturas diminutas, cada una con su pequeño antifaz negro, serpeando por la habitación como una peluda bufanda animada, volando sobre la cama o escalando la pata de la mesa. Una siembra de saltamontes sobre la cama o en el suelo, y los bebés, en medio de chirridos de excitación, se ponían en corro para comer, con ridículo aspecto de bandidos en conciliábulo.

Al cabo, cuando los bebés llegaron a la edad adulta, no tuve otro remedio que soltarlos en el olivar.

La tarea de tener bien alimentados a nueve lirones voraces llevaba demasiado tiempo. Los dejé en libertad donde empezaba el olivar, cerca de un grupo cerrado de encinas, y allí se establecieron con gran fortuna.

Al atardecer, cuando el sol se ponía y el cielo se teñía de verde hoja, listado por las nubes del ocaso, yo solía acercarme por allá para ver a los lironcillos enmascarados brincar por las ramas con elegancia de bailarina, castañeteando y chirriándose unos a otros mientras perseguían mariposas nocturnas, luciérnagas u otros bocados exquisitos entre el ramaje umbrío.

De resultas de una de mis muchas correrías en burro se nos llenó la casa de perros. Veníamos del monte, donde yo había estado intentando atrapar un estelión por los cegadores peñascales de yeso.

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